Historias y cuentos de policías

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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Jue Ago 07, 2008 6:46 pm


Gafas Polarizadas 5.11

militariapiel.es
La broma

El robusto hombre del traje verde chillón extendió su manaza sobre el mostrador del estanco.

- Jim Greeley - se presentó -. Compañía de Novedades Ace.

El empleado le dio la mano y de pronto se sacudió convulsivo cuando algo zumbó dolorosamente en su palma.

La risa del hombrón estalló alegremente.

- Es nuestro Alegre Zumbador - dijo, volviendo la mano para mostrar el pequeño aparato de metal oculto en ella -. Uno de los mejores trucos que tenemos. ¿Qué le ha parecido? Deme cuatro de esos cigarros, de los de dos por veinticinco. Gracias.

Puso medio dólar sobre el mostrador y, disimulando una sonrisa, encendió uno de los cigarros, mientras el dependiente trataba inútilmente de levantar la moneda. Riendo, el tipo depositó sobre el mostrado otra moneda, esta vez sin truco, y levantó la anterior con la punta de una navajilla. Colocó la moneda en una cajita y la guardó en un bolsillo del chaleco.

- Es un nuevo truco, bastante bueno. Es una broma segura para reírse y... bueno, «bromas para todos» es el lema de la Compañía Ace; soy viajante comercial de Ace.

- Yo no podría...

- No estoy tratando de venderle nada - interrumpió el hombre -. Sólo vendemos al por mayor. Pero me divierte mostrar nuestra mercancía.

Exhalo un anillo de humo y pasó a la recepción del hotel.

- Doble con baño - pidió al empleado -. He hecho una reserva a nombre de Jim Greeley. El equipaje será enviado desde la estación y mi esposa vendrá más tarde.

Sacó una estilográfica del bolsillo, ignorando la que le ofrecía y firmó en la tarjeta. La tinta era azul brillante, pero resultaría divertido cuando el empleado, un poco más tarde, tratara de archivar la tarjeta y la encontrara totalmente en blanco. Entonces le explicaría lo ocurrido, rellenaría nuevamente el impreso del registro y sería una buena broma y una propaganda excelente para Novedades Ace.

- Deje la llave en el casillero - indicó -. No voy a subir ahora. ¿Dónde están los teléfonos?

Se dirigió a las cabinas telefónicas indicadas por el empleado y marcó un número. Una voz femenina respondió:

- Habla la policía - dijo él - hemos recibido cierta información en el sentido de que usted alquila habitaciones a gente deshonesta. ¿O sólo era gente de paso?

- ¡Jim!, ¡Oh, me alegra tanto que estés en la ciudad!

- También yo, querida. ¿No hay moros en la costa; no está tu marido? Espera, no me lo digas; no me habrías dicho lo que dijiste si él estuviera ahí, ¿no es verdad? ¿A qué hora regresa a casa?

- A las nueve de la noche, Jim. ¿Pasas a recogerme antes? Le dejaré una nota diciendo que voy a quedarme con mi hermana, porque está enferma.

- Bien, cariño. Esperaba que dijeras eso. Veamos, son las cinco y media. Estaré ahí en un momento.

- No tan pronto, Jim. Tengo cosas que hacer, y aún no estoy arreglada. Ven después de las ocho. De ocho a ocho y media.

- Muy bien, encanto. A las ocho. Así nos dará tiempo a prepararnos para una gran noche. Ya he reservado una habitación doble en el hotel.

- ¿Cómo sabrías que estaría disponible?

El hombrón río divertido.

- De no haber sido así, habría llamado a alguna de las otras que tengo anotadas en la agenda. No te enfades; sólo bromeaba. Te llamo desde el hotel, pero aun no me he registrado; no era más que una broma. Es algo que me gusta de ti, Marie, tienes sentido del humor; por eso me quieres. Todos mis seres queridos tienen que apreciar el humor, como yo lo hago.

- ¿Todos tus seres queridos?

- Y todos a los que amo. ¿Cómo es tu marido, Marie? ¿Tiene sentido del humor?

- Algo. Un poco chiflado, no es como tú. ¿Tienes esta vez artículos nuevos?

- Verdaderas preciosidades. Te los mostraré. Uno de ellos es una cámara con un truco que... bueno, ya la verás. Y no te preocupes, encanto, recuerdo muy bien que tienes un corazón delicado y no te mostraré nada que pueda asustarte. No te voy a espantar, cielo; todo lo contrario.

- Grandullón. Está bien, Jim, no antes de las ocho. Pero bastante antes de las nueve.

- Con campanillas, encanto. Nos vemos.

Salió de la cabina telefónica cantando Esta Noche es mi Noche con mi Nena, y se ajustó la chillona corbata ante un espejo del vestíbulo. Se pasó la mano inquisitivamente por su rostro. Sí, necesitaba un afeitado. Bueno, tendría tiempo de sobra en dos horas y media. Se dirigió a un botones.

- ¿Hasta que hora estás de servicio, hijo?

- Hasta las dos treinta. Nueve horas. Acabo de empezar mi turno.

- Bien. ¿Cómo va lo del alcohol? ¿Hay horas de venta?

- No se pueden comprar botellas después de las nueve. Bueno, a veces sí, arriesgando algo. Quizá sea mejor que yo se lo consiga antes de esa hora, si lo desea.

- Me parece bien. - Jim sacó unos billetes de la cartera -. Cuarto 603. Lleva una botella de whisky y dos de agua mineral, un poco antes de las nueve. Pediré algo de hielo cuando lo necesite. Y escucha, quiero que me ayudes a gastar una broma.

- ¿Cuál?

- Mira estas chinches y cucarachas artificiales - le mostró el contenido de una pequeña caja -. Ponlas sobre las sábanas. Cuando mi mujer aparte la ropa, se llevará el susto de su vida. ¿Te gustan las bromas, hijo?

- Seguro.

- Más tarde te enseñaré algunas bastante buenas. Tengo una maleta llena.

Solemnemente guió un ojo al botones y salió a la calle.

Entró a una taberna y pidió algo de beber. Mientras el camarero le servía, fue a la máquina de discos y metió una moneda. Regresó sonriendo y silbando Tengo una Cita con un Ángel. La música del disco le hizo cambiar el tono erróneo de su silbido.

- Se le ve feliz - comentó el camarero -. Casi todos vienen a llorar sus penas.

- No tengo ninguna - aseguró Jim -. Al contrario, me siento más contento porque encontré en su sinfonola una vieja canción favorita que me viene al dedillo. Hoy tengo una cita con un ángel, sólo que de carne y hueso. Sí, señor. - Extendió la mano sobre el mostrador, y propuso -: Chóquela con un hombre feliz.

El zumbador produjo su efecto acostumbrado y Jim rió a carcajadas.

- Tome un trago conmigo, camarada. No se enfade. Me gustan las bromas inofensivas. Me dedico a venderlas.

El camarero sonrió, aunque sin mucho entusiasmo.

- Parece usted la persona idónea para ello. Está bien, beberé ese trago con usted. Pero espere, hay un pelo en su vaso, le traeré otro. - Vacío el vaso y lo puso entre los sucios, regresando con otro, de cristal tallado con intrincado diseño.

- Buen intento - halagó Jim -, pero ya le he dicho que yo los vendo; reconozco a primera vista los vasos goteadores. Además, es un modelo viejo. Tiene sólo un agujero y si se le pone el dedo encima ya no gotea. Mire, de este modo. Salud.

El vaso goteador no goteó.

- Ponga otras dos copas por cuenta mía. Me gustan los tipos que lo mismo saben aguantar una broma que gastarla - Se rió -. Trataré de hacer una, de todos modos. Déjeme hablarle de las últimas novedades que tenemos. Es un nuevo plástico llamado Skintex que... espere, aquí tengo una muestra.

Sacó del bolsillo un objeto que se desenrolló al ponerlo en el mostrador: era una máscara de sorprendente aspecto natural.

- Es mejor que cualquier tipo de máscara que haya en el mercado. Se ciñe tan perfectamente que se sostiene por sí misma. Pero lo que la hace diferente es que parece tan real que es necesario mirar un par de veces antes de darse cuenta de que no lo es. vamos a comercializarla para bailes y fiestas, y en Carnaval haremos una fortuna.

- Es verdad que parece real - convino el camarero.

- Contamos con una enorme variedad. Actualmente tenemos sólo unas cuantas en producción. Este es el modelo del Guapo Dan. Sirva otro par de copas.

Enrolló la máscara y la guardó nuevamente en el bolsillo.

Esta vez se olvidó poner el dedo en el vaso y un chorrito de bebida cayó sobre su corbata de fantasía. Al darse cuenta, rió más estentóreamente que antes y ordenó una ronda para todos. No le salió muy caro, porque sólo había otro parroquiano además de él y el camarero.

El otro cliente correspondió con otra ronda, y luego Jim les enseñó un par de trucos con monedas.

Pasaba de las siete cuando salió de la taberna. No estaba borracho, pero sentía el peso del alcohol. Realmente se sentía feliz. Pensó en tomar un bocado, pero decidió esperar por si Marie deseaba ir a cenar a algún sitio.

De pronto recordó que necesitaba ir a la barbería. Se detuvo y se pasó la mano por la cara. Realmente necesitaba afeitarse. Por suerte, encontró una barbería unos cuantos pasos más adelante. Sólo había un peluquero y no tenía ningún cliente.

Antes de entrar se detuvo en el quicio de una puerta vecina y sacando la máscara sede Skintex se la puso sobre el rostro y, con ella puesta, entró en la barbería. Con la voz algo apagada por la máscara, dijo:

- Un afeitado, por favor.

Cuando el barbero se colocó a su lado, se inclinó, y retrocedió con expresión de asombro. El bromista no pudo contenerse más y soltó la risa, con lo que la máscara se le cayó de su sitio, la cogió y se la enseñó al barbero.

- Dará vida a cualquier fiesta, ¿no es así? - preguntó cuando pudo dejar de reír.

- Seguro - aceptó el hombrecillo, con admiración -. Diga, ¿quién las fabrica?

- Mi compañía, Novedades Ace.

- Yo estoy con un grupo teatral amateur - explicó el barbero -. Oiga, podríamos usar alguna de esas máscaras, para papeles cómicos, si es que fabrican máscaras cómicas. ¿Las hacen?

- Las hacemos. Nosotros las fabricamos y las vendemos al por mayor, por supuesto. Pero podrá adquirirlas en Brachman y Minton, aquí en la ciudad. Mañana iré a verlos y les dejaré bien surtidos. ¿Qué hay de ese afeitado? Tengo una cita con un ángel.

- Muy bien - asintió el hombrecillo -. Brachman y Minton. Nosotros compramos allí la mayor parte de nuestro vestuario y maquillaje. Está bien. - Puso una toalla bajo el grifo del agua caliente, la escurrió y la colocó sobre el rostro del hombretón. Empezó a batir la crema de afeitar, en la taza.

Bajo la toalla húmeda el hombre del traje verde canturreaba Tengo una cita con un Ángel. El barbero quitó la toalla y aplicó la crema, con toques diestros.

- ¡Sí! - exclamó el hombretón -, tengo una cita con un ángel y aún tengo mucho tiempo libre. Deme un servicio completo, masaje, todo lo que tenga. Me gustaría quedar tan guapo con mi rostro verdadero como con la máscara ésa, nuestro modelo del Guapo Dan. A propósito, debería ver las otras. Las verá si va a Brachman y Minton dentro de una semana. Nos lleva ese tiempo entregar la mercancía después de recogerles el pedido mañana.

- Sí, señor - asintió el barbero -. ¿Dijo servicio completo? ¿Masaje y todo? - apoyó la navaja y empezó a rasurar con cortes nítidos y seguros.

- ¿Por qué no? Hay tiempo. Y esta noche es mi noche con mi chica. Y qué chica, compañero. Rubia, con un cuerpo que no puede usted imaginarse. Tiene una pensión aquí cerca... Oiga, tengo una idea. Una buena broma.

- ¿Cuál?

- La engañaré. Usaré la máscara del Guapo Dan cuando llame a la puerta. Quizá se decepcione cuando le muestre mi verdadera jeta, después de ver a alguien tan bien parecido, pero la broma será buena. Y apuesto a que se sentirá menos desilusionada cuando vea que es el viejo Jim. Sí, haré eso.

El hombrazo rió anticipadamente.

- ¿Qué hora es? - preguntó. Se sentía somnoliento. Ya había terminado de afeitarle y los movimientos del masaje facial resultaban soporíferos.

- Las ocho menos diez.

- Bien, hay tiempo de sobra. Hasta un poco antes de las nueve. Entonces sorprenderé a Mary Rhymer cuando me presente ante su puerta. ¿Cuál es el nombre de su grupo teatral? Le diré a Brachman que ustedes quieren algunas de las máscaras Skintex.

- Es el Centro Social de la Avenida Grove. Mi nombre de Dane; Brachman me conoce. Seguro, dígale que necesitaré algunas.

Toallas calientes, cremas frías, dedos masajeando. El hombre de verde se adormeció.

- Muy bien, señor. Está listo. Es un dólar con sesenta y cinco. - Se rió quedamente -. Hasta le puse su máscara para que todo quede a punto. Buena suerte.

Jim se enderezó y se miró al espejo.

- Perfecto - sonrió. Se levantó y sacó dos billetes de la cartera -. Así está bien. Buenas noches.

Se puso el sombrero y salió. Ya oscurecía y echando una ojeada a su reloj pulsera descubrió que eran casi las ocho y media. Cálculo perfecto.

Empezó a canturrear nuevamente Esta Noche es Mi Noche con mi Nena.

Deseaba silbar, pero no podía hacerlo con la máscara. Se detuvo ante la casa y miró alrededor antes de subir los escalones. Rió quedamente mientras quitaba el letrero de VACANTE, que colgaba de la puerta, y se lo ponía delante del pecho al tocar el timbre.

Unos segundos después escuchó los pasos de ella acercándose a la puerta. Se abrió y él se inclinó cortésmente. Ella no reconocería su voz ahogada por la máscara.

- ¿Tié usté un guarto, sañora?

Era hermosa, tan hermosa como cuando la viera por primera vez un mes antes. Ella dijo, vacilando:

- Sí tengo una, pero temo no poder enseñárselo esta noche. Espero a una persona y se está haciendo tarde.

Él se inclinó nuevamente.

- Astá bienn, sañora. Ragrasaré dasbués.

Y entonces, echando la barbilla hacia delante para soltar la máscara, se quitó el sombrero, levantando la máscara al mismo tiempo.

Sonrió y empezó a decir... Bueno, no importa lo que quisiera decir, porque Marie Rhymer gritó y se desplomó en el umbral.

Asombrado, el hombretón dejó caer el letrero que aún sostenía y se inclinó sobre ella.

- Marie, cariño, que... - y rápidamente cruzó el umbral y cerró la puerta. Recordando que el corazón de ella era débil, puso una mano donde pensó que debería estar latiendo. Debería, pero no latía ya.

Salió de allí rápidamente. Con su propia esposa e hijo en Miniápolis, no podía... Bueno, se escabulló.

Caminando rápidamente llegó hasta la barbería. Las luces estaban apagadas. Se detuvo frente a la puerta. El oscuro cristal de la entrada, iluminado por una distante luz, resultaba transparente, pero, al mismo tiempo, ofrecía las características de un espejo. En él vio tres cosas.

Vio en el espejo, la cara horrorosa que era su propio rostro. Verde brillante, con un cuidadoso y experto sombreado que lo convertía en el semblante de un cadáver andante, de un vampiro con ojos hundidos y labios azules. La cara verde se reflejaba sobre el traje de idéntico tono y la chillona corbata roja: la misma cara que el experto barbero maquillador le arregló mientras dormía...

Y vio la nota, colocada al otro lado de la puerta de la barbería escrita con lápiz verde sobre un papel blanco:

CERRADO

Dane Rhymer

Marie Rhymer, Dane Rhymer. Y a través del cristal, dentro de la oscura barbería, vio la pequeña figura del barbero colgando de la lámpara y dando vueltas lentamente, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha...
Juanete
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Sab Ago 09, 2008 5:57 pm


¿Quieres ser Policía Nacional?

Prepárate con los mejores
joyfepolferes.es
La ciudad soñada

Mientras entraba, eché una ojeada al interior de la trastienda. Los muchachos estaban allí. El concejal Higgins tenía frente a sí un montón de fichas azules y pretendía disimular la imbécil sonrisa que se reflejaba en su rostro mofletudo. El teniente Grange también se encontraba allí. Estaba medio beodo y lucía grandes lamparones de cerveza en la pechera de su azul camisa de uniforme. Su mano tembló mientras recogía la puerta.

El concejal levantó la vista y dijo:

- Hola, Jimmy. ¿Cómo van las cosas?

Le eché una mirada y continué escaleras arriba. Empujé la puerta del jefe sin llamar.

Me miró extrañado.

- ¿Todo va bien?

- Lo encontrarán cuando se seque el lago - contesté -. Y por entonces ya no andaremos por aquí.

- ¿Has tenido en cuenta todos los detalles?

- ¿Qué detalles? - le pregunté -. Nadie va a investigar sobre ello. Un tipo no quiere pagar para que se le proteja, y en paz descanse. Los demás procurarán tener más cuidado desde ahora.

Sacó un pañuelo de su bolsillo y se enjugó el sudor de la calva. Se notaba que era un tipo delicado. Esa no era forma de tratar los asuntos. Sería muy distinto, pensé, cuando yo me hiciera cargo de ello.

Me senté y encendí un cigarrillo.

- Escucha - le dije -. Esta ciudad puede valer el doble de lo que nos está dando. ¿A quién nos cargamos ahora?

- Dejémoslo correr por un tiempo, Jimmy. La cosa está que arde.

Me levanté, dirigiéndome hacia la puerta.

- Siéntate, Jimmy - me dijo con suavidad.

No lo hice, pero regresé y me situé de pie frente a él.

- ¿Y bien? - pregunté.

- Quería hablar contigo acerca de los muchachos que querías enviar a que me organizasen una sesión de fuegos artificiales, Jimmy. ¿Cuándo crees que conseguirás el mando tú?

Creo que lo había subestimado. No se puede llevar un negocio como ése y ser un imbécil.

Me senté.

- No le comprendo, jefe - dije, embarazado.

- Dejemos eso bien sentado, Jimmy - dijo.

Gruesas gotas de sudor brillaban como perlas de nuevo sobre su calva y se las enjugó. Cerré el pico y le miré. Era su turno.

- Eres un buen chico, Jimmy - continuó -. Me has ayudado mucho.

No tuve nada que objetar a ello. Pero sólo había comenzado a decir lo que tenía pensado y permanecí callado.

- Pero hace seis meses ya me di cuenta de que esto no podía continuar, Jimmy. Tú tienes grandes ideas. Esta ciudad no es bastante grande para que tú permanezcas en un segundo plano. ¿No es cierto?

Esperé a que continuase.

- Creías haber comprado a cuatro de los muchachos. Pero sólo lo has conseguido con dos de ellos. Los otros dos continúan conmigo. Los tengo para que te vigilen.

No me gustó escuchar estas palabras. Lo sabía; lo de los cuatro era cierto. Y yo no sabía quiénes eran los dos que se hacían el tonto. En fin, pensé, todo se ha ido al garete.

- Continúa - respondí -. Te escucho.

- Eres demasiado ambicioso para mí, Jimmy. Yo me conformaba con llevar las tragaperras y las asociaciones. Quizás también un poco las sociedades protectoras. Pero tú quieres ser el dueño de la ciudad. Quieres recoger impuestos. Y el dedo de tu gatillo es demasiado nervioso, Jimmy. No me gusta matar, excepto cuando me veo obligado a ello.

