Historias y cuentos de policías

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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Sab Jul 12, 2008 8:50 pm


Gas de Nevada

Hugo Candless y George Dial, jefe y empleado estaban jugando un partido de squash, Candless jugaba mucho mejor y por consiguiente ganó la partida, acabada la misma se dirigieron a los vestuarios y se ducharon. Hugo, mientras se vestía, pidió una botella de Johnny Walker, bebieron un trago charlando y tras lo cual George se fue. Hugo terminó de vestirse y tomó su segundo trago, se fumó un cigarro y se dirigió hacia el exterior de Delmar Club donde le esperaba su limusina; era una Lincoln azul con rayas amarillas de matricula 5A6. Mandó a Sam, el portero, a que avisara a su chofer para ir a casa. Hugo quiso abrir la ventanilla, ya que hacía mucho calor, cual fue su sorpresa al observar que no estaba la manivela, además no había teléfono y el chofer no se dirigía a su casa sino a una ladera larga y solitaria. El conductor pulsó un botón que hizo que Candless respirara el cianuro que comenzó a salir de unos orificios. El coche había alcanzado la cima, el chofer le dio de nuevo al botón y el silbido cesó, se bajó del coche y tapándose la boca y la nariz consiguió comprobar que Hugo no se movía.

Mientras tanto en otro lugar, Francine Ley estaba fumando cuando llegó George Dial, se inclinó y la besó con fuerza en los labios y comenzaron a hablar, bebieron un vaso de whisky. Una sombra se vio en la puerta, era Johnny De Ruse quien se dirigió a la mesa donde estaba la pareja a los que saludó y se sirvió otro vaso de whisky, acto seguido, se dirigió a la habitación contigua donde cogió una maleta y una pistola del armario volviendo de nuevo al cuarto principal donde ya solo estaba Francine que comenzó a charlar con él, este le dijo que no podía perder el tiempo pues debía marcharse de la ciudad ya que había denunciado a Mops Parisi.

Tras despedirse se dirigió a su coche, de donde surgió un individuo con una pistola que le apuntó al pecho, apareciendo detrás otro que le apuntaba por la espalda. Comenzaron a registrarlo y tras quitarle una de las pistolas que llevaba, lo obligaron a subir a un coche que tenía un fuerte olor a almendras. El coche comenzó a rodar por las calles a toda velocidad, los que venían de frente reflejaban sus luces cegadoras, esto le sirvió para que uno de los hombres que lo habían secuestrado y que estaba sentado junto a él, no se percatara de que se estaba agachando para coger su pistola de la pernera, consiguió hacerse con ella y se la colocó en la pierna izquierda. Cuando tuvo ocasión sacó el arma escondida y le pegó un tiro en el hombro a su acompañante, la respuesta de este fue tirarle la pistola al suelo de una patada, tras recogerla nuevamente asestó con ella un golpe en la sien al secuestrador herido. El conductor pulsó un botón y comenzó a intensificarse el olor a almendras, característico del cianuro, De Ruse se colocó un pañuelo en la boca y comenzó a disparar contra el cristal pero parecía irrompible, solo consiguió astillarlo y tras un golpe consiguió hacer un agujero.

El conductor al verse amenazado abrió la puerta y saltó tras cambiar la dirección del coche que se dirigió hasta un terraplén y chocó contra un árbol. De Ruse consiguió salir y con la pistola comenzó a disparar al conductor hasta alcanzarlo. Registró a ambos asesinos encontrando una caja de cerillas del Club Egypt, un par de cargadores de 9mm y la llave del hotel Metropole marcada con el número 809. Llevó su coche a Boulevard hollywood y en un taxi se dirigió a Chatterton de nuevo donde no había nadie, se sirvió otro vaso de whisky, se lavó las manos y comenzó a llamar por teléfono a las personas que le podrían dar mas pistas sobre todo aquello. La primera llamada la hizo al Chronicle donde le informaron que la limusina de matrícula 5A6 pertenecía a Hugo Candless. Intentando encontrar a Hugo, de Ruse llamó a La Casa de Oro donde la propia mujer de Hugo le dijo que este había salido de la ciudad y que su club era el Delmar Club.

De Ruse se acercó al club y se detuvo junto al portero, Sam, al que comenzó a hacerle preguntas sobornándolo con dinero hasta que consiguió sonsacarle que en realidad no conocía al conductor que aquella noche había recogido a Candless. Se dirigió a La Casa de Oro donde preguntó al hombre del garaje que si el chofer del coche de matricula 5A6 había salido aquella noche , este le respondió esta que el chofer, llamado Mattrick, no había llegado a recogerlo, y que su alojamiento era el Hotel Metropole. Hacia allí se dirigió y descubrió que a ese hotel correspondía la llave que había cogido, llegó a la habitación 809 y dentro encontró a un hombre tendido de bruces en el suelo con dos tiros en la cabeza.

Salió de la habitación al comprobar que el hombre estaba muerto, colocó el cartel de “no molesten” en la puerta y se marchó del hotel. Volvió a Chatterton donde permaneció hasta que llegó Francine, que venía un poco borracha, comenzó a contarle lo que le había pasado al chofer de Candless y a él mismo y a preguntarle si ella sabía algo más, a cambio ella le contó que Candless le hizo una jugada muy sucia a Zapparty, un tipo de duro de Reno. A los pocos segundos De Rose ya había conseguido convencer a Francine para que lo acompañara.

Una vez dentro del casino, De Ruse se sentó a jugar mientras observaba los movimientos del crupier y junto a él un jugador rubio, la manga derecha del crupier, era bastante sospechosa, ya que no se separaba de la mesa, empezó a protestar pues iba perdiendo una importante cantidad Al instante apareció un hombre muy corpulento que le dijo que abandonara inmediatamente el local, De Ruse se negó y pidió ayuda al joven rubio llamado Nicky, quien sacó una porra y golpeó con ella al corpulento guardia dejándolo inconsciente. De Ruse amenazó entonces al crupier para que le devolviera el dinero y le llevara ante su jefe, lo que hizo tras conducirles a través de un balcón hacia una habitación secreta, entraron un cuarto donde estaban tanto Zapparty como Parisi. Comenzó a indagar sobre el tema del coche de gas, esto hizo que se desencadenara un tiroteo que acabó con Marusi muerto, De Ruse, obligó a Zapparty a acompañarle en coche a los apartamentos de North Kenmore donde se apearon todos menos Francine Ley, quien continuó en el propio vehículo hacia Chatterton. Los tres hombres se dirigieron hacia el coche del gas, obligando a Zapparty a sentarse detrás, consiguieron así que les indicara el camino hacía una casa de piedra. Allí hallaron el cuerpo de Hugo Candless en una cama y consiguieron que Zapparty confesara que era él el que estaba detrás de todo aquello, pero De Ruse quería averiguar quien había intentado matarle. Zapparty siguió confesando que él había matado a Candless por pura venganza mientras que Parisi había matado al chofer pero, desconocía quien había intentado matarlo a él. Tenía solo una hora antes de que Nicky llevara a Zapparty a comisaría, así que inmediatamente se dirigió de nuevo a La Casa de Oro, preguntó por el número de bungalow de Candless, tras un incidente con el encargado apareció Kuvalick, el guardia de seguridad, que se ofreció a dirigirse él primero al apartamento, ante la tardanza, De Ruse decidió acudir él mismo, lo encontró cerrado por lo que tubo que partir el cristal de la puerta, ya dentro encontró a Kuvalick amordazado y metido en un armario, le ayudó a salir y este le contó que George Dial y la señora Candless lo habían engañado y amordazado. En ese momento entró en la habitación Dial empuñando una pistola con silenciador, disparó dos veces contra Kuvalick, quien cayó abatido al suelo.

Dial le contó a De Ruse mientras le apuntaba todo lo ocurrido, George era el amante de la mujer de Candless y juntos planearon todo para quedarse con el dinero de este. En ese momento en el que la señora Candless entraba en la habitación, De Ruse intentó sacar su pistola pero se le adelantó Kuvalick, quien disparó contra la cabeza de Dial que salió lanzado contra la pared y cayó muerto en el suelo.

De Ruse disparó contra la mujer también, quien cayó sobre Dial. Kuvalick, resultaba tener camisa antibalas.

Mientras en Chatterton, Francine Ley, esperaba nerviosa la vuelta de De Ruse, que finalmente llegó, se sirvió una bebida, le contó lo sucedido y le pidió que se casara con él con la respuesta afirmativa como era de esperar.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor supermiau » Sab Jul 12, 2008 10:38 pm


Estoy admirada de lo interesantes que resultan estos breves relatos. Da gusto hacer un copia-pega y leer uno antes de ir a dormir. O cuando uno está sentado en el trono Roca...

Me encantan. Gracias por el aporte, Juanete, si estuvieras de cuerpo presente, te daba un abrazo y un beso en la frente que ibas a flipar. :corazon:

¿Sabes que con estas humildes pero acertadas aportaciones contribuyes al "enganche" a la lectura? si hay algún vicio interesante es sin duda, la lectura. Da igual lo que sea, pero leer.

Gracias de todo corazón. Nos regalas momentos maravillosos a través de las líneas.

:aplauso: :aplauso: :aplauso: :tv:
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Dom Jul 13, 2008 1:15 am


DEPOL Guardia Civil

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de-pol.es
supermiau escribió:Estoy admirada de lo interesantes que resultan estos breves relatos. Da gusto hacer un copia-pega y leer uno antes de ir a dormir. O cuando uno está sentado en el trono Roca...
Me encantan. Gracias por el aporte, Juanete, si estuvieras de cuerpo presente, te daba un abrazo y un beso en la frente que ibas a flipar. :corazon:

Muchísimas gracias por tus palabras. Ya me gustaría que los relatos fueran mios y tuviera esa capacidad de relatar, pero no es así. Son los que voy encontrando por ahí.
supermiau escribió:¿Sabes que con estas humildes pero acertadas aportaciones contribuyes al "enganche" a la lectura? si hay algún vicio interesante es sin duda, la lectura. Da igual lo que sea, pero leer.

Eso pretendo; que se enganche la gente a la lectura. Y puesto que los libros dan ya pereza, el ordenador puede ser otra solución. Yo hace ya mucho que no me siento a leer un libro por eso mismo, por pereza. Me he acostumbrado a leer en la pantalla y me cunde más, incluso. Lees un poco más rápido y por lo menos a mi, me da menos pereza el leer.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Dom Jul 13, 2008 12:40 pm


Boligrafo Kubotan

28?
materialpolicial.com
Perro dormido

Otto el perro de Fay Hooper había desaparecido así que llamaron a De Archer, un detective privado conocido por tratar los casos de desapariciones. La casa de Fay estaba en las colinas al norte de Malibu, antes de dirigirse hacia allí, el detective paró en la academia canina Pacific Palisades para hablar con su amigo Fernando Rambeau. Estando en la puerta vino a recibirle Rambeau y su esposa, estuvieron hablando sobre las posibles causas de la desaparición de Otto sin sacar muchas conclusiones.

Acto seguido continuó su camino hasta la casa de Fay Hooper donde Allan, el marido de la misma, le amenazó con una escopeta y le dijo que se marchara, así lo hizo, se dirigió a la carretera principal para esperar a la señora Hooper. Antes de que apareciera llegó el sheriff Carlson quien le explicó que el señor Hooper tenía bastante poder en la zona y controlaba gran parte de los terrenos. Pasado un rato apareció la señora Hooper, ella le contó que sospechaba de su propio marido ya que además de no gustarle el perro, el día anterior lo había observado cuidando las flores, cosa inusual en él.

