Chaleco Balistico Sioen Sk1-6 |
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Hola:
Bueno, como cada año por estas misma fecha y en este mismo hilo, siguiendo la línea que me he trazado desde
Mariano, el solitario , a
LA VUELTA A CASA, POR NOCHEBUENA, pasando por
OCURRIÓ EN NAVIDAD, aquí va éste último, el cuarto, que, como ando escribiendo
una novela, me ha salido contagiado
de ese tipo
de ritmo narrativo, deseándoos a todos unas muy felices fiestas y un
porrompompero año nuevo.
Cuando la partida sea reanudada, la posición inmediata anterior a la jugada secreta será puesta en el tablero, y el tiempo utilizado por cada jugador hasta el momento del aplazamiento será indicado en los relojes. (Leyes de ajedrez)
Los soldados de los cuadros enmarcados en las paredes parecen desfilar en la penumbra del gabinete, alrededor del hombre que escribe en su mesa
de trabajo, en el rectángulo iluminado por la claridad que entra por las cortinas
de los ventanales a su espalda. Se llama Eloy Aguilar y hoy es su primer día: 24
de diciembre
de 1984. Lunes. Detrás
de la crónica sentimental
de su vida está
una mujer fallecida y un amor secreto que no fue, delante el hartazgo
de una vida ordenada, y debajo un vacío existencial debido quizá a que se ha dado cuenta, a estas alturas,
de que esa vida que ha llevado le impidió hacer lo que más deseaba: escribir. Levanta la vista al sentir
una punzada en el cuello
de cansancio. Le duele la espalda. Ha estado ahí sentado cuatro horas, poniéndose al día. Decide no seguir y da carpetazo a los oficios pendientes
de momento, dejando el que estaba leyendo sobre
una resma
de folios, se pone en pie y sale del despacho. Ya estaba bien
de papeleo, se dijo, para aquella primera mañana. La secretaria le dijo adiós cuando, abrigo en mano, se iba por la puerta, que acompañó con
una leve inclinación
de cabeza. Era el suyo un saludo reverencial: el que ha ido poniendo a todos los antecesores durante más
de veinte años. Abotonándose el abrigo cruza el pasillo siguiendo su propia sombra proyectada en el suelo
de madera cuyas láminas crujían al paso, y baja las escaleras
de mármol que dan al vestíbulo en cuya pared izquierda, en letras doradas, sobre
una losa grande que corona el Águila nimbada
de San Juan, se puede leer la lista
de los Caídos en el Cumplimiento del Deber: Nombre y fecha
de fallecimiento. Ya en la calle, el policía
de puertas lo saluda marcial, dando un taconazo y llevándose el antebrazo al pectoral derecho.
—¡A sus órdenes, señor Comisario!
Aguilar mira al cielo gris.
—Parece que va a nevar.
El agente lo mira imperturbable y responde que eso parece, al menos. No obstante, hace diez años que no nieva por estas fechas.
La imagen
de sí mismo joven, uniformado
de gris, botonadura dorada, visera
de charol con barboquejo y mosquetón al hombro, pasó fugaz. Era su primer día en la ciudad, sin embargo no era la primera vez que trabajaba allí. Aquella ciudad norteña y fría, tan antigua como el catarro, había sido su primer destino hacía ya treinta años.
Le apetece un café. Y quiere tomárselo en la cafetería Victoria, si es que aún seguía allí, claro. En el reloj
de su muñeca marcaban las doce. Saliendo
de comisaría toma por
una de las avenidas comerciales en dirección al casco viejo. Sujetas por cables hay colgadas luces navideñas que iluminan el asfalto.
De vez en cuando, al pasar junto a las tiendas se oyen villancicos sonando en el interior. A esa hora del aperitivo, la calle bulle
de gente que se agolpa ante los escaparates, los bares y los comercios. La ciudad ha cambiado mucho en los últimos años, advierte, y no era como la recordaba. Parece más nueva. Las baldosas
de la acera son ahora
de piedra y no
de cemento, las farolas
de fundición y no
de aluminio y las fachadas
de los edificios lucen en tonos que van del salmón al azul, pasando por el crema, en vez del sempiterno oscuro gris. Gris como su pelo, puntualizó. Ya divisa el cartel del Victoria, cruzando la calle, treinta metros más, a mano izquierda —siente alivio al comprobar que existe—.
Viento helado. Sentado en la pequeña terraza del Victoria Aguilar termina su café y acaba
de leer el periódico: «La Unesco declara el casco histórico
de la ciudad española
de Córdoba Patrimonio
de la Humanidad». El ajetreo en el casco viejo es máximo, y los puestos
de pescado, carne y fruta del final
de la calle se ven animados con las que se supone son las últimas compras para la cena. Hasta donde está llega olor a castañas asadas. Por varias veces ha detenido la lectura para mirar la gente y los coches.
Hace dos años y diez meses que ascendió a Comisario. Dos días que tomó posesión como jefe provincial. Comisario, se repite para sus adentros. Mariano Cifuentes, el primer Inspector
de primera que tuvo como jefe cuando, egresado
de la academia, arribó como subinspector
de segunda en aquella Comisaría
de Irún, le dijo
una verdad suprema: «Mira, Eloy: las Comisarías son como islas; puedes caer en Tahití o en Alcatraz». La cara
de ese antiguo maestro suyo, que lo miraba desde la grisácea veteranía que él mismo padece ahora, le indicaba a las claras que él se sentía más un habitante
de esta última. «Y otra cosa, muchacho —agregaba mirándolo con la tristeza
de quien sabe que dice la verdad, pero que sabe también que esa verdad es inútil—, la isla depende del Comisario que te toque. Si te toca un tipo cabal, estás salvado. Si te toca un hijo
de ...., el asunto se complica. Pero lo peor son los gilipollas, Eloy. Ojo con los gilipollas, muchacho. Si te toca un gilipollas, estás jodido». La sentencia
de Mariano debería estar grabada en todas las dependencias, ríe burlón. Arruga el hocico, ¿Qué tipo
de Comisario sería yo para Mariano?
Para volver al trabajo opta por hacerlo dando un rodeo. Quiere pasar por el antiguo edificio del Gobierno Civil: la ciudad no es la misma aunque, con tiempo y paciencia, puede que logre desenterrar algo más. Camina
de nuevo y al llegar comprueba que en el solar se encuentra la actual sede
de un banco, piensa con melancolía, mirando el interior
de las ventanas, que en algún rincón aún deben
de estar los ecos y las sombras
de su juventud perdida. Al final
de la calle, pasando bajo los arcos donde hay, alineados, todo tipo
de establecimientos, la mirada se le va, instintivamente, como un viejo reflejo, y allí, como siempre, bajo el cartel
de FORTUNY, ve que sigue la librería. Puede que ella también esté allí. Quizá cambiada, como él y la ciudad; hace ya —piensa un segundo— diez años que no la ve.
Se detiene delante del escaparate y se refleja en el cristal. La imagen es la
de un hombre alto, cincuenta y cuatro primaveras, flaco, con las sienes, como el tango, ligeramente plateadas por las nieves del tiempo. Pelo todavía abundante, las arrugas justas.
