Durante la alta y plena Edad Media las guerras consistían en una serie de encuentros entre caballeros regidos, en última instancia, por la concepción del “juicio de Dios”. Apenas había batallas ni estrategia propiamente dichas, pues faltaban los cuerpos tácticos cuyos miembros se encontraran sometidos a estricta disciplina y fueran capaces de maniobrar bajo un mando supremo. Esto llegaría sólo más tarde, a fines de la Edad Media, cuando el número de peones reclutados mediante contratos de tipo feudal resultó insuficiente. Los reyes tuvieron entonces que pagar un sueldo a mercenarios (llamados por esta razón “soldados”) reclutados bien voluntariamente, bien con la promesa de alguna ventaja (enganche, botines, etc.) o movilizados mediante levas obligatorias. Más tarde, a lo largo de las últimas décadas del s. XV, la “infantería” -palabra entonces nueva- se convirtió en el núcleo fundamental del orden de batalla mientras la caballería conservaba su viejo carácter aristocrático. Los soldados españoles que vencieron en Toro (1-III-1476) a las huestes de Alfonso V de Portugal formaban ya un ejército unitario, mucho mejor coordinado que antaño, en contraste con las imprecisas mesnadas en que se agrupaba al peonaje de la Edad Media.
Paso a paso las tropas que actuaron en Granada (1492) y Pamplona (1512) progresaban en el empleo inteligente de las armas de fuego, de tal forma que el ejército de Isabel y Fernando no puede explicarse sin tener en cuenta la aparición de la pólvora. La generalización del fuego afectó en el mismo grado a las tres armas clásicas: combatientes a pie, hombres a caballo y servidores de los artefactos de tiro sobre ruedas. La clave de este decisivo cambio no se encuentra en ninguna de las tres armas consideradas aisladamente, sino en la acertada combinación de los avances en las tres: modernización de la caballería, perfeccionamiento de la artillería y fulgurante irrupción de la infantería en un primer modelo mixto de arcabuceros, rodeleros y piqueros. Pero, más allá del progreso tecnológico, existe una realidad social y cultural que está detrás de dicho cambio: la nueva mentalidad renacentista, que en España representa el Gran Capitán y su creación de una escuela hispano-italiana de estrategia ilustrada por condotieros tan destacados como Prospero Colonna, el marqués de Pescara, Hugo de Moncada, Carlos de Lannoy, Antonio de Leyva o el marqués del Vasto. Aunque jefes de mercenarios, estos capitanes se sintieron ya hombres del Renacimiento entre el espíritu caballeresco-medieval del Amadís de Gaula y el moderno Arte de la Guerra de Maquiavelo; y sus soldados, súbditos de un nuevo Estado unitario al que desde Italia se empezó a llamar en singular: España.
Y es que la irrupción la novedosa infantería a fines del s. XV significó que un tipo de soldados (o combatientes) como los peones, relegados a una posición irrelevante en tiempos medievales, empezara a adquirir importancia hasta ocupar un lugar primordial en los nuevos ejércitos renacentistas. Silencio, orden y disciplina fueron los modos de una nueva clase de combatiente pie a tierra: el “infante”, cuyo nombre deriva de aquel que no sabe hablar -el niño- o que no tiene derecho a hacerlo. Efectivamente, la infantería española nace etimológica y funcionalmente con voluntad de silencio. El ruido dejó de tener sentido en los combates desde los Reyes Católicos, bien lejos del estrépito de la época de los tambores almorávides o del vocerío con que los ejércitos medievales trataban de espantar a su enemigo. Para los historiadores Miguel Alonso Baquer y José A. Maravall la obediencia y el orden fueron factores decisivos en el auge súbito de la infantería española, acompañado de inmediato por una notable recuperación de las caballerías y las artillerías de campaña. Ya en las luchas del borgoñón Carlos el Temerario y Luis XI de Francia (1465-75) se percibe un desmesurado aumento de “peones” especializados en el empleo de las armas de fuego.