Llegaron a la casa, que ahora estaba abierta, y se dirigieron al lugar cultivado por el marido, allí De Archer cogió una pala y tras cavar encontró el cadáver de Otto. Allan, que estaba escuchando la conversación, desmintió toda relación con el crimen, y dijo haber visto entrar a un extraño que disparó contra el perro, dando como explicación las amenazas telefónicas que había recibido durante todo el mes. El sheriff se hizo cargo del cadáver del perro para identificar las balas, mientras que el marido también se marchó sin decir donde iba. De Archer se dirigió de nuevo a hablar con Rambeau, este no se encontraba en la casa estaba su mujer sola, Fernando le había dicho que se iba a vengar de Allan por lo de su hermano sin dar mas explicaciones. De Archer volvió urgentemente a la casa de los Hooper donde encontró el cadáver de Allan junto al portón, llamó al sheriff que vino a recogerlo y lo llevó al edificio administrativo del condado. Habían arrestado a Rambeau para interrogarlo, ya que era el principal sospechoso y al parecer entre Hooper y Rambeau había ocurrido algo.

Fernando no abrió la boca, así que De Archer llamó al cuartel general de Canadá para recibir información, al parecer los cuerpos del hermano de Rambeau y su perro no fueron encontrados hasta el año siguiente de su desaparición. El interrogatorio tuvo que continuar el día siguiente, tras investigar las balas comprobaron que Rambeau había disparado contra el perro y se dirigieron con él hacia la escena del crimen, el sujeto se reveló por el camino hacia la casa de los Hooper y comenzó entonces a contestar a las preguntas de De Archer. Confesó que él había matado al perro pero que sin embargo desmintió toda relación con el asesinato de Allan Hooper, tras lo cual explicó su ira ante lo ocurrido con su hermano, Allan Hooper había asesinado a su hermano cuando se disponía a salir del bosque, o por lo menos así lo creía.

Llegó la señora Hooper en un taxi e inmediatamente el sheriff se dirigió hacia la casa, De Archer lo siguió y tuvo que tirarlo al suelo al forcejear con Fay, el sheriff se levantó empuñando su pistola y apuntando hacia el propio detective momento en el cual la señora Hooper se colocó delante impidiendo que disparara contra el detective, Carlson sabía que George Rambeau había muerto a manos de Allan o por lo menos eso decía, lo que hacía prever que había presenciado la escena del crimen. El sheriff había mentido por dos veces, había asesinado a George Rambeau, y no como decía que había hecho Allan, y tras lo cual tuvo que asesinar a Allan para que no saliera a la luz dejando a Fernando sin sentido y había usado su propia arma para incriminarlo en el asesinato.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Jesús » Dom Jul 13, 2008 2:07 pm



intervencionpolicial.com
Bueniiiisima iniciativa Juanete, yo tenia unos cuantos relatos pero no eran policiales si no históricos me pondré a buscar. Da gusto leer esto estoy como los niños pequeños me leo uno antes de ir a dormir y a soñar con que soy policia y voy en un zeta por la Gran Via salvando al mundo :lol: :lol: :lol: que mal estoy la virgen... :circulos:
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Dom Jul 13, 2008 4:18 pm



sector115.es
Jesús escribió:Bueniiiisima iniciativa Juanete, yo tenia unos cuantos relatos pero no eran policiales si no históricos me pondré a buscar.

Supongo que no dirá nada la moderación si algún relato no tiene que ver con la policía. A ver si los encuentras. :policia2: Siempre habrá tiempo de quitarlo.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Jesús » Dom Jul 13, 2008 6:26 pm


Ahí te dejo unos cuantos hechos por unos amigos de un foro. Estos relatos son de la IIGM pero había por otro foro en el que participaba otros centrados en la Historia Antigua.

http://www.wargames-spain.com/modules.p ... ries&cid=8
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Dom Jul 13, 2008 8:05 pm


Prueba Gratis La Plataforma

7 días de prueba
nola2hurtu.eus
Jesús escribió:Ahí te dejo unos cuantos hechos por unos amigos de un foro. Estos relatos son de la IIGM pero había por otro foro en el que participaba otros centrados en la Historia Antigua.

http://www.wargames-spain.com/modules.p ... ries&cid=8

Ves copiándolos aquí poco a poco. Así la gente no tiene que ir pinchando por ahí. 8)
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Dom Jul 13, 2008 11:45 pm


Un suicidio curioso

El doctor Stephen McCullough viajaba en primera clase en tren desde Paris hacia Ginebra, para visitar a Roger Fane, todo por culpa de su mujer que le había obligado a ello. El doctor McCullough odiaba a Roger desde que este se casó con Margaret, la mujer que él amaba y que tras un grave accidente murió. Todo esto se le vino a mente y comenzó a plantearse el placer que le daría asesinar a Roger de manera que nadie se diera cuenta y realizando el crimen perfecto. Llegó a casa de Roger donde lo estaba esperando excusándose por no haber ido a esperarlo a la estación. Comenzaron a charlar mientras tomaban un whisky, al doctor le resultaba todo aquello demasiado falso por lo que se limitó a seguirle la corriente a la vez que su mente planeaba el asesinato, Roger se marchaba a la mañana siguiente a Zurich y una chica venía a limpiar de diez a doce, debía de asesinarlo por lo tanto aquella misma noche. Observó en un estante de la habitación un trozo de mármol y asestó con toda su furia un golpe en la cabeza a Roger que cayó muerto al instante, acto seguido subió a su cuarto. Por la mañana, se levantó tranquilamente, se duchó y afeitó y salió de la casa sin mirar siquiera hacia la puerta de la sala donde estaba el muerto. A las cinco de la tarde de aquel día, se encontraba en Roma, en un taxi hacia el hotel donde le esperaba su mujer, Lillian, cuando se dio cuenta de que había olvidado la cartera en casa de Roger. Cenó con Lillian y dio un paseo en carruaje por la ciudad, al día siguiente recibió la sorpresa de ver en la primera plana de un periódico italiano la noticia de la muerte de Roger Fane. Lillian se asustó y le pidió una explicación sobre como no sabía nada si él estaba ese día en la casa de Roger, este contestó mintiendo que no había escuchado nada y que creyó que Roger se había ido a Zurich como le había dicho la noche antes.

Regresaron al hotel donde la policía esperaba al doctor para interrogarle y así lo hicieron, tras lo cual le devolvieron su cartera y consideraron que no estaba implicado en el asesinato, más bien creyeron en la posibilidad de que lo había hecho el hermano de la sirvienta. Al perecer pegaba a su hermana para quitarle el dinero y Roger ya le había amenazado con denunciarlo, además aquella noche el sujeto estaba borracho y no volvió hasta entrada la mañana con la llave de la casa de Roger.

Todo parecía a favor del doctor McCullough hasta que volvió a hablar con Lillian para explicarle lo que le habían dicho los policías, ella le recriminó que estaba mintiendo pues sabía que él había asesinado a Roger al estar todavía estaba enamorado de Margaret. McCullough comprendió que debía confesar, pero decidió que no sería ese el momento y mintió nuevamente diciéndole que él no había asesinado a nadie, fueron al museo juntos pero no volvieron a hablar del tema.

Repentinamente por la cabeza del doctor pasó la idea de dirigirse a Ginebra y confesarlo todo, cogió un avión y a las once llegó a Ginebra y en el acto llamó a la policía diciendo que tenía que dar una información muy valiosa y se dirigió inmediatamente hacia la cárcel donde estaba el falso acusado del asesinato. Fue recibido por uno de los policías que le habían interrogado quien le avisó que el hombre que estaba buscando acababa de suicidarse dándose cabezazos contra la pared de su celda, momento tras el cual el doctor se acobardó y no fue capaz de confesarse culpable.

Estaba muy confuso, se puso a pasear mientras pensaba en lo que había pasado a raíz de lo ocurrido, ya estaba cerca del lago, era su oportunidad de cambiar su cobardía por algo que jamás había hecho pero finalmente no lo hizo, siguió andando y todo continuó igual.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Lun Jul 14, 2008 2:30 pm


Fundas Para Arma Corta

desenfunda.com
No mire atrás

La historia comienza por así decirlo en Springfield, Ohio, lugar donde Harley, hombre imponente, conoce a Justin Dean, un hombre bajito que trabajaba de impresor en una compañía. Todo sucedió de la siguiente manera, Harley le pidió a Justin que le hiciera unas planchas con su firma grabada, Justin quedó impresionado con Harley ya que era todo lo que él quiso ser y nunca consiguió, así que le hizo las placas usando toda su destreza y realizándolas de manera perfecta. Al día siguiente Harley vino a recogerlas y al verlas quedo sorprendido, tanto que preguntó que quien las había hecho y tras esto convencerlo para que se asociaran.

Transcurrió el tiempo y Harley cogió confianza con Justin y junto a otros contactos comenzó la preparación de una red de falsificación de dinero. En Nueva York montaron una pequeña imprenta como tapadera en la que Justin realizaba tanto los trabajos de perfeccionamiento de las planchas de los billetes como cualquier trabajo de imprenta que llegaba al taller. Así, y tras un año de trabajo día y noche consiguió la plancha perfecta, junto con Harley fueron a celebrarlo, iban a ser ricos. A partir de entonces la empresa fue un éxito, tenían muchos contactos, a Bull Mallon, encargado de la parte final de la distribución, al capitán John Willys del Departamento de Policía, ha quien lo tenía sobornado, a grandes conocidos y a gentes sin mucha importancia. Hasta que un día, una llamada turbó la situación, Harley le había dicho que se deshiciera de las planchas e instantes después se publicó que Harley había sido asesinado. Justin Dean hizo caso de la llamada de Harley y se deshizo del dinero, quemándolos en el incinerador de un hotel en el que nunca había estado y de las planchas arrojándolas en el mar. Tenía que descubrir quien había asesinado a Harley, así que cogió el primer hacia Albany, pero nada mas bajarse fue detenido por la policía, no por ser el asesino de Harley, ya que comprobaron que eso era imposible, sino por el tema de las planchas. Lo mantuvieron despierto y sin parar de interrogarlo para intentar descubrir donde estaba pero Justin no se lo dijo para que no descubrieran que él estaba implicado. La policía registró el local de Nueva York de ambos miembros sin encontrar pruebas y tras un tiempo lo dejaron libre, Justin lo único que quería era comprobar si Harley verdaderamente había muerto, le mostraron el cadáver pero a Dean le siguió pareciendo extraño la expresión de su cara. Ya libre consiguió llegar a la imprenta sin que nadie le siguiera, allí no estaba Harley ni su nombre estaba registrado en el hotel e el que estuvieron alojados. Telefoneó a Bull, quien, tras hablar sobre el tema de las planchas vino a recoger a Justin junto con dos hombres, se montaron en un coche y se dirigieron hacia el lugar done estaba Harley, o eso es lo que le dijeron al pobre Dean. Llegaron a una cabaña en medio de un paraje solitario y a gran distancia de Nueva York, metieron a Justin a la fuerza en ella, lo ataron a una silla y comenzaron a preguntarle por las planchas. Dean le contestó con la versión verdadera de los hechos pero ellos no lo creyeron y lo torturaron una y otra vez durante semanas y sin darle nada de comer. Hasta que Justin cayó inconsciente el interrogatorio no terminó, creyeron que había muerto y lo dejaron en un lago, allí despertó y consiguió salir del agua y cayó dormido por la gran falta que llevaba acumulada. A la mañana siguiente, cuando Justin despertó junto a él estaba Harley quien le dijo que tenían que salir de allí, eso fue lo que hicieron y tras recorrer un gran recorrido durante varios días hasta que consiguieron llegar a una zona seca con campos donde había un arroyo con aguas limpias. Justin se lavó en ella siguiendo las instrucciones de Harley y juntos continuaron caminando hasta que llegaron a una pequeña cabaña de la que salía un olor a pan seco recién salido del horno, Justin no se pudo contener y se dirigió rápidamente hacia ella, llamó a la puerta y una mujer abrió y le cerró la puerta en las narices antes de que pudiera ni siquiera decir una palabra. Inmediatamente una fuerza interior le obligó a echar la puerta abajo con un tronco y luego golpear a la mujer hasta matarla tras lo cual se comió el pan caliente. Tras esto vino un hombre al que también mato esta vez asentándole una puñalada. El pan le había sentado mal así que se durmió, Harley lo despertó en mitad de la noche diciéndole que tenían que escapar de allí antes de que amaneciera, así lo hizo tras cambiarse de ropa, afeitarse y coger el cuchillo el dinero de la casa se marcharon hacia la vía del ferrocarril.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Lun Jul 14, 2008 2:33 pm


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Afición

- He oído un rumor - comentó Sangstrom -, relativo a que usted... - volvió la cabeza y miró a todos los lados para estar completamente seguro de que él y el droguero estaban solos en la farmacia. El droguero era un hombrecillo con aspecto de gnomo, su edad podía ser cualquiera entre los cincuenta y los cien años. Estaban solos; pero, de todos modos, Sangstrom bajó la voz -: relativo a que usted tiene un veneno que no deja rastro alguno.