- Olvida la descripción de caracteres - intervine yo -. Has hablado de disparos. Suéltalo de una vez.

- Podrías matarme ahora sí quisieras. Pero no llegarías muy lejos. Y tú eres demasiado inteligente, Jimmy, para exponer el cuello si no es para tu provecho. Y yo cuento con ello. Estaba preparado. No saldrías con vida de ésta. Si lo hicieras, tendrías que huir. Y si huyeses, ¿de qué te habría servido?

Caminé hacia la ventana y miré hacia el exterior. Sabía que no dispararía sobre mí. Maldita sea, ¿por qué iba a hacerlo? Tenía todas las bazas en su mano; ahora lo comprendía. Se había dado cuenta un poco prematuramente para mí.

- Me has servido de gran ayuda, Jimmy - continuó -. Quiero ser justo contigo. El año pasado conseguí más pasta de la que había reunido otros años sin ti. Quiero dejarte marchar. Pero te daré una oportunidad. Escoge tú mismo una ciudad y trabájala. Deja ésta para mí.

Continué mirando por la ventana. Sabía por qué no estaba dispuesto a achicharrarme. Últimamente había habido demasiados fiambres; la policía estaba empezando a amoscarse. Y el jefe quería esconder las garras.

Y desde su punto de vista lo comprendía perfectamente. Incluso podía prescindir de las sociedades protectoras. Las máquinas tragaperras, los sindicatos... en fin, lo casi legal le bastaba. Él prefería ganar menos y correr también menos riesgos. Pero yo no soy así.

Me volví mirándole a la cara. Después de todo, ¿por qué no otra ciudad? Podía hacerlo. Si elegía una que estuviera madura.

- ¿Cuánto? - le pregunté.

Soltó una cifra.

Y eso fue todo.

Comprenderás, pues, por qué me encuentro en Miami. Pensé que podría tomarme unas vacaciones antes de escoger mi residencia. Una suite elegante con vista al mar. Mujeres, fiestas, ruleta, y todo lo demás. Aquí lo puedes pasar en grande con un puñado de dólares en el bolsillo.

Pero me estoy cansando. Siento hormiguillo.

Sé cómo empezará la cosa cuando haya escogido mi ciudad. Compraré un bar como tapadera. Luego me enteraré cuáles son los políticos que se encuentran en subasta pública. Me ocuparé de que vayan saltando los demás. Eso se puede arreglar con dinero. Luego traes a los muchachos y empiezas a trabajar.

Las máquinas tragaperras consiguen el dinero más fácil. Unes a ellas las asociaciones de apuestas, las casas de juego y lo demás; y cuando ya eres bastante fuerte, las sociedades protectoras, a las que los comerciantes pagan para que les dejes en paz. Ésta es la gran fuente de la pasta, si sabes llevarlo sin volverte atrás. Da mucha pasta ya que nunca tienes que rascarte el bolsillo para hacerte con ellas.

Si conoces todos los aspectos del asunto y lo trabajas, de forma que no te veas obligado a liquidar a la oposición hasta que ya tengas el control en tus manos, es una verdadera mina. Y yo me conozco todos los detalles de memoria.

Muchas ciudades servirían, pero unas son más fáciles que otras. Si escoges una que esté madura, se va mucho más rápido. Y si puedes comprar a un número suficiente de los muchachos ya no necesitas echar a los demás.

Estoy buscando. Ya estoy harto de hacer el vago.

¿Cómo es tu ciudad? Te lo diré si me contestas a una sola pregunta. La última vez que se celebraron elecciones, ¿te preocupaste realmente de enterarte de cuáles eran los dos bandos, con la idea de que todo fuera cada vez mejor en tu ciudad? ¿O elegiste al que tenía los carteles de propaganda más llamativos?

¿Qué? ¿Dices que ni siquiera te presentaste a votar?

Amigo, ésa es la ciudad que esperaba. Hasta la vista.
Juanete
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Lun Ago 11, 2008 1:36 pm


Gc Edicion 175 Aniversario

gafaspolicia.com
La muerte de Riley

Riley ha muerto. Le hicieron el mayor entierro que jamás se haya visto en Carter City. Nadie se había preocupado de Riley cuando éste aún estaba vivo. Y no se puede acusar a nadie por ello ya que Riley, cuando vivía, no era más que un polizonte cualquiera, y más pies planos que ninguno. Y la vida de Riley, aunque se diga lo contrario, nunca fue demasiado brillante.

Sin embargo, ahí está el parque Riley en pleno Carter City, y el teatro Riley con atracciones dos veces por semana y una estatua dedicada a su memoria, tanto si quiere usted creerlo como si no, en plena plaza del Ayuntamiento.

La vida de Riley no fue mas que un desastre. Pero ¡ah, la muerte de Riley! ¿No me cree? Escuche, pues.

El nombre propio de Riley era Ben, y Ben Riley era un tipo grande y desgarbado con más vello en las manos que en la cabeza. Tenía el aspecto de un barril de cerveza. Tanto por fuera como por dentro, no sé si me explico.

Hay buenos y malos irlandeses. Ben Riley no entraba en ninguno de los dos grupos; solamente se quedaba en irlandés. Vivía para jugar al «rummy» y para beber, y odiaba todo lo que fuese caminar o trabajar. No se le puede criticar porque no le gustase caminar puesto que tenía callos y juanetes. Y tampoco se le puede acusar porque no le gustase el trabajo, ya que trabajo significa para un detective, o bien caminar o bien pensar. Y él no estaba bien equipado para ninguna de las dos cosas.

Quizás el hecho de que fuera primo del alcalde Crandall estaba relacionado con el otro hecho de que no hiciera ya mucho tiempo que hubiese sido expulsado del cuerpo. No quiero decir con esto que los políticos de Carter City estuvieran podridos; únicamente me refiero a que se hacía política en Carter City.

¿La vida de Riley? Había rodado fuera de la cama, murmurando, a las seis cuarenta y cinco de la mañana, al sonar el despertador. Aún le quedaban una hora y cuarto para llegar al trabajo, y ya le dolían los pies cuando llegó al mismo.

Se había hundido en uno de los sillones de la sala de reunión y empezaba a desear ya que fueran las cinco para que hubiera terminado su turno.

Así, con ojo cetrino, había mirado por encima a aquella hilera, y no tuvo que rebuscar mucho en su memoria para recordar sus nombres pues conocía de sobras a la mayoría. La clientela de la cárcel de Carter City no era numerosa pero si perseverante. Los mismos ladronzuelos de siempre, que venían a pasar unos meses a la sombra para luego montar de nuevo su negocio en el mismo sitio.

Después del recuento se había quedado un rato en la sala de reunión y quizás había descabezado una pequeñita siestecita, durante no más de un cuarto de hora, junto con algún otro de los muchachos que esperaban. Y su mayor deseo había sido que no ocurriera nada y que, sólo por una mañana, se olvidasen de su existencia, pero siempre se equivocaba.

- Eh, Riley.

- Sí, jefe. ¿Qué ocurre?

- La joyería Moskewicz. Ayer les desapareció una piedra.

- ¿Y no se han dado cuenta hasta esta mañana?

- No; hasta que han sacado las bandejas de la caja por la mañana. Tendrás que llegarte allí para ver qué ha pasado.

Riley de buena gana hubiera murmurado algo. La tienda de Moskewicz estaba a sólo cuatro manzanas y era inútil pedirle un coche al jefe para tan poca distancia. Tuvo que ir andando, y a cada paso le parecía como si le estuvieran clavando alfileres en los dedos de los pies y en las plantas. Y miró el anillo de quincalla que el estafador había conseguido cambiar por otro con un brillante, asintiendo como si aquel anillo le hubiera dicho algo.

Con el pulgar mojado en saliva fue recorriendo las hojas de su cuaderno de notas hasta llegar a una que estaba en blanco, la última inscripción indicaba «R 2.25» que era lo que la noche pasada había perdido jugando al rummy (siempre perdía), y en esa hoja en blanco escribió dificultosamente una detallada descripción del anillo robado «Oro Bl. Br. 1/2 Quil...» y otra descripción igualmente afanosa del hombre que ayer estuvo mirando la bandeja de las joyas y que debía ser el ladrón, «Alt. Med., Ed. Med., Afeit., traje...»

Y luego, echando hacia atrás su sombrero de un papirotazo, dijo:

- Sí, mister Moskewicz, vigilaremos las casas de reventa y enviaremos la descripción. Sí, creo que esto es todo le lo que podemos hacer.

Ni siquiera a mister Moskewicz, que estaba asegurado, le importaba un ápice.

Y Riley volvió hacia el cuartelillo, no sin hacer un pequeño alto en el camino para dar a sus pies la oportunidad de descansar un rato sobre la barra de un bar. Era curioso observar que sus pies nunca se cansaban tanto, si conservaba uno de ellos en el suelo y el otro sobre la barra de un bar.

Y luego de nuevo hacia el cuartelillo sobre sus doloridos pies para escribir su informe, pulsando una a una las teclas de aquella vieja máquina de escribir que yacía en un rincón de la sala de reunión. Si se trataba de un informe largo, se le permitía que lo dictase a la mecanógrafa de la oficina de al lado, aquella de pelo canoso y gafas de cinco dioptrías, pero si se trataba de un informe corto, tenía que escribirlo por sí mismo...

- ¿Has terminado ya con ese maldito informe, Riley?

- Casi, jefe.

- Déjalo estar hasta la vuelta. Ahora ve con Carson al 919 de Wing Street. Disputas familiares de no sé qué clase... No pude enterarme bien de lo que aquella mujer me contaba por teléfono.

Y en el 919 de Wing Street resultó que el viejo había vuelto a casa borracho y pendenciero, pero que entonces estaba dormido y no le despertarían ni las campanadas de la catedral. Y Riley tuvo que escuchar a aquella mujer durante más de tres cuartos de hora sin poder añadir por su parte más que algún tímido «Sí, señora, pero...»

Y justamente cuando acababa de comer:

- Riley, tengo un interesante trabajo para ti esta tarde.

- ¿Sí, jefe?

A Riley no le había gustado el tono en que se lo habían dicho.

- Los carteristas del Luna Park. Id allí tú y Wolters. Vigilad las taquillas durante toda la tarde. Si pescáis a alguno lo entregáis a los muchachos que estén allí de servicio y continuáis vigilando. Llamadme a las cinco.

Y los ojos del capitán Mason parecían decirle:

- Y ahora quéjate, Riley. Anda, quéjate.

Pero Riley sabía que no se atrevería, pues no le caía simpático a Mason y el ser primo tercero del alcalde no lo era todo. En efecto, no lo era todo ya que el alcalde Crandall apenas le conocía. Le había conseguido el trabajo pero no le ayudaría a conservarlo.

Las cinco ya, y el saco de penas que era Riley caminaría cojeando a la caza de un autobús que le llevase a casa (probablemente tendría que ir de pie todo el trayecto), para luego detenerse en la tasca de Joe el Grasiento y comer en exceso otra vez.

Luego, ya en su habitación, se quitaría las pesadas botas y gruñiría mientras se hacia masajes en los pies. Esta noche se quedaría en casa.

Pero una vez se hubiese sentado en la incómoda esquina de la bañera para tomar un baño de pies durante una media horita, se sentiría más aliviado y se le pasaría el sueño. Se sentía tan terriblemente solo allí arriba en su habitación y sin ninguna compañía... No estaría mucho tiempo esta vez.

Pero el whisky añejo le calentaría las tripas hasta hacerle olvidar aquella sensación de pesadez y de tener el estómago como de cuero. Y el tiempo no existe cuando se está jugando a las cartas. Y de repente, daría la una.

Nueva inscripción en su manoseado cuaderno de notas: «R 3.45»

A la una y media en cama, una cama que daba vueltas ligeramente, y con cinco horas y cuarto para dormir hasta que sonase de nuevo aquel despertador que parecía estallar, y luego la visión confusa y moteada de la pared de enfrente de su cama y el desayuno a base de unos grasientos huevos chorreando aceite, y la revista.

Adormilado, con el cerebro turbio, doliéndole el estómago, ¡oh Dios, y sus pies!

Si por lo menos el capitán Mason no se...

- Eh, Riley. La tienda de Ramsey, rápido. Ha desaparecido una partida, y desperézate de una vez...

Esa era la vida de Riley.

Pero la muerte de Riley, eso sí que fue algo importante. Centenares de personas fueron testigos de ella, y millares la leyeron en los diarios y la comentaron.

Sucedió durante una calurosa tarde de junio que más parecía de agosto, ya que el sol quemaba y el asfalto bajo los pies, bajo los pies delicados de Riley, estaba lo suficientemente caliente como para freír las propias suelas de los zapatos de Riley.

Hacía ya semanas que Riley había estado temiendo esa tarde, ya que se trataba de la tarde en que tendría lugar el desfile para la campaña electoral, en la que el gobernador del Estado pediría su reelección circulando por las calles acompañado en su coche por el alcalde Crandall y las demás autoridades locales.

Esto era lo que pensaba Riley: todos en coche excepto él. Y Riley tendría que caminar.

- Riley y Carson; vosotros dos caminaréis a cada lado del coche en el que irán el gobernador y el alcalde. Y tened los ojos bien abiertos. ¿De acuerdo?

- Sí - suspiró Riley.

- No es que esperemos que vayan a presentarse complicaciones - dijo el capitán Mason -, pero tampoco queremos que andéis por ahí medio dormidos. Y cuando haya terminado el desfile...

Al terminar el desfile, pensaba Riley, probablemente caería muerto. Lo que no adivinaba es que esto sucedería más pronto de lo que pensaba, y además, en aquel momento el heroísmo en alto grado era la cosa más alejada de su pensamiento; excepción hecha del caminar al lado del automóvil, cosa que él consideraba del más alto heroísmo. Y quizá sí lo era.

El heroísmo es una cosa curiosa; aparece de repente y, muchas veces, sin que nadie lo espere.

El capitán Mason siempre más se alegraría de haberse dejado ablandar un poco hacia las once. Riley acababa de llegar de su quinta fatigosa caminata, desde las ocho. Y Riley ya arrastraba la barbilla por los suelos.

Mason lo miró y agitó la cabeza. Para gloria del departamento, él no deseaba que Riley cayese de bruces tres manzanas más allá, después de comenzar el desfile.

- Riley - dijo -, el desfile comienza a las dos; ya sabes dónde. Hasta esta hora estás libre, y si realmente te sientes como parece, más vale que te vayas a descansar un rato.

Riley, que se sentía doble cansado de lo que parecía, dijo:

- Gracias, jefe.

Y se largó.

Pero no muy lejos. Tan sólo hasta la taberna más cercena. Lo que él necesitaba era un vaso de cerveza bien fresca, y al diablo la comida. Al diablo incluso el estar de pie en la barra. Desafiando todo precedente, se sentó solo en una de las mesas y permitió que el tabernero viniera hacia él.

- Hola, Riley - le saludó éste -. Vaya calor, ¿eh?

- Sí - contestó Riley acordándose de nuevo de su penas -. Tráeme un whisky y una cerveza.

No había querido pedir aquel whisky, y menos teniendo el estómago vacío. Especialmente, aún había pretendido menos el pedirle a Baldy que le trajera toda la botella y que la dejase sobre la mesa.

Incluso entonces, ni siquiera tenía intención de servirse un segundo whisky, hasta que ya hubo apurado el primero. Ni el tercero hasta que se hubo bebido el segundo.

Baldy le trajo otra cerveza.

- Vaya calor el de hoy - dijo Baldy -. ¿No irás a ver el desfile?

- Sí - contestó ásperamente Riley -. Lo iré a ver.

- Yo también. Cerraré durante una hora. Mi hija desfilará.

- ¿Sí?

- En la carroza de Virtud y Civismo - dijo Baldy sonriendo -. Y vestida con un trajecito bastante escaso de tela, ya lo creo.

- ¡Caray! - sólo pudo decir Riley y deseó que la carroza en cuestión desfilase cerca de su campo visual. Eso le ayudaría a pasar su mal humor.

- Cuarenta chicas irán con ella - continuó - explicándole Baldy -. Una de ellas es hija de Crandall. ¿hasta será pariente tuya, verdad?

- Prima en cuarto grado - contestó orgulloso Riley.

- ¡Y la hija del gobernador! - explicó Baldy orgulloso también a su vez.

- Vaya, vaya... Dime, ¿significa eso que la hija del gobernador y una de las de Crandall van a desfilar por ahí con esos trajecitos? No sé que piensa el gobernador, pero nunca hubiera creído que Crandall se lo permitiese a una de sus hijas.

- Y, ¿por qué no?

- No resulta, digamos, modesto. O al menos así lo creería Crandall. ¿No clausuró el único local de variedades de la ciudad sólo porque...?

Baldy reía a gusto.

- ¿Me estás tomando el pelo, Riley? La mayor de estas niñas debe tener cerca de los diez años; eso es, la hija de Crandall. La mía tiene siete; las han elegido entre las más aplicadas de todas las escuelas para cubrir las plazas de esta carroza.

- ¡Oh! - exclamó Riley.

Ya no le importaba nada si la carroza en cuestión caía bajo su campo visual o no.

- ¿Te apetece quizás un bocadillo, Riley?

- No, no - respondió Riley -. No tengo hambre.

Llegaron algunos clientes y Baldy tuvo que regresar a la barra.

Riley pensó que podría tomarse otro más sin que se notara. Sentía ya mejor su cabeza, y el estómago le molestaba menos. Con cuidados infinitos levantó sus pies del suelo para apoyarlos sobre una silla. De esta forma le dolían menos. ¿Por qué - se preguntaba - tendrán pies las personas? Las lombrices y las serpientes se defienden sin ellos. Y Riley deseó ser una serpiente o un gusano.

O incluso un pájaro. Los pájaros tenían patas, pero podían desplazarse sin tener que caminar sobre ellas, como los hombres.

Y entrando en este terreno, también la gente con suficiente dinero podía comprarse un coche. Pero incluso si él tuviera coche propio, pensó, el capitán Mason le asignaría principalmente trabajos que tuviera que efectuar sobre sus pies. Como aquel desfile...

- Voy a cerrar ahora, Riley - le dijo Baldy.

Y al acordarse del desfile, Riley tomó otro trago.

- ¿Cómo?

- Sí, el desfile. Ya te dije que pensaba cerrar durante una hora aproximadamente. Está a punto de comenzar y quiero verlo. ¿Quieres venir?

Riley miró el reloj y éste marcaba las dos.

Riley se levantó y salió corriendo por la puerta como alma que lleva el diablo, y en dirección a la parte trasera del ayuntamiento donde debía formar su sección para el desfile.

Estaba tan preocupado que incluso olvidó sus pies mientras corría. Olvidó lo que había bebido, olvidó el calor. Lo único que hacia era correr.

Afortunadamente para Riley ningún desfile, aparte del regreso victorioso de los romanos desde las Galias, ha comenzado nunca a la hora. Riley llegó allí precisamente cuando el coche se ponía en marcha.

Paró su carrera y empezó a caminar. Su empleo estaba a salvo, y con el poco aire que quedaba en su interior exhaló un profundo suspiro de satisfacción, antes de que todos los males del mundo cayeran sobre él.

El calor, el whisky, los callos y sus juanetes; y no es preciso mencionar las plantas de sus pies. Aquel sprint de cuatro manzanas, desde la taberna de Baldy hasta el punto de reunión del desfile, era precisamente lo único que necesitaban aquellas cuatro cosas para comenzar a actuar. Su traje estaba empapado en sudor, la cabeza le daba vueltas, y los pies, al empezar aquella caminata de tres millas, parecían ya un par de diviesos en el extremo de cada una de sus bamboleantes piernas.

