Los Tercios Españoles

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Los Tercios Españoles

Notapor Juanete » Jue Sep 29, 2011 2:31 pm


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Los Tercios Españoles

Al finalizar la Edad Media el influjo de la antigüedad clásica se deja sentir poderosamente en Europa promoviendo la aparición de profundas transformaciones políticas y sociales que marcan el nacimiento de los modernos Estados europeos. Como consecuencia de la superación de las estructuras medievales se crean ejércitos permanentes en cuya concepción y organización influyen no poco los principios constitutivos de la milicia romana. En España ese tipo de ejército de carácter permanente se configura a finales del siglo XV con motivo de las guerras entabladas con Francia en Italia por Fernando el Católico, quien en 1496 organizó la Infantería en unidades tácticas denominadas compañías que constaban de quinientos hombres. Sin embargo estas unidades no poseían suficiente capacidad de combate para operar aisladamente por lo que más adelante se creó una unidad superior denominada coronelía, que constaba de veinte compañías y contaba además con elementos de caballería y de artillería.

Tras las victorias del Gran Capitán sobre los franceses en Italia, las afortunadas campañas del cardenal Cisneros en África y la elevación de Carlos V al trono imperial de Alemania, España se convierte en pieza fundamental de la dinámica europea configurada por la expansión del protestantismo en el norte y por la amenaza turca en el Mediterráneo. Para defender la unidad espiritual y política de Europa, el César Carlos convierte al ejército que le legara el cardenal Cisneros en una formidable máquina de guerra, en la que la Infantería organizada en tercios asombrará en adelante a Europa por su eficacia y disciplina. Los primeros tercios creados en Italia a propuesta del Duque de Alba, fueron los de Lombardía, Sicilia y Nápoles.

En su génesis es preciso tener en cuenta tanto la doctrina y la práctica militares del Gran Capitán recogidas y asimiladas por sus oficiales y sucesores como la fusión del influjo de la antigüedad clásica con la tradición militar forjada en España a lo largo de siglos de enfrentamiento con el Islam así como las transformaciones en las tácticas de combate promovidas por la aparición de las armas de fuego portátiles.

La influencia de la antigüedad clásica se manifiesta sobre todo en la evidente filiación grecorromana de los órdenes de marcha y combate, en la disposición genuinamente romana de los campamentos, y en la preponderancia de la Infantería sobre la Caballería. Si durante el Medioevo la Caballería había constituido el elemento decisivo en las batallas quedando relegados los combatientes a pie a un papel meramente auxiliar. Durante el siglo XV esta relación de fuerzas comienza a cambiar de signo, convirtiéndose gradualmente la masa infante en la unidad fundamental de combate. El caballero se siente cada vez más impotente ante las formaciones erizadas de picas entre las que se sitúan tropas armadas con arcabuces, y, en un esfuerzo desesperado por no perder la hegemonía conservada en el campo de batalla durante siglos, se reviste de armaduras cada vez más pesadas que si bien le proporcionan cierta protección frente al impacto de los proyectiles, le van restando movilidad hasta el punto de dejarle inerme frente al enemigo cuando cae de su cabalgadura.

La tradición militar hispanoárabe se advierte fácilmente en la existencia en la España del Renacimiento de un ambiente belicoso propicio a fomentar la carrera de las armas. De esta forma, aunque Carlos V empleó el sistema de levas para organizar las tropas de Italia y las guarniciones de África, su ejército se nutrió en gran medida de voluntarios.

A fin de regular el alistamiento voluntario la Real Hacienda hacía un contrato con un capitán cuya reputación garantizara su capacidad para alistar a un cierto número de soldados, y los inspectores reales determinaban si se habían cumplido las condiciones establecidas en el contrato antes de pagar a aquél. Los que voluntariamente se alistaban, llamados guzmanes, eran con frecuencia hijos de familias nobles que preferían la carrera militar a la cortesana o eclesiástica y deseaban ponerse al servicio de los oficiales de mayor fama.
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Re: Los Tercios Españoles

Notapor Juanete » Jue Sep 29, 2011 2:32 pm


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Re: Los Tercios Españoles

Notapor Juanete » Jue Sep 29, 2011 2:47 pm


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Los piqueros

Los piqueros iban provistos generalmente de capacete, peto, espaldar, escarcela o falzete (especie de faldas metálicas que formaban un ángulo de 45 grados con el cuerpo para permitir al soldado libertad de movimientos), brazales, guarda-brazos y manoplas. Llevaban por tanto media armadura o coselete; su vestimenta se completaba a veces con gregüescos amarillos acuchillados en rojo, calzas rojas y zapatos de cordobán. Como arma defensiva utilizaban también un escudo metálico ovalado o rodela en cuyo anverso se representaban dos columnas enlazadas por una banda con la inscripción "Non Plus Ultra". Este escudo llevaba en su reverso un gancho que permitía al soldado sujetarlo a su cinturón.

Sus armas defensivas eran la pica y la espada. Del examen de las piezas que han llegado hasta nosotros y de la iconografía de la época se deduce que el tamaño de las picas variaba entre amplios márgenes. Así, mientras que en el Museo del Ejército de Madrid se conservan piezas que tienen una longitud aproximada de dos metros y medio, en grabados y tapices que representan las campañas de Túnez, se aprecian picas de hasta cinco metros. Aunque las grandes picas eran armas pesadas y de difícil manejo, sus ventajas en el plano defensivo eran notorias pues permitían guarnecer el frente de los escuadrones manteniendo controlado al enemigo con el mínimo riesgo. El empleo de la pica en formaciones cerradas requería gran entrenamiento y disciplina. Es preciso tener en cuenta que a causa de su gran longitud siempre existía el peligro de que los piqueros situados en posiciones retrasadas hirieran a los que formaban las primeras filas.