El droguero asintió. Salió del mostrador, cerró la puerta principal y se dirigió a una puerta en la parte posterior.

- Estaba a punto de tomar mi café - explicó - Acompáñeme a tomar una taza.

Sangstrom le siguió a un cuarto en la parte posterior, cubierto por estantes de botellas, desde el piso hasta el techo. El droguero enchufó una cafetera eléctrica, trajo dos tazas y las depositó en una mesa que tenía una silla a cada lado. Indicó una a Sangstrom y él tomó asiento en la otra.

- Bien - señaló -, dígame, ¿a quién desea matar y por qué?

- Eso no importa. ¿No es suficiente que le pague por...?

El droguero le interrumpió levantando una mano.

- Sí, importa. Debo estar convencido de que usted merece lo que puedo darle. De otro modo... - se encogió de hombros.

- Muy bien - aceptó Sangstrom. - Se trata de mi mujer. El porqué... - Empezó la larga historia. Antes de llegar al final, la cafetera terminó su tarea y el droguero interrumpió brevemente la historia, para servir el café. Sangstrom concluyó su narración.

- Sí - asintió el pequeño droguero -, ocasionalmente proporciono un veneno que no deja rastro. Lo hago sin coste alguno, si creo que el caso lo requiere. He ayudado a muchos asesinos.

- Bien - urgió Sangstrom -, démelo entonces, por favor.

- Ya lo he hecho - sonrió el droguero -. Para cuando el café estuvo listo, ya había decidido que usted lo merecía. Como le dije, es sin cargo alguno. Pero el antídoto tiene un precio.

Sangstrom palideció y tomó sus precauciones, no contra las palabras que pronunciara el droguero sino contra la posibilidad de una traición o alguna forma de chantaje. Sacó una pistola de su bolsillo.

El droguero rió quedamente.

- No se atreverá a usar eso. ¿Podría encontrar el antídoto - señaló los estantes - entre tantos millares de botellas? ¿O quizá encontraría un veneno más rápido y virulento? Si cree que estoy fanfarroneando, que no está realmente envenenado, dispare entonces. Sabrá la respuesta dentro de tres horas, cuando el veneno empiece a hacer su efecto.

- ¿Cuánto por el antídoto? - gimió Sangstrom.

- Un precio razonable. Mil dólares. Después de todo, hay que vivir. Aunque sea un aficionado a evitar asesinatos, no hay razón para no sacar una pequeña ganancia de ello, ¿no cree?

Sangstrom gruñó y bajó la pistola, pero la dejó al alcance de la mano, mientras sacaba la cartera. Quizá después de conseguir el antídoto podría usarla. Contó mil dólares en billetes de cien y los puso sobre la mesa.

El droguero no hizo ningún movimiento para cogerlos.

- Otra cosa, para seguridad de su esposa y mía. Escribirá una confesión de sus intenciones: de sus iniciales intenciones de asesinar a su esposa. Entonces me esperará hasta que yo haya regresado de enviársela por correo a un amigo que trabaja en el Departamento de Homicidios. El la conservará como evidencia, para el caso de que alguna vez decida matar a su esposa. O a mí. Cuando esté el documento en el correo, me sentiré seguro y podré regresar aquí para facilitarle el antídoto. Le daré papel y pluma...

»Ah, y otra cosa, aunque no sea una exigencia, desde luego. ¿Quiere correr la voz acerca de mi veneno sin rastros por favor? Uno nunca sabe, señor Sangstrom. Quizá la siguiente vida que salve sea la suya.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Mié Jul 16, 2008 3:27 pm



militariapiel.es
Buenas noches, buen caballero

Frente a él, la barra estaba húmeda; sir Charles Hanover Gresham apoyó cuidadosamente sus antebrazos en la orilla realzada del mostrador y sostuvo su ejemplar de Actuación por encima de los charcos de licor, para leerlo. Sus antebrazos, no sus codos; cuando usted tiene nada más un traje, que está diluyéndose, recuerda que no debe apoyar los codos en una barra o en una mesa. Igual que, cuando se sienta, uno levanta las piernas de los pantalones unos centímetros, para evitar que se formen bolsas en las rodillas. Cuando usted es actor, recuerda esas cosas. Aun cuando usted sea uno que no fue nunca nadie en realidad y que, con seguridad, nunca será nadie, que vive, con penalidades, de la extorsión, bebiendo cerveza en una taberna del Bowery, abatido y desdichado, a las dos de la tarde de una fría tarde de otoño, recuerda hacerlo.

Pero uno siempre lee Actuación.

Él estaba leyéndolo. «Jugador que Patrocina a un Autor», decía una nota; leyó eso aún con indiferencia. Después, llegó a un nombre en el segundo párrafo, el del autor. Una de sus cejas se levantó un milímetro completo al leer ese nombre. Wayne Campbell, su protector, había escrito otra obra. La primera en tres años completos. Eso no importaba a Wayne, pues la última que escribió y la penúltima, las vendió a Hollywood en sumas muy sustanciales. Con nuevas obras o sin ellas, Wayne Campbell seguiría comiendo caviar y bebiendo champaña. Y con nuevas obras o sin ellas, él, sir Charles Hanover Gresham seguiría comiendo emparedados de hamburguesa y bebiendo cerveza. Era lo único de lo cual estaba avergonzado... no de las hamburguesas y la cerveza, sino de los medios por los cuales se veía forzado a obtenerlos, chantaje es una palabra desagradable; la odiaba.

Pero ahora, posiblemente...

Aun esa posibilidad era digna de celebrarse. Miró frente a él, hacia la barra; allí había quince centavos. Sacó el último billete de un dólar de su bolsillo y lo puso en el único lugar seco del mostrador.

- ¡Mac! - llamó.

Mac, el cantinero, que habla estado mirando al espacio a través de la pared, se acercó. Preguntó:

- ¿Lo mismo, Charlie?

- Lo mismo no, Mac. Esta vez será el fluido ambarino.

- ¿Quieres decir, whisky?

- Sí, eso quiero decir. Uno para ti y uno para mí. Ah, con licor mi vida decadente provea...

Mac sirvió, dos copas y volvió a llenar de cerveza el vaso de sir Charles.

- La cerveza es por cuenta mía.

Marcó cincuenta centavos en la registradora.

Sir Charles levantó su copa de whisky y miró más allá de ella, no a Mac, el cantinero, sino su imagen reflejada en el espejo manchado de atrás del bar. Un caballero de aspecto distinguido le devolvió la mirada. Se sonrieron uno al otro; después, ambos miraron a Mac, uno de ellos desde el frente y el otro desde atrás.

- Por tu muy excelente salud, Mac - brindaron... sir Charles en voz alta y su imagen silenciosamente.

Mac lo miró y observó:

- Eres un tipo raro, Charlie, pero me agradas. Algunas veces pienso que en realidad eres un caballero. No lo sé.

- Quizá un cabello separa lo falso de lo verdadero - citó sir Charles -. ¿Por casualidad conoces a Omar, Mac?

- ¿Cuál Omar?

- El fabricante de tiendas del desierto. Un gran viejo, Mac; me abate. Escucha esto:

Después de un momentáneo silencio,

Habló alguna vasija de más torpe hechura:

Se burlan de mí por estar torcida:

¡Qué!, ¿tembló entonces la mano del alfarero?

- No lo entiendo - dijo Mac.

Sir Charles suspiró.

- ¿Estoy torcido, Mac? En serio, voy a hablar por teléfono y quizá haré una cita importante. ¿Tengo buen aspecto o estoy torcido? Oh, Dios, Mac, pienso en lo que me convertiría eso. En jamón sobre centeno.

- ¿Quieres decir que quieres un emparedado?

Sir Charles sonrió amablemente.

- Cambié de idea, Mac; después de todo, no tengo hambre. Pero tal vez el tesoro podrá pagar otro trago.

El tesoro permitió el gasto. Mac fue hacia otro parroquiano.

La bruma estaba descendiendo, la suave bruma. La figura del espejo le sonrió, como si tuviera un secreto en común. Y lo tenían, pero el alcohol empezaba a ayudarlos a olvidarlo... cuando menos, a rechazarlo hacia un rincón de la mente. Ahora, a través de la suave bruma que no era realmente borrachera, aquella figura del espejo no dijo: «Eres un fraude y un fracasado, sir Charles y vives de la extorsión», como había dicho con tanta frecuencia y en forma tan acusadora. No, en lugar de eso, dijo: «Eres un tipo magnífico, sir Charles; un poco carente de suerte durante estos últimos años, no digamos cuántos. Las cosas cambiarán. Cambiarás en las tablas; tendrás al público en la palma de tu mano. Eres un actor, hombre».

Bebió su segunda copa, brindando por eso y luego, mientras bebía su cerveza lentamente, leyó otra vez el artículo de Actuación, la Biblia del actor. «Jugador que Patrocina a un Autor»

No había muchos detalles, pero era suficiente. El nombre del melodrama era: «El Crimen Perfecto», lo cual no importaba; el del autor era Wayne Campbell, lo cual sí importaba. Wayne podría tratar de ponerlo en el reparto; Wayne lo intentaría. Y no por la amenaza de extorsión; al contrario.

Y aunque esto tampoco importaba, la obra sería patrocinada por Nick Corianos. Tal vez, pensándolo bien, sí importaba. Nick Corianos era un hombre determinado, un tipo. «El Crimen Perfecto» no carecería de fondos, si lo financiaba Nick. Usted ha oído hablar de Nick Corianos. La leyenda decía que una vez había perdido medio millón de dólares en una sola sesión de póquer de cuarenta y ocho horas y rió de eso. Las leyendas dicen también muchas cosas desagradables de él, pero la policía nunca las ha probado.

Sir Charles sonrió ante el pensamiento... Nick Corianos saldría impune de «El Crimen Perfecto». Se preguntó si Corianos habría pensado eso, si era parte de sus razones para patrocinar esa obra particularmente. Pensar esas cosas era uno de los pequeños placeres de la vida. Posar, fingir, saber que uno es ridículo, que es un fraude y un fracasado, así vive uno de los pequeños placeres... y los grandes sueños.

Todavía con una leve sonrisa, tomó su cambio y fue hasta la pequeña caseta que estaba al frente de la taberna, cerca de la puerta. Marcó el número de Wayne Campbell.

- ¿Wayne? Habla Charles Gresham.

- ¿Sí?

- ¿Puedo verte en tu oficina?

- Escucha, Gresham, si es para pedirme más dinero, no. Recibirás algo dentro de tres días y conviniste definitivamente que si te daba esa cantidad con regularidad, no...

- Wayne, no es para pedirte dinero. Por el contrario, mi querido muchacho. Puedo ahorrarte dinero.

- ¿Cómo?

Pareció frío, suspicaz.

