Guante Corte-trauma |
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De vida y contra incendioEl señor Henry Smith oprimió el timbre de la puerta. Permaneció mirando su imagen reflejada en el cristal de la misma. Una persiana verde estaba bajada detrás del cristal y la imagen era bastante clara.
Le mostró un hombrecillo de anteojos con arillos de oro, de los que se detienen sobre la nariz, vestido con un traje conservador, de tela de color gris banquero.
El señor Smith sonrió afablemente a la imagen reflejada y la imagen le devolvió la sonrisa. Notó que el nudo de la corbata del hombrecillo reflejado en el cristal se hallaba desviado medio centímetro; enderezó su propia corbata y la imagen reflejada hizo lo mismo. El señor Smith oprimió el timbre por segunda vez. Entonces decidió que contaría hasta cincuenta y si nadie contestaba para entonces, sería que nadie estaba en casa. Había contado hasta diecisiete, cuando oyó pasos detrás de él, sobre los escalones del pórtico y volvió la cabeza.
Un traje a cuadros chillantes iba subiendo los escalones del pórtico. El señor Smith decidió que el hombre que se hallaba dentro del traje debía haber dado vuelta desde un lado o de atrás de la casa, pues el lugar estaba aislado, casi a kilómetro y medio de los vecinos más cercanos y no había ningún otro lugar de donde pudiera haber venido Cuadros.
El señor Smith se quitó el sombrero, mostrando un punto de calvicie únicamente de tamaño mediano, pero muy brillante.
- Buenas tardes - dijo -. Mi nombre es Smith. Yo…
- Levántelas - ordenó Cuadros, lúgubremente.
Tenia la mano hundida en el bolsillo del lado derecho de su saco.
- ¿Eh? - la voz del hombrecillo fue inexpresiva por completo -. ¿Que levante qué? Lo siento, en realidad, pero yo no...
- No trate de ganar tiempo - insistió Cuadros -. Levante los guantes y entre a la casa.
El hombrecillo de los lentes con arillos de oro sonrió. Levantó las manos a la altura de sus hombros y volvió a ponerse el sombrero gravemente. Cuadros había sacado a medias la mano de su bolsillo y la gran automática que llevaba pareció, desde el punto de vista del señor Smith, un pequeño cañón.
- Estoy seguro de que debe haber algún error - dijo el señor Smith, sonriendo ahora sin mucha convicción -. No soy ningún ladrón, ni...
- Cállese - lo interrumpió Cuadros -. Baje una mano con cuidado, abra la puerta y entre. No está cerrada con llave. Pero muévase con cuidado.
Siguió al señor Smith al vestíbulo.
Un hombre rechoncho, con cabellos negros y desordenados y cara grasienta, estaba esperando en el interior. Miró con furia al hombrecillo y luego se dirigió a Cuadros, por encima del hombro del primero:
- ¿Cuál es la idea de traer a este tipo? - preguntó.
- Creo que es el sabueso del que nos hemos estado cuidando, jefe. Dice que se llama Smith.
Cara Grasienta frunció el ceño, mirando primero al hombrecillo de los lentes con arillos de oro y luego a Cuadros.
- Diablos - dijo -, ése no es un detective. Hay muchas personas que se apellidan Smith. ¿Y por qué había de usar su nombre real?
El señor Smith se aclaró la garganta.
- Caballeros - comenzó, con un leve énfasis en la palabra - parece que sufren alguna confusión. Soy Henry Smith, agente de la Compañía Falange de seguros de vida y contra incendio. He sido transferido a este territorio y estoy haciendo un recorrido de rutina.
»Vendemos ambos tipos mayores de seguros, caballeros, de vida y contra incendio. En cuanto al propietario de la casa, tenemos una póliza combinada que es una auténtica innovación. Si me permiten usar las manos, para sacar el libro de tarifas de mi bolsillo, les mostraré con gusto lo que tenemos para ofrecerles.
La mirada de Cara Grasienta estaba oscilando nuevamente entre cuadros y el agente de seguros.
- Tonterías - dijo, muy disgustado.
Entonces, su mirada se fijó en el hombre de la pistola y su voz se hizo más fuerte.