Algo parecido ocurrió en España, ya que durante las campañas estivales de la Guerra de Granada se empleó una masa de jinetes ligeros (entre 10.000 y 13.500) junto a un peonaje muy numeroso; tanto, que se calcula entre 25.000 y 40.000 el número de soldados de a pie que pusieron en trance de rendición los palacios de Granada, la Alhambra y el Generalife. Esta infantería todavía auxiliar, que seguía siendo de peones, evolucionó con el tiempo hacia otra “mayor de edad” organizada en cuerpos tácticos especializados: arqueros de Carlos VII de Francia, piqueros suizos de los Cantones, lasquenetes alemanes de Maximiliano y, culminando el proceso, la infantería española de Gonzalo Fernández de Córdoba. Desde el punto de vista técnico, existen dos factores determinantes en la explicación de este cambio modernizador a favor de la infantería: el perfeccionamiento de la ballesta y la asimilación del arcabuz. El ejército español practicó muy pronto el despliegue de ballesteros en formaciones cerradas, antes de que aparecieran en el combate los arcabuces y culebrinas. Las ballestas y las picas tenían que ser completadas por la caballería para la protección de los flancos y la persecución de un enemigo ya derrotado; algo en lo que fue ejemplar la disciplinada infantería española, en dura competencia con la suiza sobre los campos italianos de batalla. Fernando del Pulgar certifica la participación de soldados suizos en los preliminares de la conquista de Granada (1483) y consta, en los primeros años del s. XVI, la presencia en Castilla de piqueros borgoñones y de 3.000 lasquenetes que acompañaban a Felipe el Hermoso.
La asimilación de este modo de batallar no tardaría en dar sus mejores frutos, sobre todo durante la anexión de Navarra por los soldados del duque de Alba (1512) y en las victorias italianas (Ceriñola, Garellano, etc.) planeadas para el Gran Capitán por el general Pedro Navarro. Llegados a este punto, no está de más reconocer que los soldados dirigidos por Fernando el Católico y Gonzalo Fernández de Córdoba acataban una sólida disciplina moral y militar menos aparatosa que la helvética; eran más prudentes en el uso del valor personal que los franceses y más eficaces en el manejo de las nuevas técnicas que las milicias florentinas. Todas estas virtudes venían a suplir las condiciones precarias del ejército expedicionario que componía la gloriosa infantería del Gran Capitán: pocos jinetes, contadas piezas de artillería, etc. Por eso sus victorias resultan, si cabe, más asombrosas y espectaculares para aquel tiempo. Pero el mayor salto cualitativo se debe a Carlos I, quien antes de la batalla de Pavía (1525) había puesto ya en práctica su fórmula preferida: la formación de piqueros alemanes junto a arcabuceros españoles.
Dejando a un lado los desmanes de la soldadesca imperial durante el célebre saco de Roma (1527), consecuencia de una problemática muy específica (v. Saco de Roma), la alianza tudesca supuso para la infantería española un cúmulo de grandiosas victorias frente a luteranos, franceses o turcos. A la movilidad de los arriesgados arcabuceros españoles -siempre en vanguardia y listos para el golpe de gracia, como en Mühlberg (1547)- unió el César la solidez de las picas, espadas y escudos alemanes. En cambio la escuela militar del duque de Alba, mucho más conservadora, favoreció en tiempos de Felipe II el predominio de la artillería sobre la infantería. Comenzaba la época de los persistentes cercos, como el de Maastricht (1579) y más tarde el de Amberes (1584-85) a cargo de Alejandro Farnesio.