Colocó una mano sobre la manecilla de la puerta del coche para sostenerse en pie y caminar en línea recta. Y lo consiguió; durante un rato, completamente a ciegas. A ciegas por causa del dolor que le producían los pies y también a causa del sudor que le caía por la frente hasta los ojos y que, por sentirse total y horriblemente incapaz de enjugársela, le entraba en los ojos cegándoselos.

Allí, en la parte trasera de aquel coche, viajaban los dos hombres más importante de la ciudad, el alcalde y el gobernador, cada uno de ellos con su sombrero de copa en la mano, saludando y sonriendo, pero Riley no llegó a verlos nunca.

Ni tampoco vio la carroza de Virtud y Civismo que desfilaba precisamente delante de él, con sus cuarenta preciosas niñas de seis a diez años, haciendo posturitas sobre un país de las maravillas de cartón piedra. Era una preciosidad aquella carroza, a pesar de que su virtud y civismo pudieran resultar un poco confusas. Pero, ¿qué importaba aquello? Las niñas eran una monada y si las de menos de diez no poseían virtud y civismo, ¿quién iba a tenerlos entonces?

Durante unas cuantas manzanas, Riley ni siquiera pudo ver el adoquinado que pisaba, ni tampoco la muchedumbre que se amontonaba sobre las aceras, ni oía los aplausos ni la animada y marcial música de la banda que desfilaba delante de la carroza. Simplemente caminaba, y si el automóvil a cuyo lado él caminaba perseverante hubiese llegado al extremo de un muelle, Riley habría caído al agua con él. Y no lo habría notado.

Bajando por Commercial Street hacia Dane Avenue, pasado el Palacio de Justicia y la Biblioteca Pública, el sol resplandeciente comenzó a evaporar el alcohol que Riley llevaba dentro de sí en forma de sudor, por lo que consiguió enjugarse los ojos y pudo ver.

Más allá de Cordevan Park y en plena calle Saratoga donde más allá de la acera repleta de gente, corrían las vías del tren, las pequeñas máquinas de vapor casi lograron ahogar los sonidos de la banda de música.

Quizá fue el ruido lo que acabó de despertar a Riley. Vio la carroza ante él y escuchó la música que tocaba la banda, dándose cuenta de que estaba caminando a su compás.

Luego miró hacia la acera y, de pronto, dejó de caminar. Repentinamente, echó a correr en diagonal hacia el bordillo de la acera y se lanzó con fiereza hacia las personas que allí permanecían, hundiéndose entre ella. No fueron muchos los que se dieron cuenta de su presencia; la mayoría miraba al gobernador, mientras éste sonreía y agitaba su sombrero de copa. Aquellos sobre los que había caldo si se dieron cuenta, desde luego, y también unos pocos más. El gobernador observó lleno de curiosidad la repentina deserción de su guardaespaldas... volviendo luego a sus sonrisas y sus continuos sombrerazos.

El alcalde, sonriendo hacia el otro lado, no se había dado cuenta en absoluto.

En aquel momento, desde alguna parte del fondo de la acera, apareció la lata, describiendo un amplio arco en el aire sobre las cabezas de las personas situadas en el bordillo. Una lata con una brillante etiqueta anunciando una marca de tomates; una lata completamente vulgar que cualquiera hubiese podido llevar bajo el brazo sin levantar sospechas, de haberla llevado de forma que no se notase que pesaba más de la cuenta, y de haber procurado que la mecha quedase en la parte baja.

Era un buen trabajo el que habían hecho con aquella mecha. Echando chispas en el interior de un pequeño tubo que sobresalía del bote, de forma que, una vez encendida, resultase imposible arrancarla para impedir la explosión de la bomba.

Describió en el aire un arco, en dirección al coche que llevaba al alcalde y la gobernador. No fue un mal tiro, pero tampoco muy bueno. De no haber chocado contra el poste de la luz habría incidido en el radiador del coche hacia el cual había sido dirigido.

Pero dio contra el poste de la luz y luego aterrizó, con un sonido que indicaba la presencia de plomo o hierro en su interior, justamente en el centro de la carroza de Virtud y Civismo.

Aterrizó chisporreando en medio de un grupo de cuarenta niñas de seis a diez años de edad.

Había otros, además de las niñas, situados más cerca que Riley de la bomba, pero ninguno de ellos corrió más rápido ni saltó tan repentinamente.

Sólo unos pocos habían visto la carga que Riley había lanzado contra la gente situada en el bordillo, pero centenares pudieron ver su carrera en dirección contraria. Aquellos de la acera que se habían interpuesto en su camino fueron desparramados como billas en el juego de los bolos, y se cuenta, que su trayecto desde la acera hasta la carroza no fue más que una exhalación de sarga azul. Sólo una línea y eso es todo.

No intentó recoger la bomba; cayó sobre ella tan largo como era, sosteniéndola entre su cuerpo y el suelo de la carroza. Una décima de segundo más tarde, el artefacto estalló.

Si, cientos de personas fueron testigos de la muerte de Riley. Millares, todos aquellos que se alineaban a lo largo de las aceras en muchas manzanas por delante, pudieron oírlo. Y millones se enteraron de ello a través de los diarios y de la radio.

Ni una sola de las niñas de la carroza sufrió heridas de importancia.

Fue un entierro magnífico el que le hicieron a Riley, no les quepa duda. Cuatro coches cargados de coronas seguían al séquito. Y en su entierro pronunciaron discursos un alcalde y un gobernador, a cada uno de los cuales Riley les había salvado una hija. Se sorprenderían al saber cuántos familiares podían llegar a tener aquellas cuarenta niñas, y cuántos amigos llegó a tener de pronto Riley una vez convertido en héroe reconocido.

Fue una visión magnífica aquel entierro. Con guardia de honor de la policía, y consiguiendo entrar en la mayor catedral de la ciudad sólo una fracción de la multitud. Centenares de coches dirigiéndose hacia el cementerio, entre ellos los de las autoridades más importantes de la ciudad. Aquel día cerraron el Palacio de Justicia y el Ayuntamiento.

El propio alcalde, un hombre rico, pagó el entierro.

Una suscripción pública patrocinada por el primer diario de la ciudad financió la estatua que debía colocarse en la plaza del Ayuntamiento, y como la inauguración del nuevo parque había sido incluida en la orden del día siguiente, presidiéndola el gobernador, no hubo ningún problema en que se llamara Riley Park.

Hizo gastar mucha tinta la muerte de Riley. Gloria y honores no le faltaron, con las elecciones a la vista y siendo Riley pariente del alcalde y miembro desde toda su vida del partido político que estaba en el poder. Por el tono de alguno de los discursos, se diría que había sido el partido quien se había lanzado sobre la bomba en lugar de Riley.

Una muerte de héroe y una aureola de fama asegurada para siempre en todo Carter City. ¿Qué más podía desear un hombre?

Dos días después del entierro y antes de las elecciones, entró un hombre en las oficinas del alcalde Crandall. Un hombre grueso que cojeaba dolorosamente y que parecía haber pasado varias noches durmiendo sobre su uniforme de sarga azul con dorados botones y lleno de manchas.

Crandall levantó la mirada.

- Hola... mister Crandall - dijo el hombre grueso.

- Ri... - dijo Crandall tragándose las palabras y con ellas casi también la lengua.

Se levantó y cerró la puerta.

- Hola, mister Crandall - repitió el hombre grueso -. Yo... bueno, ya sé que van a despedirme en cuanto ponga el pie en la comisaría pero sin embargo, le prometo que lo siento terriblemente y que no volverá a ocurrir, si usted quiere decirles que me den una nueva oportunidad.

Crandall respiraba con dificultad.

- ¿Te ha visto alguien entrar en mi oficina? - logró balbucear.

- Oh, no. Lo primero que hice en cuanto pude, mister Crandall, fue venir hacia allí. Porque me han robado, ¿sabe?, y no tenía dinero ni nada que me identificase, y he tenido que volver a pie todo el camino excepto cuando he subido en ascensor y... ¿podría sentarme, mister Crandall?

El alcalde, sin atreverse a desviar los ojos de la aparición que tenía frente a sí, descolgó el teléfono que había sobre el escritorio y dijo:

- Hagan subir al inspector Brady, rápido.

Y respirando hondo, ordenó:

- Siéntese.

Riley se sentó. Puede decirse que casi se hundió en la silla.

- No tenía que haber bebido nunca con el estómago vacío justo antes de comenzar el desfile, pero tomé dos vasos, solo dos, y aquel calor y la marcha me afectaron tanto que...

Se abrió la puerta y volvió a cerrarse. El inspector Brady permaneció de pie detrás del sillón, entrando dentro de su campo visual únicamente el cogote de Riley.

- Brady, ¿hasta dónde habéis llegado con lo de la bomba? - preguntó Crandall.

- Ya sabemos quién lo hizo, señor alcalde. Un loco llamado Wessa. Un perturbado. En su habitación hemos encontrado pruebas de que fue él quien construyó la bomba. Sin embargo, ha desaparecido. Hemos enviado su descripción por todo el país. Lo cogeremos.

- ¿De veras? - dijo Crandall -. Inspector, aquí tiene usted a un amigo.

Riley se levantó y dio la vuelta. Brady abrió la boca de par en par.

- Oiga, inspector - dijo plañidero Riley -, precisamente le estaba contando a mister Crandall que fue por culpa del calor y de la caminata. Lo siento mucho, pero no pude hacer nada para...

- ¿No persiguió al hombre que tiró la bomba?

- ¿Qué bomba?

El alcalde Crandall se aclaró la voz antes de hablar.

- Brady - dijo -, ¿era ese Wessa de la misma estatura y tamaño que Riley aproximadamente, y pudo ir vestido con un traje azul de sarga?

El inspector asintió lentamente.

- Dios mío, Crandall, ¿quiere usted decir que fue a él a quien enterramos? ¿Que fue él quien lanzó la bomba contra su coche y que al darse cuenta de que había ido a parar entre las niñas se lanzó en pos de ella y...? ¡Oh, Dios mío!

Crandall se volvió de nuevo hacia Riley.

- Pero hombre, han pasado cuatro días. ¿Dónde demonios...?

- Fue el calor lo que me afectó, señor alcalde; palabra. Sólo había bebido dos o tres copas. Pero me afectó de golpe, y tuve necesidad de ir a devolver, y como no podía hacerlo delante de toda aquella gente corría hacia el muelle de carga y me subí a la parte trasera de uno de los vagones. Me sentía muy mal cuando me levanté, y en aquel preciso momento arrancó bruscamente el tren y mi cabeza golpeó contra una esquina. Cuando recobré el conocimiento ya oscurecía y el tren corría que se las pelaba, por lo que no pude apearme del mismo hasta la mañana siguiente. Alguien me había robado la cartera y la insignia mientras me encontraba sin sentido. No tenía nada en los bolsillos excepto un pañuelo y, con franqueza, he tardado un infierno de tiempo en volver. Sin embargo, lo siento mucho y les prometo que nunca más volveré a tomar ni un solo trago mientras me encuentre de servicio. Si es que no me despiden.

Crandall entrelazó sus dedos y echó una mirada hacia el inspector Brady, y Brady miró a Crandall.

- Seremos el hazmerreír de todo este condenado país - dijo Crandall, casi como si hablase para sí mismo -. Riley Park. Estatuas. Cuatrocientas quince coronas de flores. Nuestros discursos electorales. Se reirán de nosotros en nuestras propias narices. Ni siquiera habrá necesidad de celebrar votaciones. El gobernador...

Y aclaró su garganta.

- ¿Qué ocurrirá con el gobernador? - preguntó horrorizado Brady.

Crandall sudaba por todos los poros.

- Tendremos que abandonar la ciudad, Brady. Salir del Estado, del país. Dejarnos crecer la barba y vivir en alguna cueva del valle del Amazonas. Mientras no... mientras no...

De pronto apareció la esperanza en la desesperada faz de Brady.

- ¿Mientras no... qué? - preguntó ansioso.

Crandall abrió el cajón superior de su escritorio y extrajo del mismo un cuadernillo de cheques, un grueso cuaderno y un balance en el que podían leerse seis cifras que representaban solamente una pequeña parte de sus riquezas.

Abrió el cajón inferior de su escritorio y extrajo del mismo una botella de «Haig & Haig» y unos vasos.

- Riley - dijo amablemente -, tengo que proponerle algo. Pero antes tomemos un trago... todos nosotros.

En California hay un hombre que vive la vida de Riley, un hombre grueso con más vello en las manos que en la cabeza. Con un cuerpo que parece un barril de whisky tanto en su interior como por fuera, si es que entienden ustedes a qué me refiero. Ha conseguido su retiro; recibe cada año sin falta su anualidad que le permite vivir apaciblemente en su apartamento de soltero la mayor parte del cual consiste en un bien surtido bar.

Y además, es una planta baja; por lo que cuando sale a jugar a las cartas, en vez de invitar a sus amigos al apartamento, le basta con salir a la calle y tomar un taxi que ya le está esperando. Esto es todo lo que tiene que caminar.

Duerme cuanto quiere, come y bebe lo mejor, juega su partidita de cartas todas las noches y no anda.

La vida de Riley; así es como hablan sus amigos. Pero se equivocan desde luego. Esta es solamente una forma de expresarse. Primero, porque su nombre es Williams; y además, porque la vida de Riley, como ya les he contado antes, era un desastre. Una vida llena de juanetes y callos sin dormir lo necesario, bebiendo sólo a escondidas y temiendo siempre perder su empleo Eso era la vida de Riley. Y yo se la regalo.

¡La muerte de Riley! Eso es lo que yo necesito.
Juanete
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Mar Ago 12, 2008 3:56 pm


Cartera Porta Placa Ertzaintza

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La muerte del silbador.

El automóvil antiguo, pero muy pulido, avanzó por el sendero de la casa de campo. Se detuvo exactamente frente a la acera enlosada que conducía al pórtico de la casa.

El señor Henry Smith bajó del carro. Dio unos pasos hacia la puerta y luego se detuvo, al ver una guirnalda de luto arriba de ella. Murmuró algo en voz baja, que sonó muy parecido a «Dios mío» y permaneció allí un momento. Se quitó los anteojos de oro que llevaba montados sobre el puente de la nariz y los limpió con cuidado.

Volvió a ponerse los lentes y miró otra vez hacia la casa. Esta vez, su mirada se elevó más. El techo era plano y tenía un parapeto de un metro. Parado detrás del parapeto, mirando al señor Smith, estaba un hombre grande, con un traje de sarga azul. Una racha de viento abrió el saco del hombre y el señor Smith vio que llevaba un revólver en una funda sobaquera. El hombre abotonó su saco y retrocedió hasta desaparecer de su vista. Esta vez, sin lugar a dudas, el señor Smith exclamó:

- ¡Dios mío!

Enderezó su bombín gris, subió al pórtico y oprimió el timbre de la puerta. La puerta se abrió después de alrededor de un minuto. La abrió el hombre que había estado en el techo y frunció el ceño. Medía más de 1.83 y el señor Smith sólo alcanzaba 1.68.

- ¿Sí? - dijo el hombre grande.

- Me llamo Henry Smith. Me gustaría ver al señor Walter Perry. ¿Está en casa?

- No.

- ¿Se espera que regrese pronto? - insistió el señor Smith -. Yo... ah... tengo una cita con él. Quiero decir no es exactamente una cita. Es decir, no es una cita para una hora específica. Pero ayer hablé con él por teléfono y sugirió que viniera esta tarde - los ojos del señor Smith se desviaron con rapidez hacia la guirnalda fúnebre que estaba sobre la puerta abierta -. ¿Él no... ah...?

- No - replicó el hombre grande -. Murió su tío, no él.

- Ah..., ¿asesinado?

Los ojos del hombre grande se abrieron un poco más.

- ¿Cómo lo supo? ¿Los diarios no han...?

- Fue sólo una deducción - explicó el señor Smith -. Su saco se abrió cuando usted estaba en el techo y vi que trae pistola. Por eso y por... ah... su aspecto general, deduje que usted era un guardián de la ley, posiblemente el sheriff de este condado. Cuando menos, si mi deducción de que fue un asesinato es correcta, espero que sea un guardián de la ley y no... ah...

El hombre grande rió.

- Soy el sheriff Osburne, no el asesino - empujó su sombrero hacia atrás -. ¿Y cuál es su asunto con Walter Perry, señor... eh...?

- Smith. Henry Smith, de la Compañía Falange de Seguros. Mi asunto con el señor Walter Perry es relativo a seguros de vida. Sin embargo, mi compañía también extiende seguros contra incendio, robo y accidentes. Somos una de las compañías más antiguas y fuertes de la región.

- Sí, he oído hablar de la Falange. ¿Para qué lo quería ver Walter Perry? Espere, entre. No tiene objeto hablar en la entrada. No hay nadie en la casa.

Lo condujo a través del vestíbulo hasta un gran salón, amueblado con lujo, en una esquina del cual estaba un gran Steinway de caoba. Señaló un mullido sofá al señor Smith y tomó asiento en la banca del piano.

El señor Smith se sentó en el mullido sofá y puso su bombín gris cuidadosamente junto a él.

- Supongo - dijo -, que el crimen debe haber ocurrido anoche. ¿Y sospechan ustedes de Walter Perry? ¿Lo tienen detenido?

La cabeza del sheriff se inclinó un poco hacia un lado.

- ¿Y por qué supone todo eso? - preguntó.

- Es obvio que no había ocurrido ayer, cuando hablé con el señor Perry - explicó -, o lo habría mencionado, con seguridad. Luego, si el crimen hubiera ocurrido hoy, se vería más actividad, con forenses, agentes de pompas fúnebres, alguaciles, fotógrafos. El descubrimiento habría sido hecho no después de la madrugada, para que todo eso hubiera terminado y que el... ah... los restos hubiesen sido retirados. Supongo que ya ha sucedido, por la guirnalda luctuosa. Eso indica que el agente de pompas fúnebres ya estuvo aquí. ¿Dijo que la casa está sola? ¿No requiere servidumbre una propiedad de estas dimensiones?

- Sí - contestó el sheriff -. Hay un jardinero por allí y un palafrenero, que cuida los caballos... la afición de Carlos Perry era criar caballos. Pero ellos no están en la casa... quiero decir, el jardinero y el caballerango. Había dos sirvientes del interior de la casa, una ama de llaves y una cocinera. El ama de llaves renunció hace dos días y no han contratado otra todavía. La cocinera... Oiga, ¿quién está interrogando a quién? ¿Cómo supo que tenemos detenido a Walter por sospechas?

- No es una inferencia ilógica, sheriff - replicó el señor Smith -. Su ausencia, la actitud de usted y su interés respecto a mi asunto con él. ¿Cómo y cuándo fue asesinado el señor Carlos Perry?

- Poco después de las dos, o un poco antes, dice el forense. Con un cuchillo, mientras estaba en cama, dormido. Y nadie más se hallaba en casa.

- ¿Excepto el señor Walter Perry?

El sheriff frunció el ceño.

- Ni él, a menos que pueda deducir cómo... Oiga, ¿quién está interrogando a quién, señor Smith? ¿Cuál era su negocio con Walter?

- Le vendí una póliza... no muy grande, era por tres mil dólares, hace pocos años, cuando asistía al colegio en la ciudad. Ayer, recibí la noticia de la oficina matriz, de que su prima no ha sido pagada y que su periodo de gracia ya expiró. Eso significaría la pérdida de la póliza, a excepción de una entrega de su valor, muy pequeño, considerando que la póliza tenía menos de tres años. Sin embargo, la póliza puede ser refrendada antes de veinticuatro horas después de la expiración del periodo de gracia, si puedo cobrar la prima y hacerlo firmar la declaración que goza de buena salud y no ha sufrido ninguna enfermedad grave desde la fecha de la póliza. También esperaba que aumentara el monto... ah... Sheriff, ¿cómo puede estar seguro de que nadie más estaba en casa a la hora en que fue asesinado el señor Perry?

