Complejo de taza de téBuenos días, señor Gupstein. Mi apellido es Wilson. Algunos de mis amigos de la jefatura de policía me llaman Slip Wilson; usted sabe cómo empiezan estas cosas.
Usted sabe, señor Gupstein, mi abogado me dio el nombre de usted y me sugirió que lo viera si necesitaba algo, mientras él estaba ausente. Y necesito consejos legales.
No, mi abogado no está de vacaciones, no exactamente. Está en la cárcel, señor Gupstein.
Pero esto es lo que quiero saber. Tengo un fistol con un diamante del tamaño aproximado de un bombillo de linterna sorda. Quiero saber si puedo venderlo en cerca de lo que vale o tendré que hacerlo por medio de un traficante de objetos robados, por lo que pueda obtener. La diferencia será de dos de a mil, más o menos, señor Gupstein.
¿Cómo lo conseguí? Bueno, en cierta forma, me lo dio una taza de té, señor Gupstein. Pero es difícil que usted lo comprenda, así que quizá sea mejor que empiece desde más atrás.
Vi a este tipo por primera vez en el elevador de Brandon's. Era un gran cafre, de alrededor de 1,88 entre las cintas de sus polainas y la banda de su bombín. Y grande en todo. Tampoco tenía más de veinticinco años.
Pero lo que me hizo notarlo fueron sus fanales. Tenía los ojos de niño más grandes, suaves y azules que he visto en mi vida. Honradamente, lo hacían parecer como un querubín salido de un vitral de iglesia. Creo que se llaman querubines... usted sabe, uno de esos granujas, con alas detrás de las orejas.
No, señor Gupstein, no tenía alas detrás de las orejas. Nada más quiero decir que tenía esa clase de ojos y esa clase de cara.
Los dos bajamos en el elevador al piso principal y metí la mano a mi bolsillo para sacar un cigarro. Y no estaban allí. Yo había metido mi cigarrera en ese bolsillo cuando subí al elevador. Así que hundí la mano rápidamente en el bolsillo interior.
Sí, mi cuero de cerdo también había desaparecido. No sé si puede imaginar cómo me hizo sentirme eso, señor Gupstein. ¡Yo, Slip Wilson, limpiado como un rústico! Nadie chocó conmigo y el elevador no estaba lleno. ¡Y yo pensaba que era bueno!
¿Eh? Sí, señor Gupstein, ésa es mi profesión. Hasta que bajé del elevador, pensaba que yo era el mejor trabajador de artículos de piel de este lado del túnel de Hudson. Puede imaginar cómo me sentí. Yo, Slip Wilson, dejado más limpio que una macarela en un asilo para gatos desnutridos.
Bueno, miré en torno mío y descubrí a mi compañero de viaje en el elevador, que salía a la calle. Corrí tras él.
Una cuadra más adelante, donde no había tanta gente, lo alcancé y le pedí un cigarrillo. Olvidaba que mis cigarrillos estaban en su poder y no tenía nada que encender con el cerillo, pero no pareció notar la diferencia.
Hice un comentario respecto al tiempo y como parecíamos ir en la misma dirección, la amistad se convirtió en sed y lo invité a detenernos en una taberna para tomar un trago.
Y lo pagó él, sacando la lechuga de una cartera que necesitaba hacer ejercicios para reducir. Estuvimos de acuerdo en que el escocés era infame, así que lo invité a ir a mi apartamiento, para mostrarle los méritos de mi marca favorita. Es chistoso, pero parecimos congeniar desde un principio como los huevos y el tocino.
Cuando llegamos a la cueva, se deja caer en mi sillón favorito, casi rompiendo los resortes y se siente como en casa.
- Oye, viejo - dijo -, no nos hemos presentado. Mi nombre es Cadwallader Van Aylslea.
Bueno, señor Gupstein, usted ha oído hablar de los Van Aylslea; son dueños de la mitad de esta isla y tienen hipotecas sobre algo más. Cada vez que el viejo Van Aylslea se lastima el dedo gordo del pie al bajar de la cama después de almorzar, el mercado cae diez puntos.
Así que me reí de él.
