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Hay un párrafo en concreto que me ha encantado: A efectos de una investigación judicial, el fiscal o la policía pueden partir de la premisa de que el acusado es culpable, pero no el juez. A este le compete que se respete la integridad del proceso judicial, y eso incluye el derecho a la defensa.
Garzón y el derecho de defensa
Publicado el 9 febrero 2012 por Iñigo Sáenz de Ugarte
“La verdad no puede alcanzarse a cualquier precio”, dice la sentencia del Tribunal Supremo que ha condenado a Baltasar Garzón a 11 años de inhabilitación por la autorización de escuchas a los abogados de los detenidos de la trama Gürtel. En otras palabras, el fin no justifica los medios en la búsqueda de la justicia. La sentencia es durísima, tanto por los argumentos empleados y el hecho de que sea unánime como por la pena impuesta, pero se limita constantemente a la defensa de un valor imprescindible en una sociedad democrática: el derecho de un detenido a defender su inocencia. Y para ello, un elemento básico es la capacidad del preso para tener una comunicación confidencial con su abogado.
La sentencia no se refiere en concreto a la corrupción desvelada por la investigación judicial. No exonera en ningún caso a los acusados, aunque en un párrafo concreto, plantea una duda sobre todo el trabajo de Garzón en el caso.
“Lo que aquí se examina es una actuación judicial que restringe profundamente el derecho de defensa, que, como se dijo, es un elemento estructural esencial del proceso justo. No se trata de la validez de un elemento de investigación o de prueba, sino de la estructura del proceso penal del Estado de Derecho. La supresión de la defensa no afecta solo a la validez de lo actuado, sino a la misma configuración del proceso”.
Sólo es un párrafo que no anula en ningún caso la instrucción judicial. Sin embargo, hay que temerse lo peor y no me cabe duda de que las defensas lo utilizarán para intentar que se declare nulo todo el proceso. El Supremo no se refiere a una prueba en concreto obtenida de forma fraudulenta, sino a “una actuación judicial” que ha restringido el derecho de defensa.
Los errores de Garzón podrían hacer que la corrupción de la Gürtel quedara impune. No es la primera vez que algo así ocurre en la Audiencia Nacional.
La sentencia condena a Garzón por ordenar la grabación y escucha de las comunicaciones en prisión de los detenidos con sus abogados de forma indiscriminada e inmotivada.
Lo hizo con los primeros abogados en base a las sospechas policiales de que “los máximos responsables de la organización continuaban con su actividad delictiva organizada procediendo a nuevas acciones de blanqueo de capitales y a otras actividades que podían implicar la ocultación de importantes cantidades de dinero ilícitamente obtenidas”. Y para conseguir ese objetivo, “pudieran estar interviniendo algunos abogados integrados en un despacho profesional cuyos miembros eran conocidos y estaban identificados”.
La sentencia establece que Garzón no comunicó a los policías “ninguna precisión respecto a conversaciones que debieran ser excluidas de la grabación, ni tampoco respecto a la imposibilidad de utilizar en la investigación ninguna parte de lo oído en las conversaciones grabadas”. Aquí el tribunal comienza a dejar claro que ese derecho a grabar las conversaciones en prisión no es absoluto, ni siquiera en el caso de que existieran sospechas contra algunos abogados.
En el auto Garzón no menciona a ningún abogado en concreto, salvo al letrado ya imputado entonces José Antonio López Rubal, sino a todos los abogados de forma que si los acusados cambiaban de letrado, la orden continuaba en vigor con independencia de la identidad del nuevo abogado: “Es decir, que el acusado (Garzón) sabía que, dado el tenor de su acuerdo y la ausencia de disposiciones o instrucciones complementarias al mismo, en el caso de que los internos designaran nuevos letrados, las comunicaciones que mantuvieran con ellos serían intervenidas, aun cuando al momento de firmar la resolución su identidad fuera desconocida y, por lo tanto, no se pudieran conocer y valorar los indicios que, en su caso, existieran contra los mismos”.
Los imputados Correa y Crespo cambiaron de hecho de abogado, el juez los dio por personados en la causa y la autorización a grabar sus conversaciones no se alteró en nada.