- Porque había dos hombres sobre la casa - explicó el sheriff.

- ¿Sobre la casa? ¿Quiere decir, en el techo?

El sheriff movió la cabeza tristemente.

- Sí - contestó -. Dos detectives privados de la ciudad y no sólo tienen coartadas mutuas... las tienen para todos los otros, incluyendo al señor Addison Simms, de Seattle - gruñó -. Bueno, esperaba que su razón para ver a Walter nos ayudara en algo, pero creo que no sirvió. Si surge algo, puedo comunicarme con usted por medio de su compañía, ¿verdad?

- Por supuesto - replicó el señor Smith.

No hizo ningún movimiento para retirarse.

El sheriff se volvió hacia el piano Steinway de concierto. Con un dedo, tocó las notas de «Peter, Peter, Pumpkin Eater».

El señor Smith esperó pacientemente que terminara el concierto. Después preguntó:

- ¿Por qué estaban dos detectives en el techo, sheriff? ¿Había habido un mensaje de aviso o una amenaza de alguna clase?

El sheriff Osburne se volvió en la banca del piano y miró lúgubremente al pequeño agente de seguros. El señor Smith sonrió en forma apaciguadora.

- Espero que no piense que estoy interponiéndome, pero usted puede ver que es parte de mi obligación, parte de mis deberes hacia la compañía, resolver este crimen, si puedo.

- ¿Eh? No tenían asegurado al viejo, ¿o sí?

- No, nada más al joven Walter. Pero surge la pregunta..., ¿es culpable de asesinato Walter Perry? Si lo es, haré un mal servicio a mis jefes, al tratar de renovar la póliza. Si es inocente y no le recuerdo que su póliza está a punto de expirar, faltaré a mis obligaciones con un cliente. Así que espero que comprenda que mi curiosidad no es meramente... ah... curiosidad.

El sheriff gruñó.

- ¿Hubo una amenaza, algún aviso? - insistió el señor Smith.

El sheriff suspiró.

- Sí - contestó -. Llegó por correo, hace tres días. Una carta, que decía que sería asesinado, a menos que restituyera el dinero de las canciones que había robado... pirateado, creo que le dicen en el ambiente, a las víctimas. Usted sabe que era un editor de música.

- Recuerdo que su sobrino mencionó el hecho. En Whistler y compañía, ¿verdad? ¿Quién es el señor Whistler?

- No hay ningún señor Whistler - replicó el sheriff -. Es una historia... Muy bien, será mejor que se la cuente. Carlos trabajaba en el teatro; hacía un acto, silbando. Cuando existía esa clase de teatro de variedades. Al tomar una muchacha como ayudante, empezó a anunciarse como Whistler (silbador) y Compañía, en lugar de usar su nombre. ¿Comprende?

- Y después se dedicó a la edición de canciones y usó el mismo nombre para su compañía. ¿Y realmente estafó a sus clientes?

- Sí, creo que lo hizo - respondió el sheriff -. Escribió un par de canciones que tuvieron un éxito regular y usó el dinero que ganó para establecerse en el negocio. Y creo que sus métodos eran deshonestos, sí. Fue demandado alrededor de una docena de veces, pero siempre ganó los juicios y siguió ganando dinero. Tenía bastante. Yo no diría que era millonario, pero de cualquier modo, debió tener medio millón.

»Así que hace tres días, llegó esa carta amenazadora entre la correspondencia y nos la mostró, pidiendo protección. Bueno, le dije que trataríamos de encontrar al remitente de la carta, pero que el condado no podía asignar a nadie una protección permanente en su domicilio y que si deseaba eso, tendría que contratar quien lo hiciera. Así que fue a la ciudad y contrató a dos hombres de una agencia.

- ¿Una de buena reputación?

- Sí, la Internacional. Ellos enviaron a Kraussy y Roberts, dos de sus mejores hombres.

La mano del sheriff, que descansaba sobre el teclado, tocó lo que probablemente intentaba ser un acorde. No lo fue. El señor Smith se sobresaltó un poco.

- Anoche - continuó el sheriff -, nadie estaba aquí, excepto el amo... quiero decir, Carlos Perry y los dos agentes de la Internacional. Walter se había quedado a pasar la noche en la ciudad; dice que fue al teatro y permaneció en un hotel. Lo hemos investigado. Se registró en el hotel, sí, pero no pudimos probar que permaneció en su cuarto o que salió de él. Se registró cerca de medianoche y dejó dicho que lo llamaran a las ocho. Pudo haber llegado fácilmente hasta aquí, regresando después.

»Y la servidumbre... bueno, ya le dije que el ama de llaves había renunciado y no ha sido reemplazada todavía. Es nada más una coincidencia que los otros hayan estado ausentes. La madre de la cocinera está enferma de gravedad; continúa ausente. Era la noche de salida del jardinero; la pasó con su hermana y su cuñado en Dartown, como lo hace siempre. El otro tipo, el entrenador de caballos, o palafrenero o como quiera llamarle, fue al pueblo a ver a un médico, por un pie que se le infectó, por haber pisado un clavo. Fue en el camión de Perry y el vehículo se descompuso. Llamó por teléfono a Perry y él le dijo que lo hiciera arreglar en un garaje que permanece abierto durante toda la noche y que durmiera en el pueblo y trajera el camión por la mañana. Así que, excepto por los caballos y por un par de gatos, las únicas personas que estaban aquí anoche, eran Perry y los dos detectives.

El señor Smith movió la cabeza gravemente.

- ¿Y el forense dice que el asesinato fue alrededor de las dos?

- Dice que con bastante aproximación, fue a esa hora y tiene algo en que basarse. Perry se retiró cerca de medianoche y un poco antes de hacerlo, comió un bocado que sacó del refrigerador. Uno de los detectives, Roberts, estaba en la cocina con él y puede verificar qué comió y a qué hora. Creo que usted sabe cómo puede calcular un forense la hora de la muerte, por el grado hasta donde ha llegada la digestión. Y...

- Sí, por supuesto - lo interrumpió el señor Smith.

- Subamos al techo - sugirió el sheriff -. Le mostraré el resto. Es más fácil que decírselo.

Se levantó de la banca del piano y se encaminó hacia la escalera, con el señor Smith siguiéndolo como una cola pequeña en una cometa grande. El sheriff habló por encima de su hombro:

- Así que Perry se retiró a medianoche. Los dos detectives registraron el lugar detenidamente, por dentro y por fuera. No hallaron a nadie. Lo juran y como dije, son buenos.

- Y si alguien estaba ya oculto en la propiedad - dijo el señor Smith con alegría -, siendo medianoche, no pudo tratarse de Walter Perry. Usted verificó que se registró en ese hotel a medianoche.

- Sí - gruñó el sheriff -. Sólo que no había nadie. Roberts y Krauss dijeron que entregarían sus licencias, si alguien se encontraba en la casa. Así que subieron por aquí al techo, porque había luna y era el mejor lugar para vigilar. Allí arriba.

Subieron la escalera que salía de la parte posterior del corredor del segundo piso y llegaron al techo plano. El señor Smith caminó hasta el parapeto. El sheriff Osburne agitó una mano enorme.

- Mire - dijo -, puede ver en todas direcciones hasta ochocientos metros y por algunos lados, aún más lejos. Había luna, tal vez no tan brillante para leer bajo su luz, porque estaba muy abajo en el firmamento, pero ambos detectives de la Internacional estuvieron aquí desde alrededor de medianoche hasta las dos y media. Y juran que nadie cruzó ninguno de esos campos ni pasó por el camino.

- ¿Ambos vigilaban al mismo tiempo?

- Sí - contestó el sheriff -. Iban a vigilar por turnos y el de Roberts era el primero, pero Krauss no tenía sueño y era una noche tan bonita, que permanecieron hablando. Y aunque no miraban en todas direcciones cada segundo... bueno, le tomaría algún tiempo a cualquiera, para cruzar el área donde ellos podrían ver a una persona. Dicen que nadie pudo hacerlo.

- ¿Y a las dos y media? El sheriff frunció el ceño.

- A las dos y media, Krauss decidió bajar y dormir un poco. Pasaba por el tragaluz, cuando empezó a sonar el timbre... el timbre del teléfono. El aparato está abajo, pero hay una extensión en la planta alta y suena en ambos lugares.

»Krauss no sabía si debía contestarlo o no. Sabía que aquí, en el campo, había señales diferentes para cada teléfono y no sabía si era la del de Perry o no. Regresó al techo para preguntar a Roberts si lo sabía y si era la señal de Perry la que estaba sonando. Roberts contestó que era la señal de Perry, así que Krauss bajó y contestó el teléfono.

»No era nada importante. Era solamente una equivocación. Merkle, el tipo de los caballos, dijo a los mecánicos del garaje que llamaría para saber si estaba listo el camión; intentaba hacerlo cuando despertara, por la mañana. Pero el tipo del garaje no lo entendió y pensó que debía llamar cuando terminara de trabajar en el camión. Y no sabía que Merkle se hallaba en el pueblo. Llamó a la casa para avisar que el camión se hallaba listo. Es un tipo tonto, el que trabaja en el garaje por las noches.

El sheriff Osburne inclinó su sombrero todavía más atrás y luego lo agarró, cuando una brisa vagabunda casi se lo arrancó completamente.

- Entonces, Krauss empezó a preguntarse por qué no habría despertado el teléfono a Perry - continuó el sheriff -, pues el aparato estaba junto a la puerta y sabía que Perry tenía el sueño ligero; Perry se lo había dicho. Así que investigó y lo halló muerto.

El señor Smith, movió la cabeza.

- Supongo que entonces registraron el lugar nuevamente - preguntó.

- No. Son muy listos. Le digo que son buenos. Krauss volvió a subir e informó a Roberts y éste permaneció en el techo, vigilando, tal vez pensando que el asesino podía estar todavía en la casa y que podría verlo al salir, ¿comprende? Krauss bajó, me llamó por teléfono y mientras llegaba con un par de muchachos, registró el lugar otra vez, mientras Roberts vigilaba todo el tiempo. Registró la casa y luego los pajares y todas partes y cuando llegamos, lo ayudamos y volvimos a hacerlo nuevamente. No encontramos a nadie aquí. ¿Comprende?

El señor Smith movió la cabeza otra vez con gravedad. Se quitó sus lentes con arillos de oro y los limpió y después caminó en torno al parapeto.

El sheriff lo siguió.

- Mire - dijo -, la luna estaba baja en el Noroeste. Eso significa que la casa proyectaba su sombra sobre los pajares. Un hombre podía haber llegado hasta ahí con facilidad, pero después, tendría que cruzar el campo hasta ese grupo de árboles que están a la orilla del camino. Al cruzar el campo, se notaría como un pulgar inflamado.

»Y aparte de los pajares, ese grupo de árboles de allá es el lugar más cercano de donde hubiera podido venir. Le tomaría diez minutos cruzar ese campo y no pudo haberlo hecho.

- Dudo que alguien haya sido tan tonto para intentarlo - observó el señor Smith -. La luna ilumina en todos sentidos. Quiero decir, pudo haber visto fácilmente a los hombres en el techo, a menos que hayan estado escondidos tras el parapeto. ¿Estaban escondidos?

- No. No estaban tratando de atrapar a nadie. Estuvieron vigilando, la mayor parte del tiempo sentados en el parapeto, vuelto cada uno de ellos hacia un lado, mientras conversaban. Como dice usted, la persona que hubiera querido atravesar el campo los hubiera visto tan fácilmente como habría sido vista.

- Hmmm. Pero no me ha dicho por qué tiene detenido a Walter Perry. Supongo que es el heredero... Eso le daría un motivo. Pero, de acuerdo con lo que me dijo respecto a la ética de Whistler y compañía, muchas otras personas pudieron tener motivos.

El sheriff movió la cabeza en forma lúgubre.

- Varias docenas de ellas. Sobre todo, si pudiéramos creer esa carta amenazadora.

- ¿Y pueden creerla?

- No, no podemos. Walter Perry la escribió y la envió a su tío. Rastreamos el papel y la máquina estenográfica que usó. Y él admite haberla escrito.

- Dios mío - exclamó el señor Smith con seriedad -. ¿Explicó por qué?

- Sí, pero es ridículo. Mire, usted quiere verlo, así que, ¿por qué no escucha su versión?

- Una idea excelente, sheriff. Y muchas gracias.

- Está bien. Creí que pensando en voz alta, tendría una idea de cómo fue hecho, pero fue en vano. Oh, bueno. Mire, diga a Mike en la cárcel que le dije que podía hablar con Walter. Si Mike no acepta su palabra, haga que me llame por teléfono a este lugar. Estaré aquí por un tiempo.

El señor Henry Smith se detuvo cerca del tragaluz abierto, para echar un último vistazo al campo que lo rodeaba. Vio un hombre alto y delgado, vestido con un mono de algodón, que salía montado al campo, desde el otro lado del pajar.

- ¿Ése es Merkle, el entrenador? - preguntó.

- Sí - contestó el sheriff -. Ejercita a esos caballos como si fueran sus hijos. Es un buen tipo, si usted no critica sus caballos... no intente hacerlo.

- No lo intentaré - aceptó el señor Smith.

Miró por última vez detenidamente en torno suyo y después bajó y fue hasta su automóvil. Lo condujo con lentitud, pensativo, hasta el asiento del condado.

En la cárcel, Mike aceptó la palabra del señor Smith, de que el sheriff Osburne le había dado permiso de hablar con Walter Perry.

Walter Perry era un joven grave e indiferente, que usaba anteojos con arillos de carey y gruesos lentes. Sonrió con tristeza al ver al señor Smith.

- ¿Quería verme para renovar mi póliza? - preguntó - Pero ahora no quiere hacerlo, y no lo culpo.

El señor Smith lo estudió un momento.

- Usted no... ah... asesinó a su tío, ¿verdad? - inquirió.

- No, por supuesto.

- Entonces - le dijo el señor Smith -, nada más firme aquí.

Sacó un formulario de su bolsillo y desatornilló la tapa de su pluma fuente. El joven firmó y el señor Smith dobló el papel cuidadosamente y volvió a guardarlo en su bolsillo.

- Pero quisiera saber, señor Perry - continuó el señor Smith -, si quiere decir por qué... ah... el sheriff Osburne me dice que usted aceptó haber enviado una carta en que amenazaba la vida de su tío. ¿Es cierto?

Walter Perry suspiró.

- Sí, lo hice.

- Pero, ¿no fue una gran tontería? Supongo que no intentaba cumplir su amenaza.

- No. Fue una tontería. Fue una locura. Debí haber comprendido que no daría resultado. Con mi tío no - suspiró nuevamente y se sentó a la orilla del jergón de su celda -. Mi tío era un pillo, pero creo que no era un cobarde. No sé si eso estaba en su favor o no. Ahora que ha muerto...

El señor Smith movió la cabeza con simpatía.

- Entiendo que su tío había estafado las regalías a muchos compositores. ¿Pensó que podía atemorizarlo, haciéndole restituir el dinero a los que estafó?

Walter Perry afirmó con movimientos de cabeza.

- Fue una necedad. Fue una de esas ideas locas que tiene uno algunas veces. Fue porque se puso bien.

- ¿Bien? Temo que no...

- Será mejor que le relate todo desde el principio, señor Smith. Sucedió hace dos años, por la época en que me gradué en el colegio... yo me sostuve los estudios trabajando; mi tío no pagó las cuentas... Entonces supe qué clase de empresa era Whistler y Compañía. Conocí a algunos de los antiguos amigos de mi tío, gente de farándula que viajó con él por los pueblos. Estaban muy amargados. Así que empecé a investigar y descubrí lo de todas las demandas a que había tenido que enfrentarse y... bueno, quedé convencido.

»Yo era su único familiar viviente y sabía que era su heredero, pero su dinero era sucio... bueno, yo no lo quería. Tuvimos una reyerta y me desheredó y eso fue todo. Hasta que hace un año, supe...

Se interrumpió, mirando hacia la reja de la celda.

- ¿Supo qué? - lo alentó el señor Smith.

- Supe accidentalmente que mi tío sufría una enfermedad cardiaca y que no viviría mucho tiempo, de acuerdo con el médico. Tal vez menos de un año. Y... bueno, quizá sea difícil que cualquiera piense que mis motivos eran buenos, pero decidí que, en esas circunstancias, yo estaba arruinando la oportunidad de ayudar a las personas a quienes estafó mi tío... que si todavía fuera su heredero, podría restituirles el dinero que les había robado, después de su muerte. ¿Comprende?

Walter Perry levantó la mirada para ver desde su asiento en el jergón la cara del pequeño agente de seguros y el señor Smith estudió el rostro del joven y luego movió la cabeza afirmativamente.

- ¿Así que efectuó una reconciliación? - preguntó.

- Sí, señor Smith. Fui hipócrita, en cierto modo, pero pensé que me permitiría paliar esos crímenes. No quería su dinero, ni un centavo de él, pero sentía lástima de toda esa gente a quien estafó y... bueno, me obligué a ser hipócrita por ellos.

- ¿Conoce en persona a alguno de ellos?

- No a todos, pero sabía dónde podía hallar a la mayor parte de los que no conocía, por medio de los expedientes de los juicios. Los que conocí primero, fueron una antigua pareja de variedades, conocidos como Wade y Wheeler. Conocí a algunos otros por medio de ellos y después busqué a algunos más. La mayoría de ellos odiaban a mi tío como al veneno y no puedo decir que los culpo.

El señor Smith movió la cabeza con simpatía.

- Pero, ¿dónde entra la carta amenazadora? - preguntó.

- Hace alrededor de una semana, supe que su enfermedad cardiaca estaba mucho mejor. Descubrieron un nuevo tratamiento con una de las nuevas drogas y aunque nunca gozaría de salud perfecta, había toda clase de posibilidades de que viviera otros veinte años... sólo tenía cuarenta y ocho años. Y bueno, eso cambió las cosas.

El joven rió tristemente.

- Yo no sabía si podría resistir bajo la carga de mi hipocresía por tanto tiempo - continuó -, y de cualquier modo, no me parecía que la restitución llegara a tiempo de hacer algún bien a muchas de las personas a quienes debía dinero. Wade y Wheeler, por ejemplo, eran unos pocos años más viejos que mi tío. Era posible que los sobreviviera a ellos y a algunos de los otros. ¿Entiende?

- Así que decidió escribir una carta amenazadora, simulando que provenía de una de las personas a quienes estafó, pensando que eso lo atemorizaría, haciéndolo devolverles el dinero.

- Decidir, difícilmente es la palabra - rectificó Walter Perry -. Si lo hubiera pensado, habría comprendido cuán necio era esperar que eso sirviera de algo. Contrató detectives. Y después, fue asesinado y aquí estoy en un hermoso lío. No culpo o Osburne por pensar que pude haberlo asesinado, ya que él sabe que yo escribí la carta.

El señor Smith sonrió.

- Por fortuna para usted, el sheriff no puede deducir cómo pudo haberlo asesinado alguien - dijo -. Ah... ¿Alguien supo que escribió esa carta amenazadora? Es decir, antes que el sheriff la rastreara hasta su origen y que usted admitiera que la había escrito.

- Oh, sí. Me contrarió tanto la reacción de mi tío al recibirla, que la mencioné ante el señor Wade y el señor Wheeler y ante unos pocos de los otros a quienes mi tío debía regalías. Esperaba que ellos pudieran sugerir alguna otra idea que pudiera funcionar mejor. Pero no pudieron.

- ¿Wade y Wheeler? ¿Ellos viven en la ciudad?

- Sí. Ya no trabajan en el teatro. Viven haciendo pequeños papeles en televisión.