Poco a poco, el soldado de a pie fue perdiendo importancia estratégica relegado ante los avances técnicos de la poderosa artillería. Se agudizaba además la crisis económica del Imperio, y con ella los motines causados por el retraso en la entrega de las pagas a los soldados. Un terrible ejemplo de esto último es la toma de Amberes (1576) por los españoles amotinados, los cuales entraron a saco y, tras una orgía de violencia y sexo, sembraron la muerte y la desolación en la ciudad. Los sacos de Roma y Amberes son los ejemplos más llamativos entre otros varios (Malinas, Naarden, Zutphen...) que han justificado el mito de la “furia española” y la crueldad sistemática de aquellos soldados en Flandes, Italia y América. El propio Francisco de Valdés, en su Espejo y disciplina militar (1568), confiesa que eran odiados de todas las naciones; y Bartolomé Joly, un viajero francés en 1603, dice que “cuanto más odiados son, más odian a los otros”. Pierre de Bourdailles, señor de Brantôme, tuvo la paciencia de recoger un buen número de dichos de arrogancia heroica, desaforadas bravatas en boca de soldados españoles que reunió en Rodomontades espagnoles (1627) y dedicó a Margarita de Valois. Fanfarronería, codicia, crueldad e indisciplina son defectos que autores forasteros, pero también españoles, achacaron insistentemente a los soldados españoles de los Tercios; aquellos de quien dijo Calderón, escritor y militar, que “todo lo sufren en cualquier asalto; / sólo no sufren que les hablen alto”. El mismo autor, en El sitio de Bredá (1625), refleja el convencimiento entre los nobles de que “un noble caballero que es soldado / con empresas, trofeos y blasones, / no hace más que cumplir obligaciones”, así como la posibilidad de ganar “fama y reputación” en la milicia.
Es un hecho, detallado por el investigador René Quatrefagues, que en las listas de Flandes figura entre un 25 % y un 50 % de soldados (caballeros, hidalgos o bachilleres) con el título de “Don”. Para los más humildes, la guerra significaba una buena oportunidad de enriquecerse con los botines, los saqueos saco o la toma de rehenes “principales”. Es el mismo punto de vista de aquel voluntario que se encontró don Quijote: “A la guerra me lleva mi necesidad; / si tuviera dineros, no fuera en verdad” (El ingenioso hidalgo..., cap. XXIV). Otros textos cervantinos como las Novelas ejemplares (1613) contienen frecuentes referencias a la vida del soldado, especialmente El casamiento engañoso y los diálogos de Cipión y Berganza de El coloquio de los perros. Quevedo trae diálogos con soldados en El Buscón (1626) y algo cambiaba ya cuando se publicó en Amberes la Vida y hechos de hechos de Estebanillo González (1646), que son los del soldado antiheroico. El Siglo de Oro contempla, en fin, la milicia como la oportunidad de todas las clases sociales para alcanzar gloria y fortuna. Aquel miles hispanus, incitado por el ideal de los libros de caballerías y por los titánicos hechos de los conquistadores de América, estaba convencido de servir a una causa justa: la defensa de la Cristiandad contra turcos, herejes y paganos.
La realidad, sin embargo, era bien diferente. Durante el primer tercio del s. XVII la guerra era ya un extraño juego flamenco de asedios y escaramuzas, a tono con el gusto por las grandes batallas introducido por Gustavo Adolfo y su ejército sueco. Se iniciaba así la lenta crisis del prestigio militar español, localizada en la segunda mitad de aquel siglo y relacionada con la hegemonía de la Francia absolutista. Poco antes de estallar la guerra de Sucesión, los embajadores extranjeros ante Carlos II informaron de protestas populares en Madrid y otras ciudades de España debidas a las levas forzosas. Con el declinar del imperio español en el s. XVIII se extingue también el espíritu militar de aquellos “magníficos señores soldados” del Siglo de Oro, convirtiéndose el Ejército en mero refugio para huir de la miseria. La profesión de soldado ya no era de por vida y, ante la carencia de voluntarios, el Estado tuvo que recurrir a otros sistemas de reclutamiento como levas forzadas de vagos y maleantes. Todos ello fue sistematizado por Carlos III en las Ordenanzas de 1768, con las que además se pretendía solucionar el desorden organizativo y moral de las unidades militares.
Dos años más tarde (1770) se convocó el primer reemplazo anual de soldados según el odiado sistema de “quintas”, por el cual se fijaba a cada pueblo el cupo de soldados que debían ingresar en los ejércitos reales. Las quintas desaparecieron en julio de 1911, cuando el Gobierno de Canalejas estableció el servicio militar obligatorio para tiempos de guerra. El fin de la popular mili en 2002 y la total profesionalización del Ejército español han supuesto, en cierta manera, una vuelta al viejo concepto del soldado voluntario.