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Re: Relato Policial Navideño

NotaPublicado: Lun, 22 Dic 2014, 19:37
por amchacon

intervencionpolicial.com
Excelente relato, he visto ahí muchas pullitas y giños ;)

Humberto escribió:Se cruzan con una empleada que salía del establecimiento que los mira por su aspecto. Se llama Carmen y es la cajera, acaba de terminar su turno debido a que está a media jornada por conciliación de la vida familiar. No ha advertido nada. Dirá, entrevistada por una periodista días después, que intuyó que los individuos no venían a nada bueno pero que jamás pensó que llegaría a pasar todo eso.

Esta me ha gustado

Re: Relato Policial Navideño

NotaPublicado: Mar, 23 Dic 2014, 13:00
por Humberto
Academia Acceso CNP

sector115.es
In dubio pro munipa escribió: He intentado leer los relatos anteriores y los enlaces de los tres primeros no los puedo abrir, sale eso de “el tema requerido no existe” ¿hay forma de solucionarlo?


Ya está solucionado.

Re: Relato Policial Navideño

NotaPublicado: Dom, 20 Dic 2015, 23:10
por Humberto
EL CARTEL

Está de rodillas en la acera de una calle muy comercial, sobre cartones, tiene delante un cartel que dice: soy ciego, una ayuda, gracias. Martín, que se ha detenido en la acera contraria lo lleva observando un rato, desde la lejanía. Aunque la calle está llena de transeúntes, comprueba, nadie deja ninguna moneda en el cesto. Todos parecen más preocupados de los escaparates, de las luces y de los adornos que del hombre. Finalmente decide salir del vehículo patrulla. Lleva un rotulador en la mano. Hola, buenas tardes, le dice al ciego quitando el tapón que deja mordido en la boca. Buenos tardes, responde éste con acento del este. De cerca puede ver sus ropas raídas, la barba de varios días asomando y el iris de sus ojos sin luz. Sobre cincuenta y pico de años, le calcula. Pocos más años que los que él mismo tiene. Toma el cartel, le da la vuelta y escribe en el reverso: concentrado, con soltura, sin mirar a ningún lado. Lo deja de nuevo en el sitio, guarda el rotulador satisfecho de que, después de tantos años, haber aprendido a rotular le haya servido para algo útil, se hurga en el bolsillo, suelta unas monedas en el cesto. Muchas gracias, caballero, sonríe el ciego mostrando unas encías descarnadas, ignorante de todo. A continuación Martín vuelve al coche, ante las miradas atónitas de varias señoras que portan muchas bolsas con compras navideñas y la de Pablo, su compañero.
—¿Qué le has escrito, compañero?
Martín sonríe de medio lado, mientras se gira para observar por la ventanilla cómo las mujeres que antes lo miraban, se han acercado a depositar también unas monedas.
—La frase del cartel no era afortunada. Se la he cambiado por otra.
—¿Cuál? No puedo ver desde esta distancia, la gente me tapa.
Martín no dice nada, arranca y deja al ciego atrás, que se va haciendo más y más diminuto hasta que desaparece por completo.
—HA LLEGADO LA NAVIDAD, PERO NO PUEDO VERLA —le contesta finalmente.
Pablo sonríe con la ocurrencia de su compañero. Si hace lo que siempre ha hecho, piensa Martín, obtendrá los resultados que siempre ha obtenido.


©Humberto, 2015.

Re: Relato Policial Navideño

NotaPublicado: Dom, 20 Dic 2015, 23:12
por Humberto
Curso Oposición a la Ertzaintza

Original. Más Fácil. Online.
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LA FOTO