- Harás el reparto de tu nueva obra. Oh, ya sé que tú no haces personalmente el reparto, pero una palabra tuya... una palabra tuya, Wayne, me proporcionaría un papel. Aunque sea un papel sin parlamentos, Wayne, cualquier cosa y no te molestaré otra vez.

- ¿Quieres decir, mientras la obra esté en escena?

Sir Charles se aclaró la garganta. Dijo con tristeza:

- Por supuesto, mientras la obra esté en escena. Pero si es una obra tuya, Wayne, puede estar en escena mucho tiempo.

- Te embriagarás y te echarán antes que terminen los ensayos.

- No. Cuando estoy trabajando no bebo, Wayne. ¿Qué tienes que perder? No te haré quedar mal. Tú sabes que puedo actuar, ¿no?

- Sí - fue dicho de mala gana, pero fue un sí -. Muy bien... tienes razón, si eso me ahorra dinero. Y es un reparto de catorce personajes; supongo que podría...

- Iré ahora mismo, Wayne. Y gracias, muchas gracias.

Abandonó el gabinete y salió rápidamente al aire fresco de la calle, antes de sentirse tentado de tomar otra copa, en celebración del hecho de que pisaría otra vez las tablas. Podría pisarlas, se corrigió al instante. Aun con la ayuda de Wayne Campbell, no era seguro.

Se estremeció un poco, mientras caminaba hacia el subterráneo. Tendría que comprarse un abrigo con sus próximos... ingresos. Empezaba a hacer frío; tembló más, mientras caminaba del subterráneo a la oficina de Wayne. Pero la oficina de Wayne estaba caliente, aunque Wayne no. El autor lo miró fríamente.

Por último observó:

- No tienes el tipo para el papel, Gresham. Maldita sea, no tienes el tipo. Y eso es extraño.

- No sé por qué es extraño, Wayne - replicó sir Charles -. Pero no tener el tipo no significa nada. Existen cosas tales como los afeites, la actuación. Un verdadero actor puede dar el tipo de cualquier papel.

Sorprendentemente, Wayne estaba riendo, divertido.

- No sabes que es gracioso, Gresham, pero lo es - dijo -. Tengo dos posibilidades para ti. Una de ellas es casi nada más una pasada; tiene tres parlamentos cortos. La otra...

- ¿Sí?

- Es gracioso, Gresham. Hay un extorsionador en mi obra. Y maldita sea, tú también lo eres; ya has estado viviendo de mí por cinco años.

- En forma muy razonable, Wayne - observó sir Charles -. Debes admitir que mis demandas son modestas y que nunca las he aumentado.

- Eres un modelo de chantajistas, Gresham. Te aseguro que es un placer... prácticamente. Pero el colmo del humor sería dejarte que interpretaras el extorsionador de mi obra, para que, durante la duración de ella en escena, no tuviera que pagarte. Y es un papel bastante fuerte; ganarías mucho más con él de lo que me pides. Pero...

- ¿Pero qué?

- Que me cuelguen si lo pareces. Creo que no serías convincente como chantajista. Siempre te muestras tan apesadumbrado y avergonzado de hacerlo... y sí, yo sé que no lo harías si pudieras ganar para comer (y beber) en alguna otra forma. Pero el extorsionador de mi obra es un criminal bastante endurecido. Tiene que serlo. El público no creería en nadie como tú, Gresham.

- Dame una oportunidad, Wayne. Déjame leer el papel.

- Creo que será mejor que aceptes el más pequeño. Dijiste que aceptarías un papel sin parlamentos y éste es un poco más que eso. No serías convincente en el papel grande. No eres tan grande, Gresham.

- Déjame leerlo. Cuando menos, déjame leerlo.

Wayne Campbell se encogió de hombros. Señaló un manuscrito encuadernado que estaba en una esquina de su escritorio, más cerca de sir Charles que de él.

- Muy bien, el personaje es Richter - aceptó -. Tu escena más grande, tu parlamento más largo y dramático, está a alrededor de dos páginas antes del telón del primer acto. Léelo.

Los dedos de sir Charles temblaron un poco por la ansiedad, cuando halló el telón del primer acto y hojeó hacia atrás.

- Primero, déjame leerlo para mí, Wayne, para comprender el sentido - dijo.

Era un parlamento prolongado, pero lo leyó rápidamente dos veces y lo aprendió; siempre había podido memorizar con facilidad. Dejó a un lado el original y pensó un instante, para adoptar la disposición.

Su cara se hizo fría y dura, sus ojos se encapotaron. Se levantó, apoyó las manos en el escritorio, fijó la mirada en los ojos de Wayne y vertió el parlamento con voz fría, precisa y letal.

Y fue un bálsamo para el alma del actor que los ojos de Wayne se desorbitaran al oírlo.

- Que me cuelguen - exclamó -. Puedes actuar. Muy bien, trataré de conseguirte el papel. No creí que tuvieras lo necesario, pero lo tienes. Únicamente que si me traicionas, embriagándote...

- No te traicionaré.

Sir Charles se sentó. Había estado frío y sereno durante su actuación. Ahora estaba temblando un poco otra vez y no quería que se notara. Wayne podría pensar que era el alcohol o la mala salud, sin saber que era la ansiedad y la emoción. Eso podía ser el principio del retorno que esperaba... no quiso pensar en cuánto tiempo había estado esperando. Pero un buen papel coestelar, en una obra de Wayne Campbell, podría durar mucho tiempo en escena Y estaría en su camino. Los productores lo notarían, lograría otro papel un poco mejor cuando la obra saliera de escena y otro mejor después de ése.

Sabía que estaba engañándose, pero sentía la emoción, la esperanza. Subió a la cabeza como la bebida más fuerte que se sirviera en cualquier taberna.

Quizá hasta podría actuar nuevamente en un festival de Shakespeare, que todo el tiempo los organizaban. Sabía la mayor parte de los papeles de las obras de Shakespeare, aunque sólo había interpretado los personajes menores, Macbeth, ese gran parlamento...

- Quisiera que fueras Shakespeare, Wayne. Quisiera que estuvieras escribiendo Macbeth. Hay cosas hermosas allí, Wayne. Escucha:

Mañana y mañana y mañana,

Se arrastra a paso despreciable día con día,

Hasta la última sílaba del tiempo recordado;

Y todos nuestros ayeres han iluminado a los necios

Por la senda polvosa de la muerte. Apágate, apágate...

- Débil vela, etcétera. Seguro, es bello y yo también desearía ser Shakespeare, Gresham. Pero no tengo todo el día para escucharte.

Sir Charles suspiró y se levantó. Macbeth le había devuelto la firmeza; ya no estaba temblando.

- Nadie tiene nunca tiempo para escuchar - dijo -. Bueno. Wayne, infinitas gracias.

- Un momento. Hablas como si yo estuviera haciendo el reparto y ya te hubiera contratado. Yo únicamente soy el primer obstáculo. Dejaremos que el director haga el reparto, con la supervisión y el consentimiento de Corianos y mío, pero no hemos contratado todavía un director. Creo que será Dixon, pero aún no es muy seguro.

- ¿Debo hablar con él? Lo conozco ligeramente.

- Hmmm. No, hasta que no sea algo definitivo, Si te envío a hablar con él, estará seguro de que vamos a contratarlo y pedirá más dinero. De cualquier modo, cuesta bastante conseguirlo. Pero puedes hablar con Nick; él es quien invertirá el dinero y tiene voz en el reparto.

- Seguro, lo haré, Wayne.

Wayne sacó su cartera.

- Aquí tienes veinte dólares dijo -. Arréglate un poco; aféitate, córtate el pelo y ponte una camisa limpia. Tu traje está bien. Quizá debías hacerlo planchar. Y escucha...

- ¿Sí?

- Esos veinte no son un regalo. Los reduciré la próxima vez.

- Es más que justo. ¿Cómo debo tratar a Corianos? ¿Debo venderle la idea de que puedo interpretar el papel como hice contigo?

Wayne Campbell sonrió.

- Di el parlamento, te suplico, tal como lo has proferido ante mí, con lengua ágil; pero si vociferas, como lo hacen tantos actores, preferiría que el pregonero de la ciudad dijera mis líneas. Tampoco manotees... yo también puedo citar a Shakespeare.

- No juzgaremos cómo - sir Charles sonrió -. Un millón de gracias, Wayne, Adiós.

Se cortó el cabello, lo cual necesitaba y se hizo afeitar, lo cual no necesitaba realmente... se había afeitado esa mañana. Compró una nueva camisa blanca, hizo lustrar sus zapatos y planchar su traje. Elevó su alma con tres Manhattans en un bar respetable... tres, bebidos poco a poco y no más. Y comió... las tres cerezas de los Manhattans.

El espejo del bar no estaba manchado. Sin embargo, era de un cristal azul, que lo hacía parecer siniestro. Obsequió una sonrisa siniestra a su imagen reflejada. Pensó: Extorsionador. El papel; interprétalo con intensidad, arrójate a él. Y algún día, interpretarás Macbeth.

¿Debía ensayar con el cantinero? No. Ya lo había hecho anteriormente.

Su imagen azul reflejada en el espejo le sonrió. Miró en el espejo hacia la calle y también la calle tenía un leve color azul, por el crepúsculo. Y eso significaba que era hora. Corianos ya debía estar en su oficina, arriba de su club.

Salió al crepúsculo azul. Tomó un taxi. No lo hizo por razones prácticas; estaba a sólo diez cuadras y fácilmente podía haber ido caminando. Pero un taxi tenía una importancia sicológica. Era tan importante como dar una buena propina al chofer.

El Flamenco Azul, el club de Nick Corianos, se encontraba cerrado todavía, pero la entrada de servicio se hallaba abierta. Sir Charles entró. Un mesero estaba trabajando, poniendo los manteles en las mesas. Sir Charles preguntó:

- ¿Quiere darme instrucciones para llegar a la oficina del señor Corianos, por favor?

- Tercer piso. Allí hay un elevador automático - señaló y al ver otra vez a Sir Charles, añadió -: Señor.

- Gracias - replicó sir Charles.

Tomó el elevador hasta el tercer piso. Salió de él en un corredor iluminado débilmente, al cual se abrían varias puertas. Sólo una de ellas tenía una luz detrás, que salía a través del cristal esmerilado. Tenía el letrero: «Privado» Llamó a ella con suavidad; una voz contestó:

- Adelante.

Entró. Dos grandulones estaban jugando a los naipes ante un escritorio. Uno de ellos preguntó:

- ¿Sí?

- ¿Alguno de ustedes es el señor Corianos?

- ¿Para qué lo quiere ver?

- Mi tarjeta, señor - sir Charles la entregó al que había hablado; se sintió seguro, al mirarlos, de que ninguno de ellos era Nick Corianos -. ¿Quiere decir al señor Corianos que deseo hablar con él respecto a la obra que patrocina?

El hombre que habló primero miró la tarjeta.

- Muy bien - replicó y dejó sobre el escritorio su mano de cartas; caminó hasta la puerta de otra oficina interior y entró por ella. Después de un momento, reapareció en la puerta y repitió -: Muy bien.

Sir Charles entró.

Nick Corianos levantó la mirada de la tarjeta que estaba ante él, sobre el ornado escritorio de caoba.

- ¿Es una broma? - preguntó.

- ¿A qué se refiere?

- Siéntese. ¿Es una broma o es usted realmente sir Charles Hanover Gresham? Quiero decir, si usted es en realidad un... eso sería un caballero, ¿no? ¿Es usted realmente un caballero?

Sir Charles sonrió.

- Nunca he admitido todavía en tantas palabras que no lo soy. ¿No sería una necedad empezar a hacerlo ahora? De cualquier modo, eso me permite ver a la gente con mucha mayor facilidad.

Nick Corianos rió.

- Comprendo lo que quiere decir - dijo -. Y empiezo a adivinar qué desea. Es usted un cómico, ¿verdad?