- Hmmm. Bueno, gracias por firmar la renovación de su póliza - dijo el señor Smith -. Y cuando salga de aquí, me gustaría verlo nuevamente, para discutir la posibilidad de que tome una adicional. ¿Dijo ayer que pensaba casarse?

- Sí, ayer - replicó - Walter Perry -. Creo que aún pienso igual, a menos que Osburne logre que me condenen. Sí, señor Smith, con gusto discutiré esa posibilidad, si salgo de este lío.

El señor Smith sonrió.

- Entonces, parece más interesante para la Compañía Falange de Seguros, definitivamente, que usted esté libre lo más pronto que sea posible. Creo que regresaré a hablar con el sheriff.

El señor Henry Smith condujo su automóvil de regreso a la casa de los Perry con más lentitud aún y en actitud más pensativa, que cuando fue a la cárcel. No llegó hasta la casa. Estacionó su viejo carro casi a cuatrocientos metros de allí, en el punto en que el camino describía una curva en torno al soto que proporcionaba la cubierta más cercana.

Caminó entre los árboles hasta que, cerca de la orilla del soto, pudo ver la casa a través del campo abierto. El sheriff estaba todavía, o nuevamente, en el techo.

El señor Smith salió del soto y el sheriff lo vio casi al momento. El señor Smith agitó la mano y el sheriff le contestó el saludo. El señor Smith atravesó el campo hasta el pajar, que se encontraba entre el campo y la casa misma.

El hombre alto y delgado a quien había visto ejercitando un caballo, ahora estaba almohazando otro.

- ¿El señor Merkle? - preguntó el señor Smith y el hombre afirmó con la cabeza -. Mi nombre es Smith, Henry Smith. Estoy... ah... intentado ayudar al sheriff. Es un bello garañón, ese pardo. ¿Estoy equivocado, o es una cruza de árabe y un caballo de paso de Kentucky?

La cara del hombre delgado se iluminó.

- Es cierto, señor. Veo que usted conoce de caballos. He estado divirtiéndome toda la semana con esos detectives de la ciudad, engañándolos. Creen, que, porque yo se los dije, que éste es un Clyde y que la yegua colorada es un Percherón. ¿Todavía no descubren quién asesinó al señor Perry?

El señor Smith lo miró fijamente.

- Es posible que lo hayamos hecho, señor Merkle. Casi es posible que usted me haya dicho cómo lo hicieron y si sabemos eso...

- ¿Eh? ¿Yo se lo dije? - preguntó el entrenador.

- Sí. Gracias.

Dio vuelta en torno al pajar y se unió con el sheriff en el techo.

El sheriff Osburne gruñó un saludo.

- Lo vi al momento que salió de entre los árboles - indicó -. Maldita sea, nadie pudo haber cruzado ese campo anoche, sin ser notado.

- Usted dijo que la luna no estaba muy clara, ¿verdad?

- Sí, se encontraba muy baja y... vamos a ver, ¿era media luna?

- Tres cuartos - rectificó el señor Smith -. Y los hombres que cruzaron ese campo no deben haberse acercado a menos de cien metros, hasta que se perdieron en las sombras del pajar.

El sheriff se quitó el sombrero y enjugó su frente con un pañuelo.

- Seguro, no digo que uno reconocería a nadie a esa distancia, pero podría ver... Eh, ¿por qué dice «los hombres que cruzaron el campo»? ¿Quiere decir que piensa, que...?

- Exactamente - lo interrumpió el señor Smith, con actitud un tanto atildada -. Un hombre no pudo haber cruzado el campo anoche sin ser notado, pero dos sí. Parece absurdo, lo admito, pero por proceso de eliminación, debe haber sido lo que sucedió.

El sheriff Osburne lo miró estúpidamente.

- Los dos hombres - continuó el señor Smith -, se apellidan Wade y Wheeler. Viven en la ciudad y no tendrán dificultad para encontrarlos, pues Walter Perry sabe dónde viven. Creo que tampoco será difícil probar que ellos lo hicieron, una vez que sepa los hechos. Por una parte, creo que descubrirá probablemente que alquilaron el... ah... los medios. Dudo que aún los conserven, después de todos los años que han estado fuera de escena.

- ¿Wheeler y Wade? Creo que Walter mencionó esos apellidos, pero...

- Eso es - afirmó el señor Smith -. Ellos sabían la situación de aquí. Y sabían que si el señor Walter heredaba a Whistler y Compañía, recibirían su dinero, así que vinieron anoche y asesinaron al señor Carlos Perry. Cruzaron ese campo anoche bajo los ojos de los detectives de la ciudad.

- Estoy loco o usted lo está - declaró el sheriff Osburne -. ¿Cómo lo hicieron?

El señor Smith sonrió amablemente.

- Ahora mismo, en mi camino hacia la casa - dijo -, verifiqué una corazonada. Llamé por teléfono a un amigo mío que ha sido agente teatral por muchos años. Recordaba muy bien a Wade y Wheeler. Y es la única solución. Fue posible por la luz débil de la luna, la distancia y la ignorancia de hombres educados en la ciudad, que no se extrañaron de ver un caballo durante la noche, en un campo, cuando debía estar en las caballerizas. Quienes, de hecho, no recordaron haber visto un caballo.

- ¿Quiere decir que Wade y Wheeler...?

- Exactamente - replicó el señor Smith, esta vez con clara afectación en la voz -. En el teatro, Wade y Wheeler eran respectivamente la parte anterior y la posterior de un caballo de comedia.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Mié Ago 13, 2008 4:26 pm


La nariz de Don Arístides

¿Verdaderamente, señor? ¿No ha oído usted nunca hablar del gran detective francés, Arístides Pettit? Parece imposible, señor, siendo usted también de la profesión. Pues únicamente estuvo entre nosotros durante un caso, pero ¡qué brillantez demostró! Aquí, en la ciudad de Río de Aires, nos sentimos orgullosos de haber estado asociados con él, aun en forma tan breve. Desde luego, ya le hablaré sobre él, pero vayamos primero al asunto que nos ocupa.

Pues sí, señor, su solicitud ha sido la mejor de entre todas las recibidas... ¿o debo decir de entre todas las que hemos recibido? ¿Cualquiera de las dos? Ah, eso es lo difícil de su idioma. Las conjugaciones de los verbos. Con sólo cambiar una letra cambia el sentido de la frase. Pero no importa. Su solicitud ha resultado la más satisfactoria, y sus referencias las mejores.

¡Oh, sí, señor, ya comprendo que usted habla nuestro lenguaje perfectamente! Usted lo ha demostrado ya perfectamente. Mi pobre inglés no es tan perfecto. Así, le pido que me perdone si lo empleo en la conversación. La práctica me será de mucha utilidad.

Y espero sinceramente que usted se quede a trabajar con nosotros. Sabemos apreciar la gran ventaja que representa para nosotros el poder estudiar los métodos empleados por los grandes detectives de otros países. No, no sea usted modesto, señor. En sus referencias hemos podido comprobar cómo atrapa usted a los ladrones de bancos en su país.

Quizá, ¿quién sabe?, podamos aprender de usted tanto como del señor Arístides Pettit. ¡Ah, aquél sí que era un hombre brillante! No quiero individualizar, desde luego, pues aún no estamos familiarizados con sus métodos pero... ¡los de don Arístides! Sólo hubiéramos deseado que se quedase algún tiempo más con nosotros.

¿Realmente no ha oído usted nunca hablar de él? ¿Ni siquiera ha visto una fotografía suya? Físicamente es pequeño, excepto en una cosa. Posee una magnífica nariz. Es una nariz que hace honor a su compatriota Cyrano de Bergerac. Por supuesto que sabrá usted quién fue Cyrano de Bergerac, ¿no?

Pero bueno, a pesar de que don Arístides tenía un cuerpo pequeño, su nariz era colosal. Ustedes los americanos tienen un dicho... una nariz para las noticias. Don Arístides tiene, podríamos decir, una nariz para los asesinatos. Sólo trabajó en un caso para nosotros, pero de éste soy yo testigo. Realmente, poseía olfato para el crimen. Y también un magnífico mostacho. Debo aclarar ese punto por razones que posteriormente serán más comprensibles.

El caso es... no puedo extenderme en todos los detalles, señor. Comprenderá usted en seguida que teníamos complicaciones internacionales. Internacionales, es decir, desde el momento en que la seguridad de mi país se veía afectada por las maquinaciones de otro país vecino al nuestro. ¡Un buen vecino, desde luego! Esas cosas ya dejan de ser un secreto para usted desde el momento que pasa a ser nuestro empleado. Sabemos que usted no es ningún espía ya que hemos investigado detenidamente toda su vida y la solicitud que usted rellenó ha sido una mera formalidad.

Pero por el momento es preferible que no cite el nombre de este país. Baste decir que se estaba formando un complot para fomentar la revolución en nuestro país. En ese caso no era un movimiento de las izquierdas. Más bien puede decirse que era de derechas y que estaba financiado por nuestros queridos vecinos, que esperaban con ello conseguir un territorio en litigio que linda con los dos.

- Don Arístides - le dije; hacía sólo una semana que lo conocía por aquel entonces, pero sabía ya que podía dirigirme a él como a un amigo -. Sé a ciencia cierta que usted encontrará lo que deseamos, lo que tanta falta nos hace, lo único que nos permitirá acabar con esa temible conspiración.

- ¡Voila! - dijo, levantándose sobre la punta de sus pies. ¿He dicho ya que, además de ser bajo, era un hombre extraordinariamente dinámico? -. Téngalo por hecho, monsieur. Pero dígame qué es lo que ustedes desean encontrar. La nariz de don Arístides sabrá olfatearlo para ustedes.

E hizo una modesta reverencia.

- Se trata de una lista - le dije - con algunos cientos de nombres. Tenemos entendido - mejor dicho, lo sabemos con certeza - que está en manos de un espía que trabaja en los estudios de la gran compañía «Panamera Moving Picture» en esta misma ciudad.

- ¿Y la razón, monsieur, por la que los métodos usuales de la policía no resultan válidos? - preguntó.

Puede usted comprobar que su mente sutil ya había comprendido que existían dificultades.

Tuve que inclinarme ante él.

- Porque, don Arístides, los estudios cubren muchos acres de terreno, y comprenden muchos edificios. Se cree - mejor dicho, se sabe - que la lista está en un minúsculo microfilm de un tamaño de medio centímetro (un cuarto de pulgada en unidades inglesas, señor) cuadrado. Comprenderá usted, por tanto, la dificultad de hallarlo.

Sus ojos se iluminaron interesados. Brillaron fuertemente. Se reclinó en su silla, precisamente en la silla que usted ocupa en estos momentos, señor, y se atusó el mostacho pensativamente. Esperé lleno de respeto, suponiendo que querría hacerme algunas preguntas y sabiendo de antemano que éstas serían las adecuadas y que una vez contestadas sabría resolver el asunto a la perfección.

Su primera pregunta fue, desde luego:

- Monsieur, ¿están complicados en el caso de los grandes mandatarios, los propietarios, los ejecutivos?

- No lo están - le contesté -; el asunto no concierne en absoluto a los estudios como conjunto, ni tampoco a la administración del mismo. Éstos se hallan por encima de toda sospecha.

- Entonces - dijo -, usted sospecha ya de un culpable en particular. O de otro modo usted no sabría que éste trabaja en los estudios.

De nuevo sentí la necesidad imperiosa de inclinarme ante él, y realmente lo hice.

- En primer término debemos sospechar, realmente estamos seguros ya de ello, de la señora de Rodríguez, una tal doña Maria, una viuda, como espía. Es la maquilladora de los estudios.

- Très bien. En este caso será sencillo, una vez ya dirigidos a una sola persona nuestros esfuerzos, aunque esta persona conozca los estudios y pueda haber escondido el microfilm en cualquier parte.

- Si realmente es sencillo, don Arístides, la facilidad del caso ha pasado por alto a nuestros burdos cerebros. Podemos detenerla, desde luego, pero el cuerpo del delito es tan minúsculo, del tamaño de un confeti, que nunca llegaríamos a encontrarlo, a pesar de que su importancia es tremenda. Y también estamos convencidos de que la espía no hablará ni confesará.

- Entonces ella tendrá que dárnoslo por su propia voluntad. ¿Cuánto tiempo tenemos para ello?

- Tiene que estar en nuestras manos mañana mismo. Y sin embargo, la búsqueda de un objeto tan pequeño y de tan fácil disimulo puede llevarnos semanas. Tenga en cuenta, don Arístides, que un objeto tan diminuto como éste puede haber sido disimulado de mil formas. Puede haber sido pintado de blanco, entre montones de papel blanco. Puede ser una lentejuela entre mil de las que tendrá el vestuario. Puede haber sido disimulado bajo una graciosa peca. Puede estar en un frasco de crema para la cara. Puede parecer una pequeña escama de jabón entre miles de escamas. Puede...

Paré en mi disertación pues me pareció absurdo enumerar lo que era innumerable de por sí.

Don Arístides se levantó de nuevo sobre la punta de los pies y atusándose ese fantástico mostacho negro que posee comenzó a pasear por mi oficina. Aquí, señor, precisamente a lo largo de esta alfombra. Caminaba como un tigre en su jaula... aunque quizás dada su pequeña estatura sería mejor que dijera como una pantera menuda y flexible.

¡Ah, qué hombre, señor; qué magnifico cerebro poseía! ¡Qué detective!

En dos minutos, sólo dos minutos, resolvió el problema. Se detuvo en su rápido caminar y se golpeó la palma de la mano.

- Voila - dijo -. Monsieur, tengo un plan. ¿Conoce usted a esa tal señora de Rodríguez? ¿Querría darme una carta de presentación para ella?

- Desde luego - le contesté -. ¿Bajo qué nombre?

- El mío, monsieur Arístides Pettit. Explíquele quién soy y el asunto que estoy investigando. Solicítele su cooperación.

Y el brillo de sus ojos era tan intenso que no osé preguntarle nada, señor. Escribí la carta y se la entregué, añadiendo que dejaba el asunto enteramente en sus manos.

Esa escena se desarrollaba a las diez de la mañana, señor, y durante la hora siguiente a la siesta llamaron a mi puerta.

- ¡Entre! - grité -, y vi entrar en mi oficina a un hombre viejo, canoso ya y con las mejillas hundidas. Luego me fijé en su nariz.

- ¡Don Arístides! - no pude evitar exclamar -. ¿Qué ha hecho...? Desde luego, ya sé que es maquillaje, pero ¿y su hermoso mostacho? ¿Era absolutamente necesario sacrificar tan exuberante mostacho?

- No tiene importancia - dijo, y pude ver que sus ojos brillaban tan intensamente como siempre -. Volverá a crecer. Ha sido un pequeño sacrificio en aras a la consecución del éxito en el caso.

- ¿Del éxito? - No pude por menos de extrañarme -. ¿No irá a decirme, don Arístides, que ya tiene en su poder el microfilm?

- Las redes ya están echadas, monsieur - replicó -. Esta tarde, dentro de unos momentos, si todo va bien estará ya en nuestras manos. ¿Desea usted acompañarme ahora en mi segundo viaje a los estudios, para participar un poco en mi triunfo?

Es inútil decir que yo deseaba con todas mis fuerzas, señor, el poder acompañarle. ¿Qué más cabía desear que poder ser testigo presencial de los métodos del gran Arístides Pettit?

Mientras nos dirigíamos hacia los estudios en mi coche, me comunicó:

- Esta mañana, monsieur, con la ayuda de su amable carta conseguí ponerme en contacto con la encantadora señora de Rodríguez. Sin lugar a dudas, ella es la culpable. A pesar de que no la acusé sino que, por el contrario, fingí pedir su ayuda en ese caso dando a entender con ello que la tenía por inocente, a pesar de ello digo, pude observar que temblaba ligeramente mientras le explicaba el objeto de nuestras pesquisas. Le hice creer que le hacía confidencias, contándole que me gustaría poder recorrer los estudios bajo algún disfraz para no ser conocido, y le pedí que fuera ella quien me disfrazase. En su camerino y con su mismo equipo, me afeité el bigote y ella dio los demás toques.

- Un excelente disfraz - le dije.

- Pasable. Podría haberlo hecho mejor yo mismo, pero entraba dentro de mis planes que ella me viese tanto antes como después de la metamorfosis. Luego, simplemente, di un ligero vistazo por el local y volví aquí. Ahora, una vez estemos allí los dos, podrá usted mismo ver como salta el cepo que he dejado preparado.

- ¿Qué clase de cepo? - pregunté.

- Permítame solicitarle - replicó - que tenga usted un poco de paciencia y que observe el desarrollo natural de los acontecimientos que tendrán lugar dentro de poco. Durante mi conversación con ella, le ruego asimismo que siga la corriente y que asienta a todo lo que yo diga.

Acepté. Hubiera sido absurdo de mi parte lo contrario Todo gran artista, en cualquier profesión, tiene derecho a usar sus propios métodos sin sufrir ninguna clase de interferencias.

Entramos en el camerino de la señora de Rodríguez y don Arístides, después de inclinarse con una reverencia versallesca, besó su mano.

- Siento comunicarle, señora mía, que el excelente trabajo que ha hecho usted esta mañana al disfrazarme no ha servido de nada. No he podido descubrir nada en absoluto - le dijo, después de los saludos de rigor.

- Lo siento de veras, señor Pettit - dijo ella -. Procuré hacerlo tan bien como supe.

- Mi querida señora - se excusó él amablemente -, no estoy acusándola a usted de mi fracaso. El disfraz era realmente inmejorable. Fui yo quien fallé. Por lo tanto se ha hecho imprescindible que registremos palmo a palmo el estudio. Ahora se dirigen hacia aquí unos cuantos policías y detectives; ellos se hará cargo del arduo trabajo de escudriñarlo todo, sin olvidar un rincón ni una persona. Debemos tener esperanzas en que eso tendrá éxito.

Creo poder asegurar que vi un ligero sobresalto en las facciones de la señora de Rodríguez, señor, pero yo mismo estaba tan sorprendido que no puedo asegurarlo con entera certeza, ya que ninguna clase de órdenes habían sido dadas para que se registrasen los estudios ni a unos cuantos policías, ni a ningún detective. Pero sin embargo corroboré lo dicho por don Arístides.

- Por lo tanto - continuó don Arístides -, debo pedirle otro favor, señora. Y es que sea tan amable de quitarme el disfraz que tan artísticamente ha sabido usted aplicarme y que vuelva a restituirme a mi antigua condición.

- Con mucho gusto, señor Pettit - le contestó la señora de Rodríguez -. En diez minutos estará hecho, si usted tiene la bondad de sentarse aquí como ha hecho esta mañana.

Mientras ella retiraba el maquillaje yo estuve paseando nervioso a lo largo de la habitación pensando en lo difícil, casi imposible, que iba a resultar el llevar a cabo un minucioso registro, aunque sólo se tratase de aquella gran habitación donde nos hallábamos, con sus largas hileras de trajes, con sus cientos de frascos y botellas, y con tanto cortinaje y tantos muebles. Y tratándose de un objeto tan diminuto, señor.

Pero yo sabía que no tendríamos necesidad de llevar a cabo dicho registro, pues mi fe en don Arístides era ciega. Mientras la señora de Rodríguez trabajaba en su cara, don Arístides me animó:

- No tema, monsieur - dijo -, pues vamos a encontrarlo. Yo, Arístides Pettit, dirigiré en persona el registro y a todos los que en él se ocupen. Y encontraré el objeto tanto si se encuentra escondido a una milla de aquí como si está bajo mis propias narices. Se lo prometo, y en ello pongo en juego mi reputación de detective.

Para seguirle la corriente me limité a contestar:

- Sí, don Arístides.

Y cuando la señora hubo dado por terminada su labor, se miró al espejo y se llevó las manos a la cabeza en un gesto de desagrado.