Sentado en una cafetería, Eleazar hace tiempo hasta que sea la hora de volver a entrar de servicio. Afuera ha empezado a nevar. Acaba de pedir un café y abre su Tablet. De repente, aparece etiquetado en una foto de Facebook y piensa que se trata de un error, porque a primera vista no se ve en la imagen. Es apenas un segundo, una centésima, hasta que comprende. Se queda mirando la foto con los ojos abiertos y sin pestañear; pasa un rato, después otro rato, y su gesto sigue congelado.
Eleazar se defiende del golpe con la inmovilidad absurda de las liebres, que se quedan quietas en el medio de la calzada cuando ven venir un camión de frente. El camarero debe pensar que estoy viendo, se dice, porno, porque ni siquiera reacciono cuando llega con el café. Hace un esfuerzo tremendo para que no se le note ninguna reacción, porque está en público y no quiere que nadie le vea así. Y es que desde que murió ésta es la primera vez que Eleazar mira una foto suya sin desenfocar los ojos. Maldito Facebook y las etiquetas intrusivas, ruge. No hubo tiempo para armarse; no se lo esperaba.
Un segundo golpe le acentúa el desconcierto. Eleazar creía conocer todas las fotos familiares, pero ésta no estuvo nunca en los álbumes de la infancia, ni en los portarretratos de la casa donde creció. En la foto hay un cielo gris, muy parecido al de hoy, recortado por un juego de luces que penden de un hilo que cruza la calle de extremo a extremo en una avenida céntrica que recuerda muy bien. A escasos metros de donde se encuentra ahora.
¿Dónde había estado esa foto todo el tiempo? La respuesta era simple: en ninguna parte. Más tarde sabrá que no es realmente una foto, sino una diapositiva. Su abuelo, el capitán, hacía diapositivas y las guardaba en cajones, en las que nadie reparó desde su muerte. Su tía haciendo limpieza se las encontró y decidió este mes, con propósito de la Navidad, digitalizarlas antes de que el tiempo las volviera inservibles. Cuando encontró la foto en la que aparecían su sobrino y su cuñado, se la mandó a su hermana, y ésta la subió a su Facebook al instante, etiquetando a su hijo y a su difunto marido. Dos horas después el hijo se encontraba en la cafetería, con la guardia baja, pensando en la paga extra, en la productividad, en los nuevos turnos, en las responsabilidades, en la soledad del cargo, en que ya es mala suerte que con tanta mili a cuestas le toque pringar en Nochebuena de incidencias, y entonces la imagen le asalta como un forajido: sin que se pueda defender.
Su cabeza bulle. Recuerdos desordenados y sin estructura, se le sobrevienen sin ninguna lógica, y por eso se acuerda instantáneamente de Martín, su amigo de infancia y compañero, el escritor. Se centra en el momento que recoge la instantánea, conteniendo las lágrimas mientras se deja invadir por todas esas ideas inconexas. No las piensa, las ve pasar como vagones de un tren de mercancías. No lo educaron para llorar en público. «Los hombres lloramos por dentro», repite en sus adentros. Así sentenciaba su padre, el comisario, cuando de niño se lo encontraba llorando por cualquier cosa.
Siente la necesidad de escribir sobre ello más tarde. De momento esa y otras frases se le agolpan sin gramática alguna, pero que pondrá en papel al día siguiente, en su casa, cuando se levante, cuando ya no sea necesario fingir serenidad. Porque ahora está todavía en la cafetería y la foto ocupa tres cuartos del monitor, y la mira fijamente. Y busca un correo que hace cinco años le mandó su amigo Martín. Busca ese email como antídoto del llanto.
No es exacto que nunca haya visto una foto de su padre después de su fallecimiento. En realidad, cuando no hay más remedio Eleazar entrevé alguna. En la entrada de la casa de su hermana hay dos retratos, y en la de su hermano, uno, de uniforme, pero antes de pasar junto a ellos se prepara y desenfoca los ojos un poco. Lo mismo en casa de su madre, con el retrato al óleo que hay en el salón, donde suele sentarse de lado a él. Si hay que mirarlo, se dice, por lo menos que sea desenfocando la mirada. No le da miedo verlo ni es que tema venirse abajo. Es más parecido a una superstición. Una noche un compañero le dijo algo que se le quedó grabado. Dijo que en las fotos donde aparecen muertos queridos, los muertos saben que están muertos y te miran, desde el papel, con un gesto cómplice y triste, como diciendo: «qué le vamos a hacer».
Eleazar no sabe si será verdad —en el fondo cree que sí— pero cuando andan dando vueltas fotos de su padre las esquiva por si acaso. Es una excusa cobarde, supone, pero también es una forma de preservación. El mismo mecanismo que le impidió, durante todos estos años, pisar la casa del pueblo en la Castilla profunda donde nació y en la que su padre murió.
Las muchas veces que volvió al pueblo pasó de largo por esa casa, porque quería mantener en la memoria otros recuerdos de esas estancias, unas imágenes más inofensivas y cotidianas en las que nadie se muere en el sillón del salón. No sabría qué hacer en esa casa si hoy tuviera que recorrerla, del mismo modo que ahora no sabe qué hacer con la foto de Facebook que se le apareció sin preaviso en esta tarde, víspera de Navidad, cuando está a punto de entrar de servicio, sin filtro y sin cenar.
Busca el correo de su amigo Martín, con desesperación, y no lo encuentra. Sabe la fecha de envío porque es la del fallecimiento. La asociación de ideas le lleva a un recuerdo peor.
Recuerda, con pánico, otra foto que sabe que existe y que no verá jamás, ni aunque le pongan un 44 Remington Magnum en la sien. Cuando murió su padre, se encontraba destinado en la embajada de Argentina. Al conocer la noticia intentó adelantar el vuelo pero fue imposible, por lo que no llegó a tiempo ni para el velatorio, ni tampoco para el entierro. Se consoló pensando que, en realidad, no llegó a tiempo de ver a su padre vivo por última vez, sino de verlo por primera vez muerto. Su amigo de infancia y compañero de profesión, Martín, se lo fue contando como si de un corresponsal de guerra se tratara. Él estuvo en el cementerio y le llamó por teléfono a Buenos Aires. Le dijo que había muchísima gente, que su madre se mantenía firme, que estaban todos los policías que habían tenido que ver con su padre, más presencia uniformada de los que le conocían a él, más los guardiaciviles de su tío, el comandante, total cientos, que las coronas no cabían en la iglesia, que la sección de motos dio escolta al coche fúnebre y también le contó detalles de la misa, que la había dado el obispo, que duró una hora y media, que el mismo había leído unas palabras en el púlpito a petición de su madre, etcétera.
Se acuerda de eso y de casi nada más. No tenían planeado hablar así; nadie tiene planeado jamás eso. Por suerte —a veces la distancia sirve para algo— nunca vio por primera vez a su padre muerto. Sin embargo dos días más tarde, cuando al final aterrizó lo fue a buscar su tío, el comandante. Se le acercó, ojeroso, porque la muerte de su hermano mayor, el comisario, le había afectado, y mientras lo abrazaba le susurró en la oreja algo que le dejó sin palabras:
—Como no pudiste llegar —le dijo—, le saqué una foto en el ataúd. Estaba tranquilo, estaba en paz. No sé si la quieres. Yo la tengo. Pídemela cuando te parezca, yo te la guardo.
No se la pidió, ni entonces ni después. Ni nunca. Pero desde aquel día el solo hecho de saber que existe esa imagen, y que además le está esperando en alguna parte, le hace sentir una zozobra parecida al vértigo. No hay preparación que valga contra esa imagen. Prefiere ésta que acaba de asaltarlo en Facebook, donde hay un cielo y unas nubes grises y luces de navidad. Esta foto de cielo asturiano es nueva, además. Mucho más flamante que la foto de su padre muerto. Es nueva, en un sentido muy amplio, porque nunca antes la había visto. Ni antes ni ahora, había visto una imagen en la que estuvieran los dos tan cerca, tan al principio de su historia.
Debe ser diciembre de 1972, supone, y su padre, que mira sonriente, lo tiene cogido de la mano y pegado a él. El niño, de unos cinco años, mira de reojo a su padre. ¿Qué pensaba ahí, entonces, acerca de mi padre?, se pregunta, mientras se enfría el café sin tocar sobre la mesa. Supone que lo admira. Que es lo más importante para él. Por esas fechas debía ser inspector de segunda y aún vivían en la ciudad asturiana en la que, por razón de destino, se encuentra hoy.
Pasa el dedo por la pantalla. Y toca en el punto exacto donde su padre le coge de la mano.
Y él ¿qué pensará de su hijo, en el sentido más profundo y absoluto? Sigue preguntándose. Su sonrisa pareciera indicar que no. Todavía no sabe que nunca seré abogado como era su deseo. No tiene la menor idea de que en el futuro seguiré sus pasos profesionales, que se pasará muchas noches en vela cuando arribe en el País Vasco, sin saber dónde estoy ni a qué hora volveré, si es que vuelvo. No sabe que un día me iré destinado lejos y que no estaré cerca cuando se muera. Es navidad, es Asturias, no tiene por qué saber nada de eso.
¿Qué sabe de mí, entonces? ¿Qué quiere de mí esa tarde? ¿Fantasea, en ese momento, en cómo serán nuestras charlas en el futuro, como yo pienso en mis charlas futuras con mi hijo? ¿Sabe ya que mañana escribiré sobre él, y que cuando se muera tardaré cinco años en llorarlo de verdad, y que lo haré a solas en casa y no en su entierro, ni siquiera en nuestra casa, a la que no puedo volver?
El tren mercante de las preguntas pasa veloz por encima de la mesa y hace que tiemble la cucharilla sobre el platillo que contiene la taza. No es él quien llora, todavía, es un tren sin ventanillas y nocturno que se percibe más de lo que se ve. Por eso nunca ha querido ver sus fotos ni entrar de nuevo al comedor de casa en el pueblo. Porque no le gustan las preguntas que aparecen cuando está con la guardia baja.
¿Qué pensará el camarero al ver al fulano que empieza a llorar en silencio mientras mira una Tablet? Trata de calmarse, pero no puede. Ahora Eleazar piensa que va a cumplir cinco años en la foto, pero le llama más la atención la edad de su padre que la suya. Él está a punto de cumplir treinta y dos, tiene quince menos que Eleazar ahora. Es un hombre joven con su primer hijo de la mano. Conoce esa sensación, la de llevar un hijo de la mano o en brazos y creer en la eternidad.
Tiene que llorar. Alguna vez tiene que hacerlo, piensa, lo jodido es que sea en Asturias, tan lejos de todo, y que de hacerlo ahora haya una pareja de viejos mirándolo de reojo como testigos. Lo jodido es que se le haya cerrado el estómago justo antes de la cena de Nochebuena en comisaría. Ojalá sea verdad que Facebook quiebre en dos o tres años, maldice. No es aquí, ni ahora, donde debe llorar.
Había que llorar la noche que llamó su hermano menor para avisar de que se había muerto, pero no pudo. Estaba al otro lado del charco, y allí, lo recuerda bien, era verano: Las ventanas del verano estaban abiertas. Tonteaba con la secretaria de la embajada y cenaba con ella en un restaurante. Al enterarse se ausentó, salió afuera y se marchó sin despedirse, tomó un taxi y se plantó en el aeropuerto. Había que haber llorado ante la chica de ventanilla cuando le comunicó, imperturbable, que no había billetes sino hasta dentro de dos días. Había que haber llorado cuando se acodó en la barra de aquel bar de mala muerte, abierto las 24 horas, donde decidió pasar todo el tiempo esperando, sin pensar en nada ante una copa de ginebra. Ese llanto no resuelto le habría de durar medio decenio. Un lustro.
También lo postergó una semana más tarde, cuando visitó la tumba justo un rato después de que su tío, el comandante, le ofreciera la fotografía que nunca aceptó. Y siguió haciéndolo ese octubre, cuando le concedieron la medalla y miró a la primera fila del auditorio y su padre no estaba sentado. Ni siquiera lloró cuando sonó LA MUERTENO ES EL FINAL. En un momento, antes de hacerse la foto con todos los galardonados en el vestíbulo del auditorio, Martín le llamó aparte. Martín es un viejo amigo de infancia y compañero, que había ido a ver el acto.
Se conocieron en párvulos y desde entonces fueron uña y carne. Ambos eran hijos del cuerpo, también nietos de policías, aunque como decía Martín con inocencia, los de Eleazar eran mejores porque lo eran de sangre azul. Se separaron en 1986, cuando el padre de Martín ascendió a comisario y la familia tuvo que ir sucesivamente pasando por varias ciudades según los destinos que le fueron concediendo. La casualidad quiso que ambos coincidieran en la mili y después en la academia, Martín en la básica; Eleazar en la ejecutiva. Patrullaron juntos más de un año las calles de Madrid, eran tan jóvenes y tenían tal cara de críos que, por su origen, los llamaban «los guajes». Lo recuerda mirando el horizonte sobre el salpicadero diciendo: por mucho que cambie el modelo el zeta siempre es el mismo y van los mismos. Tú no, tú no acabaras de zetero, porque eres de sangre azul. Eran bonitos tiempos. Martín se casó pronto y tuvo un hijo, que Eleazar apadrinó y al que le pusieron su mismo nombre. Eleazar, en cambio, tardó algo más, se casó tarde y más tarde aún fue que tuvo un hijo, pero su esposa se negó tanto a que lo apadrinase su viejo amigo como a que lo llamasen Martín. Nunca fue bien el matrimonio y terminaron por separarse apenas a los dos años de haber nacido.
Siempre que Eleazar volvía a Madrid les visitaba. Se acuerda ahora de la envidia que le daba verlos tan felices a los tres y de las bromas que Martín y su mujer, la fiscal, se soltaban. Como si los hubieran planeado de antemano. Eleazar pensaba que si esas bromas eran espontáneas estaba muy bien, pero que si las habían preparado para hacerle reír, entonces era todavía mejor.
Pasaron diez años, y Martín regresó a Asturias, porque a su mujer le había salido plaza también en la Audiencia. Eleazar ascendió y acabó de Jefe de la Brigada Territorial de Información en el País Vasco.
Sigue buscando, azaroso, el correo entre todos los que la pantalla le ofrece.
Hace seis años, recuerda Eleazar, la mujer de Martín murió de repente, a los treinta y siete años, de una enfermedad fulminante. Él por entonces ya estaba como agregado en la embajada de Buenos Aires y el que le avisó de la desgracia fue su padre, el comisario, por teléfono. Esa mañana, cuando colgó, lloró de una manera descomunal, muy parecida a la que tendrá mañana a solas.
Le dio un ataque de espasmos cortos, que creyó que no iban a poder parar nunca. El modo en que su padre, el comisario, le dio la noticia por teléfono fue demoledora. Cree que la causa del llanto fue esa. No dijo nada especial, porque era sobrio y muy parco en palabras para las situaciones graves, pero había algo en su voz que intentaba decir: «ellos funcionaban», había una inflexión en el teléfono que decía: «te estás quedando solo».
Él y Martín charlaron mucho ese verano, durante las vacaciones. El último día Martín, deteniendo el paso ante una librería, le contó que había empezado a escribir de nuevo, como cuando era un chaval, que llevaba escritas dos novelas y que había una editorial interesada en una de ellas. El día menos pensado, ves mi nombre en la portada de un libro en un escaparte como éste.
Y Eleazar le contestó que, ya era casualidad, albergaba también esa idea de recuperar la afición de escribir que ambos cultivaron de jóvenes, pero que ni de lejos tenía su talento.
Le dijo también Martín, esa tarde, que podían cicatrizar ciertas heridas menores después de la muerte de un ser querido, pero que nunca se podía volver a ser feliz.
No lo había vuelto a ver desde aquel día, y cuando lo vio aparecer en el vestíbulo del auditorio, un mes después de la muerte de su padre y que lo llamaba aparte, sospechó que le daría el pésame, como ya habían hecho otros tantos compañeros ese día, pero solamente le saludó, estrechándolo en un abrazo fraternal, y le dijo:
—Esta mañana te mandé un email, ¿lo leíste?
Le dijo que no, que había estado todo el día de un lado para el otro.
—Léelo.
Releer ese email, que es una especie de bálsamo que le ha servido todo este tiempo como esclusa de pantano para contener el agua que pujaba por salir, le servirá una vez más de remedio contra la inundación del dolor.