- Soy un actor: Me han informado que usted patrocinará una obra; de hecho, he visto el libreto de ella. Estoy interesado en interpretar el papel de Richter.

Nick Corianos frunció el ceño.

- Richter..., ¿ése es el nombre del extorsionador de la obra?

- Ése es - sir Charles levantó una mano -. Por favor, no me diga todavía que no parezco el tipo. Un verdadero actor puede parecer y puede ser cualquier cosa. Yo puedo ser un chantajista.

- Posiblemente - concedió Nick Corianos -. Pero yo no estoy encargándome del reparto.

Sir Charles sonrió y luego dejó que su sonrisa se borrara. Se levantó y se inclinó hacia adelante, apoyando las manos en el escritorio de caoba de Nick. Sonrió otra vez, pero la sonrisa fue diferente. Su voz fue fría, precisa, perfecta. Dijo:

- Escucha, compañero, no puedes hacerme a un lado. Sé demasiado. Tal vez no pueda probarlo yo mismo, pero la policía puede hacerlo, después que les diga dónde deben buscar. Walter Donovan, ¿significa algo ese nombre para ti, compañero? ¿O la fecha del primero de septiembre? ¿O un lugar situado a cien metros de la carretera a Bridgeport, a la mitad del camino entre Stanford y allí? ¿Crees que puedes...?

- Es suficiente - lo interrumpió Nick.

Tenía una horrible automática negra en la mano derecha. Estaba oprimiendo con la izquierda un botón que había en su escritorio.

Sir Charles Hanover Gresham miró fijamente la pistola y vio no sólo la automática, sino todo. Vio la muerte y, por un segundo, sintió pánico.

Y después, todo el pánico desapareció y lo que quedó fue un asombro inmenso.

Había sido perfecto, en toda la línea. El Crimen Perfecto... anunciado como tal, y no pudo adivinarlo. Ni siquiera lo sospechó.

Y sin embargo, pensó, ¿por qué no...? ¿Por qué no debía estar cansado Wayne Campbell de un extorsionador que lo había sangrado, aunque fuera levemente, por tantos años? ¿Y por qué no podía tener la habilidad para proyectar todo así uno de los autores teatrales mejores del mundo?

Tan hábil y sin embargo, tan sencillo; Wayne descubrió la información contra Nick Corianos y la escribió en una página especial, que insertó en su hoja del guión. Di el parlamento, te suplico...

Y hasta sabía que él; Charles, no lo delataría. Aun entonces, antes que fuera oprimido el gatillo, podía decir: «Wayne Campbell también lo sabe. ¡Él lo hizo, no yo!»

Pero aun eso no lo podía salvar, pues la automática negra había convertido la ficción en realidad y aunque pudiera lograr la muerte de Campbell, junto con la suya, eso no salvaría su vida. Wayne lo conocía bastante bien para saber, para estar seguro, de que no lo haría... sin ningún beneficio para él.

Se irguió, levantando las manos del escritorio, pero manteniéndolas cuidadosamente a sus costados, mientras los dos grandulones entraban por la amplia puerta que conducía a la oficina exterior.

- Pete - ordenó Nick -, saca la bolsa de lona del correo que está en el cajón. ¿Y está el automóvil frente a la puerta de servicio?

- Seguro, jefe.

Uno de los hombres volvió a salir.

Nick no había apartado la mirada, ni el frío cañón de la pistola, de sir Charles.

- ¿Puedo pedir una gracia? - preguntó sir Charles.

- ¿Qué?

- Un favor. Además del que ya intenta hacerme. Pido treinta y cinco segundos.

- ¿Eh?

- Lo tengo medido; me tomará ese tiempo. La mayor parte de los actores lo hacen en treinta... aceleran el ritmo. Me refiero, a las líneas inmortales de Macbeth. ¿Me concede el permiso de morir dentro de treinta y cinco segundos, en lugar de hacerlo en este instante preciso?

Los ojos de Nick se entrecerraron aún más.

- No comprendo - replicó -, pero, ¿qué son treinta y cinco segundos, si mantiene las manos a la vista?

- Mañana y mañana y mañana... - empezó sir Charles.

Uno de los grandulones había regresado, con algo de lona enrollado debajo de su brazo.

- ¿Está chiflado el tipo? - preguntó.

- Cállate - ordenó Nick.

Y después, nadie lo iba a interrumpir. Nadie estaba ni siquiera impaciente. Y treinta y cinco segundos era tiempo suficiente.

- ¡... Apágate, apágate, débil vela!

La vida es sólo una sombra ambulante,

un mal actor

Que se ensoberbece y se enfada en

su hora en el tablado

Y luego no se oye más de él; es un cuento

Contado por un idiota, lleno de sonido y de furia,

Que no significa nada.

Hizo una pausa y la pausa silenciosa se prolongó. Se inclinó levemente y se irguió, para que el público supiera que no había más. Y entonces, el dedo de Nick oprimió el gatillo.

El aplauso fue ensordecedor.
Juanete
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Dom Jul 20, 2008 3:37 pm


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Caín

En el pasillo, al nuevo guardián, el pelirrojo, no le gustaban aquellos gemidos ahogados; no creía que fuera a gustarle aquel nuevo trabajo. Sin embargo, estaba de servicio, como Joe, durante toda la noche. Joe señaló con un dedo.

- Ése es Kiessling. Mató a su hermano. ¿Leíste en los diarios el juicio? - dijo.

- Sí - contestó el pelirrojo -. ¿Qué hora es?

- Las tres - respondió Joe -. Aún faltan dos horas.

En el interior de la celda, Dana Kiessling yacía rígido en su catre, con la boca hundida en el cojín que apenas lograba amortiguar los sonidos que él emitía. Se avergonzaba de aquellos sonidos; quería ser valiente. ¿Por qué no lo conseguiría? Su vida había sido un revoltijo tan espantoso. ¿Por qué no lograría el suficiente valor para estar tranquilo durante aquellas pocas horas que le quedaban?

Era un cobarde y ahora, ya fuera de toda duda, se daba cuenta de ello. Pero el saberlo no le ayudaba a luchar contra ello. ¿Estaría completamente deshecho mañana, se preguntaba, en el último minuto de aquella mañana? ¿Tendrían que llevarlo a rastras, gritando como una mujerzuela, empujándolo y sujetándolo a la silla de la que nunca más volvería a levantarse?

Era horroroso imaginar todo eso, pero más horrible resultaba la visión de sí mismo, sujeto ya a aquel invento mortífero, con la negra capucha sobre la cara, y luego el espasmo de su cuerpo al sentir la corriente.

Deseó gritar sólo al pensar en todo aquello. Y dentro de unas pocas horas ya no sería un mero pensamiento; sería un hecho, un hecho consumado. La corriente circulando por su cuerpo, un cuerpo espasmódico, convulsivo. Se acordó de las patas de las ranas en el laboratorio de química, del profesor que colocaba los dos cables, y de las súbitas convulsiones del anca. La rana ya estaba muerta; no había sentido nada en absoluto, pero sin embargo había dado aquellas sacudidas. Mas él estaría vivo cuando la corriente pasase a su través.

¿Viviría después? Eso ya sería el horror de los horrores. Sabía, pues había leído las descripciones de otras ejecuciones, que a veces resulta necesaria una segunda, o incluso una tercera aplicación de la corriente. La primera no siempre lograba matar.

La electricidad no era predecible; había leído en alguna parte que un hombre, un operario de la compañía eléctrica, había sufrido una serie de descargas de alta tensión, descargas que habían llegado a carbonizar varias partes de su cuerpo, pero que sin embargo sobrevivió.

Él también podría sobrevivir. Pero si así fuese, una segunda descarga, un segundo paroxismo de dolor, de carbón, de fuego atravesando sus entrañas, atravesando cada una de sus fibras. Y si ésta fallaba, una tercera. E infinitas, hasta que dictaminasen que ya estaba muerto, hasta que la vida que había en él, la vida que era él, hubiera desaparecido de su cuerpo.

Y después del dolor, la noche eterna de la muerte. También le asustaba esto; no quería morir. Le daba miedo morir.

El miedo a esa nada indefinida le atenazó con tanta fuerza que tuvo que morder el almohadón para no gritar. Siempre le había dado miedo la muerte. El miedo le había acompañado desde niño, desde que supo lo que era la muerte. Había soñado con ello. Y aquel miedo sólo había disminuido ligeramente mientras crecía. Y ahora volvía a él con la misma intensidad que cuando tenía diez años y la muerte de un amigo con el que cada día jugaba a la salida de la escuela había irrumpido en su mente haciéndole comprender su propia condición de mortal. La pena por la muerte de su compañero era sólo una bagatela en comparación con la idea: esto también puede ocurrirme a mi.

Aquella noche la había pasado llorando, igual como lo estaba haciendo esta noche; había intentado luchar contra el pánico de la misma forma en que ahora lo estaba intentando, y con igual suerte. Sin embargo, aquella noche sus padres le habían oído y estuvieron consolándole. Claro que ellos habían pensado que la razón de aquellos llantos era por la pérdida del amigo; habían confundido el miedo con la pena. Su madre se había sentado al borde de la cama y le había cogido de una mano, lo que le había ayudado a no sentirse solo. Pero esta noche se encontraba solo, completamente solo, en la noche más terrorífica de todas. Para una persona que se había pasado la vida temiendo la llegada de la muerte ¿no seria aquel el horror supremo, sabiendo que la muerte llegaría con el alba?

Volvió a morder el almohadón y lo encontró húmedo y empapado. Se echó sobre sus espaldas pero metiéndose el puño en la boca para no gritar.

Las ejecuciones eran increíblemente crueles, pensó. ¿Por qué no podría ser la ley tan compasiva con el criminal como éste lo hubiera sido con su víctima? George no había sufrido; ni siquiera había llegado a saber que iba a morir. Odiando como había odiado a George, y aún le había concedido esa gracia. No había pasado ni un segundo siquiera, ni una fracción de segundo, de miedo ni de conocimiento de lo que esperaba.

Mala suerte había tenido al ser atrapado por culpa de un maldito accidente de segunda categoría, una mera cuestión de guardabarros abollados, sólo dos millas más allá de la escena del crimen y mientras aún seguía con el coche robado. Ni siquiera había ocurrido por su culpa... o quizás sí, ya que, desde luego, se había puesto nervioso. Pero principalmente había sido culpa del otro conductor, queriéndole pasar en un cambio de rasante y cerrándole bruscamente al ver aparecer aquel camión enfrente de ellos. De todas formas tenía que reconocer que, de haber estado en su pleno juicio, habría podido evitar el accidente pisando el freno a fondo y dejando que el otro se colocase delante, en vez de querer acelerar para que no le pasase. El otro conductor había pensado lo mismo que él y también había acelerado. Luego, para evitar el choque de frente con el camión, se había lanzado contra él, incrustándole un guardabarros contra la parte trasera de su coche y enganchando los parachoques de forma que se vieron obligados a detenerse.

Desde luego, no había sido suya la culpa, pero un poco más de juicio por su parte quizá lo hubiera evitado todo. Y luego el coche-patrulla viniendo tan rápidamente, y el policía pidiéndoles sus carnets de conducir después de que él ya había dado un nombre falso...

Intentaba desesperadamente fijar su atención en aquella noche en lugar de hacerlo en la mañana siguiente. Procuraba concentrarse en el juicio, parte del cual conservaba en su memoria como si hubiera tenido lugar aquella misma tarde y otras partes, en cambio, borrosas. Trataba con todas sus fuerzas de pensar en el pasado, en algo, en lo que fuera, tanto si era malo como bueno, hiciera poco o mucho tiempo. Lo importante era apartar de su pensamiento los horrores del futuro, el futuro que le esperaba dentro de unas pocas horas.

