Acceso al cuerpo de policía autonómica del País Vasco |
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“Una de las peores cosas que te puede pasar en este trabajo es que le pase algo malo a tu compañero”. Es la reflexión de una policía nacional tras el asesinato del agente Francisco Díaz Jiménez. Hace unos días, yo escribía aquí mismo que el compañero del funcionario asesinado se debe estar maldiciendo por no haber podido salvar la vida de Francisco, por no haber evitado esa cuchillada que le partió el pulmón, incluso por no habérsela llevado él. He hablado estos días con varios policías y todos han tenido un recuerdo, unas palabras dedicadas al compañero de la víctima. No situándolo en el mismo plano, pero sí empatizando con él.
La policía que me hizo la reflexión que encabeza este texto pasó parte de su trayectoria en las calles de Madrid, en Seguridad Ciudadana, a bordo de un coche zeta, una patrulla, la unidad básica de la vocación de servicio que se le supone a cualquier miembro de la Policía Nacional. Durante entre siete y diez horas de turno, los dos agentes que componen la dotación de un zeta recorren las calles de la ciudad en la que trabajan prestando todo tipo de servicios.
Solo una mínima parte de esos servicios aparece alguna vez en los medios de comunicación, pero cientos de miles de ciudadanos han tenido alguna vez contacto con los componentes de un zeta. Hace unas semanas, mientras preparaba un maratón, caí rendido en una acera tras el entrenamiento. Me tumbé boca arriba y debía de tener tan mal aspecto que un zeta paró y de pronto vi encima de mí a dos uniformados preguntando por mi estado. Entre el agradecimiento y la vergüenza, les dije que iba todo bien, que solo estaba reventado de la tirada.
Hay quien se empeña en enviarme todas las semanas decenas de servicios hechos por componentes de zetas en los que los policías se convierten en una curiosa mezcla entre los protagonistas de Anatomía de Grey y ángeles de la guarda con poderes extrasensoriales: policías que salvan a suicidas, policías que logran reanimar a un niño que se ahogaba mediante maniobras de impronunciables nombres, policías que resucitan a una joven que se cortó las venas en la bañera de un hotel… La vertiente casi milagrera de los zetas es solo una pequeña parte de su trabajo: muchas de los servicios para los que son requeridos pasan por el 112, que los desvía a la sala del 091, el corazón de la seguridad ciudadana y desde donde se dirigen todos los zetas: reyertas, broncas conyugales, heridos, muertos…
“Lo peor de todo –cuenta un veterano de Seguridad Ciudadana– es la muerte de un menor o una agresión sexual y lo más aburrido es custodiar a un preso en un hospital”. La mayoría de las ocasiones en las que se produce un crimen, es la dotación de un zeta la primera que llega al lugar y la que se encuentra escenarios difíciles de olvidar. Antes de que lleguen los grupos de Homicidios y los de Científica, un par de uniformados han pasado por allí y han dado cuenta de lo que han visto y a veces han sido los que han detenido al autor de los hechos con las manos aún manchadas de sangre.
Sin embargo, cuando preguntas a los policías que a diario se suben a un zeta por lo mejor de su trabajo, no hablan de detenidos, ni de salvar vidas. Sus respuestas me sorprendieron: “Lo mejor es el trato con la gente, resolver sus problemas”, me decía una policía. Un subinspector me contestaba: “Lo mejor es la sonrisa de alguien a quien ayudas… o un simple gracias”. Vocación de servicio en estado puro, algo que olvidamos hasta los que tratamos casi a diario con policías.
Pero aún más sorprendente resuelta escuchar lo que dicen acerca de sus compañeros y lo que explica el recuerdo que todos tienen para el agente que estaba con Francisco Díaz cuando fue asesinado. He descubierto que los lazos que se tejen entre los componentes de un zeta son del acero más duro: “Hay compañeros que llevan tiempo trabajando juntos y entre ellos surge un sentimiento que no sé con que comparar”, me cuenta una policía. Un veterano me ayuda a entenderlo: “Es como un hermano: nuestras familias quedan, mi mujer cuida de su hija cuando él y su mujer trabajan…”
Y como en toda hermandad, hay reglas. Alguien me cuenta un feo incidente: una pareja peleándose, él propinándole una paliza a ella. Llamada al 091. Un zeta que aparece, los separa, se va a llevar detenido a él por violencia de género y ella –de dimensiones bastante grandes– que en un descuido le da un mandoble a uno de los componentes del zeta. “No me pasó nada, fue una tontería, pero mi compañero se sintió muy mal, se sintió responsable. Tanto que inmediatamente marcó territorio con la tipa que me había agredido”. Cuando pregunté cómo marcó territorio, si respondiendo con otro mandoble, me llegó una respuesta convertida en mantra: “No, fue mucho más elegante. Pero lo que pasa en un zeta se queda en el zeta”.