Una imagen otoñal, sin duda, pero menos otoñal que las
de muchos
de sus contemporáneos
de profesión. Nunca, al verse, se reconocía del todo, quedaba ya poco del muchacho que fue. Dentro, sobre un tapete
de terciopelo, hay dispuestos en distintas posiciones, libros. Aunque en su mayoría se trata
de libros
de autores superventas, en el centro está El Nombre
de La Rosa
de Umberto Eco, hay dos que sí reconoce: Uno,
de Antonio Tovar, y, el otro,
de Vicente Aleixandre, fallecidos ambos recientemente.
Diez segundos después echa un vistazo al interior
de la tienda y la distingue por fin. Es ella. Habían pasado muchos años pero seguía teniendo la misma mirada. Y sigue allí, donde siempre, tras el mostrador.
Ahora escruta el reflejo
de sus propios ojos en el vidrio, mientras recuerda.
La primera vez que se fijó en ella fue en 1954. Octubre. Era
una mujer joven, esbelta, su aspecto tranquilo y elegante le recordaba al
de una actriz
de Hollywood,
de su edad o un par
de años menos —él contaba 23—. Ocurrió
una tarde que había salido del gobierno civil donde estaba, a la sazón, destinado. En la pausa tras el relevo
de los puestos, decidió, como ahora, por casualidad, tomar un café lejos
de cualquier lugar donde lo hicieran sus compañeros
de trabajo. No por nada, sino simplemente para despejarse. Su amor por los libros, su olfato
de buscador, hizo que se parase a ver el escaparate
de la librería Fortuny. Por aquel tiempo casi todos los libros expuestos eran
de Ernest Hemingway, a quien recientemente habían concedido el premio Nobel. Y la vio: Delgada, piel morena, ojos grises o hechos
de gris. Vestida con
una rebeca que acentuaba las líneas
de sus hombros rectos. En aparente abstracción, leyendo un libro sentada junto al mostrador con
una pierna cruzada.
Al día siguiente, tras pedir permiso al sargento para volver a abandonar un rato las dependencias a fin
de comprar un libro, en el descanso
de una hora entre garita y garita, volvió. Esta vez no miró los ejemplares expuestos. La miró a ella durante un tiempo que nunca pudo precisar, pero que debió
de ser bastante pues la chica advirtió su presencia, mordió los labios y se estiró la chaqueta.
Al otro igual. Y al quinto día fue que se decidió a entrar.
—Buenos días.
—Buenos días —contestó ella en un tono que no conseguía disimular sorpresa—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Quería algo
de poesía.
La mujer se puso
de pie dejando adrede el libro que leía boca abajo, para que el cliente no viese el título. Sin embargo, a Aguilar ya le había dado tiempo
de hacerlo: Sartre.
—¿Poesía? —repitió extrañada.
Aguilar se miró. Sonrió, comprendiendo. Se olvidada siempre del uniforme que llevaba. Y lo que imponía éste. Hacía apenas un par
de meses que había salido
de la Academia Especial
de Policía Armada y Tráfico,
de Canillas (Madrid), y aún no estaba acostumbrado. Sartre no era autor que figurara en las listas
de permitidos por la censura. ¿A la señorita le gustan las lecturas prohibidas? Disimuló como si no lo hubiese visto y puso cara
de buen chico. La tenía tan cerca, separado nada más por el mostrador
de madera, que podía oler su piel limpia y perfumada.
—Eh, sí… Querría algo
de los del 27,
de Cernuda, Gerardo Diego o
de Alberti ¿Qué me recomienda?
—¿Es para regalo?
—No, es para leer.
Lo dijo sonriendo con lo mejor del repertorio: sonrisa
de novicio. Esa no fallaba.
—Marinero En Tierra,
de Alberti. A mí me encanta.
—¿Lo tiene disponible?
La joven pensó un instante, haciendo memoria, y buscó dentro, en la trastienda. Por la abertura
de la puerta la vio arrastrar
una escalera
de mano, apoyarla en
una estantería, levantando al hacerlo un polvo finísimo, subirse a ella mostrando sus rodillas finas envueltas en medias
de nylon, y buscar entre dos montones
de libros apilados en el anaquel más cerca del techo. Al cabo
de un minuto, poniendo cara
de alivio por haberlo encontrado, salió con un ejemplar en la mano.
—Es la edición
de 1925.
Una reliquia.
Era nuevo, no tenía dueño y sin embargo era antiguo, pensó satisfecho. Como comprador contumaz
de libros usados, asiduo
de librerías
de viejo, no podía evitar que, junto al placer
de dar con el libro que buscaba, al goce
de pasar a leerlo lo acompañara el
de reconocer las huellas
de manos (un doblez,
una anotación,
una mancha
de café o
una lágrima) y
de vidas por las que ese libro pasó antes
de que llegara a las suyas. No tenía Marinero En Tierra, por tanto, rastro
de esas vidas anteriores ni huellas, a excepción
de las
de la librera, por supuesto. Pero servía.
Olió el polvo añejo contenido en sus hojas, algo que le gustaba hacer siempre, y, al azar, leyó unos versos, en voz baja:
Sueño en ser almirante de navío,
para partir el lomo de los mares
al sol ardiente y a la luna fría.
Levantó la cara y le extendió, entonces, un billete
de cinco pesetas aguantando sereno la mirada. Sus ojos, calificó, parecían dos lagos: profundos y líquidos. Ella le devolvió el cambio y le entregó el libro, envuelto en papel marrón fino que llevaba impresas las letras LIBRERÍA FORTUNY. Mientras lo hacía se había fijado en los dedos elegantísimos ¡y sin alianza!
de la joven.
Dijo, «adiós, buenos días», dando un taconazo y llevándose la mano a la gorra
de plato. Sus ojos clareaban bajo la visera
de charol. Ya se iba por la puerta cuando ella volvió a hablar.
—No se ven a muchos policías por aquí.
—¿No? —Preguntó parado y volviendo el rostro.
—No. Y menos que lean poesía.
Aguilar le sonrió desde el umbral. Era
una sonrisa franca y sin dobleces. Sonríe ahora al recordarlo. No. La poesía no estaba bien vista. El sargento primero del cuarto Tercio
de La Legión, Alejandro Farnesio,
de Alhucemas, donde había servido dos años atrás
de aquel momento, ya se lo dijo —o gritó— con su habitual mística legionaria exenta
de prosa: «eso
de la poesía es
de maricones. La Legión es para hombres, ¿entiendes, legionario? Aquí se viene a sufrir y a luchar». Y aquella misma tarde el otro sargento, el
de la policía armada, jefe
de servicio en aquel turno
de prevención y seguridad que prestaba servicios en gobernación civil, se lo volvió a echar en cara durante la pausa, en el cuerpo
de guardia, tras insistir aquel dos veces para que dejase
de leer y los acompañara en la partida
de cartas. Viendo que no había manera
de convencerlo se fue hasta él, le arrancó el libro
de las manos y lo tiró por la ventana.
—Este oficio no es
de poetas, ¡es
de hombres! ¿Entiendes? Y los hombres, para matar el tiempo, jugamos al mus. Con que ¡a jugar!
Era mucho entender. Aguilar ya había apretado los puños y estaba sopesando las consecuencias
de borrarle a un superior la sonrisa
de la cara
de una vez por todas, pero no le dio tiempo más que a eso, a sopesarlo, porque por la puerta apareció, enojado, resoplando como un huracán, el mismísimo señor Gobernador Civil
de la provincia, llevando el libro en la mano.