Incluso en el asesinato que había cometido. ¿Se arrepentía de haberlo cometido? ¡Sí, sí! Aunque la verdad sea dicha, tampoco sabía si su arrepentimiento era auténtico o si se debía a las consecuencias que ya había tenido que sufrir y de las que aún tenían que llegar: la silla, la silla eléctrica, las quemaduras, las chamuscaduras...

Apartó sus pensamientos hacia la imagen de George.

¿Por qué haría la gente tanta montaña del asesinato del propio hermano? ¿Por qué juzgarían eso peor que la muerte de un extraño? Siendo así que él, George, era tan diametralmente distinto que ya no podía llamársele siquiera hermano. Un déspota, un asqueroso tiranuelo, siempre corrigiendo, siempre encontrándole faltas, exigiéndole pequeñas cantidades de dinero que le debía, mezquino, terco, rencoroso, odioso.

Y sobre todo, o mejor dicho por debajo de todo, avaro. Con una brillante carrera, casa propia y dos o tres mil dólares en el banco, ¿no había rehusado prestarle, categóricamente, casi insultante, a él, a su hermano, aquellos miserables quinientos dólares que él necesitaba para pagar las deudas que le habían caído encima sin ninguna culpa por su parte, y para rehacer su vida por un nuevo camino? Había sido tan terrible verse perseguido por todas partes, atormentado, azuzado...

Sólo por eso ya hubiera tenido motivos suficientes para matar a George. Sólo por esa crueldad inconsciente, esa avaricia, y especialmente por decirle aún que era «para su propio bien»; que haría más daño que beneficio el que le prestase dinero mientras no «aprendiese a ordenar y organizar su propia vida». ¡Su propio hermano, y además su hermano menor, hablándole de esta forma! Con un poco de pedantería, si es que podía jactarse de algo; con el propio orgullo o snobismo del que no ha apostado un centavo en las carreras en toda la vida, del que vigila cuanto bebe, del que se aparta de las mujeres sólo porque las teme.

Y, naturalmente, eso era precisamente lo que le convertía en la clase de tipo que se deja cazar más pronto o más tarde. Él, Dana, conocía a las mujeres y sabía cómo hay que tratarlas; ésa era la razón por la que a sus treinta años aún estaba soltero. Quizás le gustaban incluso demasiado y ésa era la razón por la que nunca había logrado demasiado de sí mismo, pero al menos no había caído en las redes del matrimonio. Cuando te gustan todas, no hay ninguna que te atrape.

Pero, ¡pobre tonto de George! Cada vez amasando más y más dinero y fama; hubiera sido sólo cuestión de tiempo que, a sus veinte años, una mujer no le echase el lazo.

Y a pesar de todo esto... bueno, no pudo conseguir prestados ni cuatro chavos de George, los cien o doscientos pavos que le hubieran permitido conseguir una pausa durante unos días hasta que le llegase el golpe de suerte. Dios, cómo le había molestado tener que suplicar a George por culpa de una cantidad tan pequeña, una cantidad que tan poco significaba para un hombre que ganaba quince o veinte mil al año y que era tan puritano que ni siquiera sabía cómo gastárselos si no era en su casa - ¿para qué necesitaba un soltero como él una casa? - que le había costado veinte mil dólares, en su lujoso coche, en el sirviente que le cuidaba la casa, y en pinturas. Al pollito le comenzaban a gustar ahora los cuadros, y había sido precisamente por culpa de un cuadro por lo que le había matado.

Había tenido la osadía, la mismísima noche en que le había negado el préstamo de quinientos dólares, de enseñarle una pintura por la que había pagado novecientos. Un cuadro moderno con la firma de un francés y que a Dana le había parecido un plato de sopa de guisantes. Y luego se había puesto a hablar de arte y de las delicadezas del mundo, cuando él, Dana, hacía dos meses que no podía pagar el alquiler de su casa.

Era duro tener que pasar con sólo quinientos al año; y sin embargo, ¿no podía pasar él con solo esta cantidad? ¿No había llegado a un punto en que con sólo quinientos tenía suficiente para librarse de todas sus deudas y preocupaciones y comenzar una nueva vida? Y aún tenía que soportar que la enseñasen unas pinturas - y vaya pinturas - que su hermanito, su puerco e imbécil hermanito, el que no había querido prestarle el dinero necesario para librarle de un mal paso, había comprado por novecientos dólares. Y precisamente un cuadro. Ni siquiera un grabado; él mismo tenía algunos grabados en su apartamento; era una tontería tener grabados, pero por lo menos no había pagado ni la cuarta parte de novecientos dólares por todos ellos y un par de vistas de cacerías.

Sí, aquella noche fue cuando decidió matarlo.

Sabía que su hermano no había hecho testamento; y como sus padres habían muerto y no había otros parientes más cercanos, resultaba que él era el único heredero. Digamos treinta mil en el banco, una casa valorada en veinte mil más, diez mil del mobiliario, un coche... Incluso después de pagar los derechos reales y el entierro, resultaba una bonita suma caída del cielo. Quizá cincuenta mil. Al menos cuarenta mil estaban asegurados. El sueldo de ocho años para un zoquete como él. ¿Qué podría hacer con todo eso?

Sí, aquella noche fue cuando decidió matarlo. Se había tomado un mes entero para estudiar hasta el más pequeño detalle, pues no tenía que sufrir el más mínimo resbalón, ni la más leve sospecha que hiciera pensar a la policía que la muerte de George no había sido producida por un accidente. Oh, había hecho un buen trabajo.

Y todo había ido sobre ruedas hasta que aquel maldito loco intentó adelantarle en pleno cambio de rasante...

Y ahora, mañana, ¡no, hoy! ¿Cuánto le quedaba ya? ¿Una hora, dos, tres horas? Seguro que faltaba una hora, por lo menos. Aún tenían que traerle el desayuno, aquel desayuno en que le permitirían tomar lo que le apeteciera... ¡como si le fuera posible poder comer! ¡Pero si un solo bocado de cualquier cosa le haría devolver! Y luego el capellán intentando confortarle con sus palabras... como si con ello pudiera ayudarle en algo. Luego vendría el barbero de la prisión para afeitarle la coronilla y la parte de su pierna donde le conectarían el otro electrodo. Y luego las miradas curiosas de los guardianes a través de los barrotes.

Los electrodos a través de los cuales la corriente carbonizante... Se escuchó a sí mismo gritando y volvió a morderse el puño, y al ver que ni así conseguía apagar sus gritos, volvió a hundir su rostro en el cojín para oír cómo sus gritos se convertían en sollozos entrecortados.

Un cobarde, desde luego. Pero ¿por qué no iba a comportarse como un cobarde, si realmente lo era? Aquellos hombres de las novelas que se dirigen hacia la silla o la horca con toda tranquilidad no eran más que pura imaginación. Un buey no siente miedo cuando lo conducen al matadero, pues no sabe qué es lo que le espera. Aquellos hombres que caminan tranquilamente saben qué es lo que les espera, pero únicamente como una abstracción; son incapaces de imaginárselo.

¿No sentiría cualquier hombre sensible, con imaginación, igual que él? Aquellos guardianes del exterior - podía escuchar el débil murmullo de sus voces una y otra vez - ¿serían más valientes que él?

¿Cuánto quedaba? ¿Tres horas... dos? De todas formas, no mucho.

Y luego el pasillo, el camino hasta (¿llegaría por su propio pie?), la habitación, la silla. El orinal caliente como le llamaban los presos. Uno de ellos incluso le había dicho:

- Amigo, te van a freír.

Freírle. Ni más ni menos que freírle, entre convulsiones espasmódicas, con la sangre hirviendo en las venas; la sacudida, carbonizado, agonizando de dolor... El anca de rana saltando en el laboratorio de química...

El almohadón volvía a estar entre sus dientes; pero a pesar de todo, gritaba. Luego, cuando se le acababa el aire de los pulmones, se detenía, y el silencio aún resultaba más terrorífico que sus propios gritos.

La muerte. Amigo, te van a freír. Y si la corriente no te mata la primera vez, te dan otra sacudida, volviendo a sentir en tu cuerpo aquel relámpago, y luego una tercera vez, con sacudidas horribles...

Y volvió a lanzar un alarido desgarrador.

- Joe, todo esto me revuelve el estómago - estaba diciendo en el pasillo, el guardián pelirrojo, el novato, mientras pensaba que aquel trabajo no iba a gustarle. No le gustaría en absoluto.

Joe, el otro guardián, sonrió.

- Ya te irás acostumbrando a ello - le dijo -. Cada noche hace lo mismo. Hace seis años fue indultado... volviéndose loco y comenzando a gritar por causa del miedo a la silla. Antes de que lo juzgaran. Sólo piensa que acaba de ser juzgado y sentenciado y que cada noche es la última.

El pelirrojo sudaba.

- Seis años. Eso es... - dijo.

Pero Joe ya lo había estado contando.

- Cerca de mil doscientas noches, y cada una de ellas es la última. Desde luego, no sé si fue mejor que lo indultasen.

El pelirrojo no dijo nada, pero comprendió que no iba a gustarle trabajar en un manicomio.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Mar Jul 22, 2008 8:50 pm


Edición 175 Aniversario Gc

45
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Carta mortal

Laverty pasó por una de las ventanas abiertas y cruzó silenciosamente la alfombra, hasta que se situó detrás del hombre de cabellos grises que trabajaba en el escritorio.

- Hola, diputado - saludó.

El diputado Quinn volvió la cabeza y se puso en pie, tembloroso, al ver el revólver con el que le apuntaba Laverty.

- Laverty - recriminó -, no seas necio.

- Te dije que lo haría algún día. He esperado cuatro años, pero ya ha llegado la hora.

- No quedará impune, Laverty. He dejado una carta que deberá ser entregada si yo muero.

- Mientes Quinn - rió Laverty -. No podrías escribir una carta responsabilizándome de nada sin explicar mis motivos. No te gustaría que me juzgaran y me condenaran, porque saldría a relucir la verdad. Y eso ennegrecería tu memoria.

Laverty apretó seis veces el gatillo.

Volvió a su automóvil, lo condujo hasta un puente para librarse del arma asesina; después se dirigió a su apartamento y se acostó.

Durmió tranquilamente hasta que sonó el timbre de la puerta. Se puso una bata, fue a la puerta y abrió.

Su corazón se detuvo, y allí mismo se desplomó.

El hombre que llamó a la puerta de Laverty, sorprendido, se conmovió, pero hizo lo debido. Pasó sobre el cuerpo de Laverty y utilizó el teléfono del apartamento para llamar a la policía. Luego, esperó.

- ¿Su nombre? - preguntó el teniente.

- Babcock. Henry Babcock. Había traído una carta para el señor Laverty. Esta carta.

El teniente la cogió, vaciló un instante y la abrió desdoblando el pliego.

- Pero si es sólo una hoja de papel en blanco.

- No sé nada, teniente. Mi superior, el diputado Quinn, me dio esa carta hace mucho tiempo. Mis órdenes eran entregársela inmediatamente al señor Laverty cuando le ocurriera algo extraño al diputado. Así que, después de oír la noticia por la radio...

- Sí, ya lo sé. Fue asesinado esta noche, ¿Qué clase de trabajo desempeñaba usted para él?

- Bueno, era un secreto, pero no creo que eso importe ahora. Acostumbraba a tomar su lugar en las reuniones y discursos sin importancia que él deseaba evitar. Como usted ve, teniente, soy su doble.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Jue Jul 24, 2008 12:52 pm



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Complejo de taza de té

Buenos días, señor Gupstein. Mi apellido es Wilson. Algunos de mis amigos de la jefatura de policía me llaman Slip Wilson; usted sabe cómo empiezan estas cosas.

Usted sabe, señor Gupstein, mi abogado me dio el nombre de usted y me sugirió que lo viera si necesitaba algo, mientras él estaba ausente. Y necesito consejos legales.

No, mi abogado no está de vacaciones, no exactamente. Está en la cárcel, señor Gupstein.