- Ay - dijo -, no me siento yo mismo. No puedo sentirme yo mismo sin mostacho. Y tardará semanas en volver a crecer. ¿Cuánto falta para que lleguen sus hombres, monsieur? ¿Media hora quizás?

Y cuando asentí, se volvió hacia la señora de Rodríguez y le dijo:

- Señora, es usted una gran artista del maquillaje. ¿Sería posible en ese tiempo, o en menos, restablecer sobre mi cara un mostacho como el que yo tenía antes? Usted me vio con él esta mañana y además puedo dejarle mi tarjeta de identidad con una fotografía para que pueda estudiarlo.

- Desde luego, señor - contestó la mujer -. Puedo hacerlo y con sumo placer.

Noté en el temblor de su voz que cada vez estaba más nerviosa.

De nuevo paseé por la habitación hasta pararme frente a la ventana para mirar el exterior. Cuando me volví, don Arístides se levantaba ya de su silla luciendo en su rostro el magnífico mostacho de siempre. Y por encima del hombro vi que me dirigía una sonrisa junto con un brillo de triunfo en sus ojos.

- ¿Desea usted el honor de efectuar el arresto por sí mismo, monsieur? - dijo.

- Perdóneme, don Arístides - contesté -. ¿Quiere usted decir que...?

- Por supuesto. Ahora debe usted arrestar a la señora de Rodríguez. El microfilm está a buen recaudo. Usted ya ha oído mi sugestión y estoy seguro de que ella la ha seguido.

La mujer se volvió e intentó escapar hacia la puerta, pero con una agilidad felina, don Arístides saltó agarrándola de un brazo. La capturó antes de que yo pudiera siquiera moverme, señor, y yo no soy torpe tampoco cuando se trata de correr. Ella gritó y se resistió, por lo que tuve que ayudarlo para retenerla.

Los gritos atrajeron a muchos actores, personal y directores del estudio. Y ante ellos exclamé:

- Señora de Rodríguez, queda usted arrestada en nombre del Estado, por alta traición.

Y no dije ya más. Me volví hacia don Arístides, ya que ahora le tocaba a él explicar, si este era su deseo, ante toda la asamblea de actores, ejecutores y directivos, cuál había sido su plan.

- El problema, monssieurs - dijo -, consistía en encontrar el microfilm sin necesidad de esperar todo el tiempo que un registro lleva. El cerebro de Arístides Pettit supo solventarlo.

»No fue en vano, monsieur - me explicó -, el sacrificio de mi mostacho. Ése fue el precio de la victoria. Primero, esta misma mañana, me aseguré en las sospechas que de la culpable teníamos, pidiéndole su ayuda, pretendiendo ser franco con ella y dejando que me disfrazara. - Encogió elocuentemente los hombros -. Ha resultado extremadamente sencillo, monsieur. Esta tarde, ante sus propios ojos y oídos, he llevado a cabo el resto. El cerebro de Arístides Pettit y la nariz de Arístides Pettit han cooperado para conseguir el éxito. Al principio, dejé que el pánico dominara al culpable (estoy seguro de que usted lo notó) explicándole que iba a llevarse a cabo un registro detallado. Y luego - usted pudo oírme, monsieur - le sugerí un lugar donde esconderlo. Sutilmente le indiqué el único lugar posible donde uno pensaría que nadie iba a registrar. Bajo la mismísima nariz del que iba a dirigir el registro.

»¿Qué puede haber más lógico que ella lo escondiera ahí, después de la inocente sugerencia que yo le había hecho y además con la perfecta oportunidad que yo le brindé pidiéndole que colocase bajo la mismísima nariz de Arístides Pettit un vistoso y llamativo mostacho?

Me sentí sobrecogido de admiración, señor.

- ¡Bravo, don Arístides! - dije, y con reverencia alargué la mano hacia su bigote -. ¿Me concede el gran honor de...?

Saltó hacia atrás con rapidez.

- No aquí, don Pedro, por favor. No ante tanto público. Ya he dicho que sin él me siento desnudo. Me lo quitaré en su oficina, y entonces podré emplear mis considerables conocimientos como artista en maquillaje para reponerlo de nuevo.

¿No fue eso maravilloso, señor? Aquí, en mi país, hemos aprendido mucho de Arístides Pettit. ¡Qué inteligencia! ¡Qué sutilidad e intrepidez! ¡Qué lección!

Se habrá dado usted cuenta, señor, de por qué estamos ahora nosotros particularmente interesados en aprender los métodos policíacos de otros países, incluido el suyo. Es más cierto que un norteamericano, tan calificado como usted, puede ser de un gran...

¿Cómo dice?

¡Oh, no! Siento decirlo, señor. Recuperamos el microfilm, pero no en el interior de su mostacho. Sin embargo, la culpa no fue de don Arístides; en absoluto. La matrona de la prisión lo encontró. Estaba adherido a una de las uñas del pie de la señora de Rodríguez, bajo una falsa uña que se había colocado sobre la propia.

Comprenderá pues, señor, que el fallo en los planes de Arístides Pettit no fue de ninguna manera culpa suya. El microfilm era inaccesible a la señora mientras trabajaba en el mostacho. No pudo, como es natural, quitarse un zapato y la media y poner en remojo la uña falsa que había sido colocada sobre la propia. Por lo tanto, nadie acusó a don Arístides por ello. Sus métodos fueron brillantes y sus deducciones sin tacha. Y, además, a consecuencia del arresto se encontró el microfilm y fueron detenidos todos los complicados en el asunto.

¿Qué más puede pedirse? El resultado es lo que cuenta.

¿Desea usted saber por qué don Arístides ya no trabaja con nosotros?

Vive en esta misma ciudad, señor, y le prometo que usted lo conocerá. Pero los estudios de cine, que pueden permitirse ofrecer varias veces más lo que nosotros, los de la policía, incluso a un detective de auténtica talla, nos lo quitaron. Pensaban, y supongo que con acierto, que ellos podrían hacer mejor uso que nosotros de su gran genialidad. Ahora escribe y dirige películas con sueldos verdaderamente fabulosos.

Por lo tanto, señor, ya puede usted comprender qué ilustre predecesor ha tenido y cuánto se espera de usted. Y también, quizás, de las sorprendentes recompensas que el trabajo de un detective verdaderamente brillante puede ofrecer. ¿No es verdad?
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Vie Ago 15, 2008 9:55 pm


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La noche en que el mundo terminó

- ¿Cerveza, mister Raymer? - preguntó Nick el Griego. Bill Raymer, marginista del Courier-Times, colocó un pie sobre la barra de metal.

- Sí, Nick. ¿Cómo van las cosas? ¿Ha llegado ya Halloran?

- Aún no, mister Raymer. - Nick sacó de un golpe la espuma y despidió la cerveza a lo largo del mostrador.

- ¡Maldita sea! Esperaba no coincidir hoy con él.

A nadie le gustaba Halloran, editor nocturno y erudito general. El concepto que tenía de una broma era conseguir que alguien se partiera una pierna. Como aquella vez en que envió a un novato, al que estaba probando para un trabajo de reportero, a que obtuviese la historia de Louis Goroni, el rey de los gansters. Creía que Goroni le daría el susto de su vida al muchachuelo y que lo enviaría con viento fresco y una patada en la espalda. Que es lo que realmente ocurrió, exceptuando que lo envió desde la ventana de un segundo piso a pasar tres meses en el hospital. Además no consiguió el reportaje. Halloran estuvo riéndose durante toda una semana.

Raymer era el único cliente en el bar. Johnny Gin dormía en una esquina y Metaxa, el gato, estaba examinando la madriguera de un ratón con el cuidado que ello se merecía.

Nick se sirvió él mismo una caña de cerveza y se la echó al coleto.

- ¿Muchas noticias importantes esta noche, mister Raymer?

- Esta es la noche más muerta desde hace años. Espero que estalle de pronto una gran noticia, o de lo contrario vamos a tener un periódico muy tristón.

Nick los miró con aire pensativo.

- ¿Cuál sería la mayor noticia que pudiera suceder?

- Supongo que el fin del mundo, Nick.

Se abrió la puerta para dar entrada a otro cliente. Raymer deslizaba su vaso describiendo grandes círculos sobre el mostrador.

- El fin del mundo será el sábado por la noche - dijo, y tomó un largo trago de cerveza.

Alguien le dio una palmada en la espalda, riendo entre dientes mientras Raymer se atragantaba.

- ¿Qué demonios significa eso del fin del mundo? ¿Has estado bebiendo de la misma botella que Johnny Gin?

Halloran estaba de buen humor. Probablemente alguien acababa de resbalar sobre una piel de plátano que él había dejado caer en el suelo.

Raymer se incorporó.

- Hola, mister Halloran, ¿cerveza?

- Sí. Vamos, Bill, ¿qué significa todo eso de que el fin del mundo será el próximo sábado?

Raymer se encogió de hombros.

- El nombre de un cuadro. Un artista pintó un cuadro de un café de París llamado «El fin del mundo». Le puso al cuadro el nombre «El fin del mundo, el sábado por la noche». Eso es todo.

- ¿Y qué más? - deseó saber Halloran.

- Y nada más. Simplemente, lo recordaba. Olvídalo. Sírveme otra cerveza, Nick.

- Sería todo un titular - dijo Halloran -. «El mundo acabará hoy noche, a la 1,45». Dame otra cerveza, Nick.

Nick se rió entre dientes.

- Quizás acabe esta noche, mister Halloran. Hoy es sábado y de noche, desde luego.

Raymer sonrió sin ganas.

- Sería una noticia que acabaría con todas las demás, de acuerdo. Sólo que no la podrías publicar, si es que estás pensando en ello. Una edición como ésa y tendrías que pasar el resto de tu vida en la cárcel, si es que antes no te había linchado ya la gente.

Halloran asintió. Dejó su vaso vacío sobre el mostrador y recorrió con la vista la barra.

Su mirada se posó en Johnny Gin, dormido allí en la esquina. El viejo Johnny, empapado de alcohol y chistoso, cuyo apellido nadie conocía ni se preocupaba en averiguar; otro de esos pobres hombres que viven a base de sablazos y que había atracado en el puerto del Griego ya que éste le daba bebida a cambio de barrer, fregar y limpiar las escupideras.

Halloran se echó a reír.

- Imaginad lo que haría Johnny Gin si pensase que el mundo iba a acabar esta noche - dijo -. Dame otra cerveza, Nick.

Raymer levantó una ceja medio milímetro.

- ¿Quieres decir con ello que ya estás pensando en imprimir una edición especial para enterarte?

- ¿Una tirada especial? Johnny no puede leer nada menor que los títulos. Todo lo que tenemos que hacer es conseguir una galerada de prueba de un titular de primera plana, y pegarlo sobre cualquier diario; podríamos despertarle y decirle que el mundo está acabando. Pero...

- Le falta el toquecillo artístico - dijo Raymer.

- Johnny acaba de pillarla ahora mismo - dijo Nick.

- ¿Es verdad eso? - dijo Halloran -. Bueno, de todas formas él siempre está borracho. Le daré unas tortas y lo despertaré.

- Creo que Nick tiene razón, Halloran - dijo Raymer -. Esta vez parece que la ha pillado más fuerte que nunca.

Halloran se encontraba ya en su elemento.

- De acuerdo, pesados, os lo demostraré. Después de cenar os traeré un apañito... Un momento; mucho mejor, se lo daré al muchacho que vende los diarios en la esquina. Cuando esté aquí le contaremos a Johnny que no trabajo ya en el diario y así él no se preguntará por qué no lo sabía ya antes...

- Johnny no pensará nada - dijo el Griego.

- De todas formas vamos a intentarlo - dijo Halloran -. Así pues, después de mi llegada el chico de los diarios sacará la cabeza por la puerta y gritará:

- ¡Extraordinario! ¡Extraordinario! ¡Léanlo!

- Dame uno - dijo Halloran.

Le dio una moneda al chico y cogió el primer diario del montón. El muchacho salió corriendo.

Johnny Gin había estado apoyado contra la pared del fondo del bar. Nick lo había despertado precisamente unos minutos antes de que llegase Halloran. Halloran lo había invitado a una cerveza y él la había levantado en un grave brindis hacia su benefactor. Pero sabía que no querían que se introdujese en su conversación, y esto le parecía bien a Johnny Gin.

Él no tenía nada que contarles, ni ellos a él. Su mundo era otro; su mundo estaba hecho de cosas como el reflejo del humo en el espejo, la sensación que le producía aquella astilla en la madera del mostrador cuando la recorría con su dedo una y otra vez, el olor a whisky, y los extraños y soñolientos pensamientos que tenía de cuando en cuando, y que luego apenas podía recordar con claridad.

Le dio otro tirón a la cerveza. Era floja, pero...

- ¡Dios mío! - estaba diciendo Halloran -. ¡Nick, Johnny! ¡Mirad!

Halloran parecía excitado. Probablemente, pensó Johnny, algo relativo a la guerra. La gente se excita con eso de las guerras.

Para no quedar mal atisbó desde el fondo del bar hacia el diario que sostenía Halloran. Fijó la vista, pero sólo vio un diario agrisado y una línea más oscura en la cabecera. Tuvo que acercarse hasta que estuvo a punto de tocar a Halloran antes de que los titulares quedasen enfocados por su vista. Estaba impreso en grandes y negros caracteres que presidían el principio de la primera página:

«El mundo acabará hoy a la 1,45»

Sus labios fueron pronunciando las palabras dificultosamente.

- ¡Esta noche! - dijo Nick.

Halloran dio la vuelta al diario de nuevo. Sus manos temblaban ligeramente mientras leía la letra pequeña.

- Colisión con Marte. Marte ha salido de su órbita a causa de un repentino cambio de la fuerza gravitatoria del Sol. Marte ha salido disparado en dirección al Sol y alcanzará a la Tierra en su recorrido, a la 1,45 de esta madrugada. El impacto convertirá los dos planetas en polvo.

- ¡Caray! - dijo Nick.

- El Observatorio de Harvard, el de Lick, todos los demás lo confirman.

Dejó el diario sobre la mesa. Su mirada se perdió en el infinito.

- ¡Dios mío! - dijo -. ¡Nick, estaremos muertos dentro de dos horas y cuarto! ¡Todos nosotros! ¡Muertos!

Parecía muy preocupado, pensó Johnny Gin. Probablemente otros muchos también se preocuparían por ello. Quizás aún le quedaba mucha vida por delante a Halloran, aunque no lo parecía.

Así pues, el mundo estaba a punto de acabar. Bueno, de todos modos ¿había algo que él, Johnny, pudiera hacer para remediarlo? Exceptuando, naturalmente...

Notó que ambos, mister Halloran y Nick, estaban con la mirada fija en él esperando que dijera algo, preguntándose lo que iba a decir.

Se aclaré la voz.

- Bueno, Nick, ¿querrías darme una botella de ese Brentwood? Un vaso quizás. Ya... - Iba a ofrecerse para algún trabajo extra en el próximo día, pero se dio cuenta de lo absurdo que era. No habría mañana -. Bueno, ¿querrías?

Nick se encogió de hombros.

- Ya te lo decía - le dijo a Halloran -. Bien, me ha tocado el corazón. Voy a darle lo que pide.

Halloran parecía disgustado.

- ¡Maldito borracho! -.gruñó -. ¡No tienes ni entrañas para asustarte!

Nick cogió una botella del fondo y la hizo deslizar hacia Johnny. Éste la abrió con mano de experto, adquirida por una larga práctica.

- Gracias - dijo - por la última vez que te veo.

Levantó la botella y bebió un trago moderado. No quería emborracharse demasiado; quería que aquella botella le durase. Deseaba poder pasear por las calles antes de que aquello ocurriese, y ver los fuegos artificiales. Podría resultar interesante.

Volvió hacia su silla de la esquina y se tumbó en ella.

Era un pensamiento reconfortante; aquella noche no tendría que barrer ni fregar. Nick cerraba a las dos, y eso ya sería quince minutos demasiado tarde.

Pero, ¿qué más daba? En realidad se sentía triste por lo que iba a ocurrir; tampoco era tan malo ese mundo. Era borroso y confuso a veces, pero casi le gustaba, exceptuando los pocos momentos en que las cosas no eran confusas del todo. Aquellos momentos de claridad en que recordaba cuál había sido su nombre y quién había sido él, de lo cual no podía fanfarronear demasiado, y quién era él ahora, en estos momentos. Y en estas ocasiones se veía obligado a beber mucho, y de prisa, con lo que los recuerdos se marchaban y no volvían por algún tiempo.

Aquella noche no recordaba nada. Y eso era bueno. Sería una mala noche para andar recordando.

Bebió otro trago y alzó la vista.

Halloran se había ido ya. Nick estaba apoyado contra el fondo del mostrador, con la vista fija en el infinito. Quizás Nick estaba preocupado. Quizás a Nick le daba miedo morir. Quizás debería decirle algo a Nick para que se sintiera mejor. Nick no era un mal tipo, exceptuando que era un poco áspero cuando no tenía clientes delante.

- Está bien, Nick. Probablemente ni siquiera sentiremos nada cuando suceda - dijo Johnny.

Nick soltó un juramento.

Así, pues, Nick no estaba en vena. Malo; aquella era una buena ocasión para hablar con alguien. Pero no con Nick. No, si Nick estaba de tan mal humor.

Quizás debería salir un rato afuera. Allí, al puente, unas cuantas manzanas más abajo, donde tanto le gustaba ir antes para mirar cómo bailaban los reflejos de las luces sobre la superficie del agua.

Desde luego, y ¿por qué no podría tener también una buena botella de whisky, sólo por esta única y última vez, para poder llevar consigo? ¿Por qué no, excepto por el humor en que se encontraba Nick, coger la gran automática que Nick guardaba bajo el mostrador, y, digamos sobre la una, disparar al aire y gritar? Como por Año Nuevo, o quizás mejor.

Demonios, el fin del mundo sólo sucede una vez. Uno debe de hacer algo.

- Nick - dijo.

Nick se dirigía hacia el fondo del bar, hacia la puerta que conducía a las habitaciones posteriores.

- En seguida. vuelvo, Johnny. Avísame si entra alguien - dijo Nick. Y la puerta se cerró tras él.

Johnny Gin quedó pensativo en su silla durante un minuto hasta que se dio cuenta de que aquélla era la oportunidad que estaba buscando. Nick estaba de mal humor. Nick nunca le daría una botella de buen alcohol, ni le prestaría el arma. ¿Pero qué más le daban ya esas cosas a Nick, pensándolo bien? Nunca vendería aquel whisky, ni necesitaría ya la pistola para nada, ¿no era cierto?

Un poco asustado, Johnny se levantó y de puntillas pasó detrás del mostrador. Dejó la botella de «Brentwood», ya a poco más de la mitad, en la mesa de la esquina. Miró las botellas alineadas en el bar.

Se encariñó con una botella de coñac llena en sus dos terceras partes. Casi llena. Y él había bebido coñac en una ocasión, en alguna parte. Eso es, en París. En el París liberado, y él estaba embutido en un uniforme y tenía el brazo en cabestrillo, por lo que tuvo que beber con la mano izquierda. Sonrió ante el hallazgo. Se inclinó para leer la etiqueta. Un «Hennessy» Tres Estrellas.

Cogió la botella con cariño y reverencia, y luego se volvió hacia el cajón y lo abrió. Había allí mucho dinero, pero el dinero ya no tenían ningún valor. Nick sólo guardaba un poco de cambio en la registradora. Allí era donde guardaba los billetes más grandes para pagar a los suministradores. Johnny Gin pasó por alto el dinero y recogió la pistola.

Eran grande y pesada. Una automática del cuarenta y cinco. Pero le resultaba familiar. Él había tenido una anteriormente, y sabía manejarla. Había sido en Francia.