—¿Es
de alguno
de ustedes este libro?
Todos se cuadran y nadie responde. Se oye el volar
una mosca con el teclear
de las máquinas
de escribir
de fondo, proveniente
de las oficinas del piso
de arriba.
—Volveré a preguntarlo. ¿Es
de alguno
de ustedes este libro?
—Es mío, excelencia —dijo Aguilar imperturbable.
—¿Es
de usted?
—En efecto, excelencia, es mío —igual
de imperturbable.
—Tendría la amabilidad, entonces,
de explicarme ¿por qué diantre su libro me ha caído en la cabeza?
—El libro es mío, excelencia, pero ignoro los motivos por los cuales ha ido a parar desde este cuerpo
de guardia a la calle y a la cabeza
de su excelencia —todavía más imperturbable que antes.
Arruga la nariz, el gobernador. No acababa
de entender tanto estoicismo en el nuevo ¿Es porque dice la verdad? Paseó la torva mirada, primero, por la estancia, sobre la mesa con cartas, el cenicero con colillas aún humeantes, los vasos mediados
de vino. Parecía estar adivinando lo sucedido y dándose cuenta
de quién era el verdadero responsable del libro volador. Y después, y uno por uno, fue mirando a todos los presentes, cuatro policías y el sargento Ramírez, centelleando bajo las cejas arqueadas se le advertía un punto
de encono, en especial cuando le clavó los ojos a este último. Finalmente encaró a Aguilar que había puesto su mejor cara
de buen muchacho.
—¡Véngase a mi despacho!
Acompañó a aquel hombre menudo, en silencio, por un pasillo que parecía no tener fin, medio en penumbra, resignado cual toro a los toriles, sin que la camisa le llegara al cuello temiéndose lo peor.
Una vez en el despacho, el gobernador se sentó tras su mesa. Aguilar permaneció en posición
de firmes. Sacó
una carpeta
de un cajón y estuvo leyendo el expediente que contenía en silencio. Al cabo, alzó la mirada
de nuevo y comenzó a hablar cambiando el tono por otro más amable.
—He leído en su expediente —empezó a decir— que usted tiene formación, que fue usted seminarista y que colgó los hábitos antes
de cantar misa.
—En efecto, excelencia.
Hace
una pausa. Arruga un poco la nariz.
—¿Puedo preguntarle por qué razón abandonó?
—No tenía vocación, excelencia. Era el deseo
de mi madre y al fallecer ésta…
Guardó un momento silencio. Pasó los dedos por la barbilla como cambiando
de idea, alejando la decisión previa por otra que le sobrevenía en ese momento.
—Posee usted formación y cultura. El libro es
prueba de ello. No se quede
de guardia.
—Eso tengo pensado, excelencia. He echado la instancia para el Cuerpo General
de Policía, excelencia.
—Bien hecho —aprueba—. Por cierto, ¿sabe usted escribir a máquina?
—Sí, excelencia.
—Desde mañana a mi despacho. Estará usted a mis órdenes directas.
—Lo que su excelencia ordene.
No pudo evitar
una sonrisa contrariada y cómplice.
Fueron nada más unos minutos, pero al salir y a partir
de entonces Eloy Aguilar entró en un estado
de ensueño muy extraño y ferviente, que se acrecentaba a diario. Continuó observándola los días siguientes, en silencio, vigilando sin ser visto, sintiendo al hacerlo que se renovaba su curiosidad por ella. Era un sentimiento impetuoso, mezcla
de pasión irreflexiva y
de fidelidad canina, del que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy maduras, que sólo sueña y no piensa, y que lo llevaba a idealizarla constantemente. A ella parecían no gustarle los uniformes pero sí los que leen poesía. Olvidó por completo ese injusto y, sin embargo, inalterable prejuicio que incluso personas inteligentes profesan hacia los que visten uniforme, el que sea. Muchas veces
de noche, estando cerrada la librería, a la luz perlada
de la luna, colocaba sus dedos en la cristalera y se imaginaba que era un templo y la librera su sacerdotisa. Pero cometió el error
de esperar. Tenía toda la vida por delante para la ocasión se le presentara.
Piensa ahora en todo aquello, en lo que sintió por la librera. Y
una punzada
de melancolía le invade. Está indeciso dudando entre la acción
de entrar y hablarla o seguir
de camino a comisaría y dejarlo para otro día. O para nunca. Si alguna lección ha aprendido es que el «ahora» es lo que importa. Esperar, dejarlo al destino, es un error
de jóvenes que disponen
de todo el tiempo
de un largo «después». La ocasión hay que crearla, no esperar a que llegue. Ya había pasado por eso
una vez. Tardó demasiado tiempo en hablarle a
una mujer que quería. y pasó el tren.
La segunda vez que la habló fue al cabo
de siete años. En 1961. Estaba
de nuevo en la vetusta ciudad
de forma casual. Se le ocurrió que sería buena idea pasar las navidades en casa
de un antiguo amigo y compañero al que había vuelto a ver recientemente en Madrid, haciendo éste el curso
de sargento. Los huérfanos que además son solteros en estas fechas únicamente tienen como opción con quien pasar las fiestas a los amigos.
Era la tarde del veinticuatro
de diciembre, como ahora. Se asomó al escaparate: Juan Antonio Payno, último premio Nadal por su novela El Curso. Ella llevaba puesta
una bufanda carmesí que acentuaba el gris
de sus ojos. Era realmente hermosa, calificó.
—Buenas tardes —saludó Eloy, seguro, templado.
—Buenas tardes, ¿En qué puedo ayudarle?
Ese «en qué puedo ayudarle» le sonó igual que la anterior vez, cálido, pero
de un modo más familiar: como si estuviese atendiendo a su abuelita.
Acababan
de ascenderlo
de subinspector
de primera a inspector
de tercera. En todo ese tiempo había estado fuera. Al mes
de la conversación con el gobernador aprobó las oposiciones en primera convocatoria, y recaló en Madrid cuatro meses: Escuela General
de Policía, sita en la calle
de Miguel Ángel. Dos años en el puesto fronterizo
de Irún. Y el resto
de nuevo Madrid: tres en la Brigada
de Información —donde aprovechó para ya que tenía infiltrarse entre los «elementos subversivos»
de las facultades
de la Complutense, licenciarse en Filosofía y Letras—, y dos en la BIC, Grupo
de Estafas, dejando a insulsos estudiantes contrarios al régimen para perseguir a ingeniosos estafadores capaces
de quitarle herraduras a un caballo al galope, y especializarse en todo tipo
de innovadoras técnicas del crimen: espadistas, chinadores, timadores, trileros.
—Verá, me gustaría algo
de poesía pero querría que fuese usted quien me recomendase a alguien nuevo. A un total desconocido.
La librera lo miró como queriendo reconocer el rostro del hombre que, frente a frente, tenía
una planta estupenda, con clase.
—Hay algunos autores nuevos, tendría que mirar en la trastienda. Espere un minuto.