Pero esto es lo que quiero saber. Tengo un fistol con un diamante del tamaño aproximado de un bombillo de linterna sorda. Quiero saber si puedo venderlo en cerca de lo que vale o tendré que hacerlo por medio de un traficante de objetos robados, por lo que pueda obtener. La diferencia será de dos de a mil, más o menos, señor Gupstein.

¿Cómo lo conseguí? Bueno, en cierta forma, me lo dio una taza de té, señor Gupstein. Pero es difícil que usted lo comprenda, así que quizá sea mejor que empiece desde más atrás.

Vi a este tipo por primera vez en el elevador de Brandon's. Era un gran cafre, de alrededor de 1,88 entre las cintas de sus polainas y la banda de su bombín. Y grande en todo. Tampoco tenía más de veinticinco años.

Pero lo que me hizo notarlo fueron sus fanales. Tenía los ojos de niño más grandes, suaves y azules que he visto en mi vida. Honradamente, lo hacían parecer como un querubín salido de un vitral de iglesia. Creo que se llaman querubines... usted sabe, uno de esos granujas, con alas detrás de las orejas.

No, señor Gupstein, no tenía alas detrás de las orejas. Nada más quiero decir que tenía esa clase de ojos y esa clase de cara.

Los dos bajamos en el elevador al piso principal y metí la mano a mi bolsillo para sacar un cigarro. Y no estaban allí. Yo había metido mi cigarrera en ese bolsillo cuando subí al elevador. Así que hundí la mano rápidamente en el bolsillo interior.

Sí, mi cuero de cerdo también había desaparecido. No sé si puede imaginar cómo me hizo sentirme eso, señor Gupstein. ¡Yo, Slip Wilson, limpiado como un rústico! Nadie chocó conmigo y el elevador no estaba lleno. ¡Y yo pensaba que era bueno!

¿Eh? Sí, señor Gupstein, ésa es mi profesión. Hasta que bajé del elevador, pensaba que yo era el mejor trabajador de artículos de piel de este lado del túnel de Hudson. Puede imaginar cómo me sentí. Yo, Slip Wilson, dejado más limpio que una macarela en un asilo para gatos desnutridos.

Bueno, miré en torno mío y descubrí a mi compañero de viaje en el elevador, que salía a la calle. Corrí tras él.

Una cuadra más adelante, donde no había tanta gente, lo alcancé y le pedí un cigarrillo. Olvidaba que mis cigarrillos estaban en su poder y no tenía nada que encender con el cerillo, pero no pareció notar la diferencia.

Hice un comentario respecto al tiempo y como parecíamos ir en la misma dirección, la amistad se convirtió en sed y lo invité a detenernos en una taberna para tomar un trago.

Y lo pagó él, sacando la lechuga de una cartera que necesitaba hacer ejercicios para reducir. Estuvimos de acuerdo en que el escocés era infame, así que lo invité a ir a mi apartamiento, para mostrarle los méritos de mi marca favorita. Es chistoso, pero parecimos congeniar desde un principio como los huevos y el tocino.

Cuando llegamos a la cueva, se deja caer en mi sillón favorito, casi rompiendo los resortes y se siente como en casa.

- Oye, viejo - dijo -, no nos hemos presentado. Mi nombre es Cadwallader Van Aylslea.

Bueno, señor Gupstein, usted ha oído hablar de los Van Aylslea; son dueños de la mitad de esta isla y tienen hipotecas sobre algo más. Cada vez que el viejo Van Aylslea se lastima el dedo gordo del pie al bajar de la cama después de almorzar, el mercado cae diez puntos.

Así que me reí de él.

- Encantado de conocerte, Cadwallader - repliqué -. Yo soy el rajá de Fangoon.

Sin parpadear, chilla que esta encantado de conocerme y pregunta cómo andan las cosas en mi tierra. Empecé a sospechar por primera vez, señor Gupstein.

Había estado mirando directamente aquellos fanales azules de niño y pude ver que no bromeaba. Él se creía lo que decía y también lo que le dijera yo. Empecé a recordar otras pequeñas cosas que dijo y vi que tenía murciélagos en el campanario.

Pero chiflado o no, yo quería recuperar mi dinero. Así que como por descuido, puse un par de gotas de adormidera en su siguiente escocés y evité los temas dudosos hasta que se hundió en el sillón, parpadeó unas veces y luego cerró las ventanas y expuso sus amígdalas a la brisa de la tarde.

Esperé unos minutos. para estar seguro y luego puse todo lo que llevaba en sus bolsillos en un pequeño montoncito, sobre la mesa.

Escuche, señor Gupstein, había siete cueros de cerdo, cuatro de ellos gordos; cinco relojes, mi cigarrera y una variedad de basura que iba desde unas ligas color de rosa hasta una bolsa de bolitas de cristal. Sin hablar de la joyería.

La lengua de las carteras sumaba casi uno de a mil y las otras cosas de valor habrían producido la mitad de uno con cualquier comprador de cosas robadas de este lado de Maiden Lane.

Además de eso, tiene una roca en su corbata que parece valer diez veces lo que el resto de la pesca. La había notado antes, pero no pensaba que pudiera ser buena. Pero cuando la miré con cuidado, usted podría haberme tirado con un picadientes roto. No era simplemente un diamante, señor Gupstein. Era un diamante azul blanco y perfecto.

Lo puse con el resto y me senté a mirar la pesca con los ojos saltados. Si pescó eso en un día, el muchacho era una de las siete maravillas del Bronx.

Y todo lo que tenía que hacer, era dejarlo dormido. Todo lo que tenía que hacer, era empacar mi cepillo de dientes, llenar mis bolsillos con la plata y la joyería que estaba sobre la mesa y largarme a Bermudas. Con uno de a mil en efectivo para comprar tortas hasta que pudiera encontrar un cliente para la roca.

Todo lo que tenía que hacer, era esfumarme. Y no lo hice.

Creo que la curiosidad ha enganchado a tipos mejores que yo, señor Gupstein. Quería saber qué sucedía. Tenía un cañón que nunca usaba y lo saqué de entre bolitas de naftalina, miré al borracho y me senté. Estaba decidido a saber quién y qué era y al diablo con los torpedos.

Creo que su corpachón lo ayudó a echar fuera el jugo cierraojos más pronto que la mayoría. No pasó más de una hora y se sentó, abrió los ojos y empezó a frotarse la frente.

- Es extraño - farfulló -. Lo siento, pero debo haberme quedado dormido. Fue una grosería horrible.

Entonces vio el montón de pesca que había sobre la mesa y yo apreté la artillería. Pero él solamente parpadeo.

- ¿De dónde sacaste todo eso, Rajá? - su voz sonó tan asombrada como parecían sus ojos -. Oh, si algo de eso es mío.

Tomó la cartera más gorda, el fistol con el diamante y algunas otras bagatelas.

- Lo saqué de tus bolsillos, mi amigo dedos finos - le aseguré -. Parece que tú debes haberlo sacado de varios lugares.

Suspiró. Después, me miró como un perro que sabe que merece una paliza.

- Está bien, Rajá - dijo -. Será mejor que lo admita. Soy cleptómano. Robo cosas sin darme cuenta. Por eso no me permiten salir de casa. Esta mañana, escapé de ellos.

Sus ojos me miraron nuevamente. Estaba diciendo la verdad y parecía un niño que esperaba que le dijeran que fuera a sentarse a un rincón. Y si aquello era verdad...

Me erguí de pronto en mi silla. Pareció que se había encendido una luz eléctrica dentro de mi cabeza.

- Déjame ver esa cartera que dices que es tuya - le ordené.

Me la entregó como una oveja. Miré la identificación. Sí, señor Gupstein. Cadwallader Van Aylslea. Y bastantes papeles para probarlo.

- Escucha, Rajá - suplicó -. No me mandes de regreso a casa. Me encerrarán allí. Cuando menos, déjame estar contigo un tiempo, antes que regrese.

Empecé a pasearme por el cuarto. Tuve una idea y mi idea empezó a tener cachorritos.

Lo miré por un minuto prolongado, antes de abrirme de capa.

- Escucha, Cadwallader - le dije -. Te dejaré quedarte aquí, con unas pocas condiciones. Una, es que nunca saldrás, a menos que vaya contigo. Si pescas algo, yo me encargaré de ver que regrese a donde pertenece. Soy un mago para saber de dónde vienen cosas como ésas, Cadwallader.

- Oh, es una bondad de tu parte. Yo...

- Y otra cosa - continué -. Cuando seas encontrado por tus viejos, si alguna vez sucede, nunca les dirás que existo. Dirás que no recuerdas dónde has estado. Lo mismo harás con la policía. ¿Está bien?

Se retorció las manos con tanta fuerza, que creí que perdería un dedo.

Tomé toda la pesca de la mesa, excepto lo que dijo que era suyo y la llevé a la cocina. Metí todo el dinero en mi cartera y puse los pellejos vacíos y la basura en el incinerador. Escondí la joyería en donde guardo comúnmente esas cosas.

En total, todavía eran cerca de mil piastras. Y supuse que las había cobrado en un par de horas, más o menos. Empecé a sumar cifras y a contar pollos antes de nacer, hasta que me sentí mareado.

- Cadwallader - dije, cuando regresé a la sala -, tengo que ir al centro, a hacer algo. ¿Quieres venir?

Aceptó. Lo conduje casi hasta el anochecer por tiendas abarrotadas de gente y le proporcioné todas las oportunidades de comportarse con nobleza. Y lo mantuve lejos de los mostradores donde pudiera llenar el espacio valioso de sus bolsillos con joyería barata.

Cuando subimos al taxi para volver a casa, fue un choque descubrir que mi cartera había desaparecido otra vez. Lo mismo sucedió con mis cigarrillos, pero tenía suficiente dinero suelto en un bolsillo de mis pantalones, para pagar el taxi.

Sonreí para mí mismo, señor Gupstein, pero fue una sonrisa de pesar. Fui robado un par de veces en el día, sin notarlo.

- Vamos, Cadwallader, muchacho - le dije, cuando estuvimos a salvo en mi departamento -. Te molestaré pidiéndote que me devuelvas mi pellejo y si por casualidad pescaste algo más, entrégamelo también y me encargaré que vuelva a donde pertenece.

Empezó a palpar sus bolsillos y una expresión confusa se extendió por su cara. Sonrió, pero fue una sonrisa enfermiza.

- Temo que no tengo tu cartera, Rajá - dijo, después de que buscó en sus bolsillos -. Si dices que ha desaparecido, debo habértela sacado en el camino hacia el centro, pero ya no la tengo.

Recordé toda la azúcar que había en mi cartera y, señor Gupstein, debo haber dejado escapar un aullido que podría haberse oído en Staten Island, si hubiera sido una noche silenciosa. Olvidé que era casi del doble de mi tamaño, me acerqué a él y lo registré, sin olvidar una costura.

Después lo hice nuevamente. Todos sus bolsillos estaban más vacíos que la caja de cigarros de un regidor, al día siguiente de las elecciones. No podía creerlo, pero así era.

Lo senté en un sillón de un empellón. Pensé en sacar mi artillería, pero no creí necesitarla. Me sentía bastante furioso para desollar un tigre con las manos desnudas.

- ¿Cuál es el chiste? - demandé -. Habla rápidamente.

Pareció un niño de cuatro años sorprendido con el frasco de jalea.

- Algunas veces, Rajá, pero no con mucha frecuencia, mi cleptomanía funciona en sentido inverso. Pongo cosas de mis bolsillos en los de otras personas. Es algo que sólo he hecho pocas veces, pero ésta debió ser una de ellas. Lo siento mucho.

Suspiré y me senté. Lo miré y creo que ya no seguí estando furioso. No era culpa suya. Estaba diciéndome la verdad; podía verlo con claridad. Y también vi que estaba tres veces más loco de lo que pensaba. Con todo y eso, señor Gupstein, todavía me simpatizaba el tipo. Empecé a pensar si también se me estarían revolviendo los fideos arriba de las cejas.