No oyó cómo se abría la puerta trasera, pero sí el grito de Nick y cuando se volvió pudo verlo con la cara congestionada por la ira y corriendo hacia él con las manos crispadas. La muerte brillaba en los ojos de Nick. Y Nick sólo estaba a unos pasos de distancia.

Se oyó un disparo.

Johnny no había tenido intención de hacerlo. El pánico le había agarrotado la mano sobre la pistola al volverse. Eso era todo.

En el estrecho espacio de la taberna el estampido del disparo fue.., como el fin del mundo.

Nick se detuvo, y durante un minuto continuó de pie con una expresión estúpida en la cara.

- Nick, no tenía intención.., no estaba robando... Nick, es el fin del mundo y sólo quería... - sollozó Johnny.

Nick se derrumbó y quedó quieto en el suelo, detrás del mostrador. Comenzó a manar sangre bajo su blanca camisa, así como un hilillo de su boca.

Y Johnny Gin se dio cuenta de que ya no había razón para continuar disculpándose frente a Nick.

Un pánico ciego sacudió a Johnny Gin.

No podía salir de detrás del mostrador sin pasar por encima de aquello que había sido Nick Karapopulos. Pero de una forma u otra se encontró al lado de la barra, por lo que probablemente debió saltar por encima de ella. Luego se encontró en la calle, la automática aún fuertemente agarrada en su mano, y la otra apretando ciegamente el cuello de la botella de coñac.

Corrió media manzana hasta que tuvo que, detenerse, jadeando. Se apoyó en un poste de teléfonos hasta recobrar la respiración.

Sintió la necesidad de un trago y tiró del tapón con los dientes, escupió el corcho, y tomó un largo sorbo. Era fuerte y abrasador, y sin embargo, suave a la vez.

Sí, podía recordar esa sensación. Con el agradable ardor aún en su garganta miró hacia el cielo. Las estrellas parecían más cercanas y más amenazadoras que otras veces, y se preguntó si serían tan abrasadoras como el coñac. Y ésta sería la última noche en que brillarían las estrellas... y nadie podría verlas ya más.

¡El fin del mundo! Tú, pobre loco Johnny Gin, ¿qué más da si has matado a un hombre, si de todas formas iba a morir al cabo de una hora? ¿Qué importa ya todo ahora?

El fin del mundo. ¿Es el fin del mundo? ¡El fin del mundo! Grita al cielo ya que dentro de poco éste te matará a ti, y dispara tu pistola contra él; quizás tocarás una estrella. Éste es el final de todo, Johnny Gin, y el cielo ya ha matado a Nick Karapopulos y tú ya no tendrás que fregar más su bar.

Se abrieron algunas ventanas y alguien gritó enojado. Quizás aquellas gentes estaban durmiendo y no habrían leído los diarios o escuchado las noticias por la radio. Quizás ellos aún no lo sabían...

Johnny se lo gritó mientras corría hacia el puente. Éste era el lugar exacto. Esas luces sobre el agua negra, y las estrellas en el fondo del río, bajo el agua. Esas fieras estrellas del firmamento asesino.

Grita, Johnny Gin. Pero ahorra tus balas hasta que comiencen los fuegos artificiales. Pero estaba ya resollando y tuvo que apoyarse contra una pared. Y se oyeron unos pasos detrás de él, unos pasos fuertes que corrían, aporreando la acera.

Corrían tras de él, y él intentó correr más rápido, y pudo escuchar un grito, y luego «¡Alto o disparo!» y el silbido de una bala, y después el estallido de su propia pistola mientras se volvía para disparar.

Y vio como el uniforme azul caía sobre la acera, abandonando la persecución y luego ya no se oyeron más pisadas golpeando sobre la acera.

Tampoco había querido hacer esto. Él no sabía que podía... y además aquel disparo había resultado misteriosamente afortunado. Él no pretendía... pero no podía permitir que le detuviese precisamente entonces. Nunca, estando los fuegos artificiales los grandes fuegos, tan cercanos.

Tropezó y luego se vio obligado a descansar por un momento, apoyado contra un edificio. Llevose la botella de coñac a los labios, bebió, y luego se atragantó y tosió.

Volvió a tropezar, y se dio cuenta de que estaba sobre el puente y que debajo había agua y se apoyó contra la barandilla para mirar la oscuridad salpicada de estrellas en el agua y las luces centelleantes y la quietud plateada de la luna navegante.

Se guardó la pistola en el bolsillo para tener una mano libre y levantó de nuevo la botella. Ya sólo quedaba un poco en la botella; la mayor parte se le había derramado mientras corría. Le quemaba la garganta, y sintió cómo se le descarnaba la boca y el alma, y no hallaba consuelo en la quietud del agua que corría bajo él.

Has matado, Johnny Gin. Probablemente a dos hombres, y uno de ellos era un policía. El fin del mundo sabe amargo en tu estómago y te es difícil olvidar la sangre que brotaba de la boca de Nick Karapopulos y comienzas a recordar además otras cosas.

Esto es una porquería, Johnny Gin. No es un buen final del mundo y tú lo sabes. Y no vas a durar siquiera para verlo, ya que enviarán los coches de la policía tras de ti, y además ya lo están haciendo, pues se oyen las sirenas que se acercan. Y aquí, en medio de un puente, no hay donde esconderse.

Cada vez más cerca. Van a pegarte un tiro, Johnny Gin.

Cada vez más cerca.

Y el agua negra aquí mismo, y ya estaba él subiéndose a la barandilla. Nunca le encontrarían allí, dentro del agua oscura.

Y el horrible choque con el agua helada. Chocó contra el fondo y salió a la superficie, aunque sin necesidad de nadar pues una vez incorporado vio que el agua le llegaba a la altura del pecho, y que sus dientes estaban castañeteando. Temblando de tal forma que llegó a preguntarse si el coche de la policía, que pasaba en aquel momento por encima de él, lo oiría. Tenía frío, un frío de muerte, y el frío serena. El choque contra el agua y luego otro peor cuando fue recordando y se dio cuenta de lo que había ocurrido.

Gracias al shock producido por el agua fría, cada vez veía más claro. Despacio, aquél que había sido Johnny Gin se encaminó hacia la orilla de aquel agua negra y helada...

La voz de la recepcionista sonó extraña en el teléfono. Muy extraña.

- Si, mister Halloran; dice que le avise que sube a verle.

- Al infierno con él - rugió Halloran -. Maldita sea, sabe usted perfectamente que a la una cuarenta y cinco tiene que estar lista la tirada de hoy y ya casi es la hora, Tendrá que...

La voz de la telefonista continuaba extraña.

- Pero, mister Halloran, es que lleva una pistola. Dice que no quiere esperar. Pero quiere que usted sepa que está subiendo.

- ¿Cómo? - dijo Halloran -. ¿Cómo ha dicho que se llama?

- John Wilcox, míster Halloran... y... - Halloran oyó como titubeaba y la voz de otra persona diciéndole algo -. Y dice que tiene que verle a la una cuarenta y cinco. Dice que el mundo está... uh... a punto de acabar, a la una cuarenta y cinco, Creo... uh... que no está de guasa, mister Halloran.

Halloran palideció. Miró hacia el reloj.

- ¡Llame a la policía - dijo -, aproveche mientras él esté subiendo!

- De acuerdo, mister Halloran, me dice que le avise que va a subir...

Halloran colgó el auricular y salió corriendo.

Y lo hizo a tiempo. Había escrito su última línea... aunque no de la forma que había imaginado.

Era exactamente la 1,45 cuando Halloran salió por la puerta trasera que conducía a la calle, Y John Wilcox, el que había sido antes Johnny Gin, habla imaginado lo que Halloran iba a hacer y le estaba esperando allí.

El fin del mundo para Halloran, y precisamente cuando él lo había predicho. Un buen chiste a su costa y una verdadera lástima, realmente, que no viviera para poderlo apreciar. Pero quizás no lo hubiera comprendido. Ya les dije antes que no era muy sutil.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Vie Ago 15, 2008 9:56 pm



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La pequeña Lamb

Ella no vino a cenar, así que a las ocho de la noche encontré jamón en el frigorífico y me hice un emparedado. No me preocupé, sin embargo, estaba algo inquieto. Miraba por la ventana hacia la colina y el pueblo, pero no la vi venir. Era una noche de luna, muy brillante y clara. Las luces del pueblo se destacaban hermosas y el contorno de las colinas, al fondo, se recortaba negro contra el azul de la noche bajo una luna amarilla y gibosa. Me hubiera gustado pintarlo, aunque no la luna. Si se plasma una luna en un cuadro, este parece dulzón y cursi. Van Gogh lo hizo y el resultado no fue agradable; parecía terrorífico. Pero él estaba loco; un hombre, en su sano juicio, no haría muchas de las cosas que hizo Van Gogh.

Todavía no había limpiado la paleta, por lo que la tomé de nuevo y traté de trabajar un poco más en la pintura que había comenzado el día anterior. Empecé a mezclar el verde para llenar un fragmento pero no salía bien y me di cuenta de que tendría que esperara a la luz del día, para obtener el efecto deseado. Por las noches, sin luz natural, puedo trabajar en líneas o aplicar algunas pinceladas finales, pero cuando se trata de colores, ¡denme la luz del día! Limpié la paleta y los pinceles, para continuar otra vez por la mañana; eran ya cerca de las nueve y ella no había llegado todavía.

No, no tenía por qué preocuparme. Ella estaría con amigos en alguna parte y se encontraría bien. Mi estudio se hallaba a casi un kilómetro del pueblo, en las colinas, y no había manera de hacérmelo saber, porque no tenía teléfono. Probablemente estaba en la Waverly Inn tomando una copa con sus amigos y no existía motivo para pensar que yo me encontrara preocupado. Ninguno de los dos vivíamos con la obligación de dejar tarjetas de entrada y salidas; eso estaba bien claro. Pronto llegaría.

Quedaba media jarra de vino y me serví un trago. Lo bebí mirando por la ventana hacia el pueblo. Apagué la luz para poder observar mejor la noche. A un kilómetro de distancia, en el valle, pude ver las luces de la Waverly Inn: aquella luz chillona, como la ruidosa música que a menudo me alejaba del lugar. Extrañamente, a Lamb no le molestaba el tocadiscos automático, aunque le gustara también la buena música.

Otras luces punteaban aquí y allá: pequeñas granjas, otros estudios. La casa de Hans Wagner se encontraba a unos trescientos metros de la mía, colina abajo. Grande, con tragaluz, pero con un estilo estrictamente académico. No llegaba a pintar con la misma nitidez de una fotografía en color, pero de hecho, veía las cosas como las ven las cámaras y las pintaba sin filtrarlas por la catálisis de la mente. Un buen artesano. Y vendía su mercancía. Podía permitirse el lujo del tragaluz.

Bebí lo que quedaba del vaso de vino y sentí un nudo en medio del estómago. No sé por qué. A menudo, Lamb llegaba más tarde que ahora, mucho más tarde. No tenía ninguna razón real para preocuparme.

Puse el vaso en el alféizar de la ventana y abrí la puerta. Pero antes de salir, encendí las luces de nuevo. Una lámpara para Lamb. Así, si ella miraba hacia la colina podría verlas y no pensaría que yo no estaba esperándola.

Deja de comportarte como un tonto, me dije; todavía no es tarde. Es temprano, apenas pasan de las nueve. Fui colina abajo hacia el pueblo, y el nudo del estómago se agudizó más y me maldije porque no había razón para ello. La línea de las colinas que servía de telón de fondo al pueblo ascendía al descender yo, haciendo resaltar las estrellas. Uno puede hacer unos agujeros en el lienzo y poner una luz detrás del marco. Me reí al imaginármelo... ¿por qué no? Pero nunca se había hecho y no hacía falta que me preocupase. Lo estuve pensando un rato y llegué a una conclusión: nadie se atrevió a realizar algo parecido porque era inmaduro e infantil.

Al pasar ante la casa de Hans Wagner, disminuí el paso pensando si Lamb estaría allí. Hans vivía solo y Lamb no le visitaría, por supuesto, a menos que el grupo la acompañara. Me detuve y no escuché ningún ruido: el grupo no estaba allí. Continúe.

El camino se dividía; elegí la ruta más corta, la que ella probablemente elegiría si regresaba directamente a casa. Pasaba por la casa de Carter Brent, pero el lugar estaba oscuro. En la de Silvia, las luces estaban encendidas y se escuchaba música de guitarra. Llamé a la puerta y, mientras esperaba, me di cuenta que era un disco: Segovia tocando a Bach, la Chacona de la Partitura en Re Menor, una de mis favoritas. Tan hermosa, como Lamb.

Silvia llegó a la puerta y respondió a mi pregunta. No, ella no había visto a Lamb. Y no, tampoco estuvo en la posada. Había pasado en casa toda la tarde; pero, ¿por qué no entraba a tomar un trago? Me sentí tentado - más por Segovia que por la bebida -, pero le di las gracias y seguí mi camino.

Quizá debí dar la vuelta y regresar a casa, porque sin ninguna razón estaba cayendo en uno de mis rumores negros. Me sentía ilógicamente molesto por no saber dónde estaba; si la encontraba, probablemente la reñiría, y odio las riñas. No es que no las tuviéramos a menudo. Ambos nos mostrábamos bastante tolerantes acerca de las cosas sin importancia. Y el hecho de que Lamb no hubiera regresado aún a casa, era una cosa sin importancia.

Pero a cierta distancia de la posada se escuchaba su ruidosa matraca y eso no aminoraba mi disgusto. Por la ventana pude ver que Lamb no estaba allí, tampoco en el bar. Pero, desde luego, faltaba mirar en los reservados y, además, alguien podría dar razón de ella. Había dos parejas en el bar. Yo las conocía: Charlie y Eve Chandler, y Dick Bristow con una chica de Los Ángeles, que me habían presentado alguna vez, pero no recordaba su nombre. Y un tipo solo, que parecía imitar a un cazatalentos cinematográfico de Hollywood. Tal vez fuera eso realmente.

Entré y, gracias a Dios, el tocadiscos cesó su ruido tan pronto como hube traspasado la puerta. Fui al bar, mirando hacia la línea de reservados; Lamb no estaba en ninguno.

- Hola. - Saludé -. ¿Ha estado Lamb por aquí? - pregunté a Harry, el cantinero.

- No. No la he visto, Wayne. Y llevo aquí desde las seis. ¿Quieres un trago?

No me apetecía, precisamente, pero no quise que pensara que sólo había ido a buscar a Lamb, así es que le acepté uno.

- ¿Qué tal va la pintura? - me preguntó Charlie.

No se refería a ninguna pintura en particular, y aunque lo supiera daría lo mismo. Charlie trabajaba en la librería local y, sorprendentemente, puede señalar las diferencias entre Tomas Wolfe y una resista cómica, pero no sabría diferenciara entre El Greco y Walt Disney. No lo tomen a mal; a mí me gusta Disney.

Así que le contesté con la vaguedad acostumbrada para las preguntas ambiguas, y tomé un trago de la bebida que Harry me sirvió. Pagué mientas me imaginaba cuánto tiempo tendría que permanecer para que no fuera muy obvio que sólo había ido buscando a Lamb.

Por alguna razón decayó la conversación. Si alguien hablaba con otra persona antes de llegar yo, no lo hacía ahora. Miré a Eve y observé que trazaba húmedos círculos en la barra, con la base de una copa de martini, la aceituna se agitaba incansable en el fondo y supe de pronto cuál era el color exacto que trataba de obtener un par de horas antes de decidir no continuar con la pintura. Era el color de una aceituna sumergida en ginebra y vermouth. Miré el color y traté de memorizarlo para intentarlo al día siguiente. Quizá esta misma noche, cuando regresara a casa. La idea disipó mi mal humor.

Pero ¿dónde estaba Lamb? Si no estuviera ya en casa a mi regreso, ¿podría pintar? ¿O me preocuparía por ella, sin razón? ¿Sentiría nuevamente el nudo en la boca del estómago?

Vi mi vaso vacío. Bebía demasiado aprisa. Ahora tendría que tomar otro o sería más obvio aún el objeto de mi visita. Y no quería que la gente pensara que estaba celoso de Lamb y sintieran lástima de ella. Lamb y yo confiábamos implícitamente el uno en el otro. Yo tenía curiosidad por saber dónde estaba y deseaba que regresara a casa; eso era todo. No tenía sospechas del lugar donde estaba. Pero los demás no lo entenderían.

- Harry, sírveme un martini. - No me afectaría una copa más. Y deseaba estudiar de cerca el color, íntimamente y a la mano. Sería el motivo pictórico central, y todo giraría a su alrededor.

Harry me dio el martini. Sabía bien. Miré la aceituna pero no era el color exacto que deseaba. Su tono resultaba más oscuro, aunque me hacía una idea. Y todavía deseaba trabajar esa misma noche, si podía encontrar a Lamb. Si ella me acompañaba, allí, podría trabajar; pondría las manchas de color, y mañana las sombras. Pero a menos que ya estuviera en casa, o en camino, la cosa no parecía muy probable.

Conocíamos a docenas de personas, no podría buscarla en todos los sitios imaginables. Pero la posibilidad más cierta era el Club de Mike, a un kilómetro de distancia, al otro lado del pueblo. Difícilmente iría ella, a menos que alguien la llevara en coche, pero también podía ocurrir eso. Llamaría por teléfono para informarme.

Terminé mi martini y me volví para dirigirme al teléfono. El tipo que parecía buscador de estrellas de Hollywood regresaba hacia la barra, procedente de la sinfonola que, ya emitía los ruidos mecánicos preliminares. Una polka, particularmente ruidosa, empezó a dejarse oír. Tuve ganas de golpear al tipo en la nariz. El teléfono estaba justo al lado de la sinfonola y no podría oír o hablar si llamaba al Club de Mike.

Como los discos duran tres minutos, traté de esperar, pero un minuto fue más que suficiente. Deseaba hacer la llamada y largarme de allí, por lo que me dirigí hacia la caseta y pasé la mano por la parte posterior del tocadiscos automático y desconecté el aparato. No fue nada violento, pero el silencio repentino resultó tan brutal que pude oír, como si las hubiera gritado, las últimas palabras que Eve Chandler decía a Charlie. Su voz aguda se escuchó claramente:

- ...puede estar en la casa de Hans. - Y cortó el resto del comentario. Si es que intentaba hacerlo.

Sus ojos encontraron los míos, y los suyos parecían atemorizados.

No hice caso del chico de Hollywood; si deseaba protestar por la moneda que había echado en la sinfonola, estaba en su derecho, pero yo no estaba dispuesto a iniciar las explicaciones. Entré en la cabina telefónica y cerré la puerta. Si conectaban la sinfonola nuevamente, antes de que terminara mi llamada, eso sí sería asunto mío, pero permaneció en silencio.

Marqué el número de Mike y, cuando alguien contestó, pregunté:

- ¿Está Lamb ahí?

- ¿Quién dice?

- Soy Wayne Gray - dije con paciencia -. ¿Está Lamb Gray?

- ¡Oh! - era la voz de Mike -, no le había reconocido. No, señor Gray, su esposa no ha estado aquí.

Le di las gracias y colgué. Cuando salí de la cabina, los Chandler no estaban. Oí un coche que arrancaba fuera.

Me despedí de Harry con un ademán y salí. Las luces traseras del coche de los Chandler se dirigían hacia la colina. En la misma dirección que si se encaminaran al estudio de Hans Wagner, quizá para advertir a Lamb que yo había oído algo que no debía, y que podría ir hacia allá.