Había titubeado un poco al mirarla a los ojos, porque esa chica miraba al fondo
de los ojos
de uno, y era como si le metiera
una pedrada certera en las propias órbitas con la liquidez
de su iris grisáceo. Salió del paso sonriendo, poniéndole cara
de buen chico. Vestía con gabardina y se había dejado bigote, como todos los «secretas», suponía que eso le hacía más interesante; también llevaba el pelo algo más largo, el flequillo cayéndole sobre la frente. En ese tiempo había escrito un libro
de poemas, titulado: DIEZ CARTAS A
UNA DESCONOCIDA y ELEGÍA
DE UNA PASIÓN EN PERMANENTE ANHELO, que publicó bajo pseudónimo. Y albergaba la secreta esperanza
de que ella, hoy, sacase su libro.
Pasado un rato la joven volvió con seis libros. En efecto, el suyo estaba entre ellos.
— ¿Qué me dice
de este? —señalando el suyo.
—A mí me gustó, mucho. Se lo recomiendo: va sobre amores que nunca fueron.
Quizás en ese momento debió decírselo: que era él el autor, que él era Víctor Laso,
de ese modo le hubiera sido más fácil entablar conversación y atreverse a invitarla después, al salir, a tomar algo. Pero decide dejarlo todo en manos del destino. Toma el libro. Avanza,
una por
una, las hojas pero no las lee, ni siquiera a saltos. Entrecierra los ojos y se concentra en el perfume
de libro durmiente que esas hojas sueltan en el aire quieto
de aquel lugar, mezclándose con el olor a madera vieja y el perfume
de ella.
—Me lo llevo.
—Bien. ¿Es usted vecino? Se lo pregunto porque su cara me es familiar.
No lo recuerda. Puede que se deba al cambio
de aspecto o puede que sea debido a que ahora no lleva uniforme.
—No exactamente. Soy
de fuera, estoy aquí unos días
de paso, pero hace unos años compré aquí otro libro. Tiene usted buena memoria.
—No se crea. Suelen quedárseme las caras. ¿
De dónde es?
—Vivo en Madrid.
—¿En Madrid? Qué maravilla. Siempre he tenido ganas
de ir.
Ella se queda esperando que le diga más
de la capital que idealiza porque es donde se dieron cita los del 27 a quienes idolatra, en especial a Alberti. Está levemente entusiasmada, como deseando que por un momento un forastero la saque
de su provincianismo y le hable
de todo aquello.
Y le habla. Se lo dice. Que es policía, inspector para ser exactos, que está destinado en Madrid, que piensa ascender en cuanto tenga ocasión a Comisario, y deja caer, muy despacio, paladeándolo, lo
de que se encuentra solo en estas fechas y demás. Pero no cuela, no hay tu tía. Suena un violín estridente en alguna parte: el destino se tuerce. Ella no está por la labor ni mucho menos dice el semblante
de la mujer, que ha cambiado repentinamente. Cual si hubiera escuchado que es leproso, ya no parece interesada en el hombre que tiene delante,
de nuevo los ancestrales prejuicios sobre la policía. Probablemente porque sea
una de tantas españolas con ideas liberales,
de izquierda, que no ven con buenos ojos —ni con malos, simplemente no ven—, a los encargados del orden a los que tildan
de represores. Viejos agravios
de una guerra civil, padres rojos, represaliados tal vez. Quizá debió empezar por lo
de que había sido novicio y bravo caballero legionario, eso suele gustarles. Quizá debió haberle dicho mejor, y nada más, que era licenciado en filosofía o simplemente que era el autor del maldito libro y no abrir aquella bocaza como la abrió, olvidándose
de que en su país, sobre media población flotando en el aire enrarecido, aún había miedos y suspicacias respecto
de la otra media.
No era esta la conversación, pensó él, irritado. No era esta la conversación que deseaba mantener. Sobrevino un silencio incómodo.
—¿Puedo preguntarle cuál es su gracia?
—Helena —contesta ella tras pensar un segundo las intenciones últimas
de aquella pregunta.
—Helena, encantado. Si alguna vez, por la razón que sea, necesita mi ayuda no dude en preguntar por mí: Inspector Eloy Aguilar.
Ha juntado, marcial, los talones e inclinado ligeramente la cabeza. Ante todo educación.
—Gracias —responde átona Helena.
Sabría, tiempo después, previa consulta en el Archivo Central, que Helena Fortuny, soltera, maestra
de formación, constaba como afiliada en la clandestinidad al partido comunista
de España. Y que era hija
de un maestro represaliado, que falleció
de tuberculosis en prisión (1941), en espera
de juicio. Él también era huérfano
de guerra, al suyo, un Abogado del Estado, lo fusilaron, junto a otros
de una «saca», los anarcosindicalistas en 1936.
—Me llevo el libro.
—No conozco a muchos policías que lean poesía —añadió desafiante.
Eloy aguantó el líquido
de su mirada. Y fingió que aquello no le hacía mella. Había aprendido algunas cosas en los interrogatorios
de La Puerta del Sol, como a sostener las miradas sin que el contrincante supiera tu jugada, o a poder leer los pensamientos por los gestos. A reconvenir sólo con sonreír o mostrar seriedad. Las cartas están echadas pero no envido, nena, abandono la partida, decía aquella mirada suya. La expresión elegida era la
de un sonriente padrino que ha venido el día
de Ramos a entregar la pegarata a su ahijada y que ya se va al ver que ésta no le hace ni caso.
Ella bajó los ojos y permaneció callada envolviendo el libro con sus dedos finos.
¬—No haga caso a los rumores. También se dice que no hay mujeres inteligentes y bonitas, y, sin embargo, acabo
de comprobar que, al menos
una, sí que hay —pronunció al salir.
Afuera, el reloj
de la catedral daba con campanadas las ocho y empezaba a nevar. Aguilar caminó perdiéndose en la calle entre un mar
de respiraciones grises, sintiendo el aliento
de un día frío y el crujir
de una rota ilusión.
Si algún transeúnte hubiera pasado por casa del amigo esa noche, podría escuchar, en el silencio
de la calle, el repiqueteo frenético
de una máquina
de escribir, o ver por la ventana la silueta
de Aguilar, ajeno a la fiesta familiar que daban en el salón el sargento, su mujer y sus cuatro niños, inclinado sobre el escritorio y sobre esas teclas que van trazando los párrafos
de la que, al parecer, será
una novela titulada:
de los amores que nunca fueron.
De todos modos, nadie lo escucha ni lo ve. La calle está desierta porque todo el mundo cena a esa hora. Es la Nochebuena
de 1961. Saldrá publicado dos años después, también con pseudónimo.
Cayeron los años, latiendo como lluvia sobre el mar. Cada vez que volvía a la ciudad la encontraba allí, atendiendo a los clientes o sentada en su silla, parapetada en el mostrador. No se atrevió a entrar ni a cambiar más palabras con ella desde que allá por el año 1963 viera su anillo
de casada, limitándose a mirarla nada más, fugazmente, desde el vidrio. En el año 1965, a su amor secreto, se le añadía un nuevo obstáculo más difícil
de sortear que el que
de tener marido, y ese, para los hombres como él, con ciertos principios, con ciertos valores, era un obstáculo insalvable: un bombo enorme le sobresalía
de la barriga. Y poco a poco su ciega pasión se fue desvaneciendo a la incierta luz del desencanto; hizo su vida, y no ha regresado más por la ciudad ni por la librería hasta hoy. No obstante, la volvería a ver aún en
una tercera ocasión: ella fue a Madrid en 1974.