- Mico tonto - exclamó -. ¿No tienes ojos? ¿Parece este tipo un...?
La voz de Cuadros fue defensiva.
- ¿Cómo iba a saberlo, Eddie? - se lamentó y el agente de seguros sintió que disminuía la presión de la automática contra su espalda -. Me dijiste que esperábamos la llegada de ese sabueso, Smith, y que era un tipo bajito. Y podía haberse disfrazado, ¿no? Y si llegaba, no vendría enseñando su insignia ni nada de eso.
Cara Grasosa gruñó:
- Bueno, bueno, ya lo hiciste. Tendremos que esperar a que regrese Joe, para estar seguros. Joe conoce al Smith que nos dijeron que vendría.
El hombrecillo de los anteojos con arillos de oro sonrió más confiadamente.
- ¿Puedo bajar los brazos? - preguntó -. Es bastante incómodo tenerlos así.
El hombre rechoncho afirmó con movimientos de cabeza. Ordenó a Cuadros:
- Pero cachéalo de todos modos, para estar seguros. El señor Smith sintió que una mano palpaba sus bolsillos rápida y expertamente, primero de un lado y luego del otro. Notó maravillado que el contacto fue tan leve, que tal vez no lo habría notado, si las palabras del hombre rechoncho no lo hubieran hecho esperarlo.
- Muy bien - dijo la voz de Cuadros detrás de él -. Está limpio, jefe. Creo que metí la pata.
El hombrecillo bajó las manos y luego sacó del bolsillo interior de su saco de color gris banquero un libro empastado en piel. Era un libro de tarifas, con las esquinas de las hojas dobladas.
Lo hojeó y luego levantó la mirada, sonriendo.
- Deduzco - empezó -, que la ocupación de ustedes, caballeros, cualquiera que sea, es peligrosa. Temo que nuestra compañía no estará interesada en venderles las pólizas de seguro de vida, por ese motivo.
»Pero nosotros vendemos ambas clases de seguros, de vida y contra incendio. ¿Alguno de ustedes es el dueño de esta casa, caballeros?
Cara Grasienta lo miró incrédulamente.
- ¿Está tratando de burlarse de nosotros? - preguntó.
El señor Smith movió la cabeza y el movimiento hizo que sus anteojos cayeran y quedaran colgando de su listón negro de seda. Volvió a ponérselos y los ajustó con cuidado, antes de hablar.
- Por supuesto - dijo con formalidad -, es cierto que la forma en que me recibieron fue un tanto extraña. Pero ésa no es ninguna razón para que, si esta casa pertenece a alguno de ustedes y no está asegurada contra incendio, no trate de interesarlos en una póliza. Sus ocupaciones no me incumben, a menos que trate de venderles seguros de vida y no tiene ninguna relación con el aseguramiento de la casa. En realidad, tengo entendido que nuestra compañía tuvo asegurada en un tiempo contra incendio una mansión en Florida, propiedad de cierto señor Capone que, hace algunos años, era bastante bien conocido como...
- Esta casa no es nuestra - lo interrumpió Cara Grasienta.
El señor Smith volvió a meter tristemente su libro de tarifas a su bolsillo.
- Lo siento, caballeros - dijo.
Fue interrumpido por una serie de golpes fuertes, pero sordos, que provenían de algún lugar de la planta alta, como si alguien estuviera golpeando una pared con desesperación.
Cuadros pasó junto al señor Smith y se encaminó hacia la escalera.
- Kessler se soltó una mano o un pie - gruñó al pasar junto a Cara Grasienta -. Iré...
Captó la mirada furiosa de los ojos de Cara Grasienta y habló nuevamente a la defensiva.
- ¿Y qué? - preguntó -. De cualquier modo, no podemos dejar ir a este tipo, ¿verdad? Seguro, fue mi culpa, pero ahora sabe que estamos cuidándonos de la policía y que arriba hay algo. Y si no podemos dejarlo ir, ¿por qué tenemos que tener cuidado con lo que decimos?