En las formaciones defensivas los piqueros de la primera línea se agachaban doblando una rodilla, con la pica apoyada en el suelo, y los de las líneas siguientes mantenían la pica en posiciones progresivamente más verticales. Durante las marchas es probable que las picas se transportaran en los carros de munición, ya que llevarlas sobre el hombro había de resultar fatigoso a causa de la vibración del asta, las picas estaban hechas con madera resistente para evitar que se quebraran. Cuando no se utilizaban en combate la punta de hierro se protegía por una vaina. La espada no solía medir más de un metro con objeto de que pudiera desenvainarse con facilidad. Sin embargo muchos soldados preferían espadas de mayor longitud que resultaban más convenientes en los duelos. Este arma se sujetaba por encima de la cadera con una correa ajustada para evitar que se bamboleara durante la marcha, el combate, etc. Los soldados españoles se hicieron famosos en toda Europa por su destreza en el manejo de la espada. No en vano era Toledo uno de los centros de manufactura de espadas más apreciados en el continente. Las espadas toledanas tenían doble filo y punta cortante, generalmente iban provistas de una guarnición en forma de S, con uno de los brazos curvado hacia la empuñadura con objeto de proteger la mano. Las hojas se sometían a controles muy rigurosos antes de considerarlas aptas para la venta, y se distinguían por estar afiladas como cuchillas y ser resistentes al tiempo que flexibles y ligeras. También son características de esta época las grandes espadas o mandobles, de más de metro y medio de longitud, que se manejaban con ambas manos.
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Re: Los Tercios Españoles

Notapor Juanete » Jue Sep 29, 2011 2:49 pm


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Los arcabuceros

La indumentaria de los arcabuceros era mucho más liviana que la de los piqueros. Consistía habitualmente en un morrión, una gola de malla de acero y un coleto (vestidura hecha de piel, por lo común de ante, con mangas o sin ellas, que cubre el cuerpo, ciñéndolo hasta la cintura; en lo antiguo tenía unos faldones que no pasaban de las caderas) o chaleco de cuero. A los arcabuceros se les consideraba, en efecto, soldados ligeros respecto de los piqueros, cuyas compañías constituían el núcleo básico del tercio. Durante el combate las compañías de arcabuceros se caracterizaban por su gran movilidad, desplegándose rápidamente para situarse en las alas de los cuadros formados por los piqueros y tratar de envolver al enemigo hostigando sus flancos.

El arcabuz se utilizó con sucesivas innovaciones desde el siglo XV al XVIII. El vocablo quizá derive del alemán hakenbüchss (haken: gancho o garfio. büchss, arma de fuego), aunque también podría ser una deformación del árabe al káduz (el tubo). Este arma consistía en un cañón montado en un fuste de madera de un metro aproximadamente, aligerado hacia la boca y reforzado hacia la cámara de fuego. La longitud del ánima oscilaba entre 0,80 y 1,60 metros. Al evolucionar el arcabuz hacia el mosquete, aumentando de tamaño y peso, fue preciso apoyarlo en una horquilla para poder hacer fuego. El equipo adicional de los arcabuceros consistía en una bandolera de la que pendían las sartas o cargas de pólvora en doce estuches de cobre o de madera (a los que se conocía como los doce apóstoles), un polvorín de reserva y una mochila en la que se guardaban las balas, la mecha y el mechero para prenderla. Iban también armados con una espada semejante a la que solían usar los piqueros. Cada arcabucero recibía una cierta cantidad de plomo o estaño para fundir sus propias balas en un molde que se les entregaba junto con su arma.

Como cada pedido de armas incluía los moldes para fabricar la munición, el calibre de las balas fundidas tendría que coincidir con el del cañón. Sin embargo, esto no siempre ocurría en la práctica debido a imprecisiones en la manipulación de los moldes. Por otro lado, hay que tener en cuenta que muchos soldados empleaban armas que no eran normalizadas y que la dosificación de la pólvora se realizaba de forma subjetiva y más bien exagerada una vez que se habían utilizado los estuches predosificados de la bandolera, Esto ocurría con frecuencia cuando las circunstancias obligaban a mantener una cadencia de fuego rápida y el tirador no tenía tiempo de volver a llenar los estuches para dosificar sus cargas y vertía la pólvora en el bacinete directamente con el polvorín de reserva. De todo ello resultaba una considerable desigualdad de tiro.

En los primeros arcabuces se utilizaba el sistema de encendido por mecha que fue sustituido más adelante por el de rueda. El sistema de encendido por mecha se basaba en el empleo de un dispositivo denominado serpentín que inicialmente era una simple palanca en forma de Z montada a un lado del fuste de madera: si se oprimía su parte inferior, la superior se movía hacia delante. En el extremo del serpentín se fijaba un trozo de mecha de combustión lenta para provocar la ignición de la pólvora. Estas mechas se confeccionaban con cuerda de lino o de cáñamo empapada en una solución de salitre y puesta a secar. Más adelante se perfeccionó el modelo de serpentín simple incorporándose un resorte de manera que al aflojar la presión sobre éste el serpentín se separaba inmediatamente de la recámara. En las armas equipadas con el sistema de rueda, ésta accionaba un percutor con forma de quijada provisto de una pieza de ágata que al golpear a otra de pedernal inflamaba el cebo con la chispa producida.
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Re: Los Tercios Españoles

Notapor Juanete » Jue Sep 29, 2011 2:55 pm


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Re: Los Tercios Españoles

Notapor Juanete » Sab Oct 01, 2011 9:40 pm


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Los ballesteros

El papel jugado por la ballesta en la historia de la Baja Edad Media fue más que notorio. Las tropas armadas con ballestas, que tan eficaces habían resultado como fuerza de apoyo y cobertura durante la Edad Media, continuaron empleándose durante el Siglo XVI. Fue usada y admirada por cazadores y guardabosques, bandidos, cuadrilleros de la Santa Hermandad, asesinos y soldados. También fue perseguida, incluso excomulgada. El Concilio Lateranense de 1139 amenazó con expulsar del seno de la Iglesia a todos aquellos que usasen contra cristianos ese ingenio que el papa Inocencio II y sus cardenales calificaron como artem mortiferan y Deo obidilem, es decir, "odiada por Dios". Éste fue, por cierto, el primer caso de la historia donde hubo una conferencia para la limitación de armamentos. Pero sólo se prohibe lo que se generaliza, por lo que no cabe ninguna duda de que, por aquel entonces, la ballesta debía tener un éxito importante entre todo tipo de combatientes y cazadores, que para nada se acordavan de las amonestaciones de los clérigos a la hora de matar al vecino con impunidad. Pero no fueron las razones humanitarias las que llevaron a la Iglesia a prohibir tal arma, sino que lo hizo por el peligro que suponía para los propios cimientos del sistema feudal. Según éste, Dios en persona había dividido a los hombres en tres órdenes o estamentos. Pero el "infernal" invento ponía en entredicho todo eso. Para nada le servían al caballero los años de entrenamiento, el caballo de guerra y la pesada armadura, la lanza, la espada y el escudo, si cualquier villano con una ballesta, agazapado entre los matorrales, podía mandarle la muerte en la punta de una saeta. A principios del siglo XVI, Pierre de Terrail, conocido por otro nombre como Bayardo, "el caballero sin miedo y sin tacha", paradigma de la nobleza guerrera de su tiempo, mandaba ejecutar sin dilación sobre el campo de batalla a todos los ballesteros hechos prisioneros, porque consideraba que la ballesta era arma "cobarde y propia de traidores" ya que, armado con ella, cualquier villano que no se había ejercitado largos años en las artes de la esgrima ecuestre de los caballeros montados, y que ni siquiera poseía la fuerza moral de los piqueros que resistían a pie firme las cargas de la caballería, podía matar a unos y otros desde lejos sin arriesgar su vida.