Cuando mira dentro de nuevo, al salir de sus recuerdos, ella ha desaparecido. Aguilar se decide y entra en la tienda. Salvo por un zumbido electrónico que había sustituido a la campanilla, advierte que estaba prácticamente igual que la anterior vez, en 1965, cuando echó un rápido vistazo tras el vidrio. El local no le parece tan grande y cuadrado como lo recordaba quizá porque hay algunas estanterías más y montones
de libros por todas partes, en pilas. Del techo, altísimo, bajan a intervalos regulares cables negros y escuálidos sosteniendo unas tulipas que iluminan en tonos verdosos la estancia. El mostrador
de caoba ha sido sustituido por otro
de fórmica gris rematado por
una vitrina
de cristales donde hay útiles escolares. Pero el aroma, el desvaído aroma a maderas envejecidas y a libros durmientes en espera
de dueño seguía siendo el mismo.
Ahora mismo salgo, resuena desde la trastienda. Un segundo por favor, estoy colocando unos libros. Hay
una música triste
de piano procedente
de una radio portátil que está encima del mostrador: Gymnopédies número uno. Erik Satie.
—Buenos días, ¿en qué le puedo ayudar? —saluda Helena, saliendo distraída
de la trastienda.
«Buenos días» contesta él. Se produce
una pausa y un silencio. Un abrir
de ojos seguido
de un arquear
de cejas
de ella, que parece que se encuentre paralizada: tiene delante, con la mortecina luz
de la mañana dándole a la espalda,
una vieja sombra del pasado. Un fantasma.
—Eloy Aguilar, pero ¿
de verdad eres tú? —parece estar viendo un fantasma.
Oye
una risa suave, muy queda, entre las sombras verdosas
de las lámparas que le velan la cara.
—Sí, soy yo. El mismo.
Era la primera vez que lo tuteaba, y le parecía natural. Viste sobria y elegante, lleva puesta
una chaqueta negra sobre la que luce un collar
de oro, a juego con un pañuelo
de seda gris igualito que su mirada. El mismo gris que tenía hace treinta años, el gris con el que ella lo ha mirado los últimos diez años antes
de despertarse. Con un punto menos
de viveza por el decaimiento
de los párpados, pero el mismo gris líquido. Muestra un pelo rubio cortado a casco a la altura
de la nuca, que le sienta muy bien, y, también, advierte,
una piel marcada por el vitriolo del tiempo, que el maquillaje no logra disimular. No es ya la joven librera. Aunque sí
una mujer estupenda.
—¡Ha pasado
una eternidad desde lo
de Madrid!
—Pues, diez años.
—¡Dios Bendito! Déjame que te vea.
El comisario da un paso y se sitúa bajo
una de las lámparas, el haz iluminándolo por completo. Parece que le hable a alguien conocido por el tono familiar con el que se desenvuelve.
—Sí, eres tú. Pero por Dios del cielo, Eloy, ¡estás hecho un desastre!
—¿Cómo? —abrumado por la crudeza
de su sinceridad.
Suelta
una carcajada, franca,
de niña traviesa, que lo desconcierta ¿Por qué ahora esta familiaridad?
—No, es mentira. Bromeo. Salvo por el pelo, no parecen haber pasado los años por ti.
—Bueno, no soy ningún chaval precisamente.
Ella ríe. Él también, sin saber muy bien el motivo. Parecen dos veteranos enemigos que hubieran librado en el pasado
una guerra no por gusto, sino por las circunstancias, y que ahora, pasado todo, se reconocen y sin rencores, pasando página, deciden darse la oportunidad
de ser amigos.
—Aunque tarde, déjame darte las gracias por lo que hiciste por mí aquel día.
Bordeando el mostrador se acerca hasta él y se funde en un abrazo, diciendo gracias, muchas gracias. También, entonces, dijo lo mismo. Como corrido el telón
de un escenario el recuerdo aparece, claro, y se le representa en un pensamiento.
Eran las dos
de la tarde
de 15
de diciembre del año 1974. Recibió
una llamada
de la Brigada en la que el inspector
de incidencias aquel domingo, le informaba
de que alguien,
una detenida, le había nombrado, y que por si acaso era avisado
de tal extremo. Aguilar, extrañado, preguntó su nombre y el subalterno consultó un instante el libro
de registro y dijo: Helena Fortuny. Cuando llegó a Sol, quince minutos después, ella estaba sentada junto a otros tres detenidos en un banco
de patas tambaleantes, ante la puerta
de la Político-Social, esperando, los cuatro esposados, custodiados por dos policías que fumaban sin ofrecer, con aire cansino. Tenía un moratón en el pómulo y temblaba
de miedo, y dos ríos negros
de rímel bajo sus ojos señalaban que había estado llorando. Cuando lo ve sonríe, esperanzada. Y a él lo acomete
una absurda piedad: No era ya
una diosa tranquila y distante sentada en un templo
de cultura, sino un pajarillo enjaulado.
—Lo siento —empezó a decir confundida—. Me acordé
de lo que me dijo aquel día,
de que si alguna vez necesitaba ayuda no dudase en llamarle.
Lo que eran las cosas: al cabo
de tantos años, ella recordaba su nombre.
—¿Te han maltratado?
Dijo acercándose al banco e inclinándose sobre ella para observar mejor aquel pómulo.
—Oh. No. Nada
de eso, me caí
de bruces al salir corriendo.
Uno
de los guardias habló, interrumpiéndola.
—¡Se cayó al pretender huir del inspector que la detuvo! Al que la prenda le dio
una patada… ¡En sus partes!, señor Subcomisario.
Aguilar no dijo nada. Pero el guardia interpretó la mirada que le puso el Jefe
de Homicidios
de la Brigada Provincial como: ¿y a usted quién le ha dado vela en este entierro?
—Veré lo que puedo hacer, Helena.
Entró. Había agitación y bullicio, se notaba que habían tenido
una jornada larga y que ahora tenían entre manos algo gordo, los inspectores estaban en mangas
de camisa, los puños arremangados, y resoplaban
de sudor, varios
de ellos volcados sobre las máquinas
de escribir pasando a limpio las declaraciones efectuadas, otros
de pie leyéndoles a más detenidos lo que acababan
de declarar, recalcando lo
de interés. El jefe del grupo, Jadraque, antiguo compañero
de la Facultad Derecho —se licenciaron a la vez, hace seis años—, que había estado leyendo por encima del hombro
de un agente lo que éste redactaba, le pone al corriente al verlo.
—Helena Fortuny ¡Menuda elementa! Es miembro activo del Partido Comunista y la hemos pillado en el congreso
de una reconstituida célula sindical que desmantelamos hoy. Su marido, profesor
de bachillerato, también es miembro. Alto dirigente
de Comisiones Obreras, encima. Vamos, un matrimonio
de rojos. La vamos a meter pa´ alante, por subversión y por… darle
una patada en los huevos a Conesa cuando se resistió a ser detenida. Ella y su marido irán directos al TOP y a Carabanchel. Ni Perry Mason los libra.
Aguilar le ofrece un cigarrillo a su colega. La simpatía y el respeto mutuos se habían fraguado en largas conversaciones.
—Puedo hablarte en tu despacho. A solas. En privado —el tono sugería: negociación y problemas.
—Coño, Aguilar. Ahora que estamos tan liados —con el cigarro en la boca.
—Bueno, se trata
de «quitar» trabajo no
de darlo. Por favor, ¡por los viejos tiempos! — y giña el ojo.
Jadraque lo miró extrañado. No era la primera vez que un compañero le pedía un favor
de cierta naturaleza que tenía que ver con hacer la vista gorda, sin embargo, eso era inusual en Aguilar. Por lo que lo conocía no era
de esos. Por el contario, era un policía recto y disciplinado, muy bien considerado en las alturas, tenía todos los boletos para salir comisario, que iba a lo suyo pisando siempre por lo sembrado. ¿A qué mojarse por
una rojilla?
—Venga. Vale.
Una vez dentro del despacho Aguilar le explica.
—Necesito pedirte un favor…
de los grandes.
—¿Qué diablos te traes entre manos?
Prende el cigarro con un fósforo que protege ahuecando en las manos.
—Es por la mujer por quien te he preguntado antes.
—Joder, Aguilar, no me salgas con ésas a estas alturas
de la película. No estarás encoñado con esa tía. No ira
de eso, ¿no?
—Declaración y puesta en libertad. Omite el atentado —dice serio, como dando
una orden.
—¿En libertad? Lo
de Conesa ya vale para meterla en el calabozo, pero no es nada comparado con lo otro. Coño, su marido es un dirigente
de la recién reconstituida Comisiones Obreras, tratan
de organizarse después del golpe que les dimos cuando lo
de Pozuelo, en el 72, con eso está más que demostrado su vínculo con el Partido Comunista
de España, es un claro caso
de asociación ilícita. ¿Entiendes lo que me estas pidiendo?
—Ya tienes a su marido, y a los otros. Qué más te da ella.
—¿Es «confite» tuya? ¿Es eso?
Aguilar pone un gesto que no quiere decir ni sí ni no, sino todo lo contario.
—
De acuerdo, tú ganas. Conste que porque eres tú.
Como comprendiendo, resuelto, sale del despacho y Aguilar oye que le grita al subalterno que instruye: «Gutiérrez, tómele declaración a la detenida, que largue lo que ella quiera, usted lo escribe sin más, y cuando termine me lo pasa y la pone en libertad». Y después: «Sí, yo firmo el volante
de libertad, descuide». También se oye al tal Conesa protestar y decir que qué hay
de lo mío, que aún le duelen. Donde manda patrón no manda marinero, le contesta, ¡y a callar!
Por la ventana alcanzaba a ver la masa roja
de los tejados y el hormigueante bullir
de puntos entrando en el metro, comprando en las tiendas o deteniéndose ante los escaparates, viviendo ajenos en su realidad cotidiana a todo aquello.
—Me debes
una, Aguilar.
—Te debo
una, Jadraque.
Ese día después
de dejar a sus espaldas la DGS, coronada por la torre del reloj que convoca a miles
de madrileños para recibir con sus campanadas cada nuevo año, ella, hecha polvo, desorientada, le pidió a Aguilar que, como último favor, la acercara a la estación
de RENFE. No conocía a nadie en Madrid, a nadie que no estuviera detenido al menos, y su intención urgente era volverse cuanto antes a casa, donde le esperaba su hijo pequeño, que va a cumplir nueve. No había sido buena idea venir a la capital, a lo del congreso nacional del sindicato. Mi marido es un idealista, un estúpido idealista ¡qué va a ser a hora
de nosotros! Pudo observarla mejor cuando camina a su lado, a la luz
de las farolas, advierte que ha envejecido en estos nueve años y muestra algunas canas —se lo había parecido en Sol, pero no estaba seguro—, las ojeras y el pelo despeinado no ayudan al conjunto, desde luego, y puede que el miedo pegado al rostro aún se las haya acentuado, pero lo cierto es que le han salido arrugas, su piel ya no es tersa y dos rayas le surcan junto a las comisuras
de los labios, y no está tan delgada, ha engordado algo. Sólo su mirada parece ser la misma: ojos claros y acuosos.
Sentados en la cafetería
de la Estación del Norte, mientras ella hablaba sin parar, Aguilar comprendió que Helena no tenía nada que ver con la muchacha grave y silenciosa que se había imaginado durante años. Le pareció esquinada y hasta superficial. Y no tan inteligente. Hablaba con desdén
de la ley y el orden y
de la policía, «esbirros» los llamaba, como ignorando que quien tenía enfrente, su salvador, lo era. También le contó algo
de su vida, tenía un hijo, seguía con su librería y lo suyo con Carlos —así se llamaba el marido—, no funcionaba. Pagó los cafés, también lo había hecho con los billetes pues ella no llevaba ni un duro encima, y la acompañó al andén. Y cuando llegó el momento
de subirse al tren hubo
una pausa incómoda en los ojos
de ella que preguntaron «y ahora, qué». Sonrió cortés, miró el reloj, ella se quedó esperando
una respuesta que no se produjo y lentamente desapareció a medida que la ventanilla se hizo más y más pequeña y el vagón se deslizaba por las vías. Gracias, muchas gracias, repetía ella. Después caminó por la cuesta
de San Vicente, pasó junto a las librerías, sintiendo desvanecerse
una vieja pasión que hasta entonces había estado en permanente anhelo. En
una de ellas, cerca
de Plaza España, observó que se vendía
DE LOS AMORES QUE NUNCA FUERON, VÍCTOR LASO (1963), SEXTA EDICIÓN. A pesar
de la insistencia del editor para
una segunda novela, no había vuelto a escribir. Vaciadas sus esperanzas, decidido a llevar
una vida ordenada a partir
de 1965, había demorado la afición para estudiar derecho y así ascender, y para casarse. Sí. Era un hombre casado desde hacía dos años. Tenía un buen matrimonio con Matilde,
una Secretaria
de Juzgado a la que había conocido cuando fue designado subcomisario, en 1970,
de visitarla asiduamente con los casos que llevaba, para explicarle pormenores
de los modus operandi (plural modi operandi)
de las estafas que tan inextricables como complejas le parecían, hasta que
una tarde se quedaron hablando y surgió lo más normal entre dos cuarentones solterones. Vivían holgadamente, y eran propietarios
de un piso en la Latina, que decoraron llenándolo principalmente
de libros, y
de un SEAT 1500. No tenían hijos.
En adelante se juró que archivaría el «asunto Helena» en un húmedo y sombrío rincón del cerebro, que, por otro lado, ya no era la mujer joven y hermosa
de sus sueños —había pegado un bajón considerable con la maternidad—, no solo eso, sino que sentía que era otra mujer,
una mujer que no conocía, para centrarse únicamente en su vida y en su carrera profesional. Ya no era un muchacho: tenía cuarenta y cuatro años. No era ya, como creyó al descolgar el teléfono y escuchar su nombre,
una pasión emergente; muerta toda esperanza, Helena sería a partir
de entonces
una pasión cesante. Y punto final.
—Nadie es capaz
de hablar con sinceridad
de sus sufrimientos hasta que no ha dejado
de sentirlos —dijo en voz alta seguro
de que nadie lo escuchaba—. Tendré que aprender a vivir sin ella. Hora es ya.