Los ojos del hombrecillo se desorbitaron tras los anteojos. El apellido Kessler había hallado respuesta en su mente y por primera vez, comprendió que él mismo estaba en grave peligro. Los periódicos se encontraban llenos de noticias referentes al secuestro del millonario Jerome Kessler, retenido para cobrar rescate. El señor Smith notó los relatos en forma particular, porque sabía que su compañía tenía asegurada la vida del señor Kessler en una fuerte cantidad.
Pero cuando Cara Grasienta se volvió a mirarlo, el señor Smith estaba impasible. Se acercó a atisbar su cara, con la actitud de un hombre miope.
El señor Smith sonrió.
- Espero que me excuse - dijo amablemente -, pero puedo decirle que necesita anteojos. Lo sé, porque yo mismo soy bastante miope. Hasta que decidí usar anteojos, no podía distinguir entre un caballo y un automóvil, a veinte metros, aunque podía leer bastante bien. Puedo recomendarle un buen optometrista en Springfield, quien...
- Hermano - lo interrumpió Cara Grasienta -, si está fingiendo, no exagere. Si no está...
Movió la cabeza. El señor Smith sonrió. Dijo conciliadoramente:
- Debe excusarme. Sé que soy locuaz por naturaleza, pero uno tiene que serlo, para vender seguros. Si no es uno así por naturaleza, se hace así, ¿comprende? Espero que no lo moleste mi...
- Cállese.
- ¿Puedo sentarme? Recorrí hoy todas las casas desde Springfield y estoy fatigado. Tengo un automóvil, pero...
Mientras hablaba, tomó asiento en una silla, a un lado del vestíbulo; antes de cruzar las piernas, ajustó cuidadosamente sus pantalones, para no arrugarlos.
Cuadros bajó por la escalera, de regreso.
- Estaba pateando la pared - informó -. Le amarré otra vez el pie - miró al señor Smith y luego sonrió -. ¿No te ha vendido todavía una póliza de seguro?
El hombre rechoncho lo miró con furia.
- La próxima vez que...
Se oyeron pasos que se aproximaban por el sendero y el hombre rechoncho giró y aplicó un ojo al lugar en que se encontraba apartada la persiana de la puerta de la orilla del cristal. Sacó un revólver de la bolsa posterior de su pantalón.
Después volvió a guardar el revólver.
- Es Joe - dijo por arriba de su hombro a Cuadros.
Abrió la puerta, cuando sonaron los pasos en el pórtico.
Entró un hombre con ojos oscuros, hundidos en un rostro cadavérico. Su mirada cayó casi inmediatamente sobre el pequeño agente de seguros y se sobresaltó.
- ¿Quién diablos...?
Cara Grasienta cerró la puerta y le echó llave.
- Es un agente de seguros, Joe. ¿Quieres comprar una póliza? Bueno, él no te la venderá, porque tu ocupación es peligrosa.
Joe silbó.
- ¿Sabe...?
- Sabe demasiado - el hombre rechoncho señaló con el pulgar al hombre del traje a cuadros -. Este muchacho brillante hasta dijo el nombre del tipo que tenemos arriba. Pero oye, Joe, se apellida Smith... quiero decir, este tipo. Míralo bien. ¿Puede ser el Smith de los federales, el que nos dijeron que estaba en Springfield?
El hombre de la cara cadavérica miró nuevamente al agente de seguros y sonrió.
- No, a menos que haya rebajado diez kilos y se haya cortado la nariz.
- Gracias - dijo el hombrecillo con gravedad. Se levantó -. Y ahora que saben que no soy quien pensaban, ¿puedo retirarme? Hay una parte de este territorio que quiero cubrir esta tarde, antes de interrumpir mi trabajo.
Cuadros puso una mano en el pecho del señor Smith y lo obligó a sentarse otra vez. Se volvió hacia el hombre rechoncho.
- Jefe - dijo -, creo que este tipo está burlándose de nosotros. ¿Puedo meterle un plomo?
- Espera - contestó el hombre rechoncho. Se volvió hacia Joe -. ¿Cómo está... lo que fuiste a ver? ¿Todo va bien?
El hombre alto movió la cabeza afirmativamente.