El 13 de marzo, los policías presentaron un informe sobre las escuchas practicadas desde el auto del 20 de febrero en el que además pedían su prórroga. En el informe no aparecía ningún indicio sobre “la posible actuación delictiva” de los defensores Ignacio Peláez, José Antonio Choclán, Pablo Rodríguez-Mourullo y Juan Ignacio Vergara”. El fiscal da su aprobación a la prórroga pero indica que lo hace “con expresa exclusión de las comunicaciones mantenidas con los letrados que representan a cada uno de los imputados y, en todo caso, con rigurosa salvaguarda del derecho de defensa”. Después el fiscal precisa que “una parte importante de las transcripciones se refieren en exclusiva a estrategias de defensa y, por tanto, deben ser excluidas del procedimiento”.
Para el Supremo, el fiscal no da carta blanca a Garzón y establece unas limitaciones que el juez en la práctica no tomará en consideración.
Garzón prorroga las escuchas sin establecer más limitaciones que la expresión genérica “previniendo el derecho de defensa”. Como para demostrar el delito de prevaricación no es suficiente con que un juez cometa un error contra los intereses del acusado, sino que debe ser consciente de esa ilegalidad, el Supremo reitera que Garzón está vulnerando a sabiendas los derechos de los imputados: “Por lo tanto, y el acusado (Garzón) era consciente de ello, entre las comunicaciones que se iban a intervenir a los internos en el centro penitenciario, imputados respecto de los que había acordado la prisión provisional, se encontrarían, sin excepción alguna, las que mantuvieran con los letrados designados por cada uno de ellos para su defensa, contra los cuales no constaba indicio alguno de actividad criminal”.
A partir de ese momento, la sentencia entra en una interpretación garantista de los derechos del detenido que supongo que no será muy popular en España. No lo es porque la gente ya es muy consciente de la extensión de los negocios fraudulentos conseguidos por la trama Gürtel gracias a los Gobiernos autonómicos del PP en Madrid y Valencia. Esas informaciones e indicios no sirven por sí solas para condenar a un acusado, pero sí para que sepamos hasta qué punto llegó la corrupción en España. Creer que nadie puede formarse una opinión hasta que haya una sentencia firme sería como decir que tan sospechoso de corrupción es por ejemplo Fabra como Rajoy, lo que no es el caso.
A efectos de una investigación judicial, el fiscal o la policía pueden partir de la premisa de que el acusado es culpable, pero no el juez. A este le compete que se respete la integridad del proceso judicial, y eso incluye el derecho a la defensa.
De todas formas, ya se vio con la sentencia por el asesinato de Marta del Castillo que el derecho de los presuntos delincuentes a defenderse no es un valor muy extendido en la sociedad española, de hecho ni siquiera en algunos medios de comunicación. La gente parece creer que las garantías existentes en el sistema judicial español están ahí para que los inocentes puedan demostrar su inocencia en el improbable caso de que una serie de circunstancias le conduzcan ante un tribunal.
No, existen también para que los presuntos culpables sobre los que hay una montaña de indicios y pruebas en su contra (vamos a decirlo así, los malos) tengan derecho a la mejor defensa posible. Hasta el punto de que si no tienen dinero para costearla, el Estado se ocupará de ello. Es decir, el Estado (democrático) asumirá la responsabilidad de acusar a esa persona y de defenderla.
La sentencia explica que el secreto de las comunicaciones entre preso y abogado es un elemento imprescindible de la justicia. No es suficiente con decir que ciertos contenidos de esa relación, a los que han tenido acceso la policía y el fiscal si ha sido grabada, no acabarán apareciendo en el sumario, porque ”incluso podría producirse una confesión o reconocimiento del imputado respecto de la realidad de su participación, u otros datos relacionados con la misma. Es fácil entender que, si los responsables de la investigación conocen o pueden conocer el contenido de estas conversaciones, la defensa pierde la mayor parte de su posible eficacia”.
Si no se respeta eso, el Supremo dice que perdería todo valor el derecho de un acusado a no declarar: “La comunicación con el letrado defensor se desarrolla en la creencia de que está protegida por la confidencialidad, de manera que en ese marco es posible que el imputado, solo con finalidad de orientar su defensa, traslade al letrado aspectos de su conducta, hasta llegar incluso al reconocimiento del hecho, que puedan resultar relevantes en relación con la investigación”.