Su cabeza había dicho no, pero su subconsciente seguía diciendo sí. Soñaría con ella las muchas veces. En la última, la imagen
de Helena joven era tan vívida, y el fulgor
de su piel desnuda resultaba tan convincente, que a Aguilar le dieron ganas
de llorar cuando despertó y descubrió que no había sucedido
de verdad.
Eso había sido en el 1974 y ahora estaban en 1984, bisiesto. Diez años. En los que habían pasado muchas cosas: el Rey había sucedido al Generalísimo, la Democracia a la Dictadura; la Constitución al Fuero, la presunción
de inocencia a la
de culpabilidad; la Policía Nacional a la Policía Armada y el Cuerpo Superior al
de General
de Policía. Los políticos profesionales, aunque electos, ocuparon el lugar
de los aquiescentes Procuradores a Cortes. Eloy Aguilar asciende —por oposición en primera convocatoria— a Comisario en febrero
de 1981, y como primer destino dirige sin pena ni gloria
una comisaría
de distrito justo cuando Tejero irrumpe a tiros en el Hemiciclo. Al año siguiente, Isidoro, el viejo conocido
de la policía, sale elegido Presidente y él enviuda —Matilde no pudo con un cáncer
de útero—. Se suceden las reformas en todos los estamentos. En el
de Interior corre o vuela el escalafón: los comisarios sospechosos
de añorar tiempos pasados son destituidos (ellos emplean el intransitivo «cesados») y los democráticos son promocionados. En forma
de designación, le llega la oportunidad, nada menos, que
de una jefatura provincial. Y la acepta. Nada le retiene ya en Madrid.
Diez años son toda
una vida, sobre todo cuando se ha cruzado su meridiano y no se esperan segundas oportunidades. En ese tiempo el recuerdo
de Helena apenas si lo había asaltado hasta ahora, en que acertó a pasar por aquella calle. La ciudad, la librería y Helena Fortuny, eran un trozo
de sí mismo, un pasado que parecía volver a ser presente tras un forzado, por las circunstancias, paréntesis.
Parpadeó volviendo a la realidad. Ahora ella se había separado pero permanecía junto a él,
de pie, muy próxima. Tanto, que podía seguir oliendo su pelo recién lavado y las gotas
de perfume que advirtiera al ser abrazado. Continuaba siendo muy familiar y sonreía con desenvoltura.
—Nunca supe
de qué manera agradecértelo. Quise escribirte dándote las gracias y enviarte un giro con el dinero del billete. Pero fue inútil. El miedo a comprometerte me pudo. Traté también
de conseguir tus señas para escribirte allí, pero fue imposible: No salías en las páginas amarillas. Nada.
Es la misma mirada
de interés,
de hace treinta años, advierte con sorpresa Aguilar.
—Y dime ¿Estás
de paso en la ciudad? —prosigue.
—He venido para bastante tiempo, me han destinado aquí.
Ella habla sin parar. No es como la última vez. No parece esquinada ni que tenga rencor alguno. Es, por el contrario,
una mujer nueva, diferente, llena
de energía.
Hablan y hablan, paran la conversación
de vez en cuando para que ella atienda a algún cliente. Se hace tarde. Aguilar consulta el reloj.
—Cierro ahora a la
una, ¿Tomas un aperitivo? —dice ella en un tono que no admitía más que un sí como respuesta.
—
De acuerdo.
Antes
de salir,
de reojo advierte que ella coge algo
de dentro del mostrador y lo guarda disimuladamente en el bolso.
Caminaron por las calles
de la vieja ciudad, sobre el espejo que la humedad dejaba sobre las losas, bajo el cielo entoldado y entre la lluvia que, más que caer, flotaba con esa acostumbrada mansedumbre con que en el norte suele hacerlo en la mayoría
de días. Eloy volvió a auscultar el cielo. No tardará en ponerse a nevar. En un momento dado, ella,
de forma natural al doblar
una esquina, le ha cogido por el brazo, produciendo un efecto insólito y dulce por la forma natural
de hacerlo. Ternura es la palabra.
—¿Qué fue
de tu marido? Supe que salió
de Carabanchel cuando la amnistía del 77.
—Ahora Carlos es Secretario Provincial del Sindicato y sigue dando clases, pero en la universidad. No ha olvidado aquello, y habla todo el tiempo
de sus días
de encierro,
de la lucha contra la dictadura y
de la represión que padeció, hacerlo le hace llevar
una aureola ante los suyos, es como la mili
de otros.
Una pesadez. Va a escribir un libro, dice.
Paseaban despacio, sin prisas. A cada momento ponía los pies sobre unas huellas
de hace treinta años, en un suelo
de piedra
de apenas diez.
—¿Estáis juntos? Aquel día parecía no iros bien las cosas.
—No. No lo estamos. Con su encarcelamiento la relación fue a peor. Cuando lo dejaron libre decidimos separarnos, él volvió a la secretaría del sindicato, ascendió y le fue bien y allí mismo, en CC.OO, conoció a su actual mujer. En el 81 nos divorciamos aprovechando la ley, yo me quedé con el niño —aquí hace
una pausa—. ¿Y tú, te casaste?
—Sí.
—¿Tuviste hijos?
—No.
—¿Está ella contigo aquí, o se quedó en Madrid?
—No. Ella se quedó para siempre en Madrid —cáustico—. Falleció hace tres años.
—Cuánto lo siento.
Han entrado en La Paloma, que parece un bar típico
de la ciudad —«Especialidad en: Vermús, Calamares, Mejillones y Patatas Bravas», se lee en un cartel
de la pared—, él le ha cedido, galante, el paso. Y se han acodado en la barra, al fondo. Huele a humo
de cigarrillos, a vino y a gente.
—Y tú, Helena, ¿encontraste a alguien?
—¿Quién va a querer a un vejestorio?
Y vuelve a reír. Es
una risa clara, que la rejuvenece. Ya no es hermosa como cuando hace treinta años, pero su aspecto sigue recordando al
de una actriz
de Hollywood. Su observación, atenta, logra poner en un mismo plano a las dos mujeres, la que tiene enfrente con la recuerda. Obrando la magia
de que las líneas
de una y otra se superpongan y aflore triunfante la antigua belleza que fue. Eso le suscita
una sonrisa.
—Vuelves a mentir —repuso.
—No. Qué va, si el tiempo me ha vuelto algo eso es sincera.
—Y miope —ironiza.
De nuevo su risa. El tiempo, además
de sinceridad, parece haberle dado
una contundente energía.
—¿Sigues leyendo poesía? —empieza a decir cuando el camarero les sirve dos vermús con no menos solera que la del propio bar.
Él da vueltas al hielo
de su copa, como buscando en la roja bebida qué decirle.
—Sí. A ratos.
Se produce
una pausa. Nota un regusto
de melancolía en ella.
—Pensé mucho en ti, aquel día en el tren
de vuelta.
De hecho, he pensado en ti estos años.
—A mí me ocurre igual, también he pensado en mí mismo estos años.
La carcajada que suelta ella hace que giren las cabeza varios clientes.
—No en serio, nadie habría hecho algo así como lo que tú hiciste por
una desconocida que, encima, te había dicho algo lacerante sobre tu profesión años atrás. Te pido disculpas, era un poco sobrada a esa edad.
Su carácter se había dulcificado
de tal manera que estaba desconocida.