    «El mes pasado —le decía Martín en el correo—, yo salía de Habilitación en Jefatura y en las escaleras me crucé con tu padre, el comisario, a quien siempre, como sabes de sobra, tuve en mucha estima. Iba, me dijo, a entregar el papeleo de Acción Social para él mismo y, de paso, a recoger una notificación tuya. Total que nos detuvimos a charlar un rato. Su jubilación, lo de mi mujer, sus nietos, tu hijo, mi hijo. Y como quiera que la conversación se alargara y para no estar de pie, pues el hombre estaba delicado, decidimos irnos a tomar un café en los bares de enfrente. Antes de eso entró a la secretaría y recogió lo que luego supimos era la notificación de la concesión de tu medalla. Una vez en el bar tu padre se soltó y empezó a hablar de ti sin parar. Repasó toda tu vida, desde niño. Y luego hizo una fiel semblanza tuya como policía. Ya sabes, del orgullo de pertenencia, de la abnegación, del honor, de ciertos códigos y en claves viejas acerca de todas esas cosas que solo los policías sabemos. En un momento dado, abrió el sobre y leyó el oficio del Director General. Te lo escribo y se me pone la piel de gallina como si, con veinticinco años, estuviera a cinco minutos de saber que había resultado apto en la oposición. Te habían concedido la medalla. Lo leyó, supo de tus proezas en Francia con la banda de serpientes. Respiró hondo y se puso profundo. Miraba igual que mi padre. Del mismo modo que supongo, miro yo a mi hijo. Que salieras comisario, dijo, con cuarenta y dos años era lo que más orgulloso le había hecho, lo recalcó dos veces, orgulloso, y al hacerlo se le humedecieron los ojos y se hizo un silencio. Ahora me doy cuenta de que quise decirle algo y no encontré las palabras. Yo quería decirle que siempre te vi como un pura sangre de la profesión. Que tanto él como mi padre, con sus historias alimentaron los sueños de dos niños que anhelaban emularlos y convertirse en policías. Yo quería decirle que desde que éramos unos críos, unos guajes, vaticiné que ibas a llegar lejos. Eso le quise decir, pero no le dije nada. Lo mismo no hizo falta, y él debe haber entendido, porque las personas de este oficio también somos instinto, por eso me sostuvo la mirada, como hacía mi padre, la cabeza ladeada, a pesar de lo acuosos que se le pusieron, y me dijo: «me puedo morir tranquilo». Créeme que nunca hablé tanto con él así de profundo. Tu padre era un gran hombre, y eso, amigo y sin embargo compañero, es lo que cuenta. Cuando nos separamos, él se quedó sentado con el oficio en la mano, releyendo los motivos de concesión. Al otro día me dieron la noticia y no lo podía creer. Fue tan fulminante como lo de mi mujer. La mano de nieve les tomó las suyas de repente. Te lo tenía que contar porque es la verdad, no es una frase: Lo hiciste feliz hasta el último día de su vida, no sabes cómo estaba de orgulloso ese hombre ahí parado, con el oficio entre las manos, rememorando».

Eleazar estuvo aún un rato más mirando la foto en la Tablet, después salió afuera donde el frío lo hizo estremecer. Aunque no era el frío. O no del todo. El cielo estaba gris y oscuro y había parado de nevar. Miró, con melancolía, a la derecha, hacia el resplandor de las luces navideñas que colgaban a lo ancho en hileras, unas tras otras, por toda la avenida. A su espalda sonaba un villancico y por las aceras paseaban gentes felices e indiferentes, cargando con bolsas de compras de última hora. Del alero situado sobre su cabeza un copo de nieve derretida tardío cayó sobre su rostro, cruzándolo como una lágrima.

Siente que llega el sosiego, hay mucha agua acumulada en la represa que lleva contenida, estancada cinco años, y cuando terminen mañana de pasar los vagones del tren de mercancías, que ya van ahora a la velocidad de la luz, abrirá —por fin— la esclusa. Y llorará. Vaya que si lo hará. Entiende que la foto de su padre y él en el cielo asturiano en Navidad no es la última sino la primera de una historia que duró casi cuarenta años y que es la que quiere elegir para poner en un marco en la entrada de su casa, como ocurre en las casas de sus hermanos.
En adelante, supone Eleazar, podrá mirar a su padre otra vez de frente, sin desenfocar. Y, no tardando, entrar en el salón en que se fue de este mundo.