No es un derecho absoluto. Existen restricciones, dice la sentencia, pero con limitaciones claras que no se dan en este caso. No hay base jurídica suficiente, tampoco una justificación suficiente y no se respetó el principio de proporcionalidad. Al hacerse de forma indiscriminada, no hay pruebas de que “el abogado ha podido desbordar sus obligaciones y responsabilidades profesionales integrándose en la actividad delictiva, como uno de sus elementos componentes”. Para eso, se necesitan pruebas e indicios relacionados directamente con cada abogado cuyas comunicaciones dejan de ser confidenciales, y no hay nada de eso en los autos de Garzón.
Sobre las comunicaciones del preso con su abogado en prisión, el Supremo establece criterios muy claros apoyados en sentencias anteriores del Supremo y del Tribunal Constitucional (TC). Es cierto que reconoce que ha habido distintas interpretaciones sobre el artículo 51.2 de la Ley Orgánica General Penitenciaria y su relación con el artículo 579 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.
La sentencia 73/1983 del TC dictaminó que las comunicaciones con los letrados “podían ser intervenidas con carácter general por orden de la autoridad judicial y en casos de terrorismo”. Esto es lo que ha llevado a distintos puntos de vista sobre si esos requisitos son alternativos o acumulativos. Es decir, si es necesario que se den los dos supuestos o sólo uno de ellos.
Para el Supremo, la interpretación alternativa ya no tiene sentido. “Sin embargo, esta interpretación, que según parte de la doctrina podía obedecer al momento histórico en el que se produce, con un todavía escaso desarrollo de las garantías del sistema democrático implantado en España tras la finalización de la dictadura, fue abandonada algo más de
una década después”. La sentencia 183/1994 del TC establece claramente (dado que la Administración Penitenciaria “no tiene posibilidad alguna de ponderar circunstancias procesales que se producen al margen del ámbito penitenciario”) que las exigencias son acumulativas.
“Por lo tanto, la exigencia de ambas condiciones no solo supone que la intervención no puede ser acordada por el Director del establecimiento, como al contrario ocurre con las comunicaciones llamadas generales, sino que además, al ser acumulativas, la autoridad judicial solo podrá acordarlas en casos de terrorismo”. E incluso en los casos de terrorismo, debe haber indicios de que la relación con el abogado se está empleando para cometer nuevos delitos. Ni siquiera en el caso de los delitos más peligrosos, se puede restringir sin motivo el derecho de defensa.
La defensa de Garzón alegó que no se intervinieron las comunicaciones telefónicas de los abogados, sólo sus reuniones con los acusados en prisión. Para el Supremo, eso demuestra precisamente que “no existía ningún indicio contra ellos”.
Otro argumento de la defensa (el fiscal convalidó las decisiones del juez) no tiene peso para el Supremo: la protección de los derechos fundamentales de los imputados corresponde al juez.
De prosperar el punto de vista de Garzón, y aquí coincido plenamente con la sentencia, se produciría una “destrucción generalizada del derecho de defensa”, algo incompatible con la Constitución. Con apelar a la gravedad de los delitos investigados, por no hablar del conocido recurso de la “alarma social”, y al riesgo de que el preso continuara delinquiendo desde la prisión, cualquier comunicación con sus abogados podría ser intervenida. Los indicios y pruebas que existen contra esa persona justifican su prisión provisional a la espera de juicio, pero no que se puedan grabar siempre sus conversaciones con el abogado.
En su momento, escribí sobre el intento del Gobierno y de los fiscales de la Audiencia Nacional de mantener en prisión a toda costa al etarra De Juana Chaos basándome en la idea de que el derecho de defensa y todo lo que conlleva es un elemento fundamental en una democracia.
No hay excepciones. No las hay en la lucha contra el terrorismo porque el Estado tiene recursos legales suficientes para responder a esa amenaza. No las hay en la lucha contra la corrupción, a pesar de que en este caso la coincidencia con la absolución de Camps plantea un espectáculo bochornoso y hace perder confianza de los ciudadanos en la justicia. No las hay incluso cuando los errores de un juez pueden servir indirectamente para poner en libertad a un puñado de corruptos.
Porque si no es así, si se pueden alterar las garantías constitucionales en función de los delitos cometidos, entonces sí que se puede decir que le llaman democracia, y no lo es.