—Olvidado.
—¿Sabes? Volví algunas veces a Madrid después y quise preguntar por ti en Sol, pero por varias veces no quisieron darme razón, en la última, quizá por quitarme
de encima, me dijeron que te habían trasladado.
—Todo puede ser. Y cualquier cosa es posible. Nosotros hacemos preguntas no damos respuestas.
Más risas
de nuevo.
—¿Te acuerdas
de Víctor Laso, el
de Elegía
de Una Pasión en Permanente Anhelo?
—Sí. ¿Qué fue
de él? —ironiza otra vez.
—Al par
de años publicó
una novela y luego desapareció. Ni rastro
de él en once años. Según algunos murió en los sótanos
de Sol, según otros en Carabanchel. Los hay incluso que afirman que nunca existió. El
de la editorial lo único que acertó a decirme, tras mucho insistirle, es que Laso no iba a escribir más. Se dijo mucho pero se sabe poco.
—Eso oí yo también. Y que en realidad se trataba
de una mujer que había muerto en el Hospital
de La Paz,
de cáncer
de útero —con ironía que nadie, salvo él mismo entiende.
— Víctor Laso me influyó y mucho. Fue por él que me animé a escribir.
—¿Has escrito?
—Sí,
una novela. La idea me surgió aquel día en el tren. Tardé en terminarla y más todavía en encontrar quién me la publicara. Y coincidió que me la publicó la misma editorial que a él.
—¿Tú? ¿Eres escritora? —pregunta con asombro.
—Bueno, sí, sólo publiqué
una y otra que saldrá en breve.
Ha abierto el bolso y sacado algo
de su interior.
—Este es un regalo para ti. Prométeme que lo leerás pero después, no inmediatamente —entregándole lo que había cogido antes
de salir en la librería.
Eloy sostiene, encantado, el libro con ambas manos: ECOS
DE UN AYER REVERDECIDO (1982), HELENA FORTUNY.
—¡Sorpresas te da la vida!…Lo leeré, lo prometo —solemne.
Ella apura el vaso. Él apenas lo ha tocado.
Cualquiera
de los clientes advertiría que había
una ternura contenida como flotando entre ellos, en su modo
de mirarse, en su modo
de reírse, en sus silencios sobre todo.
—Un poema, Eloy, es
una cosa que nunca es, pero que debiera ser —se arrancó ella.
—Un poema, Helena, es
una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser.
— Un poema, Eloy, es
una cosa que si no ha sido, fue porque todavía no es el final.
Silencio. Los ojos hablan y dicen más que las palabras, ¡mejor que se callen! Ahora es él el que apura el vaso. Tras ello consulta el reloj: las dos y media
de la tarde.
—Lo siento, he
de volver al despacho. Tengo papeles pendientes
de aquí a Lima. ¿Te parece si quedamos un día para comer y hablamos
de poemas y
de estos años, más tranquilamente?
—Mejor hoy. Es Nochebuena y me imagino que no tendrás planes. Ésta noche es tan buen momento como otro cualquiera. Cenemos ¿sí?
—
De acuerdo —miente cortés.
Ya en comisaría,
una vez ha despachado con los jefes
de brigada, asentado su firma en los libros
de registro y en los oficios, saca
de su abrigo el libro
de Helena, lo pone sobre su mesa y se reclina en el asiento dispuesto a disfrutarlo. Se estaba muriendo
de ganas. En su primera página lee:
«En aquella estación de tren de Madrid había dejado al que probablemente era el hombre de mi vida, que se la había jugado por mí en la político-social, y al que por un estúpido prejuicio había estado insultado en el andén, antes de despedirnos […]».
Tenía pensado nada más leer un capítulo y luego redactar unos oficios, pero cambia
de opinión. La lectura lo ha atrapado y no puede dejarlo.
«[…]Hija de un represaliado condenado injustamente después de la guerra, que murió de tuberculosis esperando un juicio aplazado sine die o una amnistía que jamás llegó, había asociado siempre la palabra «policía» con represión y muerte. Ellos eran sus captores, sus verdugos, eran ellos los que me habían privado de su afecto y llenado mi niñez de ausencias ¿Cómo se hace para rellenar una vida de ausencias? […]».
Del piso
de abajo llegaba un rumor
de conversaciones y risas
de los policías que, entre bromas, preparaban la cena. Nada, sin embargo, lo aparta
de la lectura:
«[…]Nadie que tuviera ojos negros como dos pozos que invitaban a beber, y que leyera poesía podía ser intrínsecamente perverso, era estúpido mi prejuicio sobre él, una absurda generalización, no obstante no pude contenerme y le llamé esbirro […]».
Con la misma avidez con la que el sediento se inclina sobre la fuente, así se inclinaba ahora Eloy sobre el libro.
«[…]Cada vez que iba a Madrid y salía de visitar a mi marido en Carabanchel, pasaba por Sol, me aterrorizaba que me pudieran detener de nuevo, por lo esperaba durante horas en la acera, junto a la puerta, sobre el kilómetro Cero, con la ilusoria esperanza de verlo, de encontrármelo casualmente y entablar la conversación que nunca pude tener con él […]»
Lo hacía lo más despacio que le era posible, saboreando cada palabra:
«[…]Algunas noches se me aparecía como un fantasma, sin formas y sin luz, y me hablaba de amor y de literatura, cuando despertaba me sentía sola y dentro de una oscuridad que cada vez me envolvía más. Tal vez, me decía llorando, sea una pasión que sólo yo creí tocar. Fueron años de un mismo sueño recurrente negados con la cabeza […]»
Cerrando el libro repitió, haciendo suyas, las palabras
de la protagonista: «Cómo se hace para vivir
una vida vacía. Cómo se hace para vivir
una vida llena
de nada».
Pasados unos segundos volvió en sí, como se vuelve
de un viaje al apagar el contacto del motor, y la realidad del despacho se le hizo
de repente: los cuadros
de soldados, los atestados, los oficios, el papeleo pendiente. Le latían las sienes. Miró por la ventana: la noche era ancha y oscura y nubes grises como islas tapaban las estrellas. No vio más que un coche
de policía pasar y su propio reflejo en el cristal. Cerró los ojos y le pareció escuchar el tic tac
de un reloj que se había detenido hacía mucho tiempo, marchando
de nuevo. Acudiremos a la cena, decide dirigiéndose al perchero donde está su abrigo. Somos dos barcos que han zarpado a destiempo, en fechas distintas, con derrotas dispares, pero que atracan a la vez en el mismo puerto. Cruza ágil el pasillo, a grandes zancadas, parece haber rejuvenecido. Al salir por la puerta
de comisaría finos copos que centellean al pasar bajo el haz
de luz
de la farola, espolvorean el suelo
de blanco. Allí se encuentra, estático, alerta, la Z-70 colgando por su cincha del hombro y cruzada, la mirada perdida en el horizonte bajo la boina ladeada, el mismo policía
de la mañana.
—Ves como al final iba a nevar.
—Sí, señor Comisario. Así es. ¿Sabe? Hacía diez años que no ocurría.
—Que no ocurría diez años hacía —con
una ironía que
de los dos sólo él entenderá—. Mire, si la vida no enseña algo es que todo en ella es cíclico, todo se reanuda. Buenas noches y felices fiestas.
© Humberto 2012