Oh, está bien, pensé, puedo recobrar el oro sacándolo unas veces más. Había dicho que su cleptomanía no metía reversa frecuentemente. Y si cuando salía iba quebrado, no podría hacerme mucho daño.

Así que eso fue todo, pero después de contar todos esos pollos, fue una noche desalentadora. Usted puede comprenderlo, señor Gupstein.

Saqué un mazo de naipes y le enseñé a jugar y me ganó todos los juegos, hasta que empecé a aburrirme. Decidí bombearlo un poco.

- Escucha, Cadwallader - empecé.

- ¿Cadwallader? - contestó -. No me llamo así.

Me sorprendió con la guardia baja.

- ¿Eh? - digo -. ¡Eres Cadwallader Van Aylslea!

- ¿Quién es él? Temo que hay una confusión de identidad.

Estaba sentado muy erecto en su sillón, mirándome muy atentamente, y su mano se había deslizado entre los botones de la parte media de su camisa. Debí adivinarlo, pero no lo adiviné. Decidí seguirle la corriente.

- ¿Quién eres entonces?

Una expresión taimada apareció en sus ojos, cuando apartó de su frente un mechón de cabellos que no estaba allí.

- No lo sé, por el momento - contemporizó -. Pero no, no debo mentirte, mi amigo. Lo recuerdo, pero es mejor que permanezca incógnito.

Empecé a preguntarme si habría mordido más de lo que podía tragar, me pregunté si esos ataques serían frecuentes y en tal caso, cómo debía actuar.

- Por mi parte - dije, disgustado -, puedes permanecer como quieras. Saldré a comprar un periódico.

Era la hora en que debían salir a la venta los diarios de la mañana y quería ver si hablaban del retoño perdido del árbol de los Van Aylslea. No había ninguna mención de eso.

Odio tener que hablarle de la mañana siguiente, señor Gupstein.

Cuando desperté, allí estaba parado Cadwallader, en ropa interior, mirando por la ventana. Tenía la mano derecha metida bajo su camiseta y un rizo caía sobre su frente. Cuando me oyó sentarme en la cama, se volvió majestuosamente.

- Mi buen amigo - anunció -, lo he pensado y he decidido abandonar el anonimato y revelarte en confianza mi verdadera identidad.

Sí, señor Gupstein, usted lo adivinó. ¿Por qué piensan tantos chiflados que son Napoleón? ¿Por qué no escogen algunos de ellos a Eddie Cantor o a Mussolini?

Yo no lo sabía y hubiera sido inútil preguntarle si su ilusión era algo temporal por lo que había pasado anteriormente, o era permanente.

Me vestí rápidamente y después de almorzar, lo encerré para ponerlo a salvo de los espías ingleses. Salí al parque y me senté a pensar.

Pensé sacarlo, dejarlo en algún lado y lavarme las manos. Los policías lo detendrían y él les diría que había estado con el rajá de Rangoon, si les decía algo aun así de claro. Las cosas así son maravillosas en la jefatura.

Pero no quería hacer eso, señor Gupstein. Por extraño que parezca, me simpatizaba el tipo y sospeché que si recibía un tratamiento adecuado, pasaría de esa etapa y volvería a su buena cleptomanía. Y él debía volver a ella, señor Gupstein. Sería una lástima que se desperdiciara una técnica como la suya.

Y también recordé que si podía hacerlo volver a la normalidad, a la normalidad suya, podría pescar en una semana o dos lo suficiente para retirarme. Y en ese momento, estaba perdiendo un par de cientos de mi propio oro.

Entonces tuve la gran idea. No puede discutirse con un loco. O tal vez usted pueda, señor Gupstein, porque usted es abogado, pero yo no podía hacerlo. Pero mi idea era ésta: ¿Cómo pueden ser Napoleones dos tipos? Si usted pone dos Napoleones en la misma celda ¿uno convencerá al otro? ¿Y no será más fácil que lo haga el tipo que ha sufrido la ilusión durante más tiempo?

Fui a un banco, retiré un poco de oro, busqué un asilo privado y con un poco de saliva, conseguí una audiencia en privado con el loquero mayor.

- ¿Tiene algún Napoleón aquí? - le pregunté.

- Tenemos tres de ellos - admitió, estudiándome como si estuviera preguntándose si reclamaría mi derecho a esa identidad -. ¿Por qué?

Me incliné hacia adelante confidencialmente.

- Un amigo mío muy querido sufre la misma ilusión. Creo que si fuera encerrado con otro tipo que tenga prioridad sobre la misma idea, podría ser convencido de que no es Napoleón. Usted sabe, no pueden ser los dos la misma persona.

- Ese procedimiento estaría en contra de la ética médica - dijo -. No podemos.

Saqué de mi bolsillo un rollo de billetes y lo puse bajo su nariz.

- Cien dólares - sugerí -, por tres días de prueba; gane, pierda o empate.

Pareció ofendido. Abrió la boca para rechazarme, pero pude ver su mirada en los cueros de rana.

- Además de los gastos de costumbre por una estancia de tres días en el sanatorio - agregué -. Los cien dólares son como pago personal para usted, por interesarse en el experimento.

- No puedo... - empezó y me miró esperanzado, para ver si iba a interrumpirlo para aumentar la cantidad inicial.

No cedí; eso era todo lo que quería invertir. Hubo un momento de silencio, mientras yo mantenía tendidos los billetes de banco hacia él.

-...hacerle ningún daño - concluyó, tomando el dinero -. ¿Puede traer hoy a su amigo?.

Cuando llegué a casa, Cadwallader estaba debajo de la cama. Dijo que los espías habían estado rondando el apartamiento. Necesité hablar prolongadamente para sacarlo de allí. Tuve que salir a comprar un bigote postizo y anteojos oscuros, para disfrazarlo. Y bajé las persianas del taxi que nos lleve al sanatorio.

Necesité toda mi fuerza de voluntad torturada por mi curiosidad, señor Gupstein, para esperar tres días completos, pero aguardé.

Cuando fui llevado a su oficina, el médico levantó la mirada tristemente.

- Temo que el experimento fue un fracaso - admitió -. Se lo dije. El paciente sigue sufriendo paranoia.

- No me importa un pito si todavía tiene piorrea - repliqué -. ¿Todavía piensa que es Napoleón o ya no?

- No - respondió -. Ya no. Venga, para que lo vea usted mismo.

Subimos a la planta alta y el doctor esperó afuera, mientras yo entraba al cuarto a hablar con Cadwallader. El otro Napoleón ya había ocupado su puesto. Mi maravilla de ojos azules estaba acostado en la cama, con la cabeza entre las manos, pero se levantó de un salto, deleitado, cuando me vio.

- Rajá, viejo amigo, ¿tienes un platillo? - preguntó angustiado.

- ¿Un platillo?

Lo miré, aturdido.

- Un platillo.

- ¿Para qué quieres un platillo?

El principio no fue prometedor, pero insistí. Había una cosa que me interesaba más.

- ¿Eres Napoleón Bonaparte? - le pregunté. Pareció sorprendido.

- ¿Yo?

Empecé a sentir esperanzas.

- Sí, tú - respondí.

No contestó y pude ver que su mente, lo que restaba de ella, no estaba atenta a nuestra conversación. Sus ojos vagaban por todo el cuarto.

- ¿Qué buscas? - demandé.

- Un platillo.

- ¿Un platillo?

- Seguro. Un platillo.

La conversación estaba saliéndose de mis manos.

- ¿Para qué diablos quieres un platillo? - inquirí.

- Para sentarme.

- ¿Eh? - pregunté, sobresaltado.

- Naturalmente - replicó -. ¿No ves que soy una taza de té?

Tragué saliva y me volví con tristeza hacia la puerta. Entonces, pareció recobrar por un momento fragmentos de cordura.

- Oye, Rajá - llamó.

Me volví.

- Si no vuelvo a verte, Rajá, quiero que tengas algo para recordarme.

Llevó la mano a su corbata y sacó de ella el fistol con la roca del tamaño de una estampilla postal. En realidad, me había olvidado de eso. Me lo entregó y le di las gracias. Y fui sincero.

- ¿Regresarás? - inquirió, esperanzado.

- Seguro, regresaré, Cadwallader.

Me volví otra vez hacia la puerta. Que me cuelguen si no quería chillar, señor Gupstein.

Dije al médico que enviaría por mi amigo y salí a salvo del sanatorio. Después miré nuevamente el chispeante con cuidado y decidí que vale cuando menos cinco de a mil. Así que saldré ganando en el trato, tan pronto como lo haga efectivo.

Primero iba a valuar la piedra, así que troté hasta una de las joyerías más elegantes de la ciudad. Sabía que tenía que escoger un lugar lujoso para brillar una roca de ese tamaño, sin despertar demasiadas sospechas. Sólo había un empleado tras el mostrador y otro cliente estaba adelante de mí. Empecé a mirar en torno mío, pero cuando oí la conversación, quedé helado:

- ¿...y no ha tenido noticias de su hermano desde entonces, señor Van Aylslea? - estaba diciendo el empleado.

El cliente movió la cabeza negativamente.

- Ni una palabra. Estamos ocultándolo a la prensa.

Lo miré bien. El tipo tenía más años y no era tan pesado, pero pude ver su parecido a mi taza de té cleptómana.

Así que tan silenciosamente como si estuviera caminando sobre huevos, salí de la joyería. Pero aguardé afuera. Pensé que podía hacer un último favor a Cadwallader. Cuando salió Van Aylslea, lo abordé.

- Señor Van Aylslea - murmuré -, soy el agente cincuenta y tres. Su hermano está en un asilo para locos.

Su cara se iluminó; me estrechó la mano y me palmeó el hombro como si fuera un hermano perdido hacía mucho tiempo.

- Lo sacaré de allí hoy mismo - dijo.

- Mejor lleve un platillo - grité mientras su carro arrancaba, pero creo que no me oyó.

Me alejé. Si aquella piedra pertenecía a los Van Aylslea y ellos hacían negocios en aquella joyería, podrían haberla reconocido, así que pensé que había escapado por poco.

Recordé que la llevaba en la corbata cuando hablé con el hermano de Cadwallader, lo cual fue una imprudencia innecesaria, pero creo que no lo notó. Estaba demasiado excitado.

Bueno, eso sucedió hace pocos minutos, señor Gupstein. Decidí pasar por alto la valuación y venir directamente a pedirle consejos.

¿Este dispuesto a entrevistar a los Van Aylslea en mi nombre e investigar si quieren ofrecer una recompensa por la roca? Entiendo que usted ha realizado tratos así con mucho éxito, señor Gupstein y prefiero no arriesgarme a venderla, si ofrecen una buena recompensa.

Y el Van Aylslea con quien hablé hace un momento me pareció un tipo razonable, que...

¿Eh? ¿Dice que conoce a la familia y que el hermano está casi tan chiflado como Cadwallader y que también es clepto algunas veces?

No, señor Gupstein, no puede hacerme creer que es más hábil que su hermano con los dedos. Eso es imposible, señor Gupstein. Nadie puede ser más suave que...

Oh, está bien, no nos preocupemos por eso. La cuestión es, ¿está dispuesto a hacer el trato en mi nombre?

¿El fistol? Oh, aquí está en mi corbata, donde ha estado desde que...

¿Eh?

...bueno, señor Gupstein, siento haberle quitado el tiempo. Pero esto me hace decidirme, señor Gupstein. Cuando dos aficionados me limpian la misma semana, estoy acabado.

Tengo un cuñado que es corredor de apuestas y quiere darme un buen trabajo honrado. Y lo aceptaré. He robado mi último pellejo.

Sí, hablo sinceramente, señor Gupstein. Y para probarlo, aquí tiene su cartera. Adiós, señor Gupstein.
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