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“Hoy no voy a llegar, esto está calentito y puede que nos den las tantas, lo siento cariño, te prometo que te compensaré”
Me despido con una palabra amable y cariñosa, sabiendo que es lo que él ahora necesita, cuelgo el teléfono y me siento en silencio ante la cena que, lentamente, se enfría.
Hoy había encendido hasta las velas de vainilla… Una cena especial, por ser viernes y porque podíamos estar solos (y porque nos lo merecemos).
Pero esta noche tampoco vendrá.
Doy mil vueltas a la cabeza, pensando si realmente está corriendo peligro. ¿Le habrán dado el chaleco de dotación? ¿Se lo habrá puesto? ¿Habrá limpiado el arma? ¿Llevará los guantes? ¿Tendrá frío? ¿Hambre? ¿Sed?
No puedo cenar. No me puedo comer “la cena especial para dos” si estoy sola. Tampoco sabiendo que él esta en una de sus “operaciones súper importantes”.
Pongo la televisión y lo único que veo son dos Guardias Civiles asesinados, Policías acusados de abuso de autoridad y agresión y pienso que él está mejor donde está ahora que cuando estaba en el Z, en la calle, expuesto a TODO y a TODOS.
Ahora, donde está, está más seguro, tienen más medios…. No?
Pues no. Por más vueltas que le doy, no consigo convencerme. Sigue en la calle y eso me atormenta.
Me quito a golpe de decepción la idea de un baño caliente con espuma compartido antes de dormir.
Hoy cuando venga, ya estaré dormida. Otra noche más sola.
No puedo evitar llorar. ¿Es justo que se juegue la vida por quien no reconoce su labor? ¿Qué derecho tienen los demás a robarme el tiempo a su lado? ¿Tendrá que defenderse de un delincuente que luego le denunciará por maltrato policial?
Estoy cansada.
Su trabajo no solo le agota a él: a mi también. No solo daña su moral: la mía también. No sé si puedo aguantarlo, si en estos momentos soy débil o fuerte. No sé si puedo seguir prescindiendo de él en beneficio de los demás. ¿Soy egoísta?
Hace ya una horas que me fui a dormir.
Acabo de oír la puerta abrirse y con sigilo a alguien entrar. No me asusta, conozco bien sus pasos. Sé que en pocos minutos lo tendré a mi lado, en la cama, en nuestra cama.
Sin querer, una lágrima recorre mi mejilla. La soledad ya paso. Ya no siento el abandono. Solo me alegro de que haya vuelto, de que esté en casa, de que el teléfono no haya sonado a altas horas de la madrugada con su temido fatal desenlace.
Me doy la vuelta y me abrazo a él. No siento rencor. No le reprocho nada. Solo sonrío y pienso: “Esto es lo que significa ser mujer de un POLICIA NACIONAL”.