©Humberto, 2015

Re: Relato Policial Navideño

NotaPublicado: Lun, 21 Dic 2015, 19:00
por trueno2
Muy buena la adaptación del primero, que por cierto la compartí de tu blog, la otra muy buena y mañana la compartiré.

Muchas gracias por tus relatos ya que por desgracia escasean.

Un abrazo Humberto y feliz Navidad

Re: Relato Policial Navideño

NotaPublicado: Mar, 22 Dic 2015, 11:57
por Humberto
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EL ÁNGEL

        Un niño enfermo
        es la pieza extraviada
        para que el mecano no funcione
        es una pregunta varada,
        un signo de interrogación con raíces,
        un lunar feo que el cosmos disimula
        bajo un manto de supuestas
        revelaciones.
        Un niño enfermo
        no hay código ni álgebra que lo explique.
        Un niño enfermo
        es el santo y seña
        de la pereza homicida de los dioses.


Fernando estuvo custodiando un preso en el Hospital Central, esa tarde, víspera de Nochebuena. Eran las nueve, ya el sol enfermo de diciembre hacía horas que se había perdido por entre las mentidas figuras de los visillos de las ventanas. Ya había venido el ansiado relevo formado por dos muy buenos camaradas—veinte minutos antes de la hora—, ya se habían dado novedades y deseado recíprocamente felices fiestas y toda clase de parabienes entre bromas, muchas de las cuales tenían por objeto las enfermeras de buen ver de aquella planta, cuando Fernando decidió irse. Tenía pensado pasarse por comisaría y hacer un brindis con la gente que pringaba esa noche y que tendrían, como es costumbre, dispuesta una cena de celebración, antes de pasar por casa. Aún dispondría de bastante tiempo para acicalarse un poco y salir con la rubia estupenda que se había ligado el fin de semana pasado. Recorrió el pasillo mirando dentro de las habitaciones al paso. Siluetas bajo las sábanas enganchadas a goteros, visitantes al pie de la cama, silencios dolorosos. Era la planta de terminales, advirtió pronto. Tapó con la palma el ruido de la emisora que le pendía del hombro para no importunar. De repente sintió que unos pasos lo seguían: pies envueltos en algodón. Se volvió y descubrió que detrás tenía un niño pequeño, cinco o seis años, quien al verlo se detuvo también. Vestía pijama verde de hospital. Echó un vistazo a ambos lados y al fondo del desierto pasillo, tres puertas más atrás, observó, había una mujer dormida por el cansancio en el sillón, la cabeza ladeada. Miró de cerca al niño y reconoció su cara demacrada, ya señalada por la muerte, y esos ojos grandes, hundidos en sus cuencas, clavados en los suyos que pedían disculpas o quizá pedían permiso.
Fernando se acercó, y el niño le cogió la mano con la suya de nieve.
—Dile a… —susurró el niño—. Dile a alguien, que yo estoy aquí.
Fernando sintió algo que le estremeció, como una corriente que agitase los ramajes de su alma.
—¿Cuál es tu nombre, pequeño?
—Ángel.
Pulsó su emisora y habló:
—Atención para todos los indicativos, ha sido hallado un Ángel en el hospital y es su deseo felicitarnos la Navidad.
«Hola, feliz Navidad», habló el niño con voz de ruiseñor acercando su boquita a la emisora.
«Feliz Navidad, Ángel». Se escuchó decir en el silencio varias veces como respuesta, provocando la risa absorta del niño.

Después, llevando al pequeño en brazos entró en la habitación y se asomaron a la ventana, la madre continuaba durmiendo, y estuvieron durante un rato mirando afuera: al ancho horizonte negro cuajado de estrellas, recorriendo con la vista la calle iluminada de farolas. Hablaban bajo, como como si no quisieran despertarla, contemplando los perfiles de los edificios de la ciudad al fondo y el ir y venir de ambulancias. Enganchados ante ese horizonte infinito estaba el escueto presente. Después lo introdujo con mucho cuidado en su cama. Crujió un muelle. La madre se despertó.
—Se ha salido de la habitación y no me he dado cuenta —dijo, azorada, viendo al policía en la penumbra del cuarto.
—No hay problema. Es parte del trabajo.
Se dirigieron una mirada silenciosa, tan larga que Fernando intuyó que preludiaba una bonita y larga conversación.
—La parte más grata —añadió.
En la penumbra gris del cuarto se dibujaron los trazos de tres sonrisas.

Pasaron las horas. Se le hizo tarde para el brindis con sus compañeros.

En un punto de la ciudad, sentada en un animado bar de copas, una rubia estupenda se pregunta decepcionada por qué Fernando no contesta a sus llamadas ni a ninguno de los mensajes.


©Humberto, 2015



FELICES FIESTAS A TODOS

Re: Relato Policial Navideño

NotaPublicado: Mar, 22 Dic 2015, 20:58
por Arminius
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Son relatos muy entrañables. Enhorabuena al autor y Felices Fiestas a todos.

Re: Relato Policial Navideño

NotaPublicado: Mié, 23 Dic 2015, 11:55
por GARRANTXI

militariapiel.es
Estupendos relatos , gracias por compartirlos!

Aprovecho también para felicitar las fiestas a tod@s los compañer@s y que sean tranquilas para todos!! ;P

Re: Relato Policial Navideño

NotaPublicado: Sab, 26 Dic 2015, 17:30
por Empire

Re: Relato Policial Navideño

NotaPublicado: Mar, 20 Dic 2016, 10:44
por Humberto
CNP Modelo Squad

gafaspolicia.com
    El mundo está formado por lobos, ovejas y perros. A las ovejas por lo general no les gustan los perros protectores. El perro se parece bastante al lobo: tiene colmillos y capacidad para la violencia. Pero, a diferencia del lobo, jamás causará daño a la oveja.

                        EL LUCHADOR

Los cinco ‘cabezas rapadas’ siguieron pacientemente a su víctima, una marroquí de 11 años, por las galerías del metro hasta el propio andén y, aprovechando que no había un alma, se fueron hacia ella y la rodearon.
—Danos esa chocolatina, morita —ordena uno de ellos.
Durante varios segundos las seis siluetas permanecen inmóviles en la semioscuridad, hasta que la niña alarga el brazo y entrega la chocolatina al joven que había hablado. Un tipo alto con un tatuaje en el cuello.
Este coge el botín y sonriendo, con una mueca estúpida, lo lanza a las vías del tren.
—¡Ahora danos tu abrigo, morita!
De pronto la niña sale corriendo y emprende una huida hacia las galerías. Se escapa, grita uno. Los cinco ‘cabezas rapadas’, tras el desconcierto inicial, salen corriendo tras ella. Pero no bien han recorrido unos metros se encuentran con un hombre fornido que, saliendo de la galería, sortea por un lado a la niña y se planta, con mucha frialdad, los brazos colgando a los lados, interponiéndose entre ella y ellos.
—Dejad en paz a la cría —les conmina.
El más alto, el que parecía el jefe, mueve la cabeza negando con aplomo, y hace una señal a dos de sus colegas, que obedientes se abalanzan sobre el extraño.
Al primero le suelta un derechazo en la mandíbula que lo tumba y lo deja inconsciente. Al segundo lo despacha con un gancho de izquierda que resuena como un látigo. El hombre da dos pasos al frente, la cerviz alta.
—¿El siguiente? —pregunta con la misma frialdad que ha dicho la frase anterior.
El jefe recela, pero, por vergüenza torera, se acerca con los brazos en guardia. El hombre también levanta los suyos. El jefe lanza un fallido golpe que pega en el aire y recibe, sin que pueda ni verlos, dos puñetazos, izquierda, en el estómago, y derecha, en el mentón. Y como los anteriores, acaba en el suelo.
—¿Alguno más?
A los dos que quedan en pie se les veía furiosos, con ganas de pelea, pero dan un paso atrás como si la frialdad del extraño y la contundencia de sus golpes los atemorizase. El hombre se vuelve hacia la niña que ha estado expectante todo el rato. En silencio, con los ojos como platos, sin pestañear. Siente en ese momento un hormigueo de alivio en el estómago.
«Vamos, nuestro tren está llegando al andén y es hora de subir», alcanza el jefe a oír que le dice el extraño a la niña. La niña toma de la mano al hombre y caminan entre los tres cuerpos tendidos en el suelo, él indiferente, ella aún temerosa, subiéndose al vagón cuando éste, con un gran pitido, abre las puertas.

—¿Adónde te diriges, pequeña? —Quiere saber el extraño.
—Tres paradas más allá.
—Te acompañaré, ¿de acuerdo?
Ella asiente con la cabeza. Y ambos sonríen por vez primera.
Salen de la boca del metro, y cuando ya en la calle pasan junto a un puesto de prensa y golosinas, el extraño decide pararse. Será un momento tan solo, le dice.
—Ésta por la que esos te han tirado —dice entregándole algo dorado.
La niña observa lo depositado en sus manos. Es una chocolatina.
—Gracias.
La niña miraba ahora a aquel extraño de camisa blanca arremangada mostrando dos fuertes antebrazos, vaqueros desgastados y zapatillas de deporte, cómo preguntándose si a pesar de su indumentaria no sería un ángel.
—Y gracias por defenderme —añade.
—De nada.
—¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es Ángel, pero todos me llaman Foreman, ya sabes…
La niña arquea las cejas: claro gesto de no conocer de quién se trata.
—Un campeón del boxeo —le aclara—. Me lo pusieron los compañeros porque fui boxeador.
Caminaron un rato más y llegaron hasta un portal donde la niña se detuvo.
—Has sido un valiente.
—En mi trabajo aprendemos a serlo. En realidad, el miedo siempre se tiene, lo que aprendemos es a vencerlo.
—¿Eres policía?
—Así es.
—Les has dado una buena zurra. Se lo merecían.
—Sí. Pero los policías no hacemos eso. Digamos que lo de hoy ha sido una excepción. Para evitar papeleo innecesario. Justicia exprés, la llamo.


                        ****



Veinte años después. Acodado al final de la barra del bar Foreman remueve, pensativo, su taza de café. Con el vapor envolviéndole en una suerte de sueño, le ha vuelto a la memoria todo el feo asunto por cuyo motivo hoy va a ir a juicio. La citación que lleva en el bolsillo pone: Imputado. A su lado está Pascual, un viejo compañero, que lleva un rato hablándole sin conseguir que éste preste demasiada atención.
—Madrid, qué tiempos, ¿verdad, Fore? ¡Cómo han pasado los años! ¿Te acuerdas, hace unos diecisiete años, de aquel individuo que se paseaba por el metro sin la camisa, haciendo posturitas, muy fornido él, imprecando al personal al que retaba a gritos, y que le agarró el culo a una chica sudamericana? Todos los viajeros miraban pero nadie se movió de su asiento, ni trató de hacer nada por ella. ¿Recuerdas, tío?
Foreman, asiente con una mueca, sabe la historia, su amigo siempre la cuenta.
—Entonces, tú, al ver que volvía hacia la chica para repetir, te levantaste y, zas, le calzaste tal h***** que lo dejaste KO. La gente del vagón tampoco hizo nada ésta vez, salvo aplaudir.
Foreman niega con la cabeza, y su amigo se empieza a reír por la parte que viene a continuación.
—El muy imbécil fue a denunciar a la comisaría, y no te reconoció cuando te le pusiste delante —aguanta la risa—. Todos pensábamos que le ibas a atizar de nuevo. Pero no. La cara que puso el bobo aquel cuando le dijiste: nos has ahorrado el trabajo de buscarte. Justo hace un rato una chica te ha puesto una denuncia por agresión sexual. ¿Te acuerdas, Fore?
Y como siempre que la cuenta, suelta varias carcajadas sonoras abriendo mucho la boca y palmeándose el muslo.
Foreman asiente, pero en realidad no lo recuerda. No se acuerda de esa y de ninguna de las otras veces en que ha utilizado su don. Nació dotado de una poderosa fuerza en los brazos y de una contundente pegada. A los tres meses de empezar a boxear en un gimnasio, cuando contaba diecisiete años, haciendo guantes tumbó al sparring. Uno de los púgiles más veteranos, queriendo comprobar si había sido suerte se subió al ring y también acabó en la lona. El dueño del gimnasio, un cuarentón que había sido profesional en la categoría de los pesos pesados, calentó y también subió, no podía creerse que aquel mocoso imberbe hubiera tumbado, con aparente facilidad, a dos púgiles experimentados. Cuando lo despertaron echándole agua con un cubo, aun confuso y mareado, le ordenó a Foreman quitarse los guantes sospechando que pudiera haberlos rellenado con piedras o algo por el estilo. Hijo, concluyó, esos puños que tienes están hechos de p*** acero.
Es un justiciero. De los que pegan duro, pero discriminatorio, solo a quienes se lo merecen. Sin embargo, no es capaz de ponerle rostro a ninguno de los individuos a los que ha atizado. Al momento de hacerlo sus caras empiezan a volverse borrosas y a los pocos días desaparecen por completo de su memoria. Nada. Ni un atisbo. Ni tan siquiera el motivo por el que les pegó. El puñetazo supone el punto final de cada historia de justicia exprés. Unas cuantas, muy parecidas entre sí, con un denominador común: alguien desvalido que necesitaba ser defendido de un abusón al que Foreman termina por tumbar de un puñetazo, dos a los sumo. Con los años, las historias de justicia exprés se han acabado mezclando en su cabeza unas con otras, y tiende a confundir los detalles. Calcula que habrán sido más medio centenar de veces a lo largo sus cincuenta y cinco años. No siempre ha tenido que pegar, hubo veces que el imbécil de turno se arredró y se largó con el rabo entre las piernas, librándose de dormir sin anestesia como los otros.
Consulta el reloj. Quedan veinte minutos para el juicio.
—¿Sabes ya quien es el juez que te toca?
—No.
—Me he informado, tío. Mal asunto.
—¿Qué?, ¿es de Jueces para la Democracia?
—Peor.
Su amigo saca el móvil del bolsillo y desliza el dedo sobre la pantalla, abriendo un archivo con fotos, que le muestra.
Un grupo de mujeres y hombres sonrientes posa delante de la bandera saharaui, en el pie de la foto se lee: asociación de amigos del pueblo saharaui. Con el dedo le señala una mujer de camiseta negra y vaqueros, pelo rizado azabache y bonita sonrisa que se encuentra en el centro del grupo. En otra fotografía la misma mujer, ésta vez de traje, muy elegante, dando lo que parece ser una conferencia en Sevilla para Amnistía Internacional. En la siguiente, micrófono en mano, en la Universidad de Salamanca, para SOS RACISMO. En otra, encabezando una manifestación pro-Palestina.
—Esta mujer es de origen saharaui, toda una activista ‘de libro’.
—Hombre, Pascual, muchas gracias por darme ánimos.
—C0ño, compañero, mi intención es avisarte y que vayas prevenido.
—Vale, no me cuentes más.
Foreman miró afuera como si buscara respuestas, al otro lado de la calle, al punto donde bajo la bandera estaba el letrero de Juzgados de Instrucción. Resultaba ridículo que alguien hubiese colocado, enganchadas a las letras, todas aquellas luces navideñas rojas. Llovía. Un gris cenital de invierno tupía el cielo, contagiando de su color a las fachadas y al ánimo de Foreman.
Dejó un billete sobre el mostrador y salió. Su café estaba sin tocar.