- El pago será mañana. No hay peligro - lanzó una mirada oblicua al agente de seguros -. ¿Vamos a tener a este tipo en nuestras manos hasta entonces? Vamos a liquidarlo.
Los ojos del señor Smith se desorbitaron.
- ¿Eliminarme? - preguntó -. ¿Quieren decir, asesinarme? Pero, ¿qué van a ganar con matarme?
Cuadros sacó la automática de su bolsillo.
- Ahora o mañana, jefe - insistió -. ¿Cuál es la diferencia?
Cara Grasienta movió la cabeza negativamente.
- Calma - replicó -. No queremos tener aquí un tieso, por si acaso.
El señor Smith se aclaró la garganta.
- La cuestión - comenzó -, parece ser si me deben asesinar hoy o mañana. Pero, ¿qué necesidad tienen de matarme? Admito que reconocí el nombre del señor Kessler y deduzco que lo tienen aquí. Pero si cobran mañana el rescate por él, pueden escapar y dejarme atado aquí. O dejarme libre cuando lo pongan en libertad a él. O...
- Escuche - lo interrumpió Cara Grasienta -, es usted un hombrecito valiente y lo soltaría, si pudiera, pero usted podría identificarnos, ¿ve? Los policías le mostrarían las galerías, vería allí nuestras fachas y sabrían quiénes somos. Hemos sido retratados, ¿ve? No somos aficionados. Pero lo dejaremos vivir hasta mañana, si cierra la boca y...
- Pero, ¿no los ha visto también el señor Kessler?
El hombre rechoncho movió la cabeza afirmativamente.
- Él también recibirá lo suyo - dijo con serenidad -. Tan pronto como hayamos cobrado.
- Pero eso no es justo, ¿sí? No es legal cobrar el rescate, en la inteligencia que lo dejarán en libertad y luego no cumplir con su palabra. Para decir lo menos, es un mal negocio. Pensé que había honor entre... eh... eso hará que la gente desconfíe de ustedes.
Cuadros levantó su automática por el cañón.
- Jefe - suplicó -, cuando menos déjame darle uno.
Cara Grasienta movió la cabeza negativamente.
- Llévenlo al sótano. Espósenlo a la cama metálica y estará bien. Sí, denle uno si resiste, pero no lo maten... todavía.
El hombrecillo se levantó con viveza.
- Le aseguro que no discutiré. No deseo que...
Cuadros lo tomó por un brazo y lo arrastró hacia la escalera del sótano. Joe lo siguió.
Al principio de la escalera, el señor Smith se detuvo tan repentinamente, que Joe casi pasó por encima de él. Smith señaló en forma acusadora un montón de latas rojas.
- ¿Eso es gasolina? - atisbó con mayor atención -. Sí, puedo ver que es eso: Guardar latas de gasolina así, en un lugar como este es un peligro de incendio, especialmente cuando una de las latas gotea. Miren el piso, ¿eh? Está empapado con ella.
Cuadros lo jaló de un brazo. El señor Smith cedió, todavía protestando:
- ¡Y un piso de madera! En todas las casas que he examinado cuando he expedido seguros contra incendio, no he visto nunca...
- Joe - dijo Cuadros -, si le pego, lo mataré y el jefe se pondrá furioso. ¿Tienes tu basto?
- ¿Basto? - preguntó el hombrecillo -. Ése es un nuevo término, ¿verdad? ¿Qué es? ¿Una...?
La cachiporra de Joe interrumpió sus palabras. Cuando el señor Smith abrió los ojos, estaba a oscuras. Al principio, era una oscuridad confusa, agitada y estruendosa. Pero después se resolvió en la oscuridad húmeda común de un sótano y había un pequeño cuadro de luz de luna en una ventana, sobre su cabeza. Los truenos se resolvieron también en nada más extraordinario que el sonido de pasos en el piso de arriba.
La cabeza le dolía mucho y trató de llevar sus manos hasta ella. Una se movió únicamente unos centímetros, antes que se oyera un ruido metálico y no pudo levantarla más. Exploró con la mano que tenía libre y encontró que estaba esposado a un lado de una cama metálica, con un grueso anillo.
Descubrió también que la cama no tenía colchón y que los resortes metálicos estaban fríos y eran incómodos.
El señor Smith se levantó hasta sentarse, al principio lenta y dolorosamente y empezó a examinar las posibilidades de su situación, desde la orilla de la litera.
Para entonces, sus ojos se hallaban acostumbrados a la penumbra. La cama de metal era muy pesada. Otra igual estaba parada sobre un extremo, apoyada contra la pared, a la cabecera del jergón al que se encontraba esposado el señor Smith. A primera vista, parecía a punto de caer sobre la cabeza del agente de seguros, pero el hombrecillo levantó, la mano izquierda y descubrió que permanecía allí parada con solidez.
Oyó que se abría la puerta del sótano y pasos que empezaban a bajar. Una luz brilló atrás de los pasos y otra en un banco de trabajo, al otro lado del sótano. Apareció Cuadros y cruzó hacia el banco de trabajo Miró hacia el rincón oscuro donde se encontraba el señor Smith, pero el agente de seguros estaba tendido en la cama, inmóvil.
Después de un momento, volvió a subir la escalera. Las dos luces siguieron encendidas.
El señor Smith volvió a sentarse, esta vez con mayor lentitud, para que los resortes del jergón no hicieran ruido. Sin embargo, una vez sentado, empezó a trabajar con rapidez. Sabía que lo que iba a intentar era un recurso desesperado, pero no tenía nada que perder. Empujó y tiró con su mano libre de la cama de hierro apoyada contra la pared, asiendo el marco, primero a la mayor altura que pudo alcanzar, y luego de más abajo. Era pesada y difícil de mover, pero finalmente la sacó de su equilibrio y la tuvo a punto de caer sobre su cabeza, si no la hubiera detenido. Luego, volvió a ponerla en equilibrio precario. Retiró la mano para experimentar. El jergón permaneció como espada de Damocles sobre su cabeza.
Después levantó un pie hasta la orilla de la cama en la que estaba sentado y se quitó la cinta de uno de los zapatos. No fue fácil atar con una mano un extremo de la cinta al marco del jergón apoyado en la pared, pero logró hacerlo. Volvió a acostarse, con el otro extremo de la cinta en la mano.
Había trabajado más rápidamente de lo que era necesario. Pasaron diez minutos completos, antes que Cuadros volviera al sótano.
Por entre los párpados entrecerrados, el agente de seguros vio que llevaba diferentes objetos: una caja de cigarros puros, un reloj, pilas secas... Los puso en el banco de trabajo y empezó a trabajar.
- ¿Está haciendo una bomba? - preguntó el señor Smith placenteramente.
Cuadros se volvió y lo miró con furia.
- ¿Ya está hablando otra vez? Mantenga el pico cerrado o le...
El señor Smith no pareció oír.
- Deduzco que intenta poner esa bomba mañana, cerca de ese montón de latas de gasolina. Sí, ahora puedo ver que me apresuré a observar que era un peligro de incendio. Todo está en el punto correcto. Ustedes quieren que sea un peligro de incendio. En mi piel de agente de seguros, no puedo aprobarlo. Pero desde el punto de vista de ustedes, puedo comprender...
- ¡Cállese!
La voz de Cuadros fue desesperada.
- Supongo que piensan esperar hasta cobrar el dinero del rescate por el señor Kessler y luego lo dejarán conmigo en la casa, probablemente muertos, dispondrán la pequeña bomba y partirán.
- Ese golpe que le dio Joe debió durar más - observó Cuadros -. ¿Quiere otro?
- No en forma particular - replicó el señor Smith -. De hecho, todavía me duele la cabeza por el último que me dieron con ese..., ¿lo llamaron «basto»? - suspiró -. Temo que mi conocimiento del léxico del bajo mundo, al que pertenecen ustedes, caballeros, es tristemente deficiente...
Cuadros azotó con fuerza la caja de cigarros en el banco de trabajo y sacó la automática de su bolsillo. Tomándola por el cañón, atravesó el sótano hacia el señor Smith.