Pero parecía demasiado ridículo para tomarlo en cuenta. Cualquier cosa que hiciera sospechar a Eve Chandler que Lamb estaba con Hans, era errónea. Lamb no haría nada así. Probablemente Eve la había visto tomando un trago con Hans en algún sitio, alguna vez, y tuvo esa impresión equivocada. Totalmente errónea. Aunque no fuera sólo porque Lamb tenía mejor gusto. Hans es guapo y agradable con las damas, lo cual no reza conmigo, pero es estúpido y no puede pintar. Lamb no caería en los brazos de un tipo inflado como Hans Wagner.

Decidí ir a casa. A menos que deseara dar a la gente la impresión de que estaba peinando el pueblo en busca de mi mujer, no podría continuar preguntando por ella. Y aunque no me importa lo que la gente piense acerca de mi personalmente, o como pintor, no desearía que pensaran que yo tengo ideas raras acerca de Lamb.

Seguí la ruta del coche de los Chandler, bajo la luz de la luna. Llegué de nuevo a la casa de Hans pero no estaba allí el coche; si los Chandler se detuvieron, seguro que se habían marchado de inmediato. Pero, por supuesto, eso es lo que yo mismo hubiera hecho, dadas las circunstancias. No les habría gustado que yo viera que estaban aparcados en su jardín; hubiera estado mal visto.

Las luces estaban encendidas, pero pasé de largo, hacia mi casa. Quizá Lamb ya estuviera en ella; así lo esperaba. De cualquier modo, no iba a detenerme con Hans. Lo hubieran hecho o no los Chandler.

No vi a Lamb a lo largo del camino, entre la casa de Hans y la mía. Pero pudo haberlo recorrido antes de llegar yo, aun... bueno, aun suponiendo que ella hubiese estado allí. Si acaso los Chandler se detuvieron a advertirla.

Tres cuartos de kilómetro desde la posada a la casa de Hans. Sólo un cuarto de kilómetro de la de Hans a la mía. Y Lamb pudo ir corriendo; yo caminaba.

Dejé atrás la casa de Hans, su hermoso estudio con aquel tragaluz que yo le envidiaba. No el sitio ni los muebles de lujo, sólo aquel maravilloso tragaluz. ¡Oh!, sí, se puede tener una luz maravillosa en el exterior, pero se levanta viento y polvo en los momentos más inoportunos. Y cuando se pinta lo que está dentro de la cabeza y no lo que se mira, no hay ninguna ventaja en pintar en el exterior. Yo no necesito ver una colina cuando la pinto. Ya las he visto antes.

La luz continuaba encendida en mi casa. Pero así la dejé y no probaba que Lamb hubiera ya regresado. Me dirigí hacia ella, sintiéndome un poco falto de aliento por la ascensión de la colina, y en ese momento me percaté de que estaba caminando muy rápido. Me detuve unos instantes para observar de nuevo el paisaje, y allí estaba nuevamente la composición, con la luna gibosa un poco más alta y más brillante. Había aclarado el negro de las colinas cercanas pero las más lejanas se veían aun más oscuras. Yo podía hacer eso. Gris sobre negro y negro sobre gris. Y, para que no resultara monocromático, las luces amarillas. Como las de la casa de Hans. Luces amarillas como los cabellos de Hans. Alto, bien parecido, de tipo nórdico-teutón. Planos interesantes en su rostro. Sí, podía comprender por qué las mujeres lo preferían. Las mujeres, pero no Lamb.

Recobré el aliento y continué ascendiendo. Grité el nombre de Lamb al llegar cerca de la puerta, pero no respondió. Entré, y ella no estaba allí.

El lugar estaba muy vacío. Me serví un vaso de vino y fui a ver la pintura que había comenzado. No estaba bien; no significaba nada. Tendría que raspar la tela y empezar de nuevo. Bueno, ya lo había hecho antes. Es el único modo de obtener algo: ser implacable cuando algo está mal. Pero no podría empezar esa misma noche.

El reloj marcaba las once menos cuarto, aún no era tarde. Pero no deseaba pensar, por lo que decidí leer un rato. Quizá algo de poesía. Fui a la estantería. Vi un libro de T.S. Eliot: La medianoche sacude las memorias, como un loco sacude un geranio muerto. Pero no era medianoche y yo no estaba de humor para Eliot. Ni siquiera para Prufrock: Vayamos entonces, tú y yo, donde la noche se extiende hacia el cielo, como un paciente anestesiado sobre la mesa... Él podía hacer cosas con las palabras, que a mi me hubiera gustado hacer con los pinceles; pero no son los mismos medios. la pintura y la poesía son diferentes, tan diferentes como comer y dormir. Pero ambos campos pueden ser, y son, muy amplios. No me apetecía leer.

Y ya era bastante con pensar. Abrí el baúl y saqué mi automática calibre cuarenta y cinco. El cargador estaba lleno, metí una bala en la recámara y puse el seguro. La guardé en mi bolsillo y salí. Cerré la puerta y caminé colina abajo, hacia el estudio de Hans.

Me pregunté si los Chandler se habrían detenido para advertirles. En ese caso, Lamb se hubiera ido a casa o, posiblemente, se fuera con los Chandler a la suya. Pudo haber pensado que eso sería más seguro que regresar apuradamente. Así, aunque no hubiera estado allí abajo, su comportamiento no probaría nada. Y si lo estaba, demostraría que los Chandler no se detuvieron.

Caminé tratando de sentir la negrura de las montañas, el amarillo de las luces. Pero no significaban nada. Insensible como un paciente anestesiado sobre la mesa. La lucha inútil de la tierra árida por algo que un hombre puede tocar, pero nunca tener: como sacudir un geranio muerto, como un loco. Lamb. Sus cabellos negros y sus ojos más oscuros aún en la blancura de su rostro. Y la blancura hermosa y esbelta de su cuerpo. La suavidad de su voz y el tacto de sus manos corriendo por mis cabellos. Y por los cabellos de Hans, amarillos como la burlona luna.

Llamé a la puerta. Ni fuerte, ni suave, sólo un toque.

¿Parecía asustado? No lo sé. Los planos de su rostro eran agradables, pero no sé qué había en ellos. Puede ver las líneas de su rostro, pero no leerlas. Ni tampoco su voz.

- Hola, Wayne. Pasa - me invitó Hans.

Entré. Lamb no estaba en el salón, ni en el estudio. Había otros cuartos, por supuesto; una alcoba, una cocina, un baño. Deseaba mirar en todos ellos de inmediato, pero eso hubiera resultado demasiado grosero. No me marcharía hasta mirar en todas partes.

- Estoy un poco preocupado por Lamb; ella no suele estar fuera hasta esta hora. ¿La has visto? - pregunté.

Hans movió su rubia cabeza.

- Pensé que podía haberse detenido aquí al pasar de regreso a casa - le dije casualmente. Le sonreí -. Quizá es únicamente que me sentía solo e inquieto. ¿Qué tal si vienes conmigo a tomar un trago? Sólo tengo vino, pero en cantidad suficiente.

Por supuesto, él tendría que decir:

- ¿Por qué no lo tomamos aquí? - Y lo dijo. Me preguntó que deseaba y le respondí que un martini, porque así se vería obligado a ir a la cocina para prepararlo y eso me daría la oportunidad de echar una ojeada.

- Está bien, Wayne, yo tomaré uno también - señaló Hans -. Perdóname un momento.

Se marchó a la cocina. Yo eché una rápida ojeada en el baño y después me dirigí a la habitación y busqué bien, hasta debajo de la cama. Lamb no se encontraba allí. Entonces, fui a la cocina.

- Se me olvidó decirte que hicieras el mío suave. Quisiera pintar un poco cuando regrese a casa.

- Está bien - acató Hans.

Lamb tampoco estaba en la cocina. Ni salió después de que yo hubiese llamado y entrado. Recuerdo la puerta de la cocina de Hans. Es muy ruidosa, y no la vi. Y es la única puerta, aparte de la de entrada.

Fui un tonto.

A menos, claro, que Lamb hubiese estado allí y se hubiera marchado con los Chandler cuando se detuvieron para avisarles, si es que lo hicieron.

Regresé al gran estudio con el tragaluz y caminé a su alrededor durante un minuto, mirando los cuadros colgados de las paredes. Después, me senté a esperar. Las pinturas me daban deseos de vomitar. Hans regresó.

Me dio la bebida y se lo agradecí. Bebí mientras él esperaba con aire de superioridad. No se lo critico. El hacía dinero y yo no. Pero yo pensaba peor de él de lo que pudiera pensar él de mí.

- ¿Qué tal va tu trabajo, Wayne?

- Bien - le aseguré. Bebí. Me había tomado la palabra y preparó la bebida floja, casi puro vermouth. Sabía horrible. Pero la aceituna se veía más oscura, más cerca del color que tenía en mente.

- ¿Estuvieron aquí los Chandler? - indagué.

- ¿Los Chandler? No, no los he visto desde hace un par de días. - Terminó su copa -. ¿Quieres otra? - preguntó.

Quise decir que no, pero no lo hice. Mis ojos se detuvieron en la puerta de un retrete del tamaño suficiente para permitir que dentro permaneciera un hombre. O una mujer.

- Gracias, Hans. Si me haces el favor.

Le entregué mi vaso. El fue a la cocina y yo me encaminé en silencio hacia el servicio. Estaba cerrado, y la llave no estaba metida en la cerradura.

Hans salió de la cocina, con un martini en cada mano. Vio mi mano en el picaporte de la puerta.

Durante un instante se quedó muy quieto y después sus manos empezaron a temblar; los martinis dejaron caer gotas al piso.

- Hans, ¿tienes cerrado el lavabo? - le pregunté con calma.

- ¿Está cerrado? No, no normalmente. - Y al darse cuenta de que no era la respuesta adecuada, preguntó -: ¿Qué te pasa, Wayne?

- Nada - le mentí -. Nada absolutamente. - Saqué la cuarenta y cinco del bolsillo. Estaba lo suficientemente alelado como para no pensar en arrojarse sobre mí.

- ¿Qué tal si me das la llave? - le sonreí.

Más martini se derramó sobre el piso. Esos tipos rubios, altos y grandes no tienen redaños; estaba paralizado de espanto. Trataba de que su voz sonara normal.

- No sé dónde está. ¿Hay algo malo?

- Nada - eludí -. Pero quédate donde estás. No te muevas, Hans.

No lo hizo. Los vasos temblaron, pero las aceitunas se mantuvieron en su sitio. Lo miré de reojo, mientras ponía el cañón de la pistola en el agujero de la cerradura. La desvié del centro para no herir a nadie que estuviera oculto.

Tiré del gatillo. El sonido del disparo, aun en el gran estudio, resultó ensordecedor, pero no aparté los ojos de Hans.

Di un paso hacia atrás al abrirse la puerta. Entonces apunté la cuarenta y cinco al corazón de Hans. Así esperé hasta que se abriera totalmente.

Una aceituna golpeó el piso con un sonido que ordinariamente no sería audible. Miré a Hans y después al interior del servicio.

Lamb estaba allí, desnuda.

Disparé a Hans y mi brazo no tembló, por lo que un disparo fue suficiente. Cayó con la mano moviéndose hacia el corazón, pero sin tener tiempo de llegar a él. Su cabeza golpeó los mosaicos con un sonido hueco: el sonido de la muerte.

Me guarde de nuevo la pistola en mi bolsillo.

El caballete de Hans estaba cerca, su navaja depositada en el borde.

Tomé la navaja y corté a Lamb, mi desnuda Lamb, para desprenderla del marco. La enrollé y la sostuve estrechamente; nadie más la vería así. Partimos juntos y, dándonos la mano, remontamos la colina rumbo a casa. La miré a la luz de la luna. Yo reí y ella rió, pero su risa era como címbalos de plata, y la mía, como pétalos de geranio muertos sacudidos por un loco.

Su mano soltó la mía y danzó.

Por encima de su hombro, su risa de cascabel repicó al decir:

¿Te acuerdas, querido? ¿Te acuerdas de que me mataste cuando te dije que Hans y yo...? ¿No recuerdas haberme matado esta tarde? ¿No te acuerdas, querido? ¿No te acuerdas?
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Dom Ago 17, 2008 10:43 pm



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La risa del carnicero

Ayer debió de ser un día escaso en noticias, ya que el Chicago Sun dedicó cuatro líneas al entierro de un enano celebrado en Corbyville.

- Escucha esto, Bill - dijo Kathy, y tanto Wally (que es el único cuñado que tengo por parte de Kathy) como yo levantamos la vista de nuestra partida de cribbage.

- ¿Qué? - pregunté, y Kathy nos leyó la noticia.

- Bill, ¿no será aquél...? - comentó después mi mujer, dejando la frase en suspenso.

La miré con aire de amonestación, ya que su hermano estaba presente, y dije:

- ¿Aquel enano que te ganó la partida de ajedrez hace cinco años? Sí, es el mismo.

- Treinta y uno a dos - dijo Wally, tirando su última carta y anotando el resultado.

Conté los puntos de mi mano mientras él contaba los suyos y los de la mesa, y dimos por terminada la partida con su triunfo.

- Hace cinco años - repitió Wally -. Y ayer fue el aniversario de vuestra boda. Lo cual quiere decir que sucedió en vuestra luna de miel, si es que realmente fue hace cinco años. ¿Y en plena luna de miel, Kathy jugaba al ajedrez con enanos?

- Con un enano - puntualicé -. Una partida en Corbyville. Y ella perdió.

- Lo merecía - dijo Wally -. Oye, Bill, ¿no fue por esas fechas, hace cinco años, cuando lincharon a un hombre en Corbyville? El caso que llamaron el «Horror de Corbyville»...

- Unas semanas más tarde - contesté.

- Era un carnicero que practicaba la magia negra. Mató a alguien por medio de la magia o... Sea como fuere, ¿qué fue lo que ocurrió?

Yo estaba mirando por la ventana y ésta era un cuadrado de noche hueco y negro, y quise estremecerme, pero no lo conseguí, pues Wally me estaba mirando. Opté por levantarme, caminé hacia la ventana y pude contemplar las luces y el tránsito de la calle Division en vez de la negra noche que lo cubría todo.

- Fue al carnicero a quien lincharon - dije, apartándome de la ventana -. También lo conocimos allí.

Wally cogió su vaso de cerveza y tomó un sorbo.

- Ya lo voy recordando - dijo -. Corbyville es esa ciudad circo, ¿no es cierto? Una ciudad donde viven muchos artistas de circo retirados.

Asentí.

- Y en este asunto del Horror de Corbyville, ¿no encontraron a un hombre muerto en medio de un campo cubierto de nieve, con dos hileras de pisadas dirigiéndose hacia el cadáver y sin ninguna que se apartara de él?

- Así es - dije.

- Y una de las dos series de pisadas correspondía al hombre muerto, pero la otra conducía hasta el cuerpo y allí se desvanecía como si su autor pudiese volar. ¿No es cierto?

- Sí - le contesté.

- Ahora lo recuerdo. La ciudad linchó a ese carnicero mago porque sabían que tenía algunas cuentas pendientes con el hombre que había sido asesinado y...

- Algo parecido.

- ¿No se supo nunca más lo que realmente había sucedido? - preguntó Wally.

- No.

Tomó otro sorbo de cerveza y asintió con la cabeza.

- Recuerdo ahora que este caso me intrigó. ¿Cómo se explica que hubiera unas pisadas hasta el centro del campo lleno de nieve, que allí se detuvieran, y que no hubiera ninguna más regresando o continuando?

- Una de las trazas es fácil de explicar - le dije -. Me refiero a las del hombre muerto en mitad del campo.

- Naturalmente; las del muerto. Pero ¿y las de su asesino? Éste lo perseguía, ¿no es verdad? Si no recuerdo mal, sus pisadas llegaban algo más allá de las del muerto.

- Es verdad - dije -. Yo mismo vi estas huellas. Desde luego, cuando yo las vi había ya muchas más alrededor y se habían llevado el cuerpo, pero pude hablar con las personas que habían encontrado el cadáver, y me aseguraron que era exacta su descripción de las huellas, así como el que no hubiese ninguna más alrededor, dentro de un círculo de cien metros.

- ¿No hubo nadie que sugiriese el uso de cuerdas?

- No había ni árboles ni postes de teléfono en los alrededores. Imposible.

Kathy nos trajo un poco más de cerveza. Le pregunté a Wally si le apetecía jugar otra partida de cribbage.

- No - dijo él -. La historia.

Llené su vaso y luego el mío.

- ¿Qué es lo que te interesa, Wally? - le pregunté.

- ¿Qué lo mató?

- Un fallo del corazón - dije.

- Pero, ¿qué era lo que lo perseguía?

- No había nada que lo persiguiese - le dije lentamente -. Nada en absoluto. Él no huía de nada ni de nadie. Fue mucho más horrible que eso.

Me senté en el sillón. Kathy vino y se acurrucó en mis rodillas como un gatito mimado. Por encima de su hombro pude ver el negro cuadrado de noche de la ventana abierta.

- Fue mucho más horrible que eso, Wally - repetí lentamente -. El no huía de algo. Él huía hacia algo. Algo que flotaba en el centro de aquel campo.

Wally rió forzadamente.

- Bill - dijo -, tú no hablas como un polizonte de Chicago. Tú hablas como un escocés auténtico. ¿Qué era lo que flotaba en ese campo?

- La muerte - dije.

Esto le tuvo callado y pensativo por un minuto. Luego preguntó:

- ¿Y qué pasaba con las huellas que iban en una sola dirección, las que conducían hasta el muerto pero sin continuar?

Hacía un calor agradable en la cumbre de aquella colina, puedo recordarlo. Paré el coche a un lado de la enfangada carretera, rodeé a Kathy con el brazo y la besé, con la sonoridad que se reserva a los besos del segundo día de la luna de miel. Nos habíamos casado el día anterior por la mañana, en Chicago, y nos dirigíamos hacia el sur. Yo había podido conseguir un mes de vacaciones y pensábamos llegar hasta Nueva Orleáns y regresar, conduciendo perezosamente, y deteniéndonos donde nos diera la gana. Habíamos pasado la primera noche de nuestra luna de miel en Decatur, una ciudad que yo no olvidaré nunca.

Tampoco olvidaré a Corbyville aunque no por la misma razón. Pero por supuesto entonces yo no sabía nada de todo esto. Señalé con el dedo el panorama, bajando por la ladera hacia el valle de un verde brillante y castaño a causa del fango de las recientes lluvias. Y con un pequeño poblado al fondo; tres pares de casas, mas o menos, apiladas una al lado de otra como corderos asustados.

- Es maravilloso - dije.

- Precioso - contestó Kathy -. Me refiero al valle. ¿Es aquello Corbyville? ¿Dónde están los elefantes? ¿No leí yo que en Corbyville empleaban elefantes para labrar la tierra?

Me reí de ella.

- Un elefante, y hace años que murió. Imagino, sin embargo, que aún vivirán aquí muchos artistas de circo. Quizás veamos alguno cuando crucemos el pueblo.

- Ya se me ha olvidado, Bill - dijo Kathy -. ¿Por qué viven aquí tantos artistas de circo? Algún propietario de circos...

- El viejo John Corby - dije -. Era el dueño del tercer circo del país y reunió una fortuna con él. Esa era la ciudad de donde él procedía, entonces se llamaba de otra forma, e invirtió todas sus ganancias en esas tierras, consiguiendo adueñarse de toda la ciudad y el valle. Y cuando murió, dejó casas, tiendas y granjas a las gentes de su circo, con la condición de que vivieran aquí. Muchos de ellos no quisieron, por supuesto; no estaban dispuestos a establecerse y se fueron con algún otro circo. Pero muchos aceptaron lo que se les había dejado en la herencia y viven aquí. De los mil habitantes aproximadamente más de cien son gente del circo... ¿Te he dicho alguna vez que te quiero, Kathy?

- Me parece recordar... ¡Bill, aquí no! Tú...

Al cabