Historias y cuentos de policías

Temas relativos a la temática policial como: lecturas, series de TV, cine, radio, coleccionismo, etc.

Moderador: Moderadores Zonales

Reglas del Foro
Este foro está CERRADO, visita y participa en nuestro nuevo foro en: https://www.foropolicia.es.

Por decisión de la administración en este foro ya no se podrán escribir temas ni mensajes nuevos y solo permanecerá abierto a efectos de consulta. Si quieres saber los motivos de este cambio pincha aquí.

Para cualquier información, pregunta o duda puedes enviarnos un e-mail a info@foropolicia.es

Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Sab Ago 30, 2008 11:47 pm


Cartera Porta Placa Ertzaintza

Fabricado en piel de vacuno
enpieldeubrique.com
Ya somos muchos en éste zoológico

-Ese ca.brón no escarmienta -señaló Hermano Burris hacia la bocacalle. Acodado sobre el mostrador, insistió y los clientes vieron a Mapache cruzar la calle una y otra vez, vestido con uniforme de futbol y maleta deportiva a la espalda.
-Un día, o se ahoga en cualquier charco o en su propia basca -dijo Pelón Águila.
-No te creas: para los años que lleva en la briaga, se sabe cuidar... Míralo, nomás se va de una banqueta a otra, parece papalote coleando -agregó Tío Ñandú.

Chanate, hermano mayor del Panda -emboscado en un zaguán, en cuclillas-, también lo vio pero no detuvo las profundas inhalaciones a su estopa.

Los perros, enardecidos, no daban reposo, pero Mapache -a las diez de la noche de ese domingo- arribó por fin a su destino: el expendio de cerveza. Se aferró a uno de los postes que sostenían el tejabán; el agua de lluvia le escurría por el rostro.

-¡Utos perros, me querían tragar, Hermano Burris...! Pero ¡mocos! Sus patadas... Uno se acercaba y ¡cernia! Utos perros... Como me ven, me tratan, pero ¡mocos, mocos y mocos, me cae! Dame una cerveza para el mal sabor de boca... bien fría -balbuceó Mapache.
-¡Ni una más! -gritó desde la trastienda Alondra, la esposa del Hermano Burris-. Hasta que no pague lo que debe.
-Chale-chale... Si por eso fundé El Barzón de Chupamaros -refunfuñó Mapache.
-Ya debería dejar el trago: la Marta ya va a ser abuela y usté, malgastando su dinero, sigue en el agua, ¿pus qué gana con eso? -dijo don Leoncio y echó el sombrero de palma hacia atrás para dar un sorbo a su cerveza.
-Niguas... Hasta que ella me haga caso...
-¡Quítate el uniforme, denigras al equipo de la colonia! -embromó Tío Ñandú. Don Leoncio hizo segunda:
-Deveras, Mapache: anda y duérmete, ya estás como querías.

Sobre el tejabán, el tamborileo de las gotas de lluvia se incrementó. En la calle, ni un alma. Tras las rejas del expendio, Hermano Burris se atusó los enormes bigotes. Mapache soltó la maleta con el escudo de los Pumas y se repantingó sobre el tronco de árbol que servía de asiento a los consumidores.

Bajo la marquesina del zaguán, Chanate inhalaba; de cuando en cuando extraía de su chamarra una charrasca de acero y la frotaba contra la banqueta.
-¿A poco todavía juegas fut, mi Mapas? A tus cincuenta, todavía aguantas, aunque sea echando porras, abrazando postes y deteniendo paredes tan briagas como tú -pinchó Pelón Águila.
-Juego y chupo... hasta que Martita me haga caso... Ya se cansará de ser madre soltera... O abuela soltera... Porque a la Ave, después de su fiesta de quince años... empezó a crecerle la panza... A mí me dijo Martita: fue el Panda... Lo busqué al chamaco y ¡mocos, pum-pum-pum, mocos, culero! Pa’ qué se ponchó a la Ave.

Tío Ñandú, contrito, le soltó:
-Lo mandaste al hospital con los güevos reventados.
-Eso no está bien, Mapache, digo yo -agregó Águila y puso el envase sobre el mostrador-: deme otra, para ir a dormir sabroso.
-Querías hacer méritos, Mapache, pero te pasaste: dicen que mañana capan al Osito Panda -le agregó al chisme don Leoncio.
-Está bien... Ya somos muchos en este zoológico... Con un garañón menos, nos tocan viejas de a más -balbuceó Mapas. La cabeza se le iba de un lado a otro, sin control-. Oiga, Alondra... Apúnteme en el hielo la última chela... Hazme la balona con tu domadora, Hermano Burris... La última y ya me duermo... Es más... aquí me duermo... ya no le caigo al cantón.
-La última, que conste; para todos, porque hoy toca operativo policiaco; si pasa la ley orita, me multan y ustedes calientan concreto; ya vamos a cerrar.

Cada quien apuró sus cervezas y se despidió. Mapache ni siquiera probó la suya. Clavó la barbilla sobre el pecho y en segundos sus ronquidos poblaron la solitaria calle.

El hermano Burris cerró el establecimiento y con Alondra del brazo enfilaron rumbo a su casa.
-Siquiera le hubieras quitado el envase, lo va a romper -dijo ella, pero no obtuvo respuesta.

Chanate se incorporó, inhaló profundamente de su estopa y caminó hasta el tejabán; recogió el envase, intacto el líquido. Mapache roncaba. Del sueño pasó al desmayo.

-¿Oíste? -dijo Alondra.
-Bah, tres varos menos de ganancia por una botella rota -respondió Hermano Burris y añadió-: apúrale o nos empapamos.

Chanate limpió con la estopa su charrasca de acero e inhaló, inhaló, inhaló.

Desde la bragueta de Mapache escurrió sangre, comenzó a gotear sobre la banqueta. Aún con la estopa sujeta a la nariz, Chanate exhaló y se fue, trastasbillante.

-Con dos garañones menos, nos tocan de a más rucas, ¿no mi Mapas? -dijo y apuró el paso.
Juanete
MODERADOR GLOBAL
MODERADOR GLOBAL
 
Mensajes: 23970
Registrado: Jue Abr 24, 2008 4:52 pm

Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Lun Sep 01, 2008 4:45 pm


Algo terrible y poderoso

Nada parecía distraerlo de su concentración. Ni siquiera la mujer que lo acompañaba parecía sacarlo de su mutismo. Llevaba mucho tiempo así, quizás diez o quince minutos. Con los ojos fijos en el vaso de ron blanco con coca. En otro vaso aún conservaba el vino blanco que había pedido para la comida. La mujer no se esmeraba en volverlo a la realidad; más bien, había empezado a buscar con la mirada a algún otro caballero. Tal vez menos atento de un simple vaso con trago.

Llevaba cerca de tres horas ahí. Habían entrado en Les Ambassadeurs como los dueños y ordenado lo más caro: los camarones "Alberto", el salmón con salsa de perejil, la langosta de tres colores. Y, salvo los camarones, del cual había repetido dos veces el platillo, lo demás casi no lo habían probado. Bastó con haber olido el salmón, para que el hombre lo regresara. Yo no como pescado descompuesto, dijo. Ella, con un simple gesto, estuvo de acuerdo en que también retiraran su plato. Desde luego fue inútil que el capitán se acercara cortésmente a la pareja. Ni siquiera quiso cruzar palabra con el empleado. Con la bebida no pasó lo mismo. Apenas se hubo sentado, el hombre había ordenado una botella de champaña. La cual se bebió como si fuera agua de jamaica. Ordenó entonces una botella de vino. La más cara. Ante la pregunta de que si prefería vino blanco, tinto o rosado, dijo que le daba igual, siempre que fuera el más caro. (Y que no quiso tomar en copa, sino en vaso, "donde se debe beber".) Y añadió: "Y de una vez me trae un bacardí blanco con coca. Digo refresco, no polvo, ¿eh?" Levantó tanto la voz, que los comensales de las mesas vecinas se volvieron a mirarlo. Él respondió la mirada sonriendo de oreja a oreja, seguro de que los demás celebrarían su ingenio.

Pero ahora no le quitaba la vista al vaso. Cuando menos había bebido una docena de cubas. Lo sabía porque las iba anotando en la servilleta. Así que era la trece, y bastó con que saliera en la cuenta para que se encerrara en un silencio infranqueable. "¿Por qué no te la tomas, quieres que nos vayamos?", le había preguntado la mujer cuando observó que el sudor le escurría por las sienes y que se había limitado, con los antebrazos apoyados en la mesa a mirar atentamente el vaso.

Alguna vez comandante de la policía, ahora prestaba sus servicios a una agencia de seguridad. Nunca sabía a quién le iba a corresponder cuidar; simplemente le pasaban el dato en una hoja membreteada y él ponía su vida al servicio de esa persona. En ocasiones se le contrataba por un solo día, y a veces por un año. Era de los recomendados. A pesar de sus 105 kilos de peso y su uno ochenta y ocho de estatura, se consideraba aún un hombre ágil, buen tirador y -lo que le había ganado el mote de El perro- dueño de una intuición que inevitablemente sorprendía a sus compañeros, más avezados en situaciones de peligro. Porque adivinaba lo que iba a pasar. Así había logrado evitar cuando menos dos enfrentamientos. Cómo se burlaba de aquella película de El guardaespaldas. "Pendejo. Qué pendejo es ese baboso. Y puto", se había limitado a comentar cuando su hijo le había preguntado qué opinaba de la película. La habían visto juntos, en la sala de su casa. Su hijo. Se trataba de un joven universitario, cuyo único sueño consistía en terminar la carrera de leyes en la universidad. Acababa de terminar la preparatoria. Sus calificaciones habían sido las mejores, y cuando su padre le había ofrecido un vehículo de premio, él dijo que prefería un viaje a Roma, "la cuna del derecho". Allá tú, le respondió el hombre. Porque siempre le había dado gusto en todo. Tal vez por ser su único hijo, tal vez porque físicamente era idéntico a su padre de él -bajo de estatura, delgado, de cabeza prominente-, no podía negarle nada, aun esos detalles que él no terminaba de aceptar; como hacer la carrera en una universidad popular y no privada, que era donde él lo hubiera querido inscribir. "¿Y para qué quieres estudiar leyes?", le preguntó la vez que el muchacho le había confesado su vocación. "Para defender a los débiles", había respondido en un tono más enérgico que altivo. Y con ese grave timbre suyo, que parecía evocar el de un cantante de ópera.

Un timbre que él hubiera querido, y que también su hijo había heredado del abuelo. A él la voz no le iba con el cuerpo. Su timbre era delgado, casi exquisito, aterciopelado. Nadie desde luego le había dicho nunca nada, quién se atrevería a mofarse, ni siquiera sutilmente, de él; pero cada vez que abría la boca, el hombre se lamentaba de no hablar como su padre, o como su hijo.

"Que pendejo, ese baboso, pendejo y puto", había dicho de El guardaespaldas. Pero tuvo que confesarse que le costó trabajo decir groserías delante de su hijo. Cómo era posible, había reflexionado, si él siempre había hablado así, sin detener su lengua. Parecía incluso que lo hacía por fastidiar a los demás. En su casa o donde fuera, cada palabra que decía iba antecedida por un "pinche", "pendejo", "puto..."

Como ahora mismo estaba diciéndole al mesero cuando se acercó a preguntarle si quería una copa más porque ya iban a cerrar. "Putos. Putos", exclamó.

Así le había gritado a una multitud que había intentado tomar el palacio municipal de Tepoztlán. Los policías no habían logrado amedrentar a los hombres que se habían apostado delante del palacio, armados de palos, picos y piedras. Vio toda la secuencia en su cabeza. Él estaba ahí contratado por el presidente municipal como jefe de sus guardaespaldas. Vio lo que podía sobrevenir. Vio una multitud que cada vez crecía más, que se enardecía hasta ser ingobernable. Vio cómo entraban al palacio derrumbando la puerta principal, llegaban hasta la oficina de su patrón y lo encañonaban. Vio eso y supo que en ese momento no habría nadie capaz de controlar los ánimos. Y más que eso: en esas situaciones límite era muy fácil que alguien se le fuera un balazo de una pistola sacada quién sabe de dónde; nadie sería responsable, simplemente la culpa la tendría la multitud.

Vio eso y, armado de una Uzi, enfrentó al grupo. Le bastó con dispararla al aire, para que la gente se replegara. "Para entrar primero me matan, pero antes me llevo a veinte de ustedes", les había dicho, porque esta tarugada dispara veinte balas por segundo" y disparó una vez más al aire; los hombres notaron tal decisión en sus palabras que ninguno tuvo el valor para dar el primer paso. "Ese paso se llama el paso de la suerte", había comentado más tarde cuando su segundo le preguntó si de veras habría disparado. "Tú dirás", y le puso el seguro a la Uzi.

Ya eran los únicos en el restaurante. Las mesas en torno habían sido despejadas de los servicios y ahora lo único que quedaba era un mantel color aguamarina. Y las sillas alrededor como esperando a comensales invisibles.

-Mi amor, vámonos -le dijo la mujer. Él se volvió a mirarla, Y ella se sorprendió. Porque lo que vio fue la mirada de un muchachillo indefenso. De un joven escuálido sin posibilidades de sobrevivir. No era la mirada que ella había esperado ver, de rabia o furia reprimida. Ciertamente, los ojos se encontraban atrozmente enrojecidos, las pupilas dilatadas acuosas; pero había ahí algo que ella no pudo entender, que escapó a su comprensión. Como si estuviera con otro hombre, y no con quien venía saliendo desde hacía casi un mes; como si algo terrible y poderoso lo hubiera cambiado aun en contra de su voluntad. ¿O sería ella?, se preguntó. ¿A lo mejor había tomado más de la cuenta y ahora veía cosas que no eran? Tal vez sí, seguramente era eso. Porque un hombre como ese que estaba a su lado, que traía una metralleta debajo de su asiento y que había conocido la vida por arriba y por abajo desde que era un adolescente no podía cambiar así de la noche a la mañana; no podía sacar esa mirada de la nada. Así, sin más ni más. Entonces era ella. Claro que era ella, se dijo, y suspiró aliviada. Ya sólo restaba pagar la cuenta.
Juanete
MODERADOR GLOBAL
MODERADOR GLOBAL
 
Mensajes: 23970
Registrado: Jue Abr 24, 2008 4:52 pm

Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Vie Sep 05, 2008 1:34 pm


Cuatro minutos

En un pueblo tan pequeño como el nuestro la probabilidad de que las cosas salieran mal era muy poca. De cualquier forma preparamos el golpe con extrema cautela. Cada ensayo ofrecía una nueva versión de los hechos. Al principio era como jugar a policías y ladrones, después nuestro análisis se volvió parecido al razonamiento lógico del ajedrez; Anthony comenzaba por suponer tal o cual situación. Entre los dos resolvíamos las variantes y las dificultades que creíamos podrían presentarse. Generalmente era yo el que sorprendía con una nueva perspectiva o con otra posibilidad que no se había tomado en cuenta antes. Planeamos el robo detalladamente desde el principio hasta la huida durante un año. Lo que haríamos con dos millones de dólares -desde luego el cálculo era aproximado- ya lo sabíamos desde el verano de 1950, cuando papá nos llevó a la playa. Una de esas noches mi hermano y yo nos quedamos conversando. Para él no había nada mejor que ser un hombre al que otros hombres admiran por su poder, y las mujeres por su dinero, y él sabía (o al menos lo pensaba) que ambos habíamos nacido para eso, que lo traíamos en la sangre. Sin embargo la intersección de ambas premisas no encajaban en él o en algún otro miembro de la familia del que yo tenga noticia.

El viernes 17 de agosto de 1951 mi hermano mayor Anthony y yo asaltamos la sucursal del Banco Nacional de Chicago en Brawlington. Ambos estábamos nerviosos. Varias veces estuve a punto de caerme porque el temblor en las piernas era incontenible. Siempre admiraré el coraje de mi hermano; era de sangre fría aunque no tanto como lo era papá. Pienso que de todas formas Anthony era el que más se parecía a él de nosotros dos, sé que papá siempre lo prefirió a él, pero a mí no me molestaba. Todos preferimos a los que son como quisiéramos haber sido y evitamos a los que se parecen a nosotros. Es una lástima que papá hubiera muerto sin ver la gran cadena de tiendas que hoy llevan su apellido.

Pocos días antes de que nos decidiéramos a robar el banco mi hermano me dijo que yo no debía tener miedo porque aún era menor de edad y en caso de que nos atraparan él diría que me había obligado a hacerlo aunque no fuera cierto. Era algo tan obvio que yo no lo había pensado antes. No haber cumplido la edad requerida para ir a la cárcel me daba un cierto poder y lo iba a aprovechar de ser necesario. Siempre que a Anthony se le ocurría una idea yo sabía cómo mejorarla -siempre, desde chicos-. Yo le decía lo que pensaba con mucho cuidado para que él no se sintiera superado, porque era tan impulsivo que cuando se enojaba no había manera de que entendiera nada y aunque mi idea fuera mejor no la consideraba sólo para llevarme la contra, para demostrar que él, siendo el más grande, no podía concederme nada, no podía ser superado. Pero cuando estaba tranquilo me escuchaba y con frecuencia aceptaba mis consejos. Gracias a mí había logrado su primer robo; el de una dulcería en un pueblo vecino. Él quería robarla solo y huir en la camioneta con las compras que papá le había encargado (entre ellas un refrigerador). Le aconsejé que se demorara un poco en la compra de las conservas, que se fuera sin llamar mucho la atención justo cuando estuviera por cerrar la tienda del señor Mollin (donde compraría el refrigerador); que fingiera lamentar el hecho de llegar tarde y que le dijera al encargado del modo más tranquilo posible que habría de hospedarse en el pueblo para poder comprarlo al día siguiente a primera hora y que entonces se dirigiera a la dulcería a toda prisa para asaltarla, le dije que de allí se registrara con toda calma en el primer hotel que encontrara utilizando su nombre verdadero. A pesar de que él fue el primer sospechoso, no pudieron comprobar nada, además nadie pensó que el ladrón iría a hospedarse allí mismo en el pueblo y el encargado de la tienda del señor Mollin corroboró lo que dijo mi hermano a los oficiales. Anthony era mi hermano y era de sangre fría, como he dicho.

La tarde que robamos el banco teníamos cubierta la parte inferior del rostro pero todos sabían quiénes éramos: los hermanos Wimbley. Por lo mismo no podíamos utilizar la táctica del robo de la dulcería. Habíamos pensado -yo había pensado- en algo similar, pero aún más obvio para que no fuera notado por nadie que pudiera comprobarlo. Todos conocían nuestra identidad, pero tenían que probar que efectivamente éramos nosotros y que teníamos el dinero.

Casi al mismo tiempo cortamos cartucho y Anthony -como siempre- fue el que dio las órdenes. Les gritó que se trataba de un asalto y que se tiraran al piso. No queríamos hacer daño a nadie y todos debían cooperar. Así lo hicieron (así lo hicimos todos). Juntamos a la gente del lado izquierdo del banco, le pedí al viejo Goodman que soltara la pistola y la pateara hacia donde yo me encontraba. Lo hizo sin titubear y se acomodó, bocabajo, entre el resto. La gorda esposa de Burton se desmayó. Un hombre, un extranjero de tipo italiano, me miraba con odio mientras protegía con los brazos a quienes debían ser su esposa y sus dos niñas. Yo les apuntaba. Anthony le ordenó al gerente que arrancara el cable del teléfono y que si intentaba hacer sonar la alarma le daría un balazo en las pelotas. Le pasó dos sacos de los que usábamos para la ropa sucia a Samuel, el cajero. Éste comenzó a llenarlos de dinero, de tanto dinero que pude leer la enorme codicia en los ojos de todos. Estoy seguro de que si ellos hubieran podido también habrían robado el banco, pero no tienen el coraje de nosotros, de mi hermano que es como un héroe. Ralph, el idiota, gritaba que no lo matara y su madre le decía que nadie iba a hacerle daño, que estando con ella nada habría de ocurrirle. Todo debió transcurrir en tres o cuatro minutos, pero yo sentía que eran horas. Debió ser por los nervios, debió ser por tener el control. Yo sostenía el arma con dificultad y miraba los ojos de la gente, ahí apelotonada contra la pared. Rezaba por que nadie entrara al banco en ese momento (pero como dije antes: todos, hasta el propio Anthony cooperaban). Mi hermano tomó los dos sacos. Se acercó a mí y me dio uno. Mientras salíamos, Anthony continuaba amenazando a las personas recargadas unas sobre otras, que casi no nos escuchaban por los lloriqueos del imbécil de Ralph. Les dijo que contaran hasta cien para ponerse de pie porque de lo contrario volveríamos y les meteríamos un tiro a cada uno (ése tipo de cosas eran las que reflejaban la inocencia de Anthony y aunque sutiles, atraían con más fuerza las sospechas hacia nosotros y podían provocar que nos atraparan. Yo quería callar a Ralph convenciéndolo de que no le haríamos nada y también quería reforzar lo que decía mi hermano, pero por suerte no lo hice, no dije una sola palabra en el banco).

Corrimos como locos por la calle principal. La gente nos miraba, pero nadie intentó detenernos. Yo tenía la sensación de que el pueblo entero sabía lo que estaba ocurriendo, de que compartían nuestro secreto y que nunca harían ni dirían nada porque son cobardes como toda la gente. Tal vez yo pensaba eso por miedo, por sentirme -por primera vez- infinitamente superior a ellos. Yo tenía valor. Cometer un delito o un crimen es mucho más difícil de lo que se piensa. Hay una sensación como de ensueño mientras lo haces, algo similar a caerse de una bicicleta, y después un malestar se te encaja en la memoria y en las noches.

Cortamos camino por el callejón de las cerezas y dimos vuelta en el peñón. Ahí tiramos las pañoletas y las armas y seguimos corriendo hasta llegar a nuestro edificio, en la calle Gilmore. Decidimos subir por la puerta trasera. La señora Elly nos regañó por entrar corriendo. Nunca habíamos subido los cuatro pisos tan rápido. Al final no podíamos hablar; las sienes y las pantorrillas me pulsaban. Entramos por la cocina y guardamos el dinero en una maleta que habíamos preparado (dentro de los sacos metimos algunas manoplas, nuestras gorras y unas pelotas de beisbol). La escondimos en una parte hueca del piso, debajo de mi cama. Nos cambiamos de ropa y nos tumbamos cada uno en un sofá. Yo hacía planes en silencio. Anthony estaba impaciente, feliz. De inmediato abrió el escondite y sacó dos grandes fajos de billetes. Comenzó a contarlos y a enumerar todo lo que se podría comprar con ellos. Decía que era una lástima que mamá y papá ya no vivieran porque se habrían puesto felices de saber que teníamos tanto dinero. En eso escuchamos el alboroto que se armaba en la entrada del edificio. Me asomé y vi a los hombres uniformados de azul. Uno de ellos forzaba la puerta del frente y yo sabía muy bien que otro iba a entrar al edificio por la parte de atrás. Subían con rapidez a nuestro departamento. Anthony parecía no darse cuenta de nada, estaba absorto; me abrazó y me dio un beso (nunca voy a olvidar ese beso). Era muy extraño que él no tuviera tanto miedo como yo. Se lo dije y -ahora confieso que llegué a pensar una posible traición de su parte- me respondió que simplemente estaba feliz porque era rico, millonario en ese momento. El plan había fallado por cuestión de minutos, decía Anthony; tres compañeros del equipo de béisbol debían llegar en ese momento (y no la policía) a buscarnos para pelear porque supuestamente habríamos hecho trampa en el beisbol. Dirían que habíamos estado jugando con ellos toda la tarde y que de pronto discutimos. Todos nos habríamos enojado bastante y Anthony y yo golpearíamos a dos de ellos; después se armaría una pelea campal y mi hermano y yo habríamos huido; eso explicaría que la gente nos viera corriendo, sudorosos. En definitiva haber confiado en nuestros tres amigos era muy arriesgado, había sido como echar una moneda al aire, decía Anthony, pero de alguna forma yo había corrido el riesgo con más determinación que él. Él sabía perfectamente que en cualquier momento iba a entrar la policía por nosotros y que todo terminaría, pero decía que al menos por esos instantes era rico y había valido la pena porque me tenía una sorpresa; una parte del plan que antes no me había dicho. Dijo que esta vez sí se me había adelantado porque creía que sólo él había estudiado esa terrible variante en la que nos hallábamos; pensaba que yo me había entusiasmado tanto con la idea de que nada podía salir mal (y tenía razón) que él tuvo que planear la última posibilidad por sí solo. Estaba diciendo algo acerca de que se sacrificaría por mí para que yo huyera con el dinero cuando rompieron la puerta. Tratamos de correr o hacer algo, pero no había salida. Mi hermano, al ver que no podría explicarme detalladamente su plan, se limitó a exigirme que le obedeciera. Yo asentí con toda la calma que pude y temí una sorpresa, pero no, de eso estoy convencido ahora, las sorpresas no existen (hay sucesos en la vida que nos parecen sorprendentes, pero es sólo que obedecen a una lógica distinta de la nuestra. Comprender un acto no es entenderlo, sino entender lo que lo causa). No estábamos armados, pero yo sabía que Anthony sacaría la pistola del cajón, y lo hizo. Me dijo que tomara el dinero y que intentara escapar por la puerta de servicio. Ambos sabíamos que era prácticamente imposible porque tenía que esperar escondido detrás de la columna, a que entrara uno de los hombres y en ese breve lapso escurrirme detrás suyo sin que lo notara. Aún así quise intentarlo para que Anthony me viera (yo en cambio no quería verlo, no podía verlo) y no pensara en nada más que en mí huyendo con el dinero, vivo, a salvo. Para ese momento evadir al hombre y descender por las angostas escaleras sin recibir un tiro era imposible y simplemente intentarlo resultaba ridículo, inútil. Sin embargo, miré a donde estaba Anthony. Él se encontraba sentado en el suelo, recargado contra la pared; el sudor le había empapado el pecho y el rededor de las axilas. Sostenía el arma con ambas manos. Me miró con una infinita esperanza, le hice una señal para indicarle que estaba listo y entonces yo fingí pasar por detrás del hombre que de un tiro asesinó a mi hermano. El arma de Anthony estaba descargada desde esa mañana, yo mismo lo había hecho. Le cerré los ojos, le devolví el beso y los tres salimos huyendo antes de que la policía llegara. Aún teníamos cuatro minutos según lo habíamos planeado.
Juanete
MODERADOR GLOBAL
MODERADOR GLOBAL
 
Mensajes: 23970
Registrado: Jue Abr 24, 2008 4:52 pm

Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Semidan » Dom Sep 07, 2008 4:04 am


Curso Acceso Guardia Civil

Inicio curso: septiembre 2019
de-pol.es
Mi más sincera enhorabuena Juanete. Fanátsico hilo. Me quito el sombrero por tu gran trabajo. :aplausos:

Un saludo.
Nico.
XCIV - Ladran, y sabéis al momento que cabalgáis por delante de los demás.
Imagen
Imagen
Avatar de Usuario
Semidan
Nivel: Medio -Oficial de Policía-
Nivel: Medio -Oficial de Policía-
 
Mensajes: 492
Registrado: Lun Jul 21, 2008 8:37 am
Ubicación: Reino de España

Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Lun Sep 08, 2008 3:19 pm


Guante Corte-trauma

Excelente oferta solo **25?**
materialpolicial.com
Muchas gracias Nico, por tus palabras. :wink:

Sicario

El día que iba a matar al enemigo principal del gobierno, el cielo despertó encapotado y la lluvia caía disolviendo los ruidos de la ciudad. En tanto yo, un simple sicario, que siendo aún joven cargaba ya una lápida en la espalda, desperté temprano, me puse un traje de cuero negro, impecable, y me calcé los botines de tejano, los mismos que compré con la mitad del dinero que me pagaron por adelantado.

Entré en el baño, me lavé la cara y limpié el borde del lavabo, donde preparé una hilera de cocaína, esa fiel compañera que llenaba los vacíos de mi existencia, sin traicionarme ni delatarme. Enrollé un billete de mil pesos hasta convertirlo en un canuto e inhalé con fruición el polvo blanco, tapándome una fosa nasal con el dedo. Minutos después estaba pletórico de vida, sonriente, queriendo tragarme el mundo y dispuesto a seguir mis instintos de asesino.

En el dormitorio, donde estaban escondidas las armas y las fotografías de mis víctimas, quedó el perfume de la prostituta que me abandonó a media noche, sin confesarme su edad ni su nombre. Abrí la gaveta del velador, saqué la pistola de seis tiros y, sintiendo el roce del frío metal contra mi piel, me la puse en el cinto.

Aseguré la puerta y descendí las gradas hacia el garaje donde estaba aparcado el coche descapotable, cuyo motor, al encenderse, arrancó con la fuerza de ciento veinte caballos. Apreté el acelerador y recorrí por las calles mojadas de la ciudad, sin otro pensamiento que acabar con la vida del enemigo principal del gobierno, de quien no tenía más referencias que una fotografía ajada y la dirección donde vivía.

Atrás quedó la ciudad, como navegando en la lluvia. Detuve el coche contra la acera y miré el número de la casa donde debía consumar el crimen. Me ajusté los guantes de cuero negro y me cubrí la cara con un pañuelo. Bajé del coche. Dejé la puerta entreabierta, con el motor en macha para facilitar la huida. Tomé el ascensor hasta el segundo piso, sintiendo que la cocaína y la adrenalina aumentaban mi pulso y mi coraje. Golpeé la puerta y escuché acercarse unos pasos desde el otro lado. Entonces, decidido a matar a sangre fría, me paré con mi mejor estilo: las piernas abiertas y clavadas en el piso, la pistola sujeta con ambas manos y la mirada alerta. Al abrirse la puerta, asomó el rostro del hombre de la fotografía. No le dirigí la palabra, no pensé dos veces y lo revolqué a tiros sobre la alfombra más roja que su sangre.

"Misión cumplida", me dije, mientras la detonación de los disparos me perseguía hacia donde estaba el coche, rugiendo como bestia herida. "Misión cumplida", me volví a decir, aferrándome al volante y alejándome del lugar, donde quedó el cadáver de la víctima, cuyos ojos, que reflejaban la pureza de su alma, me dieron la impresión de que se trataba de un buen tipo. Pero como mi deber no consistía en sentir compasión por el prójimo, me fui pensando en que todos somos iguales a la hora de la muerte.

No muy lejos de donde vivía, entre un hotel de lujo y un teatro de variedades, un piquete de seis policías me detuvo en el camino. Los policías se apearon del auto de sirena aullante, me hicieron señas de "alto" y me tendieron un cerco. En ese instante, resignado a morir como un simple sicario, sin honores ni glorias, cargué la pistola, salté del coche hacia la calle y me batí a tiros por el lapso de varios segundos, hasta que uno de los policías, herido a mis espaldas, me disparó a quemarropa y me tendió de bruces.

"De no haber sido ese maldito polvo blanco, que se apoderó de mi cuerpo como un fantasma dispuesto a despertarme los instintos salvajes, estaría todavía con vida", pensé, ya muerto, justo cuando la campanilla del reloj me despertó de la pesadilla, donde se cumplió el refrán que alguna vez me refirió mi padre: "El que a hierro mata, a hierro muere".
Juanete
MODERADOR GLOBAL
MODERADOR GLOBAL
 
Mensajes: 23970
Registrado: Jue Abr 24, 2008 4:52 pm

Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Mié Sep 10, 2008 2:29 pm



intervencionpolicial.com
Siete balas

Lo llaman "Devil’s Colt", el Colt del diablo, dijo el hombre.

¿Por qué? - preguntó Mauricio.

Tiene siete balas - respondió su interlocutor, mientras brillaba una chispa en sus ojillos, tras las gafas.

Yo creía - dijo Mauricio - que todos los Colt eran de seis balas.

Precisamente - dijo el hombre - Tal como usted dice, Samuel Colt sólo fabricó revólveres de seis balas. ¿Qué se puede esperar de un americano? No tienen sensibilidad simbólica. El siete, ¿comprende?, es un número mágico.

"Y en realidad no es un Colt, aunque lo parezca a simple vista. No sólo el tambor es más grande, lo que es evidente. Mire estos adornos, aquí y aquí. Ningún Colt los lleva. Y vea el número grabado en la base de la culata.

Seiscientos sesenta y seis.

El número de la Bestia, del Apocalipsis. El diablo, ¿entiende?

¿Es por eso que lo llaman el Colt del diablo?

En parte - repuso el hombre - Más de uno perdió la vida por no saber que el arma que le apuntaba tenía una bala más de lo previsto.

El hombrecillo se irguió, con el orgullo del experto que acababa de dar una lección a un jovenzuelo. A Mauricio le parecía muy mayor, casi un viejo. Al menos tendría cuarenta años. Y parecía haber pasado la mayor parte de ellos encerrado en su tienda, si es que podía llamarse así a aquella covacha, una sórdida casa de empeños del barrio viejo. Por el aspecto del local, aquella tienda podía haber estado allí desde la Edad Media, aunque Mauricio jamás la hubiera visto.

Mauricio dudaba. Comprar un arma era algo muy serio, pasar de la teoría a la acción. Claro está, no bastaba con las protestas más o menos ruidosas contra el tirano. Aquello no eran más que algaradas juveniles. Cada vez más, el país, la patria, precisaban de una acción más decidida, más contundente. Y alguien debía dar el paso.

¿Cuánto? - preguntó.

Doscientos - dijo el hombre, bajando un tanto la voz.

Mauricio dudó. Era demasiado.

No sé... - empezó.

Mire - cortó el hombre - Le voy a explicar cómo funciona esto. Usted me paga doscientos, y yo no le pregunto para qué lo quiere. Y en justa correspondencia, usted no me cuenta mentiras. Es más, ni yo le habré vendido esta... antigüedad, ni usted habrá estado aquí nunca. Y en prueba de buena voluntad, se la doy cargada. ¿Qué me dice? No es una mala oferta. Por doscientos, consigue el arma, las balas y mi cooperación. ¿Le parece bien?

Mauricio, tras dudar un momento, dijo:

- De acuerdo.

Mientras el hombre envolvía el arma en un papel de diario, comentó:

Ya verá que es un buen... recuerdo. No falla nunca. La verdad es que con siete balas tendrá suficiente. Es más, espero que no las necesite todas.

Momentos más tarde, Mauricio estaba en la calle, y en la bolsa de deportes que llevaba en la mano había un peso extra, un peso considerable. Días más tarde, con la misma bolsa de deportes y el mismo peso extra, estaba entre la multitud que se agolpaba para ver pasar a don Julián, de camino al palacio presidencial.

Mauricio se sentía enormemente cansado. Que los miembros del comité revolucionario hubiesen confiado en él era un honor. Y que su misión fuese acabar con la vida del tirano era una enorme responsabilidad. Los policías, de espaldas a la calzada, intentaban mantener el cordón de seguridad. Era un día magnífico, uno de esos días en que los jefes indios, antes de enfrentarse a la caballería yanqui, afirmaban: "Es un buen día para morir".

Un reflujo de excitación y una oleada de vítores forzados anunciaba la aproximación del séquito. Faltaba poco. Mauricio abrió la cremallera de la bolsa de deportes dejando a la vista una masa metálica. Los gritos arreciaron. Mauricio, lenta y premeditadamente, hundió la mano en la bolsa y aferró la cálida culata. Ante él estaba pasando, a marcha lenta, el Cadillac descapotable en el que el abominable déspota, de pie, saludaba a la multitud. Tiró del revólver, no apuntó, disparó al tuntún.

Y la bala fue a dar en el blanco. Don Julián se desplomó, llevándose la mano al pecho, y cayó lentamente en el asiento. Inmediatamente, la caravana aceleró la marcha, el silencio recorrió la multitud con la velocidad de un escalofrío, los policías se miraron unos a otros con desconcierto. El ruido del disparo había resonado como un cañonazo entre las sienes de Mauricio, pero él se sentía incapaz de hacer nada. Volvió a hundir el revólver entre las ropas sudorosas de la bolsa, dio media vuelta y se puso a caminar como si pasease, alejándose impune del lugar.

Todos lo miraron con una suerte de contenido respeto, desde aquel día. Y también con algo de temor. A fin de cuentas, con un solo e infalible disparo, había acabado con quince años de opresión y tiranía. Incluso don Alberto Salinas, el nuevo presidente, le demostraba su afecto y condescendencia, un tanto distante, todo hay que decirlo. Con el paso de los días, Mauricio había llegado a convencerse de que en el momento del magnicidio, se había comportado fría y valientemente. No fue ninguna sorpresa que lo nombrasen jefe de la guardia personal del presidente, ni siquiera para él. Lo esperaba.

Sus obligaciones eran básicamente de coordinación de la escolta, pero desde el primer momento quiso estar presente, según sus propias palabras, "allá donde se cuece la acción". Es posible que su primer éxito le hubiese imbuído una cierta sensación de eficacia, incluso de inexpugnabilidad. Acostumbraba a mezclarse con los agentes de guardia, antiguos miembros del cuerpo de seguridad, y antiguos adversarios, con los que ahora compartía una misma preocupación profesional. A veces, lo rondaba el pensamiento de que un solo tiro lo había llevado hasta su posición actual, pero lo desechaba enseguida. Él, se decía, era algo más que el dedo que había apretado un gatillo, en el momento preciso y con una suerte extraordinaria.

Su trabajo lo obligaba a viajar mucho, siempre a la sombra del presidente. Y eso le causó más de un problema con su novia, una muchacha de buena familia, una de esas familias a las que el extinto déspota había expoliado impunemente, hasta casi arruinarlos. A pesar del respeto y la gratitud que le demostraban los padres, una novia suele necesitar de un novio algo más de lo que él, por sus obligaciones, podía darle. Por ejemplo, necesitaba compañía.

Su destino pareció tomar un rumbo definitivo durante el viaje presidencial a Rosales, un feudo de la anterior dictadura. El tirano les había concedido injustificables privilegios; las inversiones oficiales habían llovido en aquella región, a cambio, decían las malas lenguas, de que las bellas lugareñas demostrasen su agradecimiento al benefactor. En el fondo, los motivos y las respuestas han cambiado muy poco en los últimos tres mil años. Que se compre el amor de una mujer (en el fondo, ¿quién diablos está hablando de amor?) por unas monedas o por unos millones, no cambia el hecho, sólo el precio.

La expedición tenía sus riesgos, y Mauricio era muy consciente de ello. Durante el viaje, no se dejó impresionar por la legendaria belleza de las hembras de Rosales. Con cierta estúpida presunción masculina, pensó que una mujer jamás mataría a un hombre, y se concentró en vigilar a los varones, cetrinos, delgados y escurridizos. Un hombre, pensaba, siempre está preparado para matar, y aún más si tiene una mujer digna de verse. Su torpe intuición le fue muy útil. Un día, durante un aburridísimo discurso del presidente, reparó en un individuo que no paraba de moverse entre la multitud inmóvil. No demostraba ningún respeto al dignatario con aquella conducta, luego era un posible enemigo.

No tuvo tiempo de avisar a los guardaespaldas, porque el hombre se paró súbitamente, empuñando una escopeta de caza. Instintivamente, echó mano al cinto y empuñó su revólver. Dos, pensó. Fue muy curioso, pero la detonación no le pareció tan fuerte como la primera vez. El desgraciado cayó muerto, en un repentino salto hacia atrás. Según las investigaciones posteriores, el hombre había manifestado a sus amigos y conocidos la intención de acabar con la vida de don Alberto, que había arruinado su vida al cortar las subvenciones. Sólo la providencial intervención de Mauricio había salvado la vida al presidente. Alguna rosaleña intentó demostrarle que las gentes de la región no eran en absoluto contrarios al presidente o a sus hombres, pero Mauricio, muy digno, y posiblemente aún demasiado joven, rechazó la oferta.

A partir de aquel momento, empezaron a llamarlo don Mauricio. El presidente en persona asistió a su boda. Pudo establecerse en uno de los barrios residenciales de la capital, casi en las afueras, hacia la parte alta. Lo relevaron de las agobiantes obligaciones del Departamento de Seguridad, y los transfirieron a un puesto mucho más tranquilo, un secretariado en el Ministerio del Ejército.

Pasaron los años. Ya situado, sin preocupación por el futuro, su vida transcurrió plácida durante algún tiempo. Se ganaba la vida sin esforzarse. El nacimiento de su hijo pareció cerrar definitivamente su etapa de hombre de acción. Dentro de lo que es posible, era feliz, y parecía que así iba a ser el resto de su vida, hasta que la muerte lo sorprendiese, a poder ser durmiendo. Pero mientras tanto, el cansancio empezaba a apoderarse del pueblo, y sobre todo del gobierno. Hartos de ser leales y benéficos, empezaron a aparecer algunos casos de corrupción, rumores que se propagaban por el Ministerio, y que pronto eran un clamor que corría por la calle.

La situación dejó de ser segura. Menudeaban los robos, especialmente en los barrios residenciales. Un día, al volver a casa, Mauricio vislumbró una sombra rondando su casa. No lo pensó dos veces, a fin de cuentas ya antes le había salido bien, sacó su revólver y disparó al bulto. La sombra cayó.

Resultó ser un amigo de la familia, Joaquín, nada menos que el padrino de su hijo. Qué podía estar haciendo en los alrededores de la casa, fue un punto que quedó en el misterio. Un desgraciado accidente, Mauricio no tenía ningún motivo concebible para acabar con él. Aquel maldito incidente amargó durante un tiempo su vida. Incluso su esposa parecía distanciarse de él. Pero ese no era, ni mucho menos, el único trago amargo que lo esperaba. Su padre, ya muy mayor, cayó enfermo. Una enfermedad larga, muy costosa, enormemente dolorosa, y con un desenlace absolutamente irreversible.

Mauricio, mientras limpiaba meticulosamente su fiel revólver, para calmarse, se preguntaba si la suerte le había vuelto la espalda. ¿No había hecho en cada caso, lo que tocaba hacer? Matar al tirano, salvar al presidente, defender su casa. ¿Es que no bastaba con un arma para resolver las cosas? ¿Cómo podía ahorrarle a su padre aquel sufrimiento? Aunque el anciano fuese capaz de resistirlo, tal como parecía, ¿cómo iba a resistirlo él? La vida parece a veces una mujer caprichosa, empeñada en exigir a cada uno justamente lo que no puede darle: fuerza a los débiles y compasión a los fuertes. Mauricio no quería pensar; intuía que si lo hacía, habría tenido que poner en cuestión demasiadas cosas. Él sólo sabía seguir un camino, el mismo de siempre: la acción. Había que acabar con aquello. Y había una forma de hacerlo.

Evidentemente, no tenía ninguna intención de aparecer como autor del hecho; demasiadas explicaciones que dar, y ninguna garantía de salir bien librado. Ya había sido sospechoso por la muerte de Joaquín. En una visita de las muchas que hizo a su padre, esperó a quedarse solo con él, en el dormitorio. Era una tarde soleada, y el enfermo miraba complacido la ventana inundada de luz.

Hoy me encuentro mejor - comentó - Tal vez dentro de unos días pueda levantarme.

Mauricio se imaginó interminables días de mínimos avances e inevitables recaídas, y se dijo basta. Sacó su revólver, lo colocó en la débil mano del enfermo y lo apuntó a su sien. Mientras intentaba no ver la mirada asombrada del viejo, gritó:

¡No lo hagas! ¡No! - y apretó el gatillo.

Suicidio, fue el veredicto. Una enfermedad incurable, una perspectiva de sufrimiento, parecía motivos suficientes. Oficialmente, el padre había arrebatado el arma al hijo para pegarse un tiro. Pero durante el entierro, en una mañana lluviosa de aquella inestable primavera, pudo sorprender más de una mirada breve y recelosa hacia él. ¿Hasta qué punto sospechaban? No importaba. Nadie tenía pruebas para acusarlo.

Una vez más, había eliminado un problema echando mano del revólver. Movido por la piedad, se decía, para que no sufriese. A veces se preguntaba cuál sería el destino de las tres balas que le quedaban. Recordó las palabras del tendero, hacía ya años: "Espero que no las necesite todas". Empezaba a darse cuenta de hasta qué punto su vida había llegado a depender de aquel artefacto.

No tardó en aparecer otra preocupación. La actitud de su esposa, distante de hacía mucho, se había vuelto de franca hostilidad. De repente, las cosas parecieron cambiar. Ella estaba más tranquila, incluso alegre a veces. El carácter receloso de Mauricio lo hizo desconfiar: aquel cambio no se debía a él, entonces, ¿a quién? Recurrió a los servicios de un detective privado, que pronto le confirmó sus sospechas: su esposa le era infiel. Durante algún tiempo, dudó si darle importancia al hecho. Tal vez no convenía tomárselo demasiado en serio. A fin de cuentas, él tampoco había sido un dechado de fidelidad. La vida había dado muchas vueltas desde aquellos días en que se permitía rechazar a las rosaleñas. Pero pronto se dio cuenta de que había algo más: las murmuraciones. No podía permitir que anduviesen por ahí diciendo: "Don Mauricio, ¿sabes?, es un cornudo".

Una noche la esperó levantado. Ella legó, despeinada, con los zapatos en la mano y síntomas de haber bebido. En cuanto la oyó entrar, encendió la luz y le dijo:

¿De dónde vienes? ¿De chingar por ahí?

Ella se irguió y contestó desafiante:

¿Y a ti qué te importa?

Él no dijo nada. Ella, envalentonada, siguió:

Yo hago lo que me da la gana, ¿te enteras? ¿Qué vas a hacer? ¿Sacar el revólver y pegarme un tiro a mí también? Como has hecho con tu padre. Como hiciste con el pobre Joaquín...

Torció el gesto y empezó a llorar. Mauricio, perplejo, dijo:

Lo de Joaquín fue un accidente.

Ella, en un súbito cambio de humor, lo miró con rabia.

Claro. Un accidente - repitió - Ni siquiera sospechabas que éramos amantes. ¿Sabes? Entonces nos sentíamos culpables, por lo que te estábamos haciendo. Pobres idiotas. Pero tú no lo mataste por eso. Lo mataste sólo porque se te puso delante, porque tuvo la mala suerte de estar frente al cañón de tu arma.

"Jamás has visto nada, no te has dado cuenta de nada. Vas por la vida sin ver nada más que blancos, cosas a las que apuntar y disparar. Cosas. Para ti, ni siquiera son personas. Pobre idiota, tú también. Pobre Mauricio, que tiene toda su fuerza viril en el revólver.

Y con una risotada histérica, añadió:

¡Pobre don Mauricio, que se está quedando sin balas!

Sonó un disparo. Mientras la veía caer, Mauricio pensó, y ese pensamiento lo persiguió durante días, que los disparos del revólver cada vez sonaban menos. Comparado con el retumbante trueno de cuando había matado a don Julián, lo de aquella noche había sido un simple chasquido. Se sentía incapaz de pensar en otra cosa, y todos los detalles del juicio que siguió los vivió casi como en un sueño.

Esa vez, no salió tan bien librado. El país había cambiado, ya no estaba bien visto que un marido matase a su mujer en un arranque de celos. Sus influencias, y los servicios prestados a la patria ejercieron su peso, y bastó con una breve temporada en la cárcel. Sin embargo, fue inhabilitado para ejercer cargos públicos, perdió su puesto en el Ministerio, y al recuperar la libertad se encontró solo, sin dinero y sin trabajo. Sus antiguos amigos, sus compañeros, no querían saber nada de él. Evidentemente, había arruinado su vida. De forma incomprensible, no le confiscaron y pudo conservar consigo el viejo revólver con sólo dos balas en el tambor.

Tras mucho buscar y moverse, pudo encontrar trabajo como guardia privado de seguridad, con un sueldo mísero y un horario infame. Trabajaba de noche y mal dormía durante el día. Siempre estaba solo, pero eso, en el fondo, resultaba un alivio. Durante las largas horas antes de la madrugada, lo único que necesitaba para sentirse bien era notar el contacto de la pistola que llevaba al cinto, parte del uniforme. Confortado por aquel peso, paseaba en medio del silencio. A veces, aunque iba en contra de las normas, salía fuera del edificio, a la calle desierta.

Al otro lado de la calle se extendía la masa oscura de un parque. Una noche, le pareció que de allí llegaban unos confusos ruidos, algún grito ahogado. Atravesó la calle y llegó hasta la verja que cerraba el parque. Y entre los árboles, pudo ver a un grupo de hombres que golpeaban y pateaban un bulto tendido en el suelo. Recordó las historias acerca de bandas de jóvenes radicales que apaleaban a los mendigos. Un asunto desagradable, en el que era mejor no meterse. Algo que, además, nada tenía que ver con él. Volvía hacia su puesto, pero algo le hizo quedarse fuera, en la calle.

Al cabo de un rato, vió pasar a la cuadrilla, que volvía de su incursión. Bromeaban y reían como si viniesen de pasar un rato divertido. Cuando el grupo pasó bajo una farola, el corazón le dio un vuelco. Se plantó en medio de la calle y gritó:

¡Mauricio!

El grupo se paró en seco; se volvieron hacia él. Uno de los jóvenes se adelantó unos pasos y preguntó:

¿Papá?

En efecto, era él. Mientras lo veía acercarse, Mauricio recordó que su hijo siempre había sido un muchacho difícil. Resultaba chocante que después de años de no verlo, se lo encontrase así, convertido en un delincuente.

¿Qué haces aquí? - le preguntó, apenas lo tuvo lo bastante cerca.

El joven tuvo una media sonrisa.

Supongo que nos has visto, ¿no? - dijo - Ya lo ves, dando una lección a esos desgraciados.

Con un vago gesto de la mano señaló hacia el parque.

- ¿Qué pasa? - continuó - ¿Te parece mal? Pero si estoy haciendo lo que tú me enseñaste. Defiendo la ley y el orden. Esos no son más que unos cobardes, que en cualquier momento iban a ponerse a robar. ¿Qué me vas a decir, que están así porque alguien les ha robado a ellos? ¿De verdad te lo puedes creer?

Mauricio pensó que su hijo, aunque llevase su mismo nombre, había heredado el carácter de su madre: desafiante como ella.

- Y aunque así fuese, ¿por qué se dejaron robar? - seguía el joven - ¿Qué respeto se merece alguien que no sabe defender lo suyo, que no sabe pelear? Eso es lo que has hecho tú siempre, ¿no? Luchar y defenderte, sacando el revólver si hacía falta- Ahora también llevas una pistola al cinto, y haces bien.

"Claro, nosotros no tenemos armas de fuego. No sabes lo difícil que se ha vuelto conseguir una. Pero no importa. Con los puños nos basta para explicarles a esos lo que les va a pasar si se desmandan. Y por cierto, si nos vuelves a ver, no te acerques. Se te podrían complicar las cosas, ¿entiendes? No nos gusta tener público, y podría no estar yo presente para pararlos. No es que seamos unos angelitos precisamente.

Sin más, el joven dio media vuelta y fue a reunirse con el grupo. Mauricio se quedó meditando en medio de la calle, inmóvil, abatido y cansado. Le caía encima otro golpe, uno más. Por lo visto, había conseguido arruinar más de una vida. Y tenía un nuevo problema que resolver. Cuando horas más tarde pudo volver a casa, lo primero que hizo fue sacar de su escondrijo el viejo revólver, lo echó sobre la cama y se quedó mirándolo.

Por desgracia, algo le decía que esta vez no le iba a servir. No podía borrar lo que ya había hecho, ya no podía cambiar a su hijo. Y pegarle un tiro con la penúltima bala no iba a resolver nada. Ya todo era inevitable. Cada bala que había disparado aquella arma había sido como un clavo en la tapa de un ataúd: el suyo. Incluso las primeras, las que lo habían encumbrado, porque había abierto el camino a las demás. En lo que le pareció un momento de lucidez, se dijo que la culpa de todo la tenía el arma. Aquella idea lo sorprendió primero, luego lo reanimó. Tal vez, después de todo, podía haber una venganza, ya que no una solución. Empezó a buscar, y acabó encontrando una vieja y ajada bolsa de deportes. Casi estuvo tentado de sonreir. Aquel revólver ya había viajado una vez en una bolsa de deporte, hacía muchos, demasiados años.

Estuvo vagando un buen tiempo por el barrio viejo, y finalmente pudo reconocer la lóbrega casa de empeños en que compró el revólver. Era increíble, el local parecía no haber cambiado. Y el dueño, al que reconoció nada más entrar, tampoco. ¿Cuántos años podía tener? ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿treinta años? Al oir la puerta, el hombrecillo se volvió. Escrutó a Mauricio durante unos momentos, y dijo:

Ah, es usted.

¿Me reconoce? - preguntó Mauricio, pasmado.

Pues claro. Lleva el mismo corte de pelo de cuando vino la otra vez. ¿En qué puedo servirle?

Aquella situación le pareció enormemente grotesca, y Mauricio decidió cambiarla. Sacó el revólver de la bolsa y encañonó al hombre. El tendero, sin necesidad de que se lo indicasen, levantó las manos y dijo tranquilamente:

¡Hombre! Eso lo conozco. "Devil’s Colt". Pero no es un Colt, claro. ¿Qué pasa? ¿No le ha funcionado?

Demasiado - dijo Mauricio, apretando los dientes.

Comprendo - dijo el hombre - Y la culpa es del arma, ¿no es eso? O mía, ya puestos. ¿Sabe una cosa? - el hombre hizo ademán de bajar los brazos, pero a un gesto de Mauricio volvió a levantarlos - Me hacen reir, todos esos que hablan de prohibir las armas. ¿Qué es un arma? Los palestinos empezaron su revuelta con piedras. ¿Le parece que se van a prohibir las piedras? Las armas, ellas solitas, no matan. Los que matan son las personas. ¿O me va a decir que ese revólver se disparó solo? ¿O que lo disparé yo?

Hubo una pausa, y el tendero continuó:

Mire, lo que puedo hacer, si no está conforme, es devolverle el dinero - bajó una mano hasta el bolsillo del chaleco y sacó unos billetes - Aquí tiene, los doscientos que me pagó. Tal como veo las cosas, no voy a tener ocasión de gastarlos.

Echó los billetes sobre el mostrador. Mauricio tuvo la sospecha de que eran los mismos billetes con los que él había pagado, como si el tiempo se hubiese detenido.

¿A qué espera? - dijo el tendero - Ya sabe, satisfacción garantizada, o le devolvemos...

Su voz se interrumpió de pronto, y cayó. No se había oído ningún ruido, pero el revólver se había disparado. Mauricio no sabía qué hacer. Aquella era una venganza inútil. Su situación empeoraba cada vez más. Estaba allí, solo, sin esperanza, sin futuro y con un cadáver, que tarde o temprano, encontrarían, y les llevaría hasta él. No había solución.

De pronto, pensó que sí la había. Había una salida, y solo una. Aún le quedaba una bala....
Juanete
MODERADOR GLOBAL
MODERADOR GLOBAL
 
Mensajes: 23970
Registrado: Jue Abr 24, 2008 4:52 pm

Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Jue Sep 11, 2008 10:43 pm


Oposiciones Cnp 2013

sector115.es
Algo más que un paseo

Apenas llegaron a la plazoleta, él se desprendió de su mano y comenzó a correr hacia el grupo de chicos que como todos los días lo esperaba para jugar. Impetuoso. Profiriendo gritos de alegría. Como un pájaro que abandona su jaula. Sin otra preocupación que disfrutar estos momentos. Y una vez más comprendió que también para ella permanecer allí, observándolos, lograba contagiarle tanto júbilo y entusiasmo. Está bien. No dispare. Yo le... Una sensación en la que se mezclaban la ansiedad, el regocijo, la certeza de ser dueño de un invencible poder, lo invadió al notar el temblor de la voz y el sorpresivo pánico reflejado en el rostro de la muchacha cuando le apuntó con la pistola. Imperativo. Con una seguridad que no admitía duda. Casi tuvo ganas de lanzar una brusca carcajada, como si fuera la única forma de manifestar el inefable placer que alcanzaba en cada asalto, durante el breve e intensísimo tiempo en que tenía el privilegio de ejercer un total dominio sobre los otros. Poné aquí todo lo que tengas. Rápido. Luego de sentarse en el banco habitual, sacó una revista de la cartera, pero no llegó a concentrarse en la lectura y se limitó a mirarla bastante distraída. Como siempre, toda su atención fue ocupada por él, gratificada al observarlo reír y gritar y correr infatigable junto a los otros chicos. Es lo más importante y querido. Casi lo único que tengo ahora. No podía evitar cierto desgarramiento al considerar el reducido universo que formaban ellos dos después del abrupto alejamiento de Rodrigo, y por eso, no sólo por amor sino fundamentalmente por angustia y el anhelo de tener un sostén para sobrellevar la soledad, se aferró a él. Nos necesitamos los dos. Ya nada podremos hacer separados. Obsesiva se transformó la necesidad de compartir cada momento, de gozar su compañía pero también de hacer todo lo posible para protegerlo de cualquier daño o peligro. Encendió un cigarrillo y, dispuesta a eludir cualquier otra cosa, sólo quiso verlo jugar en la plazoleta. Apurate. No vamos a estar aquí toda la tarde. La voz perentoria y furiosa del Cholo quebró de pronto esa especie de encandilamiento y repentino deseo que ella logró despertarle con su cuerpo túrgido y provocativo dentro del vestido demasiado ajustado. No. No es el momento para eso. Aunque sería lo más agradable. Bruscamente tomó conciencia de lo que debía hacer allí, en ese local y frente a la muchacha pálida y temblorosa que con evidente torpeza sacaba los billetes del cajón y ponerlos en una bolsa. Aquí tiene. Es todo. Como si hubiera concluido una fatigosa tarea, le tendió la bolsa deformada por el cúmulo de billetes. ¿Estás segura? El tono resultó entre amenazador y algo divertido mientras le apoyaba la pistola entre el pronunciado pliegue de los senos, convertido el caño en una prolongación de su mano, ávida por explorar la tibieza de la carne suave y palpitante. Abrió otro cajón y en forma maquinal retiró algunos billetes. Dale. Vamos. Esto se va a llenar de gente en cualquier momento. Aferró la bolsa, ya firme y decidido a cumplir su propósito con la eficacia de siempre. Ni se te ocurra moverte de aquí. Agitó por última vez la pistola frente a los ojos desorbitados y después corrió hacia donde estaba el Cholo. Tropezaron con algunas personas, entre desaforados gritos de sorpresa y alarma ante la visión de las armas desnudas, al salir a la calle en vertiginosa carrera. Apurate. Ya perdimos demasiado tiempo. Agrio y pleno de reproche el tono del Cholo. No trató de justificarse ni de esgrimir una disculpa. Sólo compartió la preocupación y rabiosa premura por ponerse a salvo, sortear las numerosas siluetas que dificultaban el paso y llegar hasta el coche donde los esperaba Santillán. Pero todo pareció tornarse oscuro, incomprensible, producto de una absurda pesadilla, cuando surgió el grito convertido en orden escueta e inapelable. Alto. No se muevan. Como ya era habitual, observó que un rictus amargo reemplazaba la sonrisa y quedaba con el cuerpo rígido, en súbita actitud de rebeldía o de muda protesta. Vamos. Ya es tarde. Mañana vendremos otra vez. Debía apelar a su paciencia, utilizar las palabras más tiernas y afectuosas, ofrecer algún caramelo o barra de chocolate, para que el final del juego no resultara tan doloroso. Aunque hubiera querido que se prolongara indefinidamente, pues ella disfrutaba tanto como él de los momentos que pasaban allí, era necesario poner un límite. Cuando recuperó la sonrisa por obra de las deslumbrantes promesas de otras jornadas de juego más extensas y divertidas, abandonaron la plazoleta. La colmaba de alivio cada vez que se restablecía entre ellos una comunicación íntima y jubilosa, aunque siempre le tocaba ceder ante la voluntad y los caprichos de él. Lo principal es verlo feliz. Y que pueda tenerlo cerca, para abrazarlo y besarlo. Después de marchar un rato, él soltó su mano y, libre, comenzó a correr por la vereda, dando saltos y efectuando diestras jugadas con alguna pelota imaginaria. Faltaban dos cuadras para llegar a la casa cuando, al doblar una esquina, vio a varias personas moverse en forma desordenada, profiriendo gritos y palabras incoherentes. No tuvo tiempo de indagar el motivo de tanta agitación. Quedó paralizada por el seco estampido de un disparo. La reacción del Cholo fue rápida y contundente. Con el rostro desfigurado por la bronca y vociferando maldiciones, disparó contra la figura uniformada que pretendía cortarles el paso. ¿Quién le avisó? ¿Cómo pudo...? Inútilmente procuró encontrar una justificación a la trampa que de pronto los cercaba. Corré. Dale. Abrumado por la confusión y el desconcierto -con el policía haciendo fuego parapetado detrás de un coche, la gente corriendo en busca de un lugar seguro, el horror expresado en gritos histéricos-, sólo quiso eso. Escapar de allí. Ponerse a salvo. A cualquier precio. Sobre todo después de escuchar el quejido del Cholo y verlo desplomarse como una especie de muñeco desarticulado, con los brazos abiertos y una mancha roja en el pecho. Terminaré igual si no salgo de aquí. Ya. Rápido. Convertida en el tesoro más preciado, aferró fuertemente contra el pecho la bolsa llena de billetes, y apretó el gatillo. Una vez y otra y otra. Descontrolado. Sin un blanco definido. A cualquier figura que pretendiera frustrar su huida. Sebastián. Urgida por el pánico y la desesperación, procuró alcanzarlo para brindarle su amparo y evitar que sufriera algún daño, mientras lo llamaba en un clamor desolado. Y siguió repitiendo el nombre querido con voz cada vez más débil, enronquecida, quebrada por el llanto, después que cesaron los disparos y la gente ya se había dispersado y un silencio ominoso comenzó a cubrir la calle casi desierta, sin poder apartar los ojos del cuerpo diminuto y quieto de él.
Juanete
MODERADOR GLOBAL
MODERADOR GLOBAL
 
Mensajes: 23970
Registrado: Jue Abr 24, 2008 4:52 pm

Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Mié Sep 17, 2008 4:33 pm


Los justos

Una vez, amables escuchas, un comerciante llamado Basat fue a la ciudad de Tashne. Un viejo amigo suyo, magistrado de aquel lugar, lo recibió en su casa, con muchas ceremonias y muestras de afecto, y la más grande fue un obsequio: un pájaro qush tallado en madera, pintado de rojo y púrpura, que era el símbolo de su ministerio: de honor y justicia.

Basat, por un momento, no supo qué decir, pues era una pieza, así lo pensó, muy rica y muy costosa. Pese a ser del tamaño de un qush verdadero, estaba llena de detalles sutiles: las plumas de las alas podían contarse, y tocarlas semejaba tocar plumas verdaderas; el pico tenía los agujeros diminutos por los que un pájaro respira, las garras parecían de hueso, los ojos eran negros y relucían... Por fin, Basat murmuró algunas palabras de agradecimiento, aseguró al juez su estima y su lealtad, y los dos se abrazaron, con mucha gravedad y respeto.

Más tarde, en su dormitorio, Basat envolvió la estatuilla en una tela suave, para evitar que se dañara en el largo viaje de regreso, y la puso cerca de las bolsas de su equipaje, para guardarla con prontitud cuando llegara el momento. Luego pasaron varios días, y Basat tal vez cumplió el propósito de su viaje a Tashne, tal vez no, pero lo que importa es que una noche, la víspera de su partida, volvió a su alcoba e hizo su equipaje: guardó su ropa sucia, sus útiles de limpieza, algunos recuerdos, y primero se sintió confundido, después irritado, por último furioso.

Porque no halló, por ninguna parte, a su pájaro qush.

No alzó la voz de inmediato: antes miró bajo la cama, buscó en todos los cajones y armarios, salió al balcón y volvió a entrar... Pero luego denunció el robo, y el juez enfureció también, y ordenó que la estatuilla fuera buscada por toda la casa.
-Pero en cuanto hallemos al culpable -aseguró a Basat- le daremos un castigo ejemplar. Nuestras leyes son justas.

Al cabo de varias horas fueron llevadas ante el magistrado, que aguardaba con Basat, una de sus sirvientas y una estatuilla. -Pero ella niega haberla robado -explicó el mayordomo-, y debo decir, señor, con perdón, con el debido respeto, que me cuesta no creerle porque es una muchacha honesta, muy hacendosa. Su..., su nombre es Hasi, señor; es hija de Raouda, la cocinera, a quien usted recordará. Y la figura estaba en su cuarto, a plena vista...

El juez lo despidió con un ademán. Basat vio que, en efecto, Hasi era muy joven y no parecía una persona maliciosa: sus ojos eran límpidos y su barbilla firme. Pero estaba atemorizada. Sus piernas temblaban, y sólo la ayuda de un par de mozos, que la sostenían de los brazos, le impedía caer al suelo.

Basat frunció el ceño, sí, porque se dijo que no debía fiarse de apariencias, y preguntó:
-¿Ésta es?
Y la muchacha: -Señor, señor, yo no, yo le juro -pero el juez la hizo callar y le tendió la estatuilla a Basat.
-¿Quiere ver si es la que le di?
Basat obedeció, y la pieza era tan exquisita como la que recordaba. El pájaro estaba en la misma posición, con las alas desplegadas como a punto de echar a volar, el pico abierto...
-Si no es la mía, es igual -dijo.
-¿Pero es la que desapareció de su habitación? ¿Está seguro?
Hasi dijo: -Por favor, señor...
-Mi amigo -dijo el juez-, considere que, debo decirlo, el pájaro qush es popular aquí, y su forma la repiten muchos artesanos.
La muchacha abrió la boca pero volvió a cerrarla. Estaba muy angustiada, y a Basat se le ocurrió que, tal vez, su amigo era muy severo. Pero no dijo nada. Examinó una vez más el pájaro de madera, y en verdad se demoró tanto como pudo: le daba vueltas entre sus manos, lo acercaba a sus ojos...

Y siempre que lo hacía, miraba de reojo a Hasi y la veía cada vez más temblorosa, con la boca torcida en una mueca. Entonces recordó que la estatuilla debía ser muy valiosa. Demasiado, acaso, para una sirvienta, por acaudalado que fuese su patrón.

-Me parece -comenzó, y la cara de la muchacha pasó a ser una de puro terror. Entonces ya no dudó.
Pensó, es verdad, en ser compasivo. Tal vez ella ni siquiera había pensado en la necesidad de esconderla. Seguramente desconocía su verdadero valor.
Pero pensó también: siempre me he tenido por un hombre honesto. Y un delito es siempre un delito. Así que dijo:
-Es la mía.

-No se hable más -dijo el juez, y se volvió a ver a Hasi-. Niña -comenzó-, no debiste...
Pero ella dio un solo grito, agudo y discordante, y se desmayó. Los dos mozos la levantaron y se la llevaron.

Cuando estuvieron solos, Basat y el juez permanecieron en silencio por un momento. Entonces el juez dijo:
-Mi amigo, escuche. Como le dije, las leyes de Tashne son justas. Sin embargo, creo que en este caso deberíamos castigar la mentira, más que el robo, porque alguien puede robar en caso de extrema necesidad, pero la mentira siempre corrompe a quien la dice y a quien la cree. Si usted no tiene inconveniente, por supuesto.
-¿Cuál sería el castigo? -preguntó Basat, que sabía poco de tales asuntos y hasta entonces no había pensado que en Tashne, muchos de ustedes lo saben sin duda, la ley tiene fama de imparcial, pero también de inflexible y rigurosa.
-Para los ladrones -dijo el juez- el castigo es la amputación de las dos manos, y para los mentirosos la de la lengua. Sinceramente, estoy pensando que esa niña sufrirá menos siendo muda que manca.
Basat, como el día de su llegada, no supo qué decir.

Luego pensó que su amigo tenía razón, y que a veces hay que pronunciarse por el mal menor, y esa misma tarde presenció cómo Hasi recibía su castigo en el patio central de la casa. Lo vio desde un balcón elevado, en compañía de su anfitrión, y no pudo dejar de conmoverse ante los gritos de la muchacha, que no dejó de protestar su inocencia. Decía que la estatuilla era suya, que había ahorrado durante años para comprarla. Calló hasta que la forzaron a mantener la boca abierta, para que el verdugo pudiera usar su cuchillo y más tarde su cauterio.

Poco después, ya en el carruaje que lo sacaría de Tashne, Basat se consolaba pensando que, por lo menos, se había hecho justicia.

Y entonces quiso guardar su qush, envuelto de nuevo en una tela suave, y abrió una de sus bolsas de viaje, y descubrió un envoltorio, igual que el que tenía en la mano, perdido entre calzas y camisas sucias. Y en el envoltorio había otro pájaro qush.

El suyo, el que en verdad era suyo, de la misma fina artesanía, de la misma belleza.

Basat se quedó mirando las dos figuras; hasta las levantó, una en cada mano, porque no podía creer lo que veía. Y lo vieron los que estaban con él en el carruaje. Fue denunciado, prendido y llevado ante el juez, su amigo, que le hizo dos preguntas:
-¿Le dije que la pieza no era única? -fue la primera.
Basat respondió: -Sí.
-¿Entiende que, como usted se encuentra aquí, no tengo más remedio que sujetarlo a las leyes de Tashne? -fue la segunda.
Basat, que seguía aturdido por la sorpresa, respondió: -Sí.
Pero su ánimo flaqueó ante el verdugo y pidió clemencia a gritos. Luego lo forzaron a arrodillarse, a abrir la boca, y sintió el frío del acero entre los dientes. Y no, no pudo soportar el dolor.

Despertó en la casa del juez, pero no lo vio nunca más, y en verdad estuvo solo casi todo el tiempo que pasó allí, acostado, con una tela ensangrentada en la boca. Se marchó una madrugada, y sólo unos pocos sirvientes lo despidieron.

Cuando el mayordomo le abrió la puerta del carruaje, que había sido alquilado sólo para él, Basat subió y quiso agradecerle. Recordó que no podía, y como se consuelan o se engañan los héroes de los cuentos, cuando sufren una gran pena, así pensó que todo aquello era un sueño, y que pronto estaría despierto.

Entonces descubrió, entre los rostros que lo miraban, el de la muchacha, Hasi. Una punta de tela salía por entre sus labios apretados, y estaba llorando. Al ver esto, Basat, todavía como en un sueño, tuvo otro pensamiento: que Hasi y él, de algún modo, eran iguales.

Pero se dijo: no, no es verdad, y sintió lágrimas en los ojos mientras el mayordomo cerraba la puerta del carruaje.
Juanete
MODERADOR GLOBAL
MODERADOR GLOBAL
 
Mensajes: 23970
Registrado: Jue Abr 24, 2008 4:52 pm

Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Sab Sep 20, 2008 1:26 pm


Conviértete En Ertzaina

Todo online
nola2hurtu.eus
Punto .....y algunos suspensivos

Todo en regla. Preparar mi muerte no fue tarea fácil. Pero sí placentera. La decisión tomada hace algún tiempo, algunos años. Se fue formado, poco a poco, desde el momento en que me di cuenta que la edad, el tiempo, se me vació. Moneditas del ti-ti-tiem-po que se van gastando; se gastan bien, se gastan mal, inevitablemente. Quien gusta en comprar amarguras, ¿desperdicios? pues muy su gusto es. Otros, placeres y escapes; y así, otros, saberes y conocimientos; ¿quién puede asegurar cuál es la mejor forma de gastar? Para mi, una mezcla de eso todo. Ya me quedan pocas. Las gastaré de golpe.

Primero los parámetros. La muerte también tiene parámetros, ¡que caray! Más si es uno quien decide.

* Quiero vivir mi muerte. Así, quedan descartadas las armas de fuego. Un disparo en el cerebro es, sin duda, método eficaz, pero sucio de por sí; demasiada sangre regada en el lugar, trozos de materia gris salpicando los alrededores. No me hace gracia, especialmente, no me hace gracia la idea de que, una fracción de segundo después de la entrada de la bala, toda conciencia se haya perdido. Descartado. Prefiero vivir mi muerte.

* Descartada también la idea de armas blancas. Ya, en alguna ocasión lo intenté, con malos resultados. Afortunadamente, según las secuelas, los frutos, la vida me deparó infinidad de experiencias enriquecedoras. Placeres a granel. Con su cuota de sufrimientos y dolores. Pero en esos lejanos entonces, era un jovenzuelo, los tontos quinceaños. Sin duda valió la pena vivir lo que siguió. Ciertamente hay una patricia tradición en el uso de afilados cuchillos para quitarse la vida. Los nobles romanos (algunos) sumergidos en una tina de agua de agua tibia se cortaban las venas para desangrar lentamente. Sin duda esto permite darse cuenta de lo que está pasando, es decir, vivir la muerte. Sin embargo, tengo la impresión de que es sucio, por lo menos para aquellos encargados de poner las cosas en orden.

* Descartado también el veneno. No soy conocedor en la materia, pero tengo la idea de que un veneno "limpio", no agresivo, aunque sé que existe, no es nada fácil de obtener. Además, estoy seguro de que el Doctor Kavorkian no aprobaría mis motivos. Los otros, aquellos que se encuentran en cualesquier cocina, tales como destapa caños, raticidas y demás menjurjes, son harto desagradables. De manera que el veneno queda fuera de la lista.

* Tampoco me gusta la idea del gas. Demasiado peligroso para los vecinos. Una chispa podría causar explosión y morir inocentes, o, por lo menos, perder parte de sus propiedades. Ellos ninguna culpa tienen. Para ellos, adelante con lo cotidiano de la vida.

* Claro que también queda fuera la idea de arrojarme al paso del Metro. Es una muerte demasiado rápida y violenta; causa, además, severos trastornos a una gran parte de la población. Es fácil de comprender que tampoco me atrae la idea de cuasar un accidente automovilístico. Eso tiene todos los inconvenientes de lo expuesto anteriormente.

* Me acaban de sugerir ahorcamiento. ¡Ahorcamiento! ¿Por qué no lo habré pensado antes? Sin duda es método rápido y efectivo. Así que lo considero. Reviso el lugar en que vivo. No tiene una sola viga o saliente del que se pueda colgar una soga. Los techos bajos y poco resistentes. Las mansiones señoriales antiguas eran muy a propósito. No así las construcciones modernas. Claro que se puede pensar en salir a un parque público, encontrar un árbol con rama resistente y apropiada. Tendría que ser cuando hay poca, mejor ninguna, asistencia. Llevar, además de la soga, un banco que permita alcanzar la rama escogida, hacer el nudo corredizo (no sé cómo), subir al banco y una vez, con la soga al cuello, darle una patada al banco. El procedimiento resulta engorroso y el espectáculo grotesco. Ahorcamiento, con razón, sin pensarlo, no lo había pensado antes. Mejor otra cosa.

Así que queda el mar.

"El mar de los mares mar". El mar es el medio escogido. El arma escoge al guerrero; el mar ya me escogió desde hace muchos ayeres. La vida, nos dicen los científicos, y es creible, se inició en el mar. Además, la vida se alimenta de la vida. No me disgusta la idea de que mi cuerpo sea devorado y pasar a formar, así, parte del ciclo de la existencia. Ojalá encuentre una escuela de tiburones y den buena y rápida cuenta de mis restos. En el mar no hay cruces, que bueno, soy alérgico a las cruces, por su simbolismo de sufrimiento, de pagar culpas. Pues creo no tener deuda alguna.

Ya, en alguna ocasión, estuve a punto de ahogarme, en el mar. No me causó ningún miedo. La consideración principal fue: un par de minutos de desesperación. Dos minutos duran sólo dos minutos. Pueden ser muy largos, dos minutos; sin embargo serán, siempre, más cortos que los muchos (aunque sean pocos, siempre son muchos) años de senilidad. En esos dos minutos la necesidad de oxígeno crea un reflejo animal, una enorme necesidad de respirar. Para contrarrestar esto, para no permitir que venza aquello que llamamos "instinto de conservación", pienso llevar un par de pesadas piedras en el bolsillo. Eso es todo.

Así pienso vivir mi muerte.
Juanete
MODERADOR GLOBAL
MODERADOR GLOBAL
 
Mensajes: 23970
Registrado: Jue Abr 24, 2008 4:52 pm

Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Mar Sep 23, 2008 12:15 pm


Cuento de Navidad

La cinta amarilla puesta por la Policía rodeaba la escena del crimen. La gente que transitaba por la zona cargando regalos no podía apartar la mirada y muchos morbosos se arremolinaban.
El comandante Barbosa caminaba de un lado para otro tratando de imaginar qué había sucedido.
En la calle de 5 de Mayo, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, yacía muerto un hombre; había sido apuñalado por la espalda y rematado con piquetes en el cuello.
Estaba vestido como Santa Clos.

Al revisar sus pertenencias, los peritos de la Procuraduría hallaron una credencial que lo acreditaba como empleado de una tienda departamental. Ese hombre era el encargado de tomarse fotos con los niños y recibir sus cartas.

El detective aventuró hipótesis del crimen. ¿Homicidio pasional? ¿Ajuste de cuentas? ¿Venganza de... un Elfo resentido? Parecía que el expediente de ese homicidio iría a parar a la “reserva”, el archivo de los casos sin resolver.

Barbosa terminó de fumar su cigarrillo, pisó la colilla y subió a su auto.

Al día siguiente, el timbre de su teléfono móvil lo hizo saltar de la cama. El comandante, enfurecido y extrañado a la vez, vio que eran las 5:00 horas.

“Jefe, ya van dos” sonó una voz por el auricular del teléfono. Un agente le reportaba el hallazgo de un cadáver en Francisco I. Madero. Otro Santa Clos apuñalado. La víctima era un empleado de un merendero, quien con su disfraz rojo y blanco, y una campana, invitaba a los transeúntes a pasar al hostal.

El hombre había recibido varias puñaladas en la espalda y otras más en el estómago.

Apenas acababa de llegar al lugar del homicidio cuando del radio del policía se escuchó una voz alterada. “Comandante, comandante, otro Santa Clos”. El policía contestó algo irritado: “Ya sé, ya sé, estoy en el lugar, aquí en Madero, afuera de los bisquets”. La voz al otro lado del radio hizo que se le erizaran los cabellos: “No jefe, es otro Santa Clos muerto. El tercero. Está en el Monumento a la Revolución”.

El temor de Barbosa se podía palpar. Un nuevo asesino en serie.

¿Acaso se había vuelto moda? El año pasado su mismo equipo había capturado a Raúl Osiel Marroquín Reyes, un sujeto apodabado “El Matalilos”, dedicado a cortejar homosexuales para luego secuestrarlos y matarlos.

Meses antes, ocurrió la captura de Juana Barraza, “La Mataviejitas”, dedicada a asesinar a mujeres de la tercera edad.

El último y más tenebroso caso fue el de José Luis Calva Zepeda, mejor conocido como “El Poeta Caníbal”, quien mataba a sus novias, las descuartizaba y luego se las comía. Él vio la carne frita en una sartén.

Pero para Barbosa el nuevo caso rayaba en lo absurdo. ¿Un asesino serial de Santa Closes?
Los principales periódicos pusieron la noticia en primera plana. En las esquinas los voceadores vendían el periódico Metro que mostraba a ocho columnas el cadáver del último Santa con sus barbas blancas teñidas de rojo.

Ahora Barbosa se enfrentaba al dilema de convertirse en un investigador reconocido al resolver esta ola de crímenes o sumirse en el descrédito que conlleva la impunidad. ¿Quién podría ser el homicida? ¿Un maniático fetichista? ¿Otro loco en busca de fama?Lo cierto es que no podía permitir que se presentara otra muerte más.

De pronto a Barbosa se le ocurrió una idea que en primera instancia le pareció cómica. Pero para un caso raro, creatividad policiaca.

En el baño de un Sanborns se disfrazó como el viejo panzón y salió a la calle.

No fue difícil conseguir un disfraz, pues ante el temor de acabar con la barriga agujerada, muchos actores que posaban para la foto, optaron por no interpretar más a San Nicolás.

En la patrulla dejó su ropa, pero antes se fajó su 45 con 9 tiros útiles. Tenía pensado usarla sin vacilar. No quería matar al homicida, pero sí pensaba meterle un par de plomazos en las piernas y agregarle dramatismo a la captura.

Pasaron las horas y al comandante le dolían los pies de tanto caminar por la zona de la Alameda. Ya oscurecía y empezaba a creer que aquella idea había sido una tontería.
Tenía la boca amarga y el frío invernal lo entumía. Por ningún lado veía a alguien que pareciera un asesino serial. Lo único que consiguió es que madres con sus hijos se le acercaran para platicar. Aquella rutina ponía de malas al policía, pues no era paciente con los niños.

De pronto vio a un pequeño con una canasta de dulces y cigarros. Barbosa pensó en llamarlo para comprarle unas pastillas, pero antes de hacerlo, el niño se dirigió directamente hacia él. “¿Ahora sí me vas a traer el carro de control remoto que te pedí?”, le reclamó el pequeño a Barbosa. “Si no me lo traes te voy a volver a agujerear la panzota”, advirtió el niño mientras mostraba un picahielo oculto en su mano junto a la canasta.

Barbosa se quedó helado. No se esperaba aquello. En ese momento no vio a ese joven como el asesino serial que buscaba, sino a una víctima más de la sociedad, de la pobreza, del chemo y la mona.

El comandante se acercó cauteloso al niño y le dijo que lo llevaría por su regalo para que él mismo lo escogiera. Con un discreto movimiento lo desarmó y lo asió con firmeza para encaminarlo hacia la patrulla.
Mientras conducía, Barbosa repasó el futuro inmediato del niño: el albergue, las trabajadoras sociales, los sicólogos, los tutores, el juez...

Pero antes de llegar a la agencia del Ministerio Público especializada, se detuvo frente a un almacén.

Quería cumplir su palabra primero. Después cumpliría con su deber.
Juanete
MODERADOR GLOBAL
MODERADOR GLOBAL
 
Mensajes: 23970
Registrado: Jue Abr 24, 2008 4:52 pm

Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Lun Sep 29, 2008 3:44 pm


Fundas Para Arma Corta

desenfunda.com
Una cama terriblemente extraña

La historia comienza en un barrio de París, donde dos amigos ingleses, buscando nuevas emociones deciden acudir a un garito de juego, uno de ellos decide sentarse a jugar al “rojo y negro” comenzando inmediatamente a ganar todas las apuestas que realizaba, a pesar de los consejos de su amigo el jugador continuó apostando y apostando hasta hacer saltar la banca. Tras esto, se le acerca un sospechoso hombre que dice ser militar le invita unas copas hasta que consigue emborracharle y luego convencerle para que se quede a dormir en el propio local.

Durante la larga noche el protagonista, que no conseguía conciliar el sueño, busca sin tener éxito métodos para distraer su mente, hasta que sucede algo inesperado, el techo de la cama comienza a descender súbitamente sobre él, y justo en el último instante consigue escapar de esta cama asesina. El joven protagonista decide escapar por la ventana sigilosamente y descender por unas tuberías para dirigirse a continuación a la subprefectura de la policía donde consigue, mediante un francés deficiente, que los agentes lo acompañen a la casa de juego y comprobar que lo que decía era cierto. Por último, entra en el local con los agentes y el subprefecto y tras una inspección comprobó que existía un mecanismo en la habitación de arriba que hacía que el techo de la cama descendiera, con lo que se consiguió desenmascarar a los culpables de numerosos asesinatos, el soldado y sus secuaces, que fueron condenados a galeras.
Juanete
MODERADOR GLOBAL
MODERADOR GLOBAL
 
Mensajes: 23970
Registrado: Jue Abr 24, 2008 4:52 pm

Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Lun Oct 13, 2008 9:55 pm


HECKLER & KOCH SFP9 - SK

Subcompact 9mm x 19
uspsuministros.com
El trepa

A las siete y veinte minutos exactamente, como venía siendo habitual desde hacía más de treinta años, sonó el minúsculo despertador suizo, que tenía un sonido algo violento. Arturo Mendoza, "El trepa", jefe de personal y relaciones públicas de Euroquímicas Unidas, S.A., se despertó sobresaltado, palpó varias veces el mármol de la mesilla, en busca del interruptor de la lámpara que nunca lograba encontrar, y fue dando manotazos a todo aquello que se encontraba en su desesperada búsqueda, hasta que por fin, en uno de ellos consiguió acallar el maldito ruido de la maquinaria. Después, algo más sereno, se incorporó, colocando un cojín entre la cabecera y su deforme espalda, bostezó; se rascó los cuatro pelos que aún le quedaban, ventoseó con la misma rapidez de una escopeta de repetición, y se llevó la mano a la boca del estómago, aquejándose de la dichosa úlcera. Su mujer, que al mínimo lamento de su marido se desvelaba, abandonó el plácido sueño para interesarse por su dolencia.

- ¿Qué te pasa, cariño? —dijo, mientras le alisaba los dedos de la mano derecha.

- No sé. Me duele.

- Será de la cebolla.

- Seguro.

- La cebolla es muy dañina. Por las noches deberías evitarla.

- Tienes razón —dijo él, llevándose de nuevo la mano a la boca del estómago.

- En la mesilla tienes Almax. Tómate un par de pastillas.

- Vale.

Arturo Mendoza se levantó, se calzó las zapatillas y se dirigió, medio zombi, al cuarto de baño. Abrió la solapa del calzoncillo, echó el culo hacia atrás; después apoyó la mano derecha en los relucientes azulejos, dejando sus sucios dedos marcados, y comenzó a poner esa carilla de placer que produce el aliviar la vejiga. Satisfecha la necesidad fisiológica, se sacudió violentamente el flácido pene, salpicando la taza del váter; esputó repetidas veces y presionó el pulsador de la cisterna. Un ciclón de agua arrastró todas sus miserias hacia el Atlántico.

Luego prosiguió de manera mecánica con la rutina de todos los días desde hacía más de treinta años: Se cepilló la desmedrada dentadura, que, como un puente romano apuntalado, se resistía a lo inevitable; se afeitó con la maquinilla eléctrica que le regalaron cuando cumplió los dieciocho, y después se aplicó una loción de "Floïd", el masaje que ha usado toda la vida. Él es un hombre fiel a todo; a todo menos a su mujer, pero de eso ya hablaremos. Arturo se miró al espejo y se acarició la barriga, como sorprendido por su volumen, aunque él no es una persona excesivamente preocupada por la obesidad. Lo asume como algo propio de quien tiene un buen salario, una segunda vivienda, dos mujeres que le quieren, cada una a su manera, claro está, y la certidumbre de un futuro esperanzador y lleno de ilusiones. Le gustaría tener un cuerpo atlético, claro que sí, pero la redondez de su barriga no es más que el fruto de la dicha. Este hombre nuevo e inmaculado, salió del cuarto de baño más satisfecho que un torero por la Puerta del Príncipe.

- Hoy no tomes café… Ni zumo de naranja. La acidez te perjudicará aún más el estómago ¾ dijo la mujer, mientras él iba en dirección a la cocina¾ . Tómate un descafeinado. Será mejor.

El jefe de personal y relaciones públicas de Euroquímicas Unidas, S.A., es un tío que ha salido de la nada más absoluta, profesionalmente hablando, y ha llegado a ocupar uno de los escalafones más preciados del organigrama. Estarán pensando ustedes que Arturo es un "lumbreras"… Pues no. Y eso lo saben muy bien todos los que le conocen desde el inicio de su trayectoria profesional. Entró recomendado en la empresa, siendo un vulgar chupatintas con escasos conocimientos de mecanografía y mínimas nociones de contabilidad. Pero se pegó a sus superiores como una lapa a la roca y poco a poco se fue ganando su confianza. Arturo es lo que se llama "un trepa" (de ahí su apodo), es decir, un tío ambicioso, egoísta y sin escrúpulos, que se ha ido abriendo paso a codazos y haciéndose con los diferentes puestos de confianza que ha desempeñado en su dilatada carrera, del modo más indigno y miserable, con cenas, fiestas y regalos. Su ambición le llevó a matricularse en la Facultad de Derecho, y durante cinco años se machacó los sesos hasta conseguir la diplomatura, aunque en su carné de identidad figura como licenciado en Derecho. Éste, quizá sea el único mérito de su carrera profesional.

Ahora, Arturo ya no es el inepto chupatintas de antes; ahora es un hombre de empresa, calculador, previsor, con una facilidad de palabra algo extraordinaria que asombra a sus interlocutores. Sabe convencer, razonando argumentos, y tiene una destreza singular para salir de situaciones conflictivas. Es un lince. Pero este triunfador, que ha pasado por tantas adversidades y ha salido siempre victorioso de ellas, está hoy preocupado, porque; tal vez hoy sea uno de los días más difíciles de su carrera. En cierto modo es normal. Todo el mundo tiene miedo al fracaso. Le pasaba a Clay cada vez que pisaba un ring, a Nieto cada vez que se subía a una moto, y le pasa a Sainz cada vez que tiene en sus manos el volante de un coche. Es inevitable.

- ¡Arturo, está en posición de descongelado! ¾dijo la mujer desde la habitación al escuchar el ruido del microondas¾ . ¡Anoche se me olvidó cambiarlo! ¿Has oído?

- ¡Sí! ¡Vale!

Se tomó el descafeinado con tres bizcochos, encendió un cigarrillo; que le dio una punzada en el estómago a la primera calada, y abrió la agenda por el día 24 de septiembre, tal vez el día más difícil de su carrera. Hizo un breve repaso a las anotaciones del día anterior y no encontró nada eludible que pudiera aliviarle un poco el agobio que padecía. Por tanto, no tenía más remedio que hacer frente a todo ello de la manera más eficaz.

A las ocho, el Comité de Empresa iba a iniciar un encierro indefinido en la sala de reuniones, para protestar por el despido improcedente de Márquez, un trabajador dado a las bajas de enfermedad. El problema tenía difícil solución, y ponía en peligro la reputación de la empresa, máxime, ahora que aún estaba fresca la firma de un sustancial contrato con los chilenos. Sobre las diez estaba prevista la visita de una delegación provincial de políticos, acompañados de un grupo de militantes ecologistas que trataban de investigar sobre la mortandad masiva de peces por un derrame tóxico, posiblemente, vertido por su empresa. Una hora más tarde tenía que asistir al entierro de la madre de un trabajador. Si lograba sobrevivir a la mañana, la tarde se le iba a presentar un poco más pacífica: una reunión con el director general para informarle de todos los pormenores acontecidos durante la mañana, de la que saldría con unas reconfortantes palmaditas en la espalda. Debía resolver también un problemilla sin importancia con un trabajador conflictivo que sólo creía tener derechos, y no obligaciones. Y por último, tenía la grata tarea de notificar un aumento de sueldo a dos trabajadores cualificados de la misma sección.

Cómodamente instalado en su despacho, y haciendo caso omiso a las recomendaciones de su mujer, se sirve un café negro y sin azúcar, como se debe tomar el café; todo lo demás es alterar su estado natural, enciende un cigarrillo y hace un repaso a la prensa del día, mientras va deleitando a pequeños sorbos la taza de café.

El despacho es de estilo moderno y muy simple: una gran mesa ovalada, dos butacas de diseño, un archivador, un pequeño armario, un ordenador, un interfono que no deja de pitar, y el imprescindible teléfono. De las paredes cuelgan numerosos diplomas obtenidos en congresos y seminarios sobre Gestión de Empresa y Relaciones Laborales. Y, frente a su mesa, justo en el lugar donde antes estuvo la fotografía de Felipe González, se encuentra ahora la del presidente Aznar. No obstante, Arturo guarda como oro en paño la foto de González, por si algún día tuviera que volver a colgarla.

Suena el interfono y Arturo se afloja el nudo de la corbata y responde con una voz artificial:

- ¿Siiii…?

- Arturo, están aquí Cañizares y Zamorano. Dicen que quieren una reunión urgente con usted.

- …Dígales que pasen.

Cañizares y Zamorano, miembros del Comité de Empresa, son asimismo, delegados sindicales de Comisiones Obreras y de la Unión General de Trabajadores, respectivamente. Y son los únicos subordinados que se atreven a tutear al Jefe de personal, claro, que él lo consiente, un poco a regañadientes, porque son muchos los favores que les debe a estos elementos. Se puede decir que, una parte muy importante de su éxito se la debe a ellos.

- Pasad, pasad. ¿Un café? Pedid lo que queráis. Esta es vuestra casa ¾ dijo con una sonrisa, un tanto hipócrita y guasona, con unas gotitas de mala leche.

Cañizares se enzarzó en un discurso Marxista que, ni él mismo sería capaz de entender en los momentos más lúcidos de su existencia. Dijo frases hechas, citó personajes, fechas; y acusó a la empresa de fascista, paternalista, prepotente e intransigente, mientras miraba a su compañero reclamándole muestras de complicidad. Éste, de vez en cuando, hacía un gesto afirmativo con la cabeza, pero de una manera tímida. Cañizares tragó saliva, llenó el pecho de aire y continuó diciendo:

- No consentiremos, de ningún modo, que un trabajador sea despedido improcedentemente, y mucho menos por el simple hecho de estar enfermo. Si Márquez coge la baja, es porque está enfermo, y nadie debe dudar de ello. El parte de baja lo extiende un profesional de la medicina, al que también se está poniendo en entredicho. Exigimos la inmediata readmisión de nuestro compañero.

El jefe de personal no intervino en ningún momento. Sólo escuchaba muy atento. Era su táctica. Ahora Zamorano tomaba la palabra:

- Permaneceremos encerrados indefinidamente en la sala de reuniones, y comenzaremos a realizar una serie de movilizaciones que culminarán en una huelga, en el caso de que nuestro compañero no sea readmitido. En este instante se está redactando un comunicado que se enviará a la prensa para hacer público el problema.

Después de estas dos acaloradas intervenciones, el jefe de personal continuó en silencio durante un buen rato, lo que crispó aún más los nervios de los delegados. Por fin se decidió a hablar:

- Vamos a ver, Zamorano… No quiero cuestionar la honradez de Márquez, y mucho menos me atrevería a cuestionar la del médico que diagnostica sus enfermedades. Pero Márquez es un hombre que estaba creando muchos problemas a esta empresa, e indirectamente a todos sus empleados. Márquez estaba ocupando un puesto de trabajo que no desarrollaba. Cuántos estarán deseando un empleo así… Seguro que su despido va a beneficiar a otro… Seguro. Por cierto, Zamorano, ¿cuándo termina tu hijo el contrato?

- En noviembre.

- Es posible que lo vuelva a renovar. Es muy posible. Tu hijo es trabajador, constante y tiene iniciativa.

Si el orgullo engordara, Zamorano estaría pesando ahora diez kilos más.

El jefe de personal se dirigió ahora a Cañizares, que mantenía una irónica sonrisa en sus labios.

- Cañizares, dentro de unos meses, tres o cuatro a lo sumo, Garrochena, el encargado del almacén, se va con la jubilación anticipada. De los numerosos candidatos a ocupar su puesto, la dirección cree que tú eres el más idóneo. ¿Qué te parece?

Los dos representantes de los trabajadores, después de hora y media de confidencias extraoficiales, bromas, cafés y cigarrillos, abandonaron el despacho del jefe de personal y desconvocaron el encierro, porque Márquez, "tenía mucho que matar". Esta es la razón que dieron a sus compañeros encerrados. Así quedó zanjado uno de los mayores problemas con los que se ha enfrentado en su carrera.

Inmediatamente después, su secretaria le pasa una llamada de María Garrido, su amante, una viuda de buen ver. Bueno, ella siempre se anuncia como Concha Zamudio, de Seguros Peninsulares, para evitar suspicacias. María, diplomada en felaciones y otras artes carnales, que para Arturo están vetadas por su legítima, absorbe casi la totalidad del presupuesto que Arturo tiene asignado a gastos de representación como relaciones públicas, que no es moco de pavo.

- Arturo, soy yo, Mari. ¿Cómo estás del estómago?

- Psch… regular.

- Oye, no me llames a casa en unos días. Mi hijo ha venido a verme, y ya sabes que no me gusta que se entere de lo nuestro. Todavía tiene a su padre muy metido en la cabeza. Es normal. Compréndelo.

- ¿Estará mucho tiempo aquí?

- No sé, chico… Siete u ocho días. Qué vamos a hacer. No te importa, ¿verdad?

- No, no, qué va.

- A las seis y media nos vemos en el California, ¿vale?

- Vale.

- Un beso, amor.

- Adiós, chati.

No habían pasado ni cinco minutos, cuando llamó su legítima con la misma historia de siempre:

- Arturo, cariño, ¿estás mejor?

- Psch… regular.

- Que te llamo, porque cuando salga del gimnasio voy a ir con mis amigas al centro, de tiendas, ya sabes. Y después nos quedaremos a comer en algún self-service. Te lo digo por si se te ocurriera llamar a casa, para que lo sepas.

- No te preocupes.

- Oye, no tomes café, ¿eh? Y no fumes.

- Bueno…

La pobre era con lo único que disfrutaba, porque el sexo, ni catarlo. La última vez que tuvo un orgasmo fue en Conil, durante las vacaciones de Semana Santa, hace ya más de cinco meses. Pero eso no parece importarle mucho, porque ella con lo que verdaderamente disfruta es comprándose modelitos, que a veces, no se los pone más de una vez. Siente un placer especial estrenando. Y sólo algunas veces, cuando las compañeras de aeróbic presumen de la virilidad de sus maridos y de sus juegos perversos, ella siente que algo se está perdiendo.

De nuevo suena el interfono:

- Arturo, los diputados y el grupo ecologista esperan en la sala de reuniones.

- Gracias. Voy ahora mismo.

No fue fácil convencerles. Para ello tuvo que ocultar información, falsear datos y registros, y sobornar a un ecologista poco convencido de su militancia, que estaba empeñado en que el derrame tóxico se había producido en esa factoría. Los políticos, sin embargo, se mostraron cordiales en todo momento, porque comprendían que, a veces, los procesos industriales no pueden evitar desastres como éste. Es el precio del progreso. Arturo explicó, con datos maquillados, lo mucho que su empresa contribuye a la protección del medio ambiente, y dio unas cifras poco creíbles sobre las inversiones que tenían previstas para adecuar las instalaciones a la normativa comunitaria en materia ecológica. Todo salió bordado, y las delegaciones quedaron satisfechas, más aún, después de haber tomado unos crustáceos con manzanilla de Sanlúcar.

De regreso al despacho, la secretaria le comunica que tiene al teléfono a un tal Sarasóla, de la Delegación Provincial de Trabajo, que ha llamado dos veces mientras él estaba reunido.

- Dime, Sarasóla.

- Oye, Arturo, que te llamo porque, el día veintinueve te haremos una visita. La última vez nos pusiste en un compromiso. Que esté todo en orden, ¿vale?

- Estará todo en orden. No te preocupes.

- Mira, … Arturo, …que dentro de unos meses hay elecciones y los de arriba quieren lavar la imagen…

- Yo me encargaré de todo. No habrá ningún problema.

Finalizada la jornada, Arturo acude a la cita del California, allí toma unas cañas con Jabugo, acaricia las cachas de Mari, mientras escucha "Oye niña", de Hilario Camacho; después la coge por la nuca con extrema delicadeza, la atrae hacia él violentamente y le da dos bocados en el labio inferior, tal vez, descargando esa rabia contenida por no haber podido subir al piso, porque al "capullo" del niño se le había ocurrido ir a visitar a mamá. Al salir, Arturo se despide de Mari con un beso de tornillo, ante la mirada atónita de unos viejos que jugaban al dominó. Después se detuvo en un pub cercano a su casa, tomó un Marqués de Cáceres con unos frutos secos; tiró unos dardos con muy poca precisión, y comprendió que era el momento de subir a casa.

Su mujer le besó como se besa a alguien que viene de un largo viaje, luego le cogió la chaqueta y el portafolios y le facilitó las zapatillas.

- ¿Qué tal, cariño? ¿Cómo ha ido el trabajo? ¾ preguntó, y no por simple cumplido, sino con sumo interés. Ella es así.

- Bien, bien. Todo ha ido bien, pero estoy muy agotado. El día ha sido muy duro.

Se sentó en su segundo trono, encendió el televisor y comenzó a hacer zapping. La mujer fue hacia la cocina y enseguida volvió con una cerveza muy fría, como a él le gusta.

—Toma, cariño. Voy a terminar de preparar la ensalada.

—Ponle mucha cebolla.

—Bueno.

Después de cenar, él se fue a la cama, y ella se encerró en el cuarto de baño. Llevaba ya más de diez minutos allí metida, cuando Arturo se percató de que tardaba demasiado, y pensó, que quizás estuviera entretenida con los cuidados dentales, o dándose esos potingues para las arrugas, en los que dejaba todos los meses una fortuna. Pero, cuál fue su sorpresa, cuando la vio salir con un provocativo conjuntito de fino encaje.

—¿Te gusta? —dijo ella, con una extraordinaria sensualidad.

—Sí. Te favorece mucho. Es muy bonito. Es precioso.

Arturo apagó la luz, encendió la radio y se puso a escuchar El Larguero.

Al día siguiente, como venía siendo habitual desde hacía más de treinta años, sonó el minúsculo despertador suizo que tenía un sonido algo violento, y Arturo Mendoza, "El trepa", se despertó sobresaltado, palpó varias veces el mármol de la mesilla, en busca del dichoso interruptor de la lámpara que nunca lograba encontrar; y en uno de los manotazos con los que abatía todo lo que se iba encontrando en su desesperada búsqueda, consiguió acallar la maldita maquinaria suiza. Se incorporó, colocando un cojín entre la cabecera y su deforme espalda, bostezó; se rascó los cuatro pelos que aún le quedaban, ventoseó con la misma rapidez de una escopeta de repetición, y se llevó la mano a la boca del estómago, aquejándose de la dichosa úlcera. Su mujer, que al mínimo lamento de su marido se desvelaba, ese día no se despertó.
Juanete
MODERADOR GLOBAL
MODERADOR GLOBAL
 
Mensajes: 23970
Registrado: Jue Abr 24, 2008 4:52 pm

Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor supermiau » Vie Oct 17, 2008 1:26 am


Camiseta Policia Nacional Uip

militariapiel.es
Esto es super entretenido, aunque la verdad, me gusta mas el libro, con la belleza del papel manoseado tras las lecturas y esa esquinita doblada como señal perenne de la parada de lectura... y cuanto mas viejo es un libro, mas bonito es. Que pena que no esté aglutinado todo esto en un volumen físico, pues TENGO YA LOS OJUELOS ROJILLOS DE TANTO LEER LA PANTALLAAAAA JAJAJAJA.

Has hecho una cosa hermosa, entretenida, y original. Gracias por todo ello. :aplausos:
COMIENZA A MANIFESTARSE LA MADUREZ CUANDO SENTIMOS QUE NUESTRA PREOCUPACIÓN POR LOS DEMÁS ES MAYOR QUE POR NOSOTROS MISMOS. Einstein.
Avatar de Usuario
supermiau
Nivel: Básico -Policía-
Nivel: Básico -Policía-
 
Mensajes: 350
Registrado: Vie Jun 13, 2008 11:07 pm
Ubicación: ZARAGOZA

Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Lun Oct 20, 2008 1:27 pm


Curso Online ascenso a Oficial

joyfepolferes.es
La caza de un atropoide

Medio-Rostro gesticuló y se detuvieron los antropoides que rastreaban en la estepa, mientras una jauría de chacales merodeadores los seguían a distancia. Una manada de alimento abrevaba en una corriente. La banda se desplazó con sigilo.

El jefe levantó su diestra e inclinó el pulgar. Los cazadores corrieron detrás de los gigantescos animales que escaparon destruyendo arbustos de la orilla del riachuelo. A su alrededor los cánidos aullaban con su tono lastimero. El mamut más viejo se rezagó y lo atravesaron con las armas, cayó emitiendo bramidos que rasgaron la paz de la estepa. Los salvajes lo remataron.

Con la mano levantada, empuñando su lanza, Medio-Rostro reventó en un grito victorioso. Como no era posible mover el mamut, decidió que su clan se asentara allí mismo a espacio abierto. Después de desollar y descuartizar la presa pusieron al fuego, destinado en un principio a calentar del glacial frío y proteger de las fieras, las carnes que luego devoraron. Succionaron el tuétano de la osamenta. Los chacales se acercaron a mendigar por las sobras, pero los vigías los ahuyentaron a pedradas, hecho que el jefe les reprochó pues aquellos carroñeros podían delatar con sus aullidos la cercanía de quien los pudiese atacar.

Tiempo después, luego de conservar gran parte de la carne en bolsas hechas del pellejo del mismo animal, la víctima había quedado en puros restos. En el área escaseaba la flora, tampoco había lugares donde refugiarse. De modo que los antropoides decidieron emigrar.

En medio de la bruma las siluetas se desplazaban con rumbo incierto hacia un estrecho. El descenso del nivel de los mares había dejado un puente terrestre entre dos peligrosos territorios de nadie. Era la última glaciación.

Los miembros del grupo perseguían mastodontes, osos y bisontes, que, así como ellos, erraban en busca de la supervivencia. Las hembras y los viejos más débiles se quedaban en las cuevas cuidando a los críos. Abrigados con cueros de felinos se encaminaban hacia el sur. Bajo un sol quemante recolectaban frutos, raíces y hojas, deambulando por bosques interrumpidos en ocasiones por cantos de aves.

Luego de trasegar durante meses, la banda llegó a una serie de rocas que cruzaba el lecho seco de un río. Al pie de las piedras había una charca donde unos mitigaron la sed, otros descansaron a la sombra de un raquítico bosque. El líder, emitiendo un retumbo gutural, señaló con el dedo el próximo asentamiento: una montaña elevada, escarpada, que quizá los libraría de inundaciones, los eximiría de combates con otras hordas y los podría defender de los predadores.

Una diáfana noche dormían con temor sobre un lecho mullido de hojas muertas. Afuera los grillos le cantaban a la luna que se desplazaba con lentitud atravesando jirones de niebla. El ambiente permanecía sin más alarmas que los rumores indescifrables. Medio-Rostro dormitaba, sus párpados se negaban a cerrarse del todo.

De repente, se incorporó impulsado por una potencia oculta. Tenía una expresión de angustia, el corazón le retumbaba. Empezó a transpirar frío en tanto que una embestida zarpeaba sus entrañas. Aguzó los sentidos en la penumbra de la cueva. Algo parecido a un pensamiento le cruzó como una espina.

¿Qué era el leve rumor que lo había despabilado de golpe?

Sólo el silencio le respondió.

Ya no sentía el chirrido de los saltamontes poniendo en guardia sus antenas. Su vista de piedralumbre trataba de identificar en la atmósfera mortecina alguna forma, una presencia indefinible.

No podía verla.

Oliscaba y se le mezclaban las fragancias de la tierra, las hierbas altas y las peñas. La abertura de la gruta le ofrecía un panorama reducido. Sólo escuchaba una respiración pesada, la suya. En el pabellón auricular le seguía retumbando el eco que lo despertó por completo.

Volteó la cabeza y fijó su oscura visión en los cuerpos envueltos en sombras que se amontonaban en apretado racimo. Localizó a su madre, una anciana desdentada de unos treinta años, que padecía una extraña dolencia, a la cual le había notado en el día la dificultad para moverse y sus quejidos en las noches gélidas.

¡De pronto, el crujir de una rama llenó otra vez el viento y lo hizo estremecer!

Inmóvil en su posición, continuaba medio agazapado. La baja temperatura lo hacía temblar como a los helechos que invadían la montaña sacudidos por un huracán. La pelambre se le erizó. Algo grave, difuso, se posesionó de él. Estaba presto a defender su tribu y a defenderse de lo que pudiera ocurrir. De un montón de huesos donde sobresalía un cráneo con múltiples fracturas cogió una daga de piedra y se arrastró hasta el acceso.

Desde la balconada rocosa que dominaba el confín su ojo pétreo escudriñaba sin pestañear.

Al frente, un valle coronado de plantíos azulados. Más a profundidad colinas bañadas por la luz del astro, un páramo donde habitaban frailejones y otras plantas que retenían la bruma espesa.

Todo parecía tranquilo.

A la derecha, un fantasma semejante a un fósil desplumado lo miraba impasible y le revivieron los antepasados que habitaron en las copas de los árboles.

No había nada.

En el flanco izquierdo se erigían piedras volcánicas incrustadas en el terreno firme, recortándose contra el paisaje; siluetas fantasmales que le evocaban una fauna de expresión hostil.

Todo intacto e inerte.

Imaginó las fogatas que encendían a la luz de la luna para ahuyentar las bestias. Como si esperase una ayuda del "más allá" miró el astro errante, casi monstruoso, en el cielo insensible, cuyo fulgor se filtraba a través de la neblina para reflejarse en su ojo.

Volvía a repasar el entorno. Salvo él y los suyos no amenazaba otro ser.

O al menos eso creía.

La vida proseguiría, pues, con rutina y aquellos salvajes continuarían luchando día tras día para sobrevivir o, de lo contrario, se extinguirían como los dinosaurios que millones de años antes quedaron bajo el sedimento de los acantilados.

Dejó de temblar como una hoja seca, desapareció el aire de sorpresa, la respiración se hizo menos agitada, disminuyó el golpeteo cardíaco, el cuerpo adquirió menor rigidez. El cansancio le hacía caer su vigilancia; pero al instante parpadeaba un tanto sobresaltado.

No veía nada.

Apoyándose contra la pared le volvió la crepitación lastimera de los grillos. Hasta que la noche ganó dos párpados más a su follaje.

Entretanto, una bestia merodeaba al acecho deslizándose furtiva con sus acolchadas patas.

Medio-Rostro saqueaba una colmena. Metió un palo por el hueco de un árbol, extrajo trozos de panal con larvas y les ofreció a otros consanguíneos. Se chupó los dedos sin preocuparse del aguijoneo y el zumbido del enjambre de abejas.

Una corriente de aire le introdujo un olor que lo hizo despertar con zarpazos de espanto.

¡Sobre una piedra se recortaba sobre la luna del paleolítico la silueta de un puma! ¡Su mirada de amenaza señalaba que atacaría con rápidez, y percibió en la de Medio-Rostro la chispa de un miedo que serpeaba en su ser!

El corazón del jefe accionó como si quisiera salirse de su pecho, un sobrecogimiento le subió por un costado, quedó como la roca que servía de base a la fiera. Su vista adormecida, ahora relampagueaba. El pulso se aceleró. Los intestinos se le aflojaron como presionados por una necesidad.

Evocó de algún modo una pantera. Las huellas en la frente y el pómulo constituía un recuerdo del día en que, en compañía de los demás, abandonó un abrigo, casi un refugio a la intemperie, para buscar una cavidad natural, como la que hoy habitaban, y resguardarse de la época de lluvias y vientos helados. En esa ocasión amedrentaron la pantera a punta de garrotes, guijarros y chillidos, hasta alejarla.

Los ojos dorados, fríos, centelleaban enviando una corriente que circulaba por las venas de Medio-Rostro, imposibilitado para reaccionar.

Pero tendría que hacerlo.

Respiró hondo, emitió un ululato de alarma cuyo eco resonó en la hondonada y despertó a los demás antropoides.

Estalló un alboroto infernal.

El félido aventó un rugido, erizó el refulgente pelo, levantó la cola y avanzó con rapidez. Con un resuello compacto atacó a Medio-Rostro, pero éste lo esquivó con la mayor agilidad. A las primeras arremetidas respondió con las garras contorneándose. Retumbó un ¡aaarggg!, un porrazo con un fémur sobre su cabeza lo dejó medio aturrullado, lo que no le impidió que a Oreja-Sucia, un joven que le salió a su paso para arrojarle un guijarro, lo estrellara contra la pared y se abalanzara como un rayo sobre él. Un punzón sobre la retaguardia le arrancó un berrido, a lo cual giró y clavó firme la garra lacerando un muslo del temerario. Las hembras chillaban aferrando en sus brazos a los críos. Al verse a merced de aquello, que le marcaría un azar fatal en su cuello, los alaridos de Oreja-Sucia pasaron a punzadas de terror, que le hicieron bajar un sudor escarchado por la espina dorsal, hasta atravesarlo una expresión de agonía que rasgó el aire. Ni la habilidad y la fuerza de su hermano más fuerte evitaron que los amarillentos colmillos, similares a los del tigre dientes de sable, se clavasen sobre la víctima.

Los baladros de Oreja-Sucia muy pronto se apagaron. Fue arrastrado por las fauces del depredador que se escurrió hacia su guarida. Los demás se quedaron gimiendo.

Se hizo un silencio de hielo.

En la atmósfera flotaba un olor a sangre.

Cuando despuntó el alba, los primeros rayos del pálido sol sombrearon las colinas de violeta. Al salir de la caverna, sobre la faz de Medio-Rostro cayó un destello que iluminó su ojo con visos de dolor, a través del cual recorrió la franja incluyendo los repliegues del valle. Por la ladera escarpada descendió con la horda hacia el río que serpenteaba con pasividad. Cerca de un matorral unos carroñeros devoraban huesos roídos y porciones de carne. Alguien se acercó para olfatear algo familiar; pero de un manotazo en la cabeza Medio-Rostro lo reintegró con un gruñido.

Ahora lo que interesaba era abrevar, darse un chapuzón antes de que los carnívoros llegaran a calmar su sed.

Una tarde despejada, en la gruta, Medio-Rostro se imaginó clavándole un puñal a un cachorro que después los miembros del grupo devoraron. Los artistas de la comunidad pintaban en las paredes chacales aullando, cometas cruzando el espacio, salamandras atisbando hacia el cielo, niños jugando... y antropoides que cazaban un puma.
Juanete
MODERADOR GLOBAL
MODERADOR GLOBAL
 
Mensajes: 23970
Registrado: Jue Abr 24, 2008 4:52 pm

Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Sab Oct 25, 2008 1:42 pm


CNP Modelo Squad

gafaspolicia.com
Repetición de la letra

Desde el angosto pasillo en penumbras se oía la dulce melodía proveniente de una de las habitaciones del hotel.

Cuando la música terminó, el hombre de la habitación 14 nuevamente se sintió solo. Tenía el tubo del teléfono suspendido en una mano, en actitud estúpida, un cigarrillo consumido en la otra y todo el aspecto desvalido y decadente de un hombre aturdido y temeroso.

Primero había tratado de comunicarse con el 103, el número de emergencias, pero cuando una voz femenina le preguntó el motivo de la llamada, se sintió incapaz de pronunciar palabra. Más tarde, sintiéndose más dispuesto a pedir ayuda, marcó el 917-1945, pero como sonaba ocupado, prefirió dejar el tubo descolgado.

Tambaleándose, se dirigió al baño. Un par de pastillas y una ducha fría de cinco minutos, con el recuerdo del teléfono ocupado rugiéndole al oído, contribuyó a hacerle reaccionar.

Mientras se secaba se preguntó cuál sería su próximo paso a seguir. En ese momento recordó la carta sin remitente enviada a su nombre y el carácter repetitivo de cierta vocal; tres veces se repetía la misma vocal, tres veces ubicó la palabra muerte —no importaba si decía la verdad, si mentía o se negaba a declarar, eran hechos secundarios— en el último lugar de la larga lista de vejaciones. La infame misiva finalizaba con un mensaje hipócrita que decía que la organización —la que lo amenazaba— tenía una intachable trayectoria de Dios, Patria y Hogar, y que el amenazado —es decir, él mismo— confiara en que ese grupo de argentinos nacionalistas lo protegería de los bolches asesinos.

En verdad, no fue la amenaza la que lo llenó de pavor sino la alabanza a esa trinidad autocrática cuya conjunción era más nefasta que la amenaza en sí misma. Cristian Balaguer, abogado que siempre tenía dos Agravios y un Derecho, sabía que los oponentes al gobierno estaban siendo detenidos a centenares para ser torturados y fusilados, pero nunca fusilados en primera instancia.

Fiel a su endémica costumbre de adelantarse a los hechos, se imaginó convertido en un ente cuya única preocupación consistía en descubrir qué querían hacerle declarar para confesarlo inmediatamente antes de que volvieran a torturarlo. Tan solo lo tranquilizó la idea de que esos hombres utilizaban las amenazas epistolares con el fin de crear pánico entre la población ya que las amenazas nunca eran ejecutadas, mientras que los que eran verdaderamente ejecutados nunca eran previamente amenazados. Pero íntimamente —ya no quiso mentirse más a sí mismo— conjeturó su caso como una excepción a la regla.

Es que el miedo se había convertido, en forma progresiva a largo de los años, en un abominable instrumento para amedrentar a la población y los secuestros nocturnos para eliminar a los supuestos enemigos del Estado. Y a Cristian le torturaba el continuo ocaso del día, cuando las sombras de la tarde caían en noches aterradoras de insomnio, bajo el miedo a ser descubierto por pandillas de hombres serviles que respondían al infame Daniel Agre, ese hombre cuyo helado rostro delataba su inhumanidad.

Al observarse minusciosamente en el espejo se le ocurrió —como uno de esos destellos que llegan luego de futiles horas de pensamiento— que su oposición política hacia el nuevo gobierno era una piedra arrojada a una laguna cuyas aguas sólo reflejaban las imágenes superiores, sin permitir ver lo que había debajo. La superficie ocultaba algo pestilente y repulsivo, pero sin que los demás pudieran saber qué era. Sólo él lo sabía, pero esa verdad sólo la verían los demás cuando se rompiese el espejo. Además, mientras el régimen gobernante negaba cualquier realidad conflictiva que pudiera alterar la ficticia imagen de progreso y bienestar del país, éste usaba la palabra seguridad como excusa para convertirse en un cruento estado parapolicial, haciéndose presente con toda su brutalidad en los pequeños gestos de la vida cotidiana.

Tuvo el deseo de afeitarse. Tapó el lavamanos con una media sucia, abrió el grifo de agua caliente y frotó el jabón entre sus manos; la espuma resultante la desparramó lentamente por su mentón mientras tarareaba una efímera canción de moda. Desde que tenía uso de razón, siempre había defendido la idea de que su familia era una institución obsoleta, de que la Patria era una mentira —una patraña— y de que Dios era una mera ilusión. También había hecho todo lo posible por obstaculizar la meteórica ascensión política de Daniel Agre, llegando incluso a hacer observaciones despectivas en público sobre su pasado. Así, no se sorprendió cuando uno de los primeros actos de las nuevas autoridades electas después de hacerse con el poder había sido enviarle esa amenaza de muerte por escrito.

Cuando terminó de afeitarse, una idea redentora se materializó en una navaja, la cual, pensó, le facilitaría la tarea. Cerró los ojos y mentalmente volvió a revivir el recuerdo del acto terrorista más infame, de los cuerpos destrozados en el suelo como bolsas de basura, del cuerpo de una mujer —su propia mujer— retorcido por el dolor, suplicante e histérico; el grito se posó en su conciencia como un eco de pavor y sufrimiento, de tormento y crueldad.

Repentinamente, las imágenes se desvanecieron de su mente; la angustia, sin embargo, no lo abandonó sino que lo empujó a repetir mentalmente —mientras una hoja de afeitar brillante y filosa como su lengua jugaba entre los dedos de su mano— la máxima borgeana de si había sentido en el dolor o el dolor era otro sentido.

"De todos modos, no pienso declarar", concluyó, e inmediatamente después se hundió la hoja de afeitar en la lengua.

El portero del edificio fue el primero en llegar. Había decidido tirar la puerta abajo luego de golpearla insistentemente para ser atendido. Detrás de él llegaron dos efectivos de la policía federal. Lo encontraron agonizando, sentado en una silla de mimbre con la espalda apoyada en el respaldo y la cabeza mirando al techo. Tenía los ojos en blanco y por su boca —una boca a la que le faltaba misteriosamente la lengua— corría un hilo de sangre que llegaba hasta sus piernas. Y sobre su pecho colgaba una inscripción sujeta en al cuello con cordeles en la que decía, con letra un tanto infantil y en señal de protesta, "no pienso declarar"
Juanete
MODERADOR GLOBAL
MODERADOR GLOBAL
 
Mensajes: 23970
Registrado: Jue Abr 24, 2008 4:52 pm

AnteriorSiguiente

Volver a Politeca

¿Quién está conectado?

Usuarios navegando por este Foro: No hay usuarios registrados visitando el Foro y 0 invitados

cron