Los ojos del hombrecillo parecían estar cerrados, pero siguió hablando:
- Es una coincidencia un tanto extraña que yo haya venido a vender seguros de vida y contra incendio y que ustedes hayan estado tan tristemente mal calificados para que se les extendiera uno, ¿verdad? Su ocupación es peligrosa. Y...
Cuadros había llegado hasta el jergón. Se inclinó y levantó la pistola por el cañón. Pero al parecer, el hombrecillo no tenía los ojos cerrados. Levantó su mano libre como para protegerse del golpe y tenía la cinta del zapato entre los dedos. La pesada litera de metal, equilibrada sobre su extremo, osciló y cayó.
Cobró impulso y una esquina golpeó la cabeza de Cuadros. Bastante impulso. El recurso desesperado del señor Smith dio resultado.
- Uf... - dijo, cuando Cuadros cayó sobre él y la cama sobre Cuadros.
Pero tomó con la mano izquierda la automática y evitó que cayera al piso. Tan pronto como recobró el aliento, metió la mano, con bastante dificultad, entre su cuerpo y el del pistolero. Encontró en un bolsillo de su chaleco la llave que abría la esposa.
Salió de abajo del cuerpo de Cuadros, tratando de hacerlo silenciosamente, pero la cama de arriba se deslizó y se produjo un choque de metal contra metal.
Se oyeron pasos en el piso de arriba y el señor Smith se deslizó tras una caldera, mientras se abría la puerta del sótano. Una voz (pareció ser la del hombre a quien llamaban Joe) gritó:
- ¡Larry!
Y luego, los pasos empezaron a bajar por la escalera. El señor Smith asomó tras la caldera y apuntó la pistola de Cuadros al otro pistolero.
- ¿Quiere levantar las manos por favor? - dijo. Y entonces notó que el humo se levantaba en espirales del cigarrillo que llevaba Joe en la mano derecha -. Y tenga mucho cuidado con ese...
Con una maldición, el hombre de cara cadavérica llevó una mano hacia su funda sobaquera. Al hacerlo, el cigarrillo cayó de su mano.
La mirada del señor Smith no siguió el cigarrillo hasta el piso, pues la pistola de Joe había saltado de su funda casi como por arte de magia y estaba escupiendo ruido y fuego hacia él. Una bala melló la caldera, cerca de la cabeza del señor Smith.
El señor Smith tiró del gatillo de la automática, pero no sucedió nada. Lo oprimió con desesperación. No sucedió aún...
Al pie de la escalera, se levantó una sábana de fuego, junto al cigarrillo que dejó caer Joe, desde el piso de madera saturado con la gasolina de la lata que rezumaba.
La sábana de fuego saltó hacia el montón de latas, encontró el agujero de una de ellas. El señor Smith apenas tuvo tiempo de ocultar la cabeza detrás de la caldera, antes que se produjese la explosión.
Aunque se ocultó contra su fuerza, la onda explosiva lo envió contra los escalones que daban a la puerta de la calle del sótano. Cuando se levantó, detrás de él, el sótano era un infierno de llamas. No pudo ver a Joe... ni a Cuadros.
Subió corriendo la escalera y trató de abrir la puerta. Parecía estar cerrada con candado por afuera, pero pudo ver dónde estaba el porta candado. Aplicó el cañón de la pistola en ese lugar contra la puerta y oprimió el gatillo nuevamente. Apretó la pistola con ambas manos. No pudo disparar.
Miró otra vez hacia atrás. Las llamas llenaban casi todo el sótano. Al principio, pensó que estaba atrapado sin remedio. Después, vio a través del humo y de las llamas que había una ventana que daba al exterior, a pocos pasos y una silla que le permitiría llegar hasta ella.
Llevando todavía la pistola que no disparaba, alcanzó la ventana abierta y salió. Una sábana de fuego, succionada por la corriente de la ventana abierta, lo siguió al exterior.
Se detuvo únicamente un momento, para aspirar un poco de aire fresco y examinarse, para asegurarse de que su ropa no estaba en llamas y luego corrió en torno a la casa y llegó al pórtico delantero. El fuego ya empezaba a ascender. Pudo ver su resplandor rojo a través de la ventana del primer piso.
