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Sábado. Cuatro de la tarde. Mes de mayo. Un hombre trabaja en el salón de su casa, mientras en el piso de arriba descansan su mujer, sus hijos, de uno y tres años, y la bisabuela de los pequeños. Algo llama su atención. Una figura humana a la que cree haber visto detrás de las cortinas, dentro de su parcela. Se fija más, se asoma y se cerciora: es un hombre que en esos momentos intenta trepar al balcón del primer piso, donde está su familia. El hombre sale hacia el patio, quiere evitar a toda costa que el intruso acceda a la planta en la que están sus hijos, su mujer… “¡Alto, policía!”. El grito del hombre no es un farol. Es policía, ha sido adiestrado para momentos parecidos, pero nunca para momentos en los que su familia es la amenazada. Se enfrenta al asaltante, que lleva un pasamontañas, guantes y un largo destornillador con el que le empieza a lanzar puntadas hacia el cuello y el pecho. Le alcanza un par de veces, pero en las manos, con las que se protege. Grita para alertar a su mujer.
Su mujer se asoma. Ve a su marido defendiéndose como puede. Ella también es policía. Y madre. Deja a sus hijos solos, sin permitirse quedarse paralizada por el terror que le invade, y va a buscar una pistola, el arma particular de su esposo. Baja al patio y encañona al intruso, que no desiste. La hija mayor, de tres años, ve la escena desde el piso de arriba. La mujer vuelve a pedirle al asaltante que se entregue a punta de pistola, una pistola cargada y montada. El ladrón duda. Está aturdido. Ha cometido decenas de delitos parecidos, pero nunca había sido tan imbécil como para entrar en casa de dos policías. Ese momento de duda le sirve al matrimonio para arrebatarle el destornillador y reducirle. El hombre le tumba en el suelo, se pone encima de él y –el policía se impone al padre de familia– le dice que está detenido y le recita los derechos que le asisten como tal. El ladrón se resiste, forcejea, se intenta levantar, se lleva un golpe en la cabeza, sigue peleando, hasta que entre los dos policías le logran inmovilizar con cinta adhesiva.
Alertados por la mujer, que les ha llamado por teléfono, llegan policías locales y nacionales, que se hacen cargo del detenido. El tipo se llama Carlos José Gil Martínez. Tiene 52 años y sus antecedentes ocupan 50 hojas: robos con fuerza, robos con violencia, varias condenas… El asaltante y el policía son atendidos de sus heridas, mientras ella trata de dulcificar lo que ha presenciado su hija de tres años: a su padre peleándose con un tipo con la cabeza cubierta y a su madre gritándole y encañonándole con un arma.
El intruso pasa una noche en el calabozo. Una noche más. A la mañana siguiente le llevan delante del juez. Sabe bien lo que debe decir: que tiene una minusvalía psíquica del 65 por ciento, que no recuerda dónde le detuvieron, que no entró en ninguna vivienda, que no llevaba ningún destornillador, que no recuerda nada, que no trabaja, que cobra una pensión… La policía ha puesto a disposición del juez el atestado de lo ocurrido, que incluye los antecedentes. La juez Diana María Canto Llorens no puede enviar a prisión al ladrón. No puede porque no hay fiscal que lo solicite y la juez no hace nada para localizarle. Prefiere dejar en libertad al intruso y citarle cuatro días después.
El matrimonio de policías limpia las manchas de sangre, los restos de la pelea, intenta volver a una normalidad despedazada por el intruso y antes de que su hija de tres años empiece a dormir con normalidad, el hombre que asaltó su casa vuelve a ser detenido por hechos idénticos. Y otro juez vuelve a ponerle en libertad. Seis días después, la policía le arresta otra vez. En esta ocasión pueden acusarle de varios robos, encuentran parte de sus botines en un establecimiento de compra-venta y Carlos José Gil acaba, esta vez sí, en prisión.
La puesta en libertad del delincuente provoca la protesta de un concejal, vecino del matrimonio de policías. Pide explicaciones, se pregunta por qué no hubo un fiscal que solicitase la prisión del intruso. No hubo que esperar mucho para que el fiscal jefe de la provincia, Juan Carlos López Coig contestase, esta vez sí, con mucha diligencia: “Si el fiscal no está, el juez le puede avisar y en este caso no se hizo, con buen criterio”. Así habla un representante del Ministerio Fiscal, el garante de los derechos de todos. Mientras, la hija de los policías acude a terapia para tratar de recuperar su vida de niña de tres años.
http://www.zoomnews.es/316478/pringue/garantes-derechos