Ahí radicaba el gran peligro de la ballesta, y su gran virtud. No sólo tenía una potencia devastadora, sino que era insidiosamente fácil de manejar. Con ella era sencillo atravesar el cuerpo de un ciervo de lado a lado, o hacer asomar tres dedos de la puonta de un dardo en el espaldar del más noble y brillante paladín. Ciertamente, había desde muy antiguo otras armas que podían lograr los mismos efectos. Ahí estaba el arco largo, patrimonio de los galeses y los ingleses, cuyas flechas que podía perforar cualquier coraza a cinquenta. Pero al manejarlo, el arquero debía realizar un tremendo esfuerzo muscular para tensar su arma, con la única fuerza de sus brazos. Y debíaa mantener esa tensión mientras apuntaba, por lo que era muy dificil poner la flecha a cuarenta pasos en algo menor que la pared de un granero. Por ello, para formar un buen tirador de arco se necesitaban años de duro entrenamiento y dedicación.

Por el contrario, cualquier enclenque, tras media hora de ensayo, era capaz de montar una ballesta, pues para ese fin contaba con los adecuados medios mecánicos. Y una vez cargada, no tenía que hace otro esfuerzo que el de apretar el disparador y soltar la saeta.

La ballesta presentaba un aspecto exterior sencillo, aunque esa simplicidad era más aparente que real. Las armas de este tipo tenía varias piezas móviles en su interior, con resortes y engranajes metálicos. No en balde, a partir de las ballestas se desarrollaron los mecanismos de los primeros relojes. Muchos pueblos de Asia y África nunca alcanzaron los niveles técnicos necesarios para fabricarlas, pasando directamente del arco al arma de fuego importada de occidente. En la actualidad calificaríamos a la ballesta como armamento de "países desarrollados".

Se componía de una pieza de madera de unos sesenta o cien centímetros de alargo, llamada "tablero", "cureña", o "caja", en la que se fijaba en ángulo de noventa grados un arco o "verga", que bien podía ser de acero o "de palo", es decir, de madera. En la ranura de la caja de la ballesta se engarzaba la "nuez", una pequeña pieza giratoria de metal en la que existían unos resaltes donde se sujetaba la cuerda para mantenerla tensa. El "disparador" era otra pieza móvil, también sujeta a un eje. Unos de sus extremos quedaba al aire, bajo el tablero de la ballesta, mientras que el otro se encajaba en una muesca de la nuez, impidiendo que girase. En su parte frontal, el arma tenía una robusta pieza de hierro, el "estribo", donde se colocaba el pie para mantener la ballesta en posición vertical.

Los extremos del arco se unían por una cuerda muy resistente. La cuerda de ballesta era tan fuerte que se le daba muchos usos aparte del que le era propio. Los cuadrilleros de la Santa Hermandad amarraban a sus prisioneros con con ellas, o las utilizaban para azotar a los delicuentes. Curiosamente, estos enérgicos servidores de la Corona por campos y despoblados recibían su nombre de "cuadrilleros", no por ir de cuatro en cuatro, sino el uso que hacían del "cuadrillo". Así se denominaba un cierto tipo de dardo de ballesta, cuya punta, en vez de tener forma de cuña como era normal, estaba tajada de plano. Eso le daba un efecto letal cuando se disparaba a corta distancia, por lo que se usaba en las ejecuciones sumarias, tan normales dentro de los hábitos de la Santa Hermandad. Según algunas pinturas flamencas de la época, el cuadrillo se llevaba sujetando el ala del sombrero, a modo de siniestro broche.

En los siglos XII y XIII los ballesteros llevaban un gancho colgado de su cinturón, con el que se ayudaban para forzar la resistencia del arco, aferrando con él la cuerda mientras ellos hacían fuerza apoyando las manos en la contera del arma. Muchos menos fatigoso era usar la "pata de cabra", un ingenioso artilugio con el que se tiraba de la cuerda por medio de un sencillo sistema de palancas. El más refinado de los ingenios era el "cranequín", que se servía de los efectos combinados del torno, las ruedas dentadas y la cremallera para doblar la verga del arma. El más espectacular sería, sin duda, el "armatoste". Se trataba de una doble manivela que ser engarzaba a la contera de la ballesta, provista de un torno donde se enrollaba un juego paralelo de cabos, enganchados por su extremo libre a la cuerda del arma. Para multiplicar la fuerza de tracción, los cabos se hacían pasar por un doble sistema de poleas, de tal modo que hasta el arco más potente era curvado sin gran esfuerzo, aunque, eso sí, la tarea llevaba su tiempo.

Se usara el sistema que se usara, al final, la cuerda de la ballesta quedaba sujeta por la nuez, que quedaba firme e inmóvil por la presión del disparador. El tirador colocaba entonces el dardo en su sitio y se llevaba el arma a la cara. Una vez apuntada la ballesta, sólo tenía que presionar en el extremo libre del disparador, para liberar la nuez y soltar la cuerda. Un sonoro chasquido indicaba que la saeta volaba hacia su destino, en el costado de un venado o en el peto de un caballero.
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Re: Los Tercios Españoles

Notapor Juanete » Sab Oct 01, 2011 9:46 pm



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La caballería

Durante la fase final de la Guerra de los Cien años, la Guerra de las dos Rosas y la llamada "Guerra del Yeso", la caballería pesada mostró signos de fortalecimiento. Aunque la infantería armada a la suiza y la artillería comenzaba a vislumbrarse como los asesina de la caballería feudal, las experiencias vividas durante estas guerras y el encorsetamiento de la tácticas militares a las que se ceñían los nobles y caballerescos generales, señores de armas y gentilhombres de comienzos del Renacimiento, hicieron posible que la gendarmería, la caballería pesada del rey de Francia, demostrara que el arma de caballería gozaba de buena salud (como venía siendo usual desde los tiempos de Carlos Martel), aplastando al ejército combinado de las cuidades cantonales suizas en Marignano, 1515, año de la subida al trono de Francisco I de Francia.

Apoyados en sus largos estribos y los acorazados arzones de sus monturas, los hombres de armas, revestidos de placas de acero y ricos bordados, seguían siendo el alma de la batalla. Pese a las derrotas que habían sufrido repetidas veces, en Crècy, Poitiers y Agincourt (entre otras), el orgullo caballeresco francés, que solo entendía como glorioso final para una batalla el de la vistosa, contudente y demoledora carga de su caballería pesada, que aplastaba al enemigo, seguía intacto. Por muchas picas tras las que pretendieran guarecerse los hijos de plebeyos y aldeanos metidos a guerreros, por mucha ballestería que gastasen y mucho ruido que hicieran con sus escopetas y espingardas, las batallas seguía decidiéndolas la caballería. Esta era su mentalidad.

Por desgracia, la caballería pesada teníalos días contados. Después de haber conquistado Granada, tras ocho siglos de luchar contra los moros y contra ellos mismos (con brillantes campañas exteriores como la de los almogávares), los españoles (o mejor dicho, sus reyes), tras la unión de Castilla y Aragón, acariciaban el pastel italiano, rico y disputado, intentando hacer valer sus derechos sobre Sicilia y Nápoles y, de paso, intentar expulsar a los franceses del resto de los territorios que ocupaban de facto.

Los rivales a batir: franceses, italianos, suizos, borgoñones y alemanes. Las potencias europeas de la época, tanto militares como económicas, peleaban por la posesión de una Italia dividida en pequeños feudos, tejiendo alianzas y ligas, ya peleando entre ellos o contra el papado. Con este cuadro, pues, no cabe extraño alguno en la subestimación que esas potencias hacían del ejército de la monarquía hispánica, demasiado "cerrado" durante largos siglos en campañas interinas y peninsulares como para suponer una amenaza ante las experimentadas compañías mercenarias de lansquenetes, cuadros de picas suizas y, sobretodo, ante la caballería y la artillería del rey de Francia.

No contaban con que esos cetrinos, barbudos y enjutos españoles, aldeanos y segundones convertidos en soldados para conquistar la Granada musulmana, habían hecho mucho más que pelear contra un enemigo supuestamente "inferior". Habían aprendido el arte de la guerra moderna. En terreno montañoso y luchando contra un enemigo que ataca con rapidez y por sorpresa, que juega a cortar los suminitros del rival y dañar su cohesión mediante talahas, golpes de mano y almogaravías antes de asestar el definitivo golpe final, no se podían usar las tácticas de guerra europea convencional. El bravo hombre de armas debió de bajarse del caballo y dejar lugar a la infantería que, armada con ballestas, picas y arcabuces, era una respuesta rápida y fiable contra el enemigo granadino.

La caballería musulmana, rápida, flexible y que tan pronto podía asestar al enemigo una tremenda lanzada como salir indemne tras esquivar al acorazado caballero feudal o al soldado, como el rejoneador que escapa del pitón del toro, fué asimilada por el ejército español, copiando sus forma de combatir y usándola con eficacia contra el enconado rival nazarí.

Así las cosas, y para colmo de males de los caballeros de la Francia, el ejército español enviado a Nápoles a comienzos del siglo XVI, se encontrada al mando de don Gonzalo Fernández de Córdoba, más conocido como "El Gran Capitán", un brillante táctico y mejor estratega. Aún así, como si el benévolo destino quisiera haberle concedido al francés un último desquite, la primera batalla en suelo italiano, la de Seminara, concluyó con la derrota del ejército español.

La causa de esta primera derrota, la única sufrida por el Gran Capitán en Italia, hay que buscarla en la ineptitud de Ferrante II de Nápoles, capitán general de aquel ejército y que precipitó los acontecimientos a causa de su encorsetada (coetania, podría decirse) visión táctica.

Aprendiendo de esta derrota, y bajo el lema de "una y no más", el Gran Capitán reformó a sus tropas, que habían sido vencidas pero se habían retirado ordenada y disciplinadamente, sufriendo pocas bajas, aumentando el número de arcabuceros y relegando a la ballesta (arma favorita del rey Fernando) al un plano secundario dentro de sus coronelías.

El choque tuvo lugar en las viñas de Ceriñola (1503) donde, resguardándose detrás de un parapeto y un terraplen, los arcabuceros y los infantes, esa "soldadesca" desarrapada, acabaron a golpe de arcabuz con el honorable y medieval duque de Nemours, general fránces, su vistosa gendarmería y, de postre, a un gigantesco cuadro de infantería suiza que venía detrás.
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Re: Los Tercios Españoles

Notapor Juanete » Sab Oct 01, 2011 9:48 pm


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Re: Los Tercios Españoles

Notapor Juanete » Jue Oct 06, 2011 12:32 pm


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La artillería

La artillería hasta la segunda mitad del XVIII tenía un valor muy relativo en campo abierto, dado que se encontraba en un estado primitivo de desarrollo. Las diferencias de calibre de las piezas hacían del municionamiento una pesadilla; el peso de las mismas reducía su movilidad al mínimo: la falta de proyectiles explosivos medianamente previsibles limitaba su eficacia en el fuego contra personal; la cadencia de tiro era lenta, oscilando —según el calibre— entre sólo ocho a quince disparos por hora, debido a la necesidad de volver a emplazar la pieza después de cada disparo y a las complicadas operaciones para recargarla; la calidad de los metales obligaba a restringir el número de tiros, para evitar el recalentamiento (había que refrescar los cañones con pellejos mojados en agua y —según algunos— en vinagre, aunque otros opinaban que utilizar éste era “invención de poco momento”); la puntería era errática, entre otras consideraciones por la falta de mecanismos adecuados para hacerla... En suma, no podía acompañar a la infantería propia en un avance ni destruir a la contraria en la defensiva. La abundancia de ejemplos de unidades de infantería tomando al asalto una batería demuestra sus enormes limitaciones.

En cuanto a su alcance, parece que no superaba los mil metros, y ello sólo en condiciones ideales, en un terreno sin obstáculos que afectaran la trayectoria del proyectil o la visión de los servidores, que acostumbraban a tirar “de punto en blanco”, es decir, con el arma en posición horizontal.

A pesar de que se la describió como “esta máquina infernal en el mundo”, parece más apropiado afirmar que “su efectividad y precisión eran, en muchas ocasiones, entre milagrosas y casuales”. La eficacia de su fuego queda bien reflejada en la anécdota que se produjo el primer día de combate por el socorro de Inglostad, en 1546. Cuando el jefe protestante propuso un brindis por los muertos causados por los novecientos disparos que había hecho su artillería, uno de sus subordinados le respondió: “señor Landgrave, yo no sé los que hoy hemos muerto, más sé que los vivos no han perdido un pie de sus posiciones indicando que habían sufrido unas bajas mínimas.

Así fue. En el escuadrón en que se hallaba Carlos V, el bombardeo —a pesar de que “no se veía otra cosa por el campo sino pelotas de cañón y de culebrina, dando botes con una furia infernal”— sólo mató a un archero de la guardia y a dos caballos. En cambio, seis piezas españolas reventaron. Una de ellas mató a cinco soldados propios e hirió a dos, lo que indica que aquellas armas en ocasiones eran más peligrosas para quienes las manejaban que para el adversario.

Verdugo, por su parte, menciona un combate en el que, tras soportar el fuego de cinco cañones, sólo perdió un tambor. A la vista de esto, no es extraño que los soldados de los tercios acostumbraran a describir a la artillería, con poco respeto, como “espanta bellacos”. Casi doscientos años más tarde, todavía se podía decir que “un hombre necesitaba estar predestinado para morir de un cañonazo durante una batalla”, aunque poco después la artillería iniciaría un proceso de desarrollo que le llevaría a dominar el campo de batalla durante dos siglos.

Pero en la época de los tercios todavía se trataba de una actividad casi artesanal, más que de una ciencia, con todo lo que este concepto implica de fiabilidad, dominio de la técnica, etc... Prácticamente hasta la Ilustración la artillería de todos los países se aproximaba más a un gremio medieval que a un cuerpo armado, y un elemento tan significativo como los grados militares convencionales no se aplicarían a la totalidad de los artilleros hasta después del XVII, cuando los tercios no eran sino un recuerdo. Muchos años después, en el Austria de María Teresa, la artillería seguía siendo un mundo complejo, lleno de reminiscencias gremiales.

Durante parte de la época que nos ocupa, algo fundamental para el Arma, como la fabricación de las piezas mismas, estuvo confiado en España a los maestros campaneros, porque únicamente ellos dominaban el uso del llamado metal de campana, considerado el más apropiado para fundir cañones. Quizás en recuerdo de ello, la artillería conservó por años el llamado “privilegio de campanas”, en virtud del cual pasaban a su propiedad las existentes en una plaza que caía merced a su fuego, así como las piezas puestas fuera de servicio y los “estaños y cobres que se hallen, no reservando calderos ni platos"

Carlos V, adelantándose a sus contemporáneos, implantó con éxito en 1552 un cierto orden en la multitud de calibres existentes —llegó a haber hasta ciento sesenta tipos de piezas—, reduciéndoles a un número manejable. Estableció seis modelos de piezas: de cuarenta, veintiséis, doce, seis y tres libras, más un mortero.

Este esfuerzo de simplificación se llevó a la práctica sólo en parte. En tiempos de Felipe II, continuando en la misma línea, se establecieron siete: cañones y medios cañones; culebrinas y medias culebrinas; sacres y medios sacres, y falconetes. A finales del XVI, existían seis: cañones (de cuarenta, treinta y cinco, treinta y dos y treinta libras); medios cañones (de veinte, die­ciocho, dieciséis y quince); tercios de cañón (de diez, ocho y siete); culebrinas (de veinticuatro, veinte, dieciocho y dieciséis); medias culebrinas (de doce, diez, ocho y siete) y tercias culebrinas (de cinco, cuatro, tres y dos). En principio, las culebrinas se distinguían de los cañones por su mayor longitud, que imprimía a sus disparos más velocidad y alcance. A cambio, eran más pesadas y tenían un consumo mayor de pólvora.
En 1609, el conde de Buquoy, general de la artillería española en Flandes, con la ayuda de dos expertos universalmente respetados, como Cristóbal Lechuga y Diego Ufano, dio un paso fundamental en el proceso de racionalización, estableciendo los siguientes calibres: cañón de cuarenta libras; medio, de veinticuatro; cuarto, de diez o doce y cuarto de culebrina, o “pieza de campaña”, de cinco o seis.

Lechuga, en su Tratado, habla de: cañón, de cuarenta libras; medio cañón, de veinticuatro; cuarto, de doce; culebrina, de veinte; media, de diez y cuar­to, de cinco, junto a morteros de tres tamaños. Estimaba, sin embargo, que los tres tipos de cañones, “más seguros y manejables”, podían hacer “todos los efectos que se pueden desear” en los asedios, sin necesidad de culebrinas. Éstas, por sus características, poseían el inconveniente de apenas tener retroceso, por lo que no se utilizaban en la guerra de sitio, ya que cargarlas exigía bien que los artilleros salieran fuera de la protección de la batería, bien que arrastraran la pieza a fuerza de brazos al interior de la misma, procedimientos ambos que presentaban inconvenientes. Además, las culebrinas requerían para cada disparo una cantidad de pólvora equivalente a dos tercios del peso de la bala, mientras que los cañones únicamente la mitad de éste, siendo por consiguiente más rentables.

El sistema fue imitado por diversos países: en 1620 Francia adoptó los cañones de veinticuatro y doce libras, en imitación directa de los españoles. Mauricio de Nassau hizo lo mismo.

Las piezas debían hacerse con una aleación de ocho o diez libras de estaño por cada cien de cobre. Las cureñas, carromatos y avantrenes o “carriños”, de olmo, roble o fresno, cortado en luna menguante en enero y febrero, dejando secar la madera un mínimo de cuatro años antes de empezar a trabajarla. En cuanto a la pólvora, cuya fabricación correspondía a la artillería, la mejor era la elaborada siguiendo la fórmula de “seis, As, As”, con seis partes de salitre, una de carbón y otra de azufre.

Las reformas del emperador y de sus sucesores supusieron ciertamente un avance muy considerable. Disminuyeron las dificultades de municionamiento e introdujeron un elevado grado de racionalidad en el caos reinante anteriormente, pero estas medidas por sí solas no bastaban para compensar los problemas técnicos de la artillería. Así, se hicieron intentos para superar uno de los principales, el peso, acudiendo a piezas más ligeras, como los famosos “cañones de cuero” suecos, y los “mansfelds”, pero no dieron resultados satisfactorios, de forma que éste siguió constituyendo una seria limitación para el empleo táctico de la artillería.

Para tirar de un cañón, se precisaban veintiún caballos, con buen tiempo, treinta si los caminos estaban embarrados o nevados; para un medio cañón, dieciocho y veinticuatro, respectivamente; un sacre, doce o trece... Un carro arrastrado por ocho caballos cargaba entre cincuenta y sesenta proyectiles, y se calculaba que un ejército debía llevar consigo no menos de treinta mil.

Cualquier relación de trenes de artillería de los siglos XVI y XVII resulta abrumadora, por las dimensiones de los mismos. Por ejemplo, en 1578 se estimaba que para mover quince cañones y otros tantos medios cañones con la necesaria munición (más la requerida por infantería, cuyo transporte también era competencia de la artillería), eran precisos cuatrocientos carros con setecientos caballos cuidados por ciento ochenta mozos. Lechuga, escribiendo a principios del XVII, calcula que para un tren compuesto por cuarenta piezas (veinte cañones, catorce medios y seis cuartos), se requerían mil doscientos cincuenta caballos para tirar de ellas. También, trescientos ochenta carros, con sus correspondientes caballos, para la munición. Habría que añadir otros doscientos ochenta para pólvora y balas para infantería, útiles de gastadores, pontones etc. Ufano, facilita datos muy similares. Todo ello suponía una masa de cuatro o cinco mil caballos, que presentaban los problemas adicionales que suponía el que hubiese que alquilarlos a particulares, al igual que los carromatos, ya que el ejército no los tenía. Si a ello se añade la escasa red de comunicaciones terrestres existente y su mediocre calidad, se comprenderán las enormes limitaciones operativas del Arma.

La discutible utilidad de la artillería en las batallas campales contrastaba con su eficacia en la guerra de sitio. Los avances logrados hasta entonces fueron suficientes para revolucionar totalmente tanto las fortificaciones como la forma de atacarlas. Los castillos medievales de altos muros, concebidos para resistir una escalada, eran un blanco perfecto para la artillería, que en pocos años les relegó a objetos de museo. En los asedios, las mayores servidumbres de ésta (escasa movilidad, reducido alcance, lenta cadencia de tiro) apenas tenían relevancia, y su capacidad de destrucción pasaba a primer plano. De ahí que surgiera en Italia un nuevo tipo de fortificación, la abaluartada, diseñada expresamente para contrarrestar el tiro de las piezas. Se basaba en muros bajos —con lo que se reducía el tamaño del objetivo— y gruesos, para absorber mejor los impactos. A la vez, se buscaba eliminar los ángulos muertos, para obtener mejor rendimiento del fuego defensivo.

Sirvió para cambiar enteramente las tácticas para la expugnación de una plaza, que se convirtió en una operación larga y complicada. En principio, estas fortificaciones tenían el inconveniente de su enorme costo, pero no tardó en descubrirse que, construidas de tierra, resultaban no sólo más baratas, sino más eficaces que las edificadas con piedra, ya que absorbían mejor los impactos. Ello permitió que se multiplicaran, hasta el extremo de llegar a revolucionar la estrategia, sobre todo en regiones como los Países Bajos que, por sus características, se prestaban especialmente a su utilización.

Era una forma de guerra enteramente nueva, a la que se tuvieron que adaptar los tercios. Todo ello, por la tiranía de unos cañones que en campo abierto eran casi despreciables.
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Re: Los Tercios Españoles

Notapor Juanete » Jue Oct 06, 2011 12:33 pm


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Guardias imperiales

Estaban integradas por los alabarderos de la Guardia Española, los archeros de Borgoña y los alabarderos de la Guardia Alemana. Los alabarderos de la Guardia Española iban vestidos con jubones y gregüescos acuchillados de colores amarillo y rojo, calzas rojas y zapatos negros. Se tocaban con una parlota (gorra ancha y casi plana) negra adornada con plumas blancas, completando su vestimenta un capotillo amarillo forrado en rojo dispuesto de través sobre el hombro izquierdo.

Los archeros de Borgoña procedían de la Guardia de arqueros de Borgoña, introducida en España por Felipe el Hermoso, y sus componentes prestaban servicio a pie en el interior de las estancias reales y a caballo en el exterior. En el servicio a pie vestían jubones y gregüescos acuchillados de colores amarillo y rojo, calzas amarillas, parlota negra, capotillo de igual forma y colorido que los alabarderos de la Guardia Española y zapatos negros con grandes lazos rojos. Su arma principal era el archa, especie de lanza con hoja en forma de cuchillo de gran tamaño. Los alabarderos de la Guardia Alemana vinieron de Alemania en 1519, rigiéndose siempre por fueros especiales. Acerca de su indumentaria existen varias versiones.

Así, según Giménez llevaban parlota blanca y capotillo, mientras que el Conde de Clonard los representa sin capotillo y con el color de las medias (blanca una y amarilla la otra) alternando con el del Jubón y los gregüescos.
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Re: Los Tercios Españoles

Notapor Juanete » Jue Oct 06, 2011 12:36 pm


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Pífanos y tambores

No iban armados sino con una pequeña daga y no usaban ningún tipo de casco ni de armadura. Como prenda de cabeza empleaban una parlota de paño amarillo adornada con un plumero rojo. Sus jubones y gregüescos solían ser amarillos acuchillados en rojo, las calzas rojas y los zapatos negros.

Los tambores, o "cajas de guerra" como entonces se llamaban, eran muy altos y voluminosos. La caja solía estar pintada en azul con dos bandas rojas en los extremos superior e inferior, aunque algunos autores opinan que, con frecuencia estas bandas eran del color de la librea de los maestres de campo, coroneles o capitanes. También es probable que en algunos casos se pintaran en la caja las armas imperiales.
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Re: Los Tercios Españoles

Notapor Juanete » Jue Oct 06, 2011 12:38 pm


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Los oficiales

Los oficiales vestían de forma similar a la de la tropa aunque gustaban de utilizar prendas más suntuosas, de acuerdo con su grado o con su propia disponibilidad de fortuna. Los generales se distinguían por el empleo de una ancha banda de color carmesí que les cruzaba el pecho.

Entre los jefes y oficiales era frecuente el empleo de borgoñota, adornada con plumas rojas y blancas, media armadura o armadura completa. Durante el reinado de Carlos V tuvo considerable auge la armadura denominada "Maximiliana", que se caracterizaba por poseer multitud de estrías o acanaladuras muy próximas entre sí que imitaban los pliegues de las prendas de la época y cubrían toda su superficie a excepción de las grebas o parte inferior de las defensas de las piernas. Los zapatos metálicos, con bordes rectangulares, estaban inspirados también en el estilo civil del momento conocido como "pata de oso".

Las estrías, aparte de su función decorativa, se introdujeron para reforzar la armadura y tratar de desviar de las zonas vulnerables el impacto de los proyectiles o de las armas blancas. Carlos V vestía una armadura a la romana que se conserva en la Real Armería de Madrid. Fue labrada por Bartolomeo Campi, platero de Pesaro, y está compuesta por siete piezas de acero pavonado con adornos de bronce dorado, de plata y de oro. Se inspira en las armaduras grecorromanas, puestas de moda durante el Renacimiento. El casco es una borgoñota con yugulares a la romana, adornada con una diadema de hojas de encina en oro. La coraza se adapta a la musculatura del cuerpo, a la manera de las que utilizaban los emperadores romanos.

Además de la espada y la daga, de uso general entre los oficiales, los capitanes utilizaban pica y rodela o arcabuz al entrar en combate. Su distintivo de grado era una jineta sin punta acerada y guarnecida con "flecos galanes" que portaban durante las marchas o en las estancias en los campamentos.

Los sargentos mayores llevaban coleto de ante, musequíes o mangas de malla y morrión (prenda militar, a manera de sombrero de copa sin alas y con visera), e iban armados con espada y corcesca (arma semejante a la alabarda, rematada en una sola punta como las lanzas); la corcesca constituía también, junto con su bastón de mando, un distintivo de grado.

Los alféreces y los sargentos de compañía llevaban una alabarda como distintivo de grado, y en los combates solían utilizar, además de la espada, un gran dardo con punta de hierro fabricado con madera muy resistente (generalmente fresno). Con frecuencia los generales tenían a su servicio a un heraldo para que actuara como enlace entre las diversas unidades a su mando y transmitiera mensajes al enemigo. Los heraldos del Emperador vestían una dalmática de seda en la que iban bordados los emblemas imperiales, y portaban un bastón de mando blanco como signo de su misión de paz.
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Re: Los Tercios Españoles

Notapor Juanete » Sab Oct 08, 2011 10:35 pm



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LOS TERCIOS; SOLDADOS INMORTALES

“Españoles en la mar quiero, y si es en tierra San Jorge nos proteja”...
Así reza un proverbio inglés desde hace siglos al buen hacer de la infantería española y al gran manejo que con las armas hacían los mismos en los combates cuerpo a cuerpo, especialmente con la espada y la daga –llamada vizcaína-, eran manejadas por aquellos infantes españoles con una destreza y bravura como ningún otro soldado de su época...

Los Tercios españoles dominaron los campos de batallas de Europa durante todo el siglo XVI y el primer cuarto del siglo XVII, siendo muy temidos y respetados por todos aquellos adversarios que la joven España tenía por aquellos remotos y controvertidos siglos.

Fue el emperador Carlos V, Rey de España y Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, quien creó los Tercios de manera oficial en el año 1534, formando los primeros Tercios en Italia -conocidos como “Tercios viejos”-, pero podemos remontarnos al reinado de los Reyes católicos cuando ya unidades de infantería comparables a los Tercios fueron creadas para defender las posesiones españolas en Italia y realizar las incursiones en el Norte de África en la lucha contra los piratas berberiscos que amenazaban las costas españolas.

Los hombres que nutrían las filas de los Tercios españoles, eran voluntarios en su gran mayoría, contratados para campañas militares concretas o para periodos de tiempo establecidos, eran soldados mercenarios, con el transcurso del tiempo se fueron convirtiendo más en tropas profesionales permanentes, que habían acabado enrolándose en gran parte como salida a una vida de penurias y de hambre, eran gentes de procedencia humilde o hidalgos venidos a menos, pero todos ellos endurecidos por la crudeza de la vida en aquellos tiempos, otros eran simples mercenarios que no sabían otra cosa que no fuera desenvainar su espada y envainarla manchada con la sangre de sus enemigos y donde los futuros botínes que pudieran tomar en los saqueos y capturas al enemigo eran suficientes para reclamar su atención. También el hecho que se pudiera ir ascendiendo dentro de la jerarquía militar, peldaño a peldaño, sin importar la condición social de que se viniera, significaba un gran reclamo, ya que en aquella época daba mucho prestigio y era algo apreciadísimo en la sociedad española la distinción y jerarquía que se tuviera...en definitiva eran hombres endurecidos por la batalla y por la vida que les tocó vivir, pícaros, disciplinados como ningún otro en los campos de batalla, diestros con la espada, enormemente valientes y con un gran sentido del honor que aquella época requería y emanaba.

Los Tercios españoles estuvieron formados por todo tipo de nacionalidades que comprendían por aquellos años las posesiones españolas a lo largo del Continente, por tanto podíamos encontrar; italianos, valones, suizos, borgoñones, flamencos...aunque las tropas españolas, siempre se procuraron que estuvieran en Tercios independientes a los extranjeros, eran la base de aquella máquina perfecta de guerreros que recordaban a las antiguas legiones romanas, eran la flor y nata del ejército.

Los tiempos de gloria de la infantería española estuvieron dirigidos a cargo de generales ilustres y que han pasado con letras de oro a la historia militar española y mundial: Don Gonzalo Fernández de Córdoba “el Gran Capitán” quizás sea su principal precursor y uno de los mas afamados jefes de los ejércitos españoles, pero no el único...Don Juan de Austria, Alejandro Farnesio, Ambrosio de Spínola, Conde de Tilly o el mismísimo Duque de Alba, por poner algunos ejemplos, han dirigido a la infantería española por tierras hostiles y lejanas, infundiendo el temor y el respeto que su solo nombre producía en los enemigos de España.

Los Tercios españoles fueron evolucionando y variando en su organización en gran medida con el paso de los años, pero podemos enfocar el encuadramiento de dicha unidad en tres clases de combatientes: piqueros, arcabuceros y mosqueteros, aunque antes de la evolución que tomaron las armas de fuego, se utilizaban ballesteros y espingarderos junto a los piqueros. Estaban encuadrados en compañías (unos 250 hombres aprox. cada una), y cada cuatro compañías se establecía una coronelía (1000 hombres), y tres de éstas formaban el Tercio, que solía constar de unos 3000 hombres aproximadamente, aunque a la hora de la verdad las filas estaban siempre bastante mermadas y el número real de combatientes distaba mucho de lo que se presuponía

Al frente del Tercio estaba un maestre de campo, establecido por nombramiento real, seguido de un sargento mayor que hacía las funciones de primer ayudante y segundo jefe al frente del Tercio correspondiente. Cada coronelía era dirigida por un Coronel, y las compañías eran dirigidas por los respectivos capitanes, encargados de reclutar a la tropa cuando así se requería y responsables de la formación de la misma.

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Re: Los Tercios Españoles

Notapor Juanete » Sab Oct 08, 2011 10:37 pm


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Dentro de los Tercios había una figura muy importante: El Alférez, era el lugarteniente del Capitán a quien sustituía cuando éste se hallaba enfermo, herido o ausente. Era responsable de la bandera, que debía portar en los combates y en las revistas.
Además dentro de cada compañía había una figura, los sargentos, que ayudaban a mantener la disciplina en las filas y velar por que se cumplieran y realizaran adecuadamente las ordenes recibidas por el capitán.

Además en todos los Tercios había capellanes, cirujanos, pífanos, tambores, que realizaban las labores propias de su cargo. Especialmente la religión estaba muy inculcada en los ejércitos españoles donde la función de los capellanes era fundamental para inculcar la fe y la fuerza divina en los bravos guerreros españoles.

Junto a los Tercios en las campañas militares, les seguía un tropel de personas vinculadas a los mismos sin pertenecer a la estructura militar, como familiares, prostitutas, vivanderos...etc, en cierta medida recuerda a todo el séquito que seguía a las legiones de Roma en sus campañas y que formaban auténticas ciudades en torno a los campamentos militares.
Evidentemente los mandos intentaban mantener una férrea disciplina en sus hombres para que todo este conglomerado social no se convirtiera en un desmadre.

En los siglos que tratamos no había una uniformidad establecida, sino que cada cual vestía conforme su condición económica y social se lo permitía, sus ropas iban convirtiéndose con las inclemencias del tiempo y las duras condiciones de los combates, en harapos y mas bien en muchas ocasiones como consecuencia de la indebida reposición de vestimenta, tenían mas aspecto de vagabundos que de los soldados de uno de los mas grandes Imperios que el mundo ha conocido.

Para su identificación con las armas españolas, aparte de los estandartes propios de cada unidad, los ejércitos españoles de la época abanderaban la Cruz de Borgoña – según los manifiestos se empezó a utilizar por primera vez en la batalla de Pavía en Febrero de 1525-, los componentes de los Tercios solían llevar un aspa en el pecho o bien lazos o trozos de tela en el cuerpo siempre de color rojo. Contaban con el mejor acero de la época y con la mejor formación que los expertos veteranos iban inculcando en los nuevos reclutas que iban sumándose a las filas de los ejércitos españoles.

Durante la época que tratamos de los Tercios, principalmente durante el siglo XVII, las guerras solían llevarse acabo estableciendo sitios a plazas principalmente, pero era en campo abierto donde la infantería española marcaba su supremacía absoluta, era una fuerza de choque de amplia autonomía y gran capacidad de maniobra y de potencia de fuego, debido a la acertada combinación entre armas blancas y de fuego.

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Re: Los Tercios Españoles

Notapor Juanete » Vie Oct 14, 2011 10:13 am


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Durante la época que tratamos de los Tercios, principalmente durante el siglo XVII, las guerras solían llevarse acabo estableciendo sitios a plazas principalmente, pero era en campo abierto donde la infantería española marcaba su supremacía absoluta, era una fuerza de choque de amplia autonomía y gran capacidad de maniobra y de potencia de fuego, debido a la acertada combinación entre armas blancas y de fuego.

La gran cohesión existente entre cada una de las clases de combatientes que antes se han expuesto hacía que los Tercios se convirtieran en una magnífica máquina de guerra, se establecían formando un cuadro de formación cerrada, llamado escuadrón de picas, en el que los piqueros -con lanzas que superaban los 4 metros de longitud- formaban una barrera infranqueable y tras la cual se refugiaban los mosqueteros y arcabuceros, una vez que hacían fuego sobre el enemigo, éstos estaban apostados en las esquinas del cuadro dando protección al mismo y mezclados entre las líneas de picas.
Los Tercios eran apoyados por artillería y en algunas ocasiones contaban con pequeñas unidades de caballería para proteger sus flancos o perseguir al enemigo una vez eran derrotados.

Estas técnicas innovadoras en el arte militar durante el siglo XVI y magistralmente llevadas acabo por los grandes generales con que contó la infantería española fueron copiadas por los enemigos del Imperio español y perfeccionadas a lo largo del siglo XVII por enemigos tan brillantes como Gustavo Adolfo II de Suecia.

En aquellos tiempos para el Imperio de los Austrias, en que poseían tierras a todo lo ancho y largo del mundo, donde decían que en sus territorios “nunca se ponía el Sol”, mantenía una poderosa flota con la que proteger sus posesiones y rutas con América, de la cual procedía principalmente la riqueza que costeaba las guerras en las que estaba España inmersa. Ingleses y holandeses fueron superando poco a poco a la Armada española en cuanto al control de los mares e incluso superándola en tácticas navales y el adiestramiento de los marineros que ocupaban las embarcaciones, por lo que los galeones españoles procuraban abordar las naves enemigas, sabiéndose de la enorme superioridad en el cuerpo a cuerpo de su infantería, hasta en la mar eran temidos los infantes españoles cuando de manejar la espada y el arcabuz se trataba...

Las victorias españolas de Ceriñola (1503), Garellano (1503), Orán (1509), Bicocca (1522) Pavía (1525), Mühlberg (1547), San Quintín (1557), Gravelinas (1558), Gemmingen (1568), Lepanto (1571), Mock (1574), Maastrich (1579), Amberes (1585), Ostende (1604), Breda (1625), Nördlingen (1634), han pasado a la historia como grandes gestas de nuestros Tercios en los campos de honor, en esos campos llenos de la sangre derramada por aquellos hombres que sin ser ejemplo del momento histórico que les toco vivir en lo social y humano, si fueron los mejores soldados de su tiempo.

Nuestros Tercios combatieron en África, Italia, Europa central, a lo largo de todo el Mediterráneo e incluso muchos de esos primeros hombres soldado que estuvieron a las ordenes del “Gran Capitán”, cruzaron el inmenso mar del Atlántico en busca de fortuna y aventuras hacia el Nuevo Mundo, pero es en tierras flamencas, en tierras de Flandes, donde nuestros afamados Tercios sostenían a sangre y fuego los territorios que los Austrias se negaban a dejar en manos de protestantes y herejes flamencos, donde las guerras de religión se llevaban hasta las mas terribles consecuencias y donde la sangre y el odio sembraban unas tierras que tardarían en ver la paz, allí es donde se originó la leyenda de tan bravos soldados.
Fue allí, en Flandes, donde nuestros ejércitos lucharon contra todas aquellas potencias que estaban destinadas a relevar en la supremacía mundial a las armas españolas; franceses, ingleses y holandeses, todos ansiaban desposeer de aquellas tierras de los Países Bajos a la poderosa pero exhausta España, por allí nos desangrábamos, allí se fundieron principalmente las riquezas que llegaban de América, en las interminables, costosas y sangrantes guerras de Flandes.

Allí España se veía rodeada y amenazada de enemigos por todos lados, en tierra hostil, donde cada vez se hacía mas difícil establecer rutas para el suministro y abastecimiento de las tropas que allí estaban acantonadas, o bien para los nuevos refuerzos que se solicitaban, de ahí el dicho “poner una pica en Flandes”, dando a entender un hecho que conlleva bastante dificultad para llevarse acabo, en alusión al grave problema que ocasionó a España durante el siglo XVII la recluta y formación de buenos soldados y el poder enviarlos en rutas seguras hasta tierras de los Países Bajos.

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