Subió la escalera del pórtico. La pistola que no disparaba le sirvió para romper el cristal de la puerta, ya estrellado, para poder meter la mano y dar vuelta a la llave.
Al avanzar por el corredor, el señor Smith oyó que la puerta posterior se cerraba violentamente y dedujo que Cara Grasienta había huido. Pero los intereses del señor Smith se encontraban arriba; no creía que el criminal fugitivo hubiera desatado al cautivo.
La escalera se hallaba en llamas, pero todavía intacta. El señor Smith sacó un pañuelo de su bolsillo, lo aplicó a su nariz y a su boca y se lanzó entre las llamas.
El corredor del segundo piso estaba lleno de humo, pero las llamas no lo invadían aún. Únicamente se detuvo el tiempo suficiente para apagar a manotazos la pequeña llama que empezaba a lamer una de las piernas de su pantalón y después empezó a abrir las puertas que había a un lado y otro del corredor.
En el centro del cuarto, a la izquierda, a partir de la escalera, un hombre atado y amordazado yacía sobre una cama. El señor Smith le quitó la mordaza apresuradamente y empezó a trabajar en las cuerdas con que tenía atadas las manos y los tobillos.
- ¿Es usted el señor Kessler? - preguntó.
El hombre de cabellos canosos aspiró una gran bocanada de aire y afirmó con débiles movimientos de cabeza.
- ¿Es usted policía, o...?
El señor Smith movió la cabeza.
- Soy agente de la Compañía Falange de seguros de vida y contra incendio, señor Kessler... Tengo que sacarlo de aquí, porque la casa está en llamas y tenemos asegurada su vida en una gran cantidad. En doscientos mil, ¿no es cierto?
Las cuerdas de las muñecas del prisionero cedieron.
- Frótese las muñecas, señor Kessler - dijo el señor Smith -, para que recupere la circulación, mientras yo desato sus tobillos. Tendremos que trabajar rápidamente para salir de aquí. Espero que la casa no esté asegurada, porque no habrá ninguna casa aquí en otros quince o veinte minutos.
Los últimos nudos cedieron. El señor Smith oyó el sonido del motor de un automóvil, por encima de los crujidos de las llamas. Mientras el señor Kessler se levantaba, corrió hasta la ventana y miró hacia afuera. A través del parabrisas del carro que estaba saliendo del garaje de atrás de la casa, pudo ver la cara del jefe del trío de plagiarios. El sendero pasaba por debajo de la ventana.
- El último superviviente de sus tres amigos está abandonándonos - informó el señor Smith por encima de su hombro -. Creo que la policía apreciará que hagamos más lenta su partida.
Tomó una lámpara con base pesada de un buró que estaba juntó a la ventana y la arrancó de su cordón. Al asomarse por la ventana, el auto se hallaba abajo de él, casi directamente, cobrando velocidad. El señor Smith colocó la lámpara y la empujó hacia abajo. Pegó en el cofre, enfrente del parabrisas. Se oyó el sonido del vidrio al romperse y el automóvil se desvió hacia un costado de la casa y chocó contra ella. Una rueda siguió rodando, pero el carro no.
Cara Grasienta salió del auto y una cortada larga y roja causada por el cristal roto atravesaba su frente. Levantó la mirada hacia la ventana, mientras retrocedía y luego levantó un revólver y disparó. El señor Smith se echó hacia atrás, mientras la bala chocaba contra la casa, junto a la ventana.
- Señor Kessler - dijo -, temo que cometí un error. Debí permitirle que huyera. Tendremos que salir por el otro lado de la casa.
Kessler estaba golpeando el piso con los pies, para hacer volver a la normalidad los músculos agarrotados de sus piernas. El señor Smith pasó corriendo junto a él y abrió la puerta del corredor. Retrocedió trastabillando y cerró la puerta violentamente, al tiempo que entraba una llamarada.
El cuarto se encontraba lleno de humo y las llamas empezaban a lamer el piso.
- No podemos pasar por el corredor - informó el agente de seguros -. Y de cualquier modo, la escalera debe estar destruida. Temo que tendremos que...
Tosió a causa del humo y miró en torno suyo. No había ninguna otra puerta.