- Encantado de conocerte, Cadwallader - repliqué -. Yo soy el rajá de Fangoon.
Sin parpadear, chilla que esta encantado de conocerme y pregunta cómo andan las cosas en mi tierra. Empecé a sospechar por primera vez, señor Gupstein.
Había estado mirando directamente aquellos fanales azules de niño y pude ver que no bromeaba. Él se creía lo que decía y también lo que le dijera yo. Empecé a recordar otras pequeñas cosas que dijo y vi que tenía murciélagos en el campanario.
Pero chiflado o no, yo quería recuperar mi dinero. Así que como por descuido, puse un par de gotas de adormidera en su siguiente escocés y evité los temas dudosos hasta que se hundió en el sillón, parpadeó unas veces y luego cerró las ventanas y expuso sus amígdalas a la brisa de la tarde.
Esperé unos minutos. para estar seguro y luego puse todo lo que llevaba en sus bolsillos en un pequeño montoncito, sobre la mesa.
Escuche, señor Gupstein, había siete cueros de cerdo, cuatro de ellos gordos; cinco relojes, mi cigarrera y una variedad de basura que iba desde unas ligas color de rosa hasta una bolsa de bolitas de cristal. Sin hablar de la joyería.
La lengua de las carteras sumaba casi uno de a mil y las otras cosas de valor habrían producido la mitad de uno con cualquier comprador de cosas robadas de este lado de Maiden Lane.
Además de eso, tiene una roca en su corbata que parece valer diez veces lo que el resto de la pesca. La había notado antes, pero no pensaba que pudiera ser buena. Pero cuando la miré con cuidado, usted podría haberme tirado con un picadientes roto. No era simplemente un diamante, señor Gupstein. Era un diamante azul blanco y perfecto.
Lo puse con el resto y me senté a mirar la pesca con los ojos saltados. Si pescó eso en un día, el muchacho era una de las siete maravillas del Bronx.
Y todo lo que tenía que hacer, era dejarlo dormido. Todo lo que tenía que hacer, era empacar mi cepillo de dientes, llenar mis bolsillos con la plata y la joyería que estaba sobre la mesa y largarme a Bermudas. Con uno de a mil en efectivo para comprar tortas hasta que pudiera encontrar un cliente para la roca.
Todo lo que tenía que hacer, era esfumarme. Y no lo hice.
Creo que la curiosidad ha enganchado a tipos mejores que yo, señor Gupstein. Quería saber qué sucedía. Tenía un cañón que nunca usaba y lo saqué de entre bolitas de naftalina, miré al borracho y me senté. Estaba decidido a saber quién y qué era y al diablo con los torpedos.
Creo que su corpachón lo ayudó a echar fuera el jugo cierraojos más pronto que la mayoría. No pasó más de una hora y se sentó, abrió los ojos y empezó a frotarse la frente.
- Es extraño - farfulló -. Lo siento, pero debo haberme quedado dormido. Fue una grosería horrible.
Entonces vio el montón de pesca que había sobre la mesa y yo apreté la artillería. Pero él solamente parpadeo.
- ¿De dónde sacaste todo eso, Rajá? - su voz sonó tan asombrada como parecían sus ojos -. Oh, si algo de eso es mío.
Tomó la cartera más gorda, el fistol con el diamante y algunas otras bagatelas.
- Lo saqué de tus bolsillos, mi amigo dedos finos - le aseguré -. Parece que tú debes haberlo sacado de varios lugares.
Suspiró. Después, me miró como un perro que sabe que merece una paliza.
- Está bien, Rajá - dijo -. Será mejor que lo admita. Soy cleptómano. Robo cosas sin darme cuenta. Por eso no me permiten salir de casa. Esta mañana, escapé de ellos.
Sus ojos me miraron nuevamente. Estaba diciendo la verdad y parecía un niño que esperaba que le dijeran que fuera a sentarse a un rincón. Y si aquello era verdad...
Me erguí de pronto en mi silla. Pareció que se había encendido una luz eléctrica dentro de mi cabeza.
- Déjame ver esa cartera que dices que es tuya - le ordené.
Me la entregó como una oveja. Miré la identificación. Sí, señor Gupstein. Cadwallader Van Aylslea. Y bastantes papeles para probarlo.
- Escucha, Rajá - suplicó -. No me mandes de regreso a casa. Me encerrarán allí. Cuando menos, déjame estar contigo un tiempo, antes que regrese.
Empecé a pasearme por el cuarto. Tuve una idea y mi idea empezó a tener cachorritos.
Lo miré por un minuto prolongado, antes de abrirme de capa.
- Escucha, Cadwallader - le dije -. Te dejaré quedarte aquí, con unas pocas condiciones. Una, es que nunca saldrás, a menos que vaya contigo. Si pescas algo, yo me encargaré de ver que regrese a donde pertenece. Soy un mago para saber de dónde vienen cosas como ésas, Cadwallader.
- Oh, es una bondad de tu parte. Yo...
- Y otra cosa - continué -. Cuando seas encontrado por tus viejos, si alguna vez sucede, nunca les dirás que existo. Dirás que no recuerdas dónde has estado. Lo mismo harás con la policía. ¿Está bien?
Se retorció las manos con tanta fuerza, que creí que perdería un dedo.
Tomé toda la pesca de la mesa, excepto lo que dijo que era suyo y la llevé a la cocina. Metí todo el dinero en mi cartera y puse los pellejos vacíos y la basura en el incinerador. Escondí la joyería en donde guardo comúnmente esas cosas.
En total, todavía eran cerca de mil piastras. Y supuse que las había cobrado en un par de horas, más o menos. Empecé a sumar cifras y a contar pollos antes de nacer, hasta que me sentí mareado.
- Cadwallader - dije, cuando regresé a la sala -, tengo que ir al centro, a hacer algo. ¿Quieres venir?
Aceptó. Lo conduje casi hasta el anochecer por tiendas abarrotadas de gente y le proporcioné todas las oportunidades de comportarse con nobleza. Y lo mantuve lejos de los mostradores donde pudiera llenar el espacio valioso de sus bolsillos con joyería barata.
Cuando subimos al taxi para volver a casa, fue un choque descubrir que mi cartera había desaparecido otra vez. Lo mismo sucedió con mis cigarrillos, pero tenía suficiente dinero suelto en un bolsillo de mis pantalones, para pagar el taxi.
Sonreí para mí mismo, señor Gupstein, pero fue una sonrisa de pesar. Fui robado un par de veces en el día, sin notarlo.
- Vamos, Cadwallader, muchacho - le dije, cuando estuvimos a salvo en mi departamento -. Te molestaré pidiéndote que me devuelvas mi pellejo y si por casualidad pescaste algo más, entrégamelo también y me encargaré que vuelva a donde pertenece.
Empezó a palpar sus bolsillos y una expresión confusa se extendió por su cara. Sonrió, pero fue una sonrisa enfermiza.
- Temo que no tengo tu cartera, Rajá - dijo, después de que buscó en sus bolsillos -. Si dices que ha desaparecido, debo habértela sacado en el camino hacia el centro, pero ya no la tengo.
Recordé toda la azúcar que había en mi cartera y, señor Gupstein, debo haber dejado escapar un aullido que podría haberse oído en Staten Island, si hubiera sido una noche silenciosa. Olvidé que era casi del doble de mi tamaño, me acerqué a él y lo registré, sin olvidar una costura.
Después lo hice nuevamente. Todos sus bolsillos estaban más vacíos que la caja de cigarros de un regidor, al día siguiente de las elecciones. No podía creerlo, pero así era.
Lo senté en un sillón de un empellón. Pensé en sacar mi artillería, pero no creí necesitarla. Me sentía bastante furioso para desollar un tigre con las manos desnudas.
- ¿Cuál es el chiste? - demandé -. Habla rápidamente.
Pareció un niño de cuatro años sorprendido con el frasco de jalea.
- Algunas veces, Rajá, pero no con mucha frecuencia, mi cleptomanía funciona en sentido inverso. Pongo cosas de mis bolsillos en los de otras personas. Es algo que sólo he hecho pocas veces, pero ésta debió ser una de ellas. Lo siento mucho.
Suspiré y me senté. Lo miré y creo que ya no seguí estando furioso. No era culpa suya. Estaba diciéndome la verdad; podía verlo con claridad. Y también vi que estaba tres veces más loco de lo que pensaba. Con todo y eso, señor Gupstein, todavía me simpatizaba el tipo. Empecé a pensar si también se me estarían revolviendo los fideos arriba de las cejas.
Oh, está bien, pensé, puedo recobrar el oro sacándolo unas veces más. Había dicho que su cleptomanía no metía reversa frecuentemente. Y si cuando salía iba quebrado, no podría hacerme mucho daño.
Así que eso fue todo, pero después de contar todos esos pollos, fue una noche desalentadora. Usted puede comprenderlo, señor Gupstein.
Saqué un mazo de naipes y le enseñé a jugar y me ganó todos los juegos, hasta que empecé a aburrirme. Decidí bombearlo un poco.
- Escucha, Cadwallader - empecé.
- ¿Cadwallader? - contestó -. No me llamo así.
Me sorprendió con la guardia baja.
- ¿Eh? - digo -. ¡Eres Cadwallader Van Aylslea!
- ¿Quién es él? Temo que hay una confusión de identidad.
Estaba sentado muy erecto en su sillón, mirándome muy atentamente, y su mano se había deslizado entre los botones de la parte media de su camisa. Debí adivinarlo, pero no lo adiviné. Decidí seguirle la corriente.
- ¿Quién eres entonces?
Una expresión taimada apareció en sus ojos, cuando apartó de su frente un mechón de cabellos que no estaba allí.
- No lo sé, por el momento - contemporizó -. Pero no, no debo mentirte, mi amigo. Lo recuerdo, pero es mejor que permanezca incógnito.
Empecé a preguntarme si habría mordido más de lo que podía tragar, me pregunté si esos ataques serían frecuentes y en tal caso, cómo debía actuar.
- Por mi parte - dije, disgustado -, puedes permanecer como quieras. Saldré a comprar un periódico.
Era la hora en que debían salir a la venta los diarios de la mañana y quería ver si hablaban del retoño perdido del árbol de los Van Aylslea. No había ninguna mención de eso.
Odio tener que hablarle de la mañana siguiente, señor Gupstein.
Cuando desperté, allí estaba parado Cadwallader, en ropa interior, mirando por la ventana. Tenía la mano derecha metida bajo su camiseta y un rizo caía sobre su frente. Cuando me oyó sentarme en la cama, se volvió majestuosamente.
- Mi buen amigo - anunció -, lo he pensado y he decidido abandonar el anonimato y revelarte en confianza mi verdadera identidad.
Sí, señor Gupstein, usted lo adivinó. ¿Por qué piensan tantos chiflados que son Napoleón? ¿Por qué no escogen algunos de ellos a Eddie Cantor o a Mussolini?
Yo no lo sabía y hubiera sido inútil preguntarle si su ilusión era algo temporal por lo que había pasado anteriormente, o era permanente.
Me vestí rápidamente y después de almorzar, lo encerré para ponerlo a salvo de los espías ingleses. Salí al parque y me senté a pensar.
Pensé sacarlo, dejarlo en algún lado y lavarme las manos. Los policías lo detendrían y él les diría que había estado con el rajá de Rangoon, si les decía algo aun así de claro. Las cosas así son maravillosas en la jefatura.
Pero no quería hacer eso, señor Gupstein. Por extraño que parezca, me simpatizaba el tipo y sospeché que si recibía un tratamiento adecuado, pasaría de esa etapa y volvería a su buena cleptomanía. Y él debía volver a ella, señor Gupstein. Sería una lástima que se desperdiciara una técnica como la suya.
Y también recordé que si podía hacerlo volver a la normalidad, a la normalidad suya, podría pescar en una semana o dos lo suficiente para retirarme. Y en ese momento, estaba perdiendo un par de cientos de mi propio oro.
Entonces tuve la gran idea. No puede discutirse con un loco. O tal vez usted pueda, señor Gupstein, porque usted es abogado, pero yo no podía hacerlo. Pero mi idea era ésta: ¿Cómo pueden ser Napoleones dos tipos? Si usted pone dos Napoleones en la misma celda ¿uno convencerá al otro? ¿Y no será más fácil que lo haga el tipo que ha sufrido la ilusión durante más tiempo?
Fui a un banco, retiré un poco de oro, busqué un asilo privado y con un poco de saliva, conseguí una audiencia en privado con el loquero mayor.
- ¿Tiene algún Napoleón aquí? - le pregunté.
- Tenemos tres de ellos - admitió, estudiándome como si estuviera preguntándose si reclamaría mi derecho a esa identidad -. ¿Por qué?
Me incliné hacia adelante confidencialmente.
- Un amigo mío muy querido sufre la misma ilusión. Creo que si fuera encerrado con otro tipo que tenga prioridad sobre la misma idea, podría ser convencido de que no es Napoleón. Usted sabe, no pueden ser los dos la misma persona.
- Ese procedimiento estaría en contra de la ética médica - dijo -. No podemos.
Saqué de mi bolsillo un rollo de billetes y lo puse bajo su nariz.
- Cien dólares - sugerí -, por tres días de prueba; gane, pierda o empate.
Pareció ofendido. Abrió la boca para rechazarme, pero pude ver su mirada en los cueros de rana.
- Además de los gastos de costumbre por una estancia de tres días en el sanatorio - agregué -. Los cien dólares son como pago personal para usted, por interesarse en el experimento.
- No puedo... - empezó y me miró esperanzado, para ver si iba a interrumpirlo para aumentar la cantidad inicial.
No cedí; eso era todo lo que quería invertir. Hubo un momento de silencio, mientras yo mantenía tendidos los billetes de banco hacia él.
-...hacerle ningún daño - concluyó, tomando el dinero -. ¿Puede traer hoy a su amigo?.
Cuando llegué a casa, Cadwallader estaba debajo de la cama. Dijo que los espías habían estado rondando el apartamiento. Necesité hablar prolongadamente para sacarlo de allí. Tuve que salir a comprar un bigote postizo y anteojos oscuros, para disfrazarlo. Y bajé las persianas del taxi que nos lleve al sanatorio.
Necesité toda mi fuerza de voluntad torturada por mi curiosidad, señor Gupstein, para esperar tres días completos, pero aguardé.
Cuando fui llevado a su oficina, el médico levantó la mirada tristemente.
- Temo que el experimento fue un fracaso - admitió -. Se lo dije. El paciente sigue sufriendo paranoia.
- No me importa un pito si todavía tiene piorrea - repliqué -. ¿Todavía piensa que es Napoleón o ya no?
- No - respondió -. Ya no. Venga, para que lo vea usted mismo.
Subimos a la planta alta y el doctor esperó afuera, mientras yo entraba al cuarto a hablar con Cadwallader. El otro Napoleón ya había ocupado su puesto. Mi maravilla de ojos azules estaba acostado en la cama, con la cabeza entre las manos, pero se levantó de un salto, deleitado, cuando me vio.
- Rajá, viejo amigo, ¿tienes un platillo? - preguntó angustiado.
- ¿Un platillo?
Lo miré, aturdido.
- Un platillo.
- ¿Para qué quieres un platillo?
El principio no fue prometedor, pero insistí. Había una cosa que me interesaba más.
- ¿Eres Napoleón Bonaparte? - le pregunté. Pareció sorprendido.
- ¿Yo?
Empecé a sentir esperanzas.
- Sí, tú - respondí.
No contestó y pude ver que su mente, lo que restaba de ella, no estaba atenta a nuestra conversación. Sus ojos vagaban por todo el cuarto.
- ¿Qué buscas? - demandé.
- Un platillo.
- ¿Un platillo?
- Seguro. Un platillo.
La conversación estaba saliéndose de mis manos.
- ¿Para qué diablos quieres un platillo? - inquirí.
- Para sentarme.
- ¿Eh? - pregunté, sobresaltado.
- Naturalmente - replicó -. ¿No ves que soy una taza de té?
Tragué saliva y me volví con tristeza hacia la puerta. Entonces, pareció recobrar por un momento fragmentos de cordura.
- Oye, Rajá - llamó.
Me volví.
- Si no vuelvo a verte, Rajá, quiero que tengas algo para recordarme.
Llevó la mano a su corbata y sacó de ella el fistol con la roca del tamaño de una estampilla postal. En realidad, me había olvidado de eso. Me lo entregó y le di las gracias. Y fui sincero.
- ¿Regresarás? - inquirió, esperanzado.
- Seguro, regresaré, Cadwallader.
Me volví otra vez hacia la puerta. Que me cuelguen si no quería chillar, señor Gupstein.
Dije al médico que enviaría por mi amigo y salí a salvo del sanatorio. Después miré nuevamente el chispeante con cuidado y decidí que vale cuando menos cinco de a mil. Así que saldré ganando en el trato, tan pronto como lo haga efectivo.
Primero iba a valuar la piedra, así que troté hasta una de las joyerías más elegantes de la ciudad. Sabía que tenía que escoger un lugar lujoso para brillar una roca de ese tamaño, sin despertar demasiadas sospechas. Sólo había un empleado tras el mostrador y otro cliente estaba adelante de mí. Empecé a mirar en torno mío, pero cuando oí la conversación, quedé helado:
- ¿...y no ha tenido noticias de su hermano desde entonces, señor Van Aylslea? - estaba diciendo el empleado.
El cliente movió la cabeza negativamente.
- Ni una palabra. Estamos ocultándolo a la prensa.
Lo miré bien. El tipo tenía más años y no era tan pesado, pero pude ver su parecido a mi taza de té cleptómana.
Así que tan silenciosamente como si estuviera caminando sobre huevos, salí de la joyería. Pero aguardé afuera. Pensé que podía hacer un último favor a Cadwallader. Cuando salió Van Aylslea, lo abordé.
- Señor Van Aylslea - murmuré -, soy el agente cincuenta y tres. Su hermano está en un asilo para locos.
Su cara se iluminó; me estrechó la mano y me palmeó el hombro como si fuera un hermano perdido hacía mucho tiempo.
- Lo sacaré de allí hoy mismo - dijo.
- Mejor lleve un platillo - grité mientras su carro arrancaba, pero creo que no me oyó.
Me alejé. Si aquella piedra pertenecía a los Van Aylslea y ellos hacían negocios en aquella joyería, podrían haberla reconocido, así que pensé que había escapado por poco.
Recordé que la llevaba en la corbata cuando hablé con el hermano de Cadwallader, lo cual fue una imprudencia innecesaria, pero creo que no lo notó. Estaba demasiado excitado.
Bueno, eso sucedió hace pocos minutos, señor Gupstein. Decidí pasar por alto la valuación y venir directamente a pedirle consejos.
¿Este dispuesto a entrevistar a los Van Aylslea en mi nombre e investigar si quieren ofrecer una recompensa por la roca? Entiendo que usted ha realizado tratos así con mucho éxito, señor Gupstein y prefiero no arriesgarme a venderla, si ofrecen una buena recompensa.
Y el Van Aylslea con quien hablé hace un momento me pareció un tipo razonable, que...
¿Eh? ¿Dice que conoce a la familia y que el hermano está casi tan chiflado como Cadwallader y que también es clepto algunas veces?
No, señor Gupstein, no puede hacerme creer que es más hábil que su hermano con los dedos. Eso es imposible, señor Gupstein. Nadie puede ser más suave que...
Oh, está bien, no nos preocupemos por eso. La cuestión es, ¿está dispuesto a hacer el trato en mi nombre?
¿El fistol? Oh, aquí está en mi corbata, donde ha estado desde que...
¿Eh?
...bueno, señor Gupstein, siento haberle quitado el tiempo. Pero esto me hace decidirme, señor Gupstein. Cuando dos aficionados me limpian la misma semana, estoy acabado.
Tengo un cuñado que es corredor de apuestas y quiere darme un buen trabajo honrado. Y lo aceptaré. He robado mi último pellejo.
Sí, hablo sinceramente, señor Gupstein. Y para probarlo, aquí tiene su cartera. Adiós, señor Gupstein.