Al fondo del pasillo de los juzgados, se topa con Abdeslam y su abogado, que se encuentran sentados, esperando a ser llamados. Abdeslam baja la mirada al verlo y, tapándose la boca con la mano, cuchichea algo con su abogado.
Abdeslam es una rata, piensa Foreman, de buena gana le partía esa cara en dos ahora mismo y le borraba esa sonrisita para siempre. Abdeslam constituía una excepción a la regla del olvido pues se trataba del último noqueado. Su selectiva amnesia no incluía ni a los primeros ni al último de la lista.
Algún vecino grabó la escena y la subió a Internet. El vídeo de un policía propinando un puñetazo a un marroquí en un descampado se hizo viral en poco tiempo. Varias asociaciones de inmigrantes se personaron como acusación particular y presentaron cargos por racismo, abuso de poder, trato vejatorio y torturas. Un periódico entrevistó a Abdeslam, que salía retratado con un collarín y el pómulo hinchado, declarando que la policía era «fascista, racista y xenófoba». El juzgado abrió unas diligencias previas, solicitó por apremio a la policía la identificación del agente y lo imputó bien imputado. Y Régimen Disciplinario, por su parte, le abrió un expediente. Foreman no había tenido necesidad de ver las imágenes, se había negado, para qué, sabía de sobra el impacto que para juez y fiscal tendría el ver a un policía zurrando a un inmigrante, y lo poco en cuenta que tendrían ésta vez los antecedentes de la rata de Abdeslam. ¿Y qué justificación tenía para hacerlo? Eso era lo peor. Que no podía defenderse pues sería más grave. No podía decirle a la juez que, señoría, éste fulano es un proxeneta que trataba de extorsionar a una mujer, amiga mía, para que se prostituyera, que le avisé varias veces y, como aun así no hizo caso de las advertencias, fue por eso que no tuve más remedio que zurrarle esa tarde cuando, buscándolo mucho, lo localicé finalmente, para que lo entendiera. Ya se imaginaba a la juez diciendo: ya, ya, y usted, como policía que es, ¿por qué no utilizó los cauces legales? Hala, apúntese otro cargo más por realización arbitraria del propio derecho. O por justiciero. O por gilip0llas.
Rata asquerosa, pensó de nuevo, y casi lo dijo en voz alta para controlar el acceso de ira que le viajaba en ese instante por los tendones de los antebrazos, crispándolos. Por suerte o por desgracia, el agente judicial gritó en ese momento su número de identificación llamándolo para entrar a la sala. Los imputados son los primeros en entrar y los últimos en declarar.
Al fondo, tras la mesa con el escudo judicial, estaba ella, la juez. Las fotos no le hacían justicia. Era realmente una mujer muy bonita, que le dirigió una mirada silenciosa, tan larga que por un momento creyó que le iba a decir algo. Luego se volvió hacia la lluvia que golpeaba en los cristales y no sabe si fue una sombra gris de fuera o una sonrisa extrañamente cruel lo que se le trazó en la boca. A su izquierda estaba la fiscal, una mujer rubia de unos cuarenta años, enfrascada en la lectura de sus papeles, indiferente. Si es que lo dejan todo para última hora, decide sarcástico. A la derecha dos abogados, la acusación, un hombre y una mujer jóvenes, que le dedicaban sendas miradas de repulsión, y otro más, el abogado de la defensa, el que le había puesto el sindicato, un tipo muy tranquilo de gafitas.
Había tres hileras más de bancos a su espalda ocupados por el público: estudiantes de derecho, curiosos y alguien de la prensa. Siete personas en total, contó.

El primero en declarar fue un vecino, testigo de los hechos. La juez le tomó juramento de decir o declarar la verdad, con una voz dulce no exenta de pasmosa gravedad.
—¿Conocía al denunciado?
—No.
—¿Sabía que era policía?
—No. No lo sabía.
—¿Y por qué lo dedujo usted?, es decir, ¿cómo llegó a la conclusión de que lo era si iba de paisano?
—Bueno, en la prensa salió que era policía.
—Bien, conteste ahora a las preguntas del ministerio fiscal.
El hombre, declaró que ese día se encontraba asomado a la ventana, y que había visto que el señor que tenía detrás, a quien reconoció señalándolo, se acercó caminando en dirección a donde estaba otro individuo desde hacía rato, con aspecto de ser marroquí, magrebí o de por ahí —mostrándose confuso al tratar de ser políticamente correcto—. Que puesto a su altura le había escuchado decir: que por qué se escondía, que por qué volvía a las andadas si estaba advertido, que si no le habían llegado sus mensajes para que le devolviera no sé qué a alguien. Que pudo decirse un nombre de mujer pero que desde donde estaba no lo escuchó bien. Que luego habían discutido y se habían insultado y que, en un momento dado, el primero le había dado un puñetazo al otro, y que éste se había caído desplomado al suelo. Quedando como inconsciente. Que observó cómo después el agresor se agachaba y le registraba los bolsillos recogiendo algo que no alcanzó a ver, y que una vez hecho esto se fue. Que pasados unos segundos, el hombre que estaba en el suelo se levantó y, algo tambaleante, palpándose la cabeza, también se fue.

Abdeslam fue el segundo en declarar. Miró varias veces al denunciado, entre triunfal y vengativo.
—¿Conocía al denunciado?—inquirió la juez.
—Sí.
—¿De qué lo conocía?
—De la calle, de otras veces que había hablado con él.
—¿Se refiere usted a las cuatro ocasiones en que, tal y como consta, fue detenido? —fija sus ojos negros en él, repicando con el dedo índice sobre lo que todos allí suponen, en especial el declarante, se trata de la lista de antecedentes.
—Sí, señoría —se ve obligado a reconocer.
—Bien. Sabía que era policía, pero ¿tiene usted conocimiento de que ese día estuviera de servicio?
Abdeslam se encoge de hombros. Foreman ladea la cabeza.
—Sí. Estaba de servicio.
—¿Puede dar alguna razón para asegurar que estuviera de servicio el día de autos?
—Bueno, no lo sé. Ellos a veces van de paisano.
—Bien, conteste ahora a las preguntas del Ministerio Fiscal.
Abdeslam empezó su declaración, que atufaba a la legua que la había ensayado con sus abogados. Trató de colocarle a la fiscal una historia confusa acerca de los prejuicios y la xenofobia padecidos durante su estancia en España, que provocó que la juez le interrumpiera varias veces.
—Le recuerdo que debe contestar ciñéndose a lo que se le pregunte.
A preguntas de la abogada de la acusación, Abdeslam se vino arriba. Llamó «racista», «fascista» y «matón» a su agresor. Varias veces. Que, en resumen, el policía conocido por el apodo de Fore, lo había estado buscando para darle una paliza simplemente por ser moro. Que al final le había encontrado y «le había dado de h0stias». «Por la cara, señoría». Que después de la paliza que le dio, le había dejado tirado allí en el descampado como a un animal, para que se muriese. Que había necesitado todo un mes para restablecerse de las heridas.
Mucho tiempo atrás, cuando aún Foreman estaba destinado en Madrid, un individuo adinerado a quien conocía se lo encontró en la calle, y lo invitó a sentarse con él en un local de mucha clase a tomar unos tragos. Hablaron largo rato y al final de la segunda ronda, mirando a su alrededor con recelo, asegurándose de que nadie escuchaba, le propuso que le diera una paliza a un socio que le debía un dinero.
—…Ya que como no está dispuesto a pagar. Para que lo convencieras.
—Se está usted confundiendo —dijo elevando el tono.
El individuo hizo señas para que bajara la voz y, sin dejar de mirar el entorno, continuó tratando de convencerlo.
—Le pagaré muy bien.
—Te pegaré bien yo, como sigas por ahí.
Los dos guardaron silencio. El individuo se puso su elegante abrigo y diciendo, sí, parece que me habían informado mal, se marchó.
Foreman pensaba en eso ahora. En que justiciero puede, pero no un matón ni un sicario. No profundizaba en los detalles de por qué lo hacía. Actuaba según su propia escala de valores, y por ciertos códigos e ideales de justicia, porque estaba convencido de que así, haciendo lo que mejor se le daba hacer, actuando al margen del papeleo y de la maldita burocracia, anquilosada y tardía, y de las frías salas de los juzgados, resultaba más justo para la víctima porque el castigo del fulano era tan instantáneo como resolutivo y se adecuaba más a las circunstancias. Sus métodos, concluía mirándose las manos grandes y firmes llenas de tendones tensos, puede que no fueran los más dignos pero el fin sí que lo era.

El abogado de la defensa, sin perder en ningún momento la tranquilad, le preguntó, en su turno, por el número exacto de golpes que le habían propinado. A lo que Abdeslam respondió que no sabía porque se había desmayado. El abogado arqueó una ceja, valorativo.
—¿No es más cierto que fue un único golpe el que lo derribó?
—No lo recuerdo.
Contención de risas en la sala por el fingido victimismo del denunciante. No quedaba nadie en la ciudad que no hubiera visto el vídeo, por lo que resultaba estúpido empeñarse en que fue «paliza» y no «puñetazo». Un puñetazo. Eficaz y contundente, eso sí.
—¿Echó en falta algo de sus bolsillos?
—No. Nada.
—No hay más preguntas, señoría.