- Bueno - dijo con jovialidad -, tal vez nuestro amigo haya...
Cuando apareció en la ventana, dos disparos le indicaron que Cara Grasienta todavía estaba allí. Una de las balas entró por la parte superior de la ventana.
El señor Smith saltó hacia un lado y luego miró otra vez hacia afuera cautelosamente. El jefe de los plagiarios se hallaba a seis metros de la casa, pistola en mano, más allá del automóvil destrozado. Tenía la cara contorsionada por la rabia.
- Ven a que te dé lo tuyo - gritó -. O quédense ahí y ásense.
El hombre canoso estaba tosiendo violentamente.
- ¿Qué podemos...?
El señor Smith sacó la automática de su bolsillo y la miró con tristeza.
- Si esta cosa... Señor Kessler, ¿sabe cuántas balas tiene un revólver? Ha disparado tres veces. Y soy miope. Quizá...
- Creo que la mayoría de ellos se cargan con seis. Pero...
El hombre canoso estaba jadeando.
El señor Smith respiró profundamente, caminó hasta la ventana y empezó a salir por ella. Si podía hacer que el secuestrador vaciara su pistola, tal vez podría engañarlo con la automática que no disparaba.
Abajo de él, la pistola ladró y una bala se hundió en el alféizar de la ventana. Otra más; no supo dónde pegó. El tercer disparo pasó por encima de su cabeza, cuando se soltó y cayó sobre el techo del automóvil destrozado.
Giró y saltó al pasto, que se encontraba más lejos de lo que pensaba y cayó, pero todavía con la automática en la mano. Quedó boca abajo en el pasto, a pocos pasos del plagiario.
Cara Grasienta no esperó a volver a cargar. Tomó el revólver por el cañón y avanzó. El señor Smith giró sobre sí mismo a toda prisa y levantó la automática con ambas manos.
- Levante las...
Tenía la pistola apretada con desesperación y su pulgar tocó y movió la palanca del seguro. La automática rugió con tanta fuerza y tan repentinamente, que el retroceso inesperado la hizo saltar de las manos del agente de seguros.
Pero la cara del hombre rechoncho estaba muy sorprendida y había un agujero en su pecho. Se volvió poco a poco al caer y el señor Smith sintió un poco de náuseas al ver otro agujero, mucho más grande, en medio de la espalda del secuestrador.
El señor Smith se levantó sin mucha firmeza y regresó corriendo al carro, para ayudar al señor Kessler a saltar al suelo. Ahora podían oír el ulular de sirenas que se aproximaban, por encima de los crujidos de las llamas.
El hombre canoso miró aprehensivamente al plagiario caído.
- ¿Está...?
El señor Smith contestó con movimientos afirmativos de cabeza.
- Yo no quería disparar... pero les dije que era una ocupación peligrosa. Alguien debió ver el incendio y dio parte. Algunas de esas sirenas parecen de carros policíacos. Les alegrará saber que está a salvo, señor Kessler. Han estado...
Cinco minutos después, el hombre canoso estaba rodeado por un círculo de policías excitados.
- Sí - dijo -, eran tres. El agente de seguros dice que los otros dos están muertos en el sótano. Sí, él lo hizo todo. No, no sé su nombre, pero esa recompensa...
El jefe de la policía se volvió y cruzó el pasto hacia el hombrecillo del traje arrugado de color gris banquero y los anteojos con arillos de oro. Delineado por el resplandor rojo de la casa en llamas, se encontraba hablando volublemente con los bomberos que sostenían el extremo de la manguera más grande.
- Y como vendemos tanto seguros de vida como contra incendio, tenemos consideraciones especiales para los bomberos. Así que en lugar de cobrarles primas mayores, como hace la mayor parte de las compañías, les ofrecemos una póliza especial, con primas bajas, dobles indemnizaciones y...
El jefe aguardó cortésmente. Al fin se volvió hacia un sargento sonriente.
- Si ese hombrecillo termina de hablar alguna vez - dijo -, infórmenlo de la recompensa y pregúntenle su nombre. Yo debo regresar a la ciudad antes del amanecer.