Llegados a ese punto, la juez, que había estado releyendo el pliego de las diligencias abierto sobre su mesa, clavó la vista en la fiscal para preguntar:
—¿Estaba o no el acusado de servicio el día de autos?
La fiscal, los abogados de la acusación, el abogado de la defensa también, todos miraron al unísono en sus pliegos respectivos, pasando las páginas hasta dar con lo que buscaban y que, hasta entonces ninguno se había leído, la respuesta a lo que preguntaba la juez: un oficio librado por la Secretaría de personal.
—Señoría —responde la fiscal quitándose las gafas—, aquí se dice que, «previa consulta de los partes diarios que obran en esta secretaría, no consta que el agente referido tuviera nombrado servicio en el día y horas señaladas, que por lo expuesto ha de entenderse que se encontraba libre de servicio».
—Bien. Y si el agente no estaba de servicio ¿cuál es la acusación que realmente debió de formular el Ministerio Fiscal?—interpela, capciosa, la juez.
La fiscal arquea las cejas hasta tocar el flequillo. ¿Adónde quiere ir a parar la juez?, parece querer decir su expresión. Los dos abogados se miran sorprendidos entreviendo lo que se avecina. Hasta Foreman, que sigue sentado, expectante, está sorprendido.
—Bien, si no estaba de servicio éste ministerio ha de entender que el denunciado actuaba como particular y, por tanto, cambiar la acusación a un… ¿Delito de lesiones?
Ha pronunciado la última frase sin convencimiento y, colocándose las gafas, busca ahora en el pliego el informe del forense.
—Lesiones. Bien. ¿Y qué dice el informe del forense al respecto de la lesiones del denunciante?—quiere saber la juez, los brazos acodados sobre el sumario, el dedo índice sobre las palabras «valoración» y «LEVE» subrayadas en rojo.
—Leves —musita la fiscal—. Las lesiones son de carácter leve.
La juez mira al secretario judicial arqueando las cejas en gesto valorativo. Y el secretario devuelve ese mismo gesto a los dos abogados de la acusación que fueron quienes presentaron los cargos, en un escrito denuncia muy sobrado de adjetivos y epítetos acerca del denunciado, pero escaso de fundamentos.
—Señoría, con la venia, tengo aquí un informe de Amnistía Internacional sobre las conductas xenófobas en la policía…
—Pare letrado —interrumpe la juez levantando el dedo, admonitoria—. Le supongo enterado de que ésta juez, presidiendo las plataformas y asociaciones que preside, ya conoce esas estadísticas sobre la policía porque, entre otras cosas, muchos de los datos que reflejan han sido gracias a informes que ella misma ha elaborado.
El abogado guarda silencio. Abdeslam mira a todas partes sin comprender nada de lo que está ocurriendo.
—Si no tienen algo más, letrados, esto debe ser un juicio de lesiones leves y no otra cosa. ¿Alguna consideración u objeción, señora fiscal?
—Ninguna, señoría.
Ha respondido la fiscal cerrando el pliego sin disimular un suspirito de alivio. Si no hay delito, parece dar a entender, un pleito menos.

Los abogados de Abdeslam, vueltos hacia él, levantan las palmas negando con la cabeza en señal de perdición. Abdeslam termina por comprender cuando gira la cabeza hacia donde está Foreman sentado y observa su tranquilidad. El asunto va fatal, los abogados han metido la pata a base de bien y el ‘madero’ se libra.
—Para no dilatar más este asunto, por el bien de la justicia, ¿está conforme la acusación, así como la acusación particular, en que los hechos imputables sean reformulados a como constituibles de un delito leve de Lesiones y que, previas lecturas de derechos a las partes, tenga lugar la celebración del juicio, continuando en este mismo acto?
—Ninguna, señoría.
—¿El letrado de la defensa?
—Ninguna, señoría.
Hubo un receso para que la secretaria cumplimentase las nuevas lecturas de derechos a los dos hombres en litigio, luego la juez volvió a hablar.
—Bien. Póngase en pie el denunciado.
Foreman obedeció acercándose al micrófono. Tragó saliva pues tenía la boca seca.
Tras los apercibimientos legales sobre el perjuro y demás, la juez le preguntó:
—Es usted policía aunque ese día no se encontraba de servicio. ¿Es eso es correcto?
—Señoría, el procedimiento, lo que dictan las normas es que cuando los policías presten servicio de paisano digan en voz alta su condición y se identifiquen exhibiendo la placa.
Miento, se dijo, mientras observaba el rostro siempre hierático de la juez, que, ignoraba el motivo, empezaba a serle extrañamente familiar. No, no era esa la palabra, en realidad es omisión. Omito, sí, estoy omitiendo. Omito para compensar todo lo que, a su vez, ha omitido Abdeslam. Sigo la regla no escrita de: Cuando todos omitan; hazlo tú en defensa propia.

De todos los policías que integraban aquella jefatura solo quedaban dos caimanes lo suficientemente retrógrados y tontos como para no dar cuenta de nada por escrito, ni siquiera de un cambio de servicio. Uno era Foreman, y el otro, su amigo Pascual. Lo suyo por el papeleo podría definirse como una mezcla de alergia con pasotismo. Aquella tarde Pascual le pidió un cambio porque necesitaba ir a llevar a su madre a no sé dónde, a unas pruebas médicas tal vez, y a Fore, como siempre, no le importó. Otro día le devolvería el servicio y listo. Eran amigos, pese a ser compañeros, y entre ellos sobraban ese tipo explicaciones, bastando con la palabra dada. Y si entre ellos no precisaban explicaciones, a los jefes menos todavía, que suelen exigir escritos que registrar en el archivo así como el visto bueno de otro jefe de más arriba, complicándolo y ralentizándolo demasiado. Al fin y al cabo, todos eran mayorcitos allí. Se trataba, le dijo Pascual, de un servicio cómodo: de paisano, en prevención de menudeo de droga, dando vueltas solo por ahí.
—¿Y usted hizo algo de todo eso?
—No, señoría.
Mientras esperaba su turno para declarar, Foreman había estado haciendo memoria y esa tarde no había dado ningún comunicado por la emisora, ni hecho parte ni formulario alguno. Nada de nada. No existía ninguna prueba de que hubiera estado prestando servicio. Por lo demás, no había hecho otra cosa que buscar a Abdeslam por los sitios donde barruntara que pudiera encontrárselo. Abdeslam sabía que lo buscaba y no se prodigaba por bares ni sitios públicos, incluso se había largado del domicilio. Tras varios intentos fallidos de localización, decidió echar un vistazo en un descampado del extrarradio, un lugar muy conocido para el trapicheo donde tarde o temprano un chulo puede venir a comprar droga para él mismo o para las prostitutas que chulea. Aparcó el vehículo policial en una calle próxima, a resguardo de ser visto, y observó paciente un par de horas hasta que vio pasar a un camello conocido que se dirigía a la parte de atrás de las viviendas de protección.
Contó hasta diez y se apeó. Dobló la esquina por donde el camello había desaparecido y los vio. Cuando apareció en el patio el camello y Abdeslam se quedaron inmóviles, callados. Tú puedes irte, le ordenó al camello, en cambio tú quédate que tengo que hablar contigo muy seriamente.
El camello obedeció, presuroso, no tanto por acabar en el calabozo por tráfico de drogas, que también, cuanto por temer que, habida cuenta de la fama de Foreman, si las cosas finalmente se desmadraban, le cayera alguna de las que ese hombre, intuía por el tono, venía rifando.

—¿Buscó usted deliberadamente a Abdeslam con el propósito de agredirle?
—No, señoría. Lo encontré casualmente.
—¿Reconoce haberle agredido, propinándole un puñetazo?
—Sí. Le di un puñetazo. Tal y como se ve en el vídeo.

Es lo único que no puedo omitir, pensó. El rostro hierático seguía ahí, frente a él, y parecía saber lo que él sabía. Cuando el camello se hubo marchado —recordó— y quedamos solos, Abdeslam se puso farruco, el pobre es así de imbécil, o se estaba tirando un farol o no daba crédito a las noticias que circulaban acerca de cómo me las gasto. Le ordené que me entregara el pasaporte de Lucinda, la chica paraguaya que semanas atrás me había pedido ayuda, a quien Abdeslam, esa rata cobarde, ya había zurrado varias veces, sin ser denunciado, y que ahora le retenía el pasaporte como medida coercitiva para que ejerciera la prostitución. Una grosería fue su respuesta. Se lo volví a ordenar ciscándome en sus muertos y acercándome un poco más. Otra grosería. Lo estaba pidiendo de forma tan explícita que, claro, cómo negarme, no me quedó otro remedio: al que te pida, dale.
—¿Y qué motivos tenía usted para para darle el puñetazo?
—Abdeslam me buscaba, señoría —respondió con suavidad—. Y al encontrarme, allí en aquel lugar a solas se vino a mí. Simplemente me defendí.
¡Eso es mentira!, protestó Abdeslam desde el banco del público.
—Como vuelva a interrumpir, le proceso por desacato ¿Ha entendido? No voy a consentir en mi tribunal ningún tipo de exabrupto —zanjó la juez.
La juez y la fiscal miraban a aquel hombre de apariencia tranquila, algo rudo, los antebrazos vigorosos bajo los dobleces de las mangas, ligeramente arremangadas. Tenían presente que en el vídeo la acción arrancaba con ambos hombres discutiendo frente a frente. Que, por los aspavientos, parecían amenazarse. O tal vez insultarse, en todo caso se desafiaban. En uno de los fotogramas, el identificado como Abdeslam se lleva el brazo atrás, como para coger impulso. Justo en el momento, en que el identificado como el policía, le propina un puñetazo. Y, Madre del Amor Hermoso, qué pedazo de golpe demoledor. Pero nada se sabía de lo acaecido antes de que el videoaficionado anónimo empezase a grabar.
—¿Por qué piensa usted que el denunciante le buscaba?
Otra vez la ojeada silenciosa. Sabía de él, no cabía duda. Una juez puntillosa sabe pedir informes o mirar en los archivos. Seguro que tiene mi expediente por ahí, el cual, para mi fortuna, treinta y dos años después sigue inmaculado.
—No lo sé, señoría. Los policías no despertamos precisamente simpatías de aquellos a quienes detenemos. Si me permite la comparación: Nos ocurre como a los jueces con algunos a quienes juzgan.
La juez estuvo mirándolo uno segundos con los ojos entornados, antes de responder.
—No se lo permito. Haga el favor de ceñirse a lo que se lo pregunta —zanjó.
—Sí, señoría, perdone.
—Cuando vio a Abdeslam en el suelo, inconsciente ¿llamó usted a alguien, o hizo algo para que fuera socorrido?
—No vi necesidad. Comprobé sus constantes y vi que estaba bien, que únicamente estaba aturdido. De hecho, me habló. Me dijo algo.
—¿Qué le dijo?
—Me dijo: «hij0puta, ¿todavía estás ahí?, espera a que me levante que ahora vas a ver».
Risas contenidas en toda la sala. Y un exabrupto contenido: El de Abdeslam.
—Bien, conteste a las preguntas del Ministerio Fiscal.

El pasaporte, recordó. Entre los pliegues de la ropa de Abdeslam, consiguió Foreman el pasaporte de Lucinda, la última atadura para con su chulo, en cuyas páginas figuraba el sello de entrada en territorio español que tan necesario le era para la solicitud de residencia. Bien podía haber sido aquel el final de la historia, en vez de este otro.

Foreman terminó de declarar contestando a la fiscal, a la acusación y a la defensa, sin responder apenas, con cuidado de no salirse de los lindes y llegar a pisar lo sembrado. El caso quedó visto para sentencia y la juez mandó salir a las partes una vez fueran firmando lo declarado. Cuando le tocó a Foreman, se acercó al estrado y allí, más de cerca, tuvo ocasión de confirmar que la juez, a sus treinta y pocos años era, a pesar de no estar maquillada, bastante más atractiva de lo que aparentaba en las fotos.
—Venga usted en una hora a mi despacho. Allí le haré entrega de la sentencia.
—De acuerdo, señoría.

                              ***



Puntual como solía, a los cincuenta y nueve minutos exactos, Foreman toca con los nudillos en la puerta que una funcionaria le ha indicado. Adelante, oye desde dentro que contestan. Se trataba de una habitación de pequeñas dimensiones, contigua a las oficinas del juzgado, decorada con una mesa orientada a la derecha de un amplio ventanal, sobre la que había una figurita con la Dama de la Justicia —venda en los ojos, la balanza en una mano—, y un armario en el lado contrario. Y justo en la única pared libre un cuadro del rey. Ella, la juez, estaba de pie en el centro, ligeramente de perfil. Ya no llevaba puesta la toga sino un traje de vestir. De la calle se colaba una claridad que hacía brillar las partículas suspendidas entorno a su silueta. Había cesado la lluvia abriéndose un claro en el cielo.

—Buenas tardes, señoría, con permiso —dice, respetuoso, quedándose de pie a escasos metro y veinte centímetros de ella.

—Buenas. Me tiene usted desconcertada. Desde que se abrió la causa no han parado de llegar cartas al despacho pidiendo clemencia para usted. Según parece, usted es para mucha gente el policía más honrado del mundo.

—¿Cartas? No entiendo.

La juez, sin dejar de mirarlo, rodea el escritorio y se sienta. Abre un cajón y saca de su interior varios papeles que extiende sobre la mesa.

—Aquí una firmada por un millar largo de sus compañeros, y suscrita por todos los sindicatos, solicitando clemencia. Aquí otra de la Unión de comerciantes de la Ciudad, prodigándose en elogios hacia su persona y a su quehacer como profesional, igualmente pidiendo clemencia. Otra más, ésta de un colega mío de toda mi consideración, que dice: «don Mariano, Magistrado juez que fuera de esta plaza, sabiendo de la causa recaída sobre el policía Ángel, pide respetuosamente clemencia, haciéndole saber que en el haber de ese veterano policía, a quien conoce en profundidad desde hace muchísimos años, figuran incontables actos de probidad profesional y humana que gustosamente le adjunto». Don mariano adjunta tres páginas con extractos de testimonios de declaraciones de víctimas a las que, al parecer, un policía anónimo ayudó desinteresadamente. Y ese policía, asegura don Mariano, que se trata de usted.

Foreman permanecía de pie, en silencio, mirando a la mujer. Sin saber qué decir. Ni adónde llevaba todo aquello. Las pupilas oscuras de la mujer parecían ir a juego con el tono ligeramente oscuro de su piel. Mujer que a cada momento le resultaba más y más familiar.

—Aquí otra: «La acción valiente y honrada de este hombre al que pretenden juzgar por xenofobia, impidió, hace quince años, que un grosero me siguiera agrediendo sexualmente en un vagón de tren donde ninguna de las personas que viajaban movió un solo dedo para ayudarme. Salvo él. Leo en prensa que lo acusan de agredir a un marroquí y que se le tilda de racista, hago saber que soy boliviana y que a ese policía no le importó en su día el color de mi piel, por lo que si agredió a ese marroquí, estoy segura, es porque era un mal hombre y porque como mi agresor de esa vez, se lo tenía merecido».

Se apoyó ligeramente en el respaldo, ladeó un poco la cabeza. El gesto hierático había ido desapareciendo según leía los últimos párrafos.

—Pero lo que más me ha impactado es la carta de una niña de doce años, musulmana, que lo ha tenido a usted en sus oraciones desde que la salvó, y que asegura que es usted un ángel.

—Yo no sé qué decir. Apenas me reconozco…

La juez extrae ahora algo del cajón que permanecía abierto y lo posa encima de las cartas.

—Esto es para ti.

Foreman avanza hasta la mesa. Lo hace sosteniendo su contemplación, comprobando que le había empezado a sonreír por vez primera, desconcertado, sin entender nada, al cabo, baja la vista hacia lo que ella había depositado entre sus manos abiertas sobre la mesa.

—¿Una chocolatina?

—Yo soy aquella niña.



                          —FIN—

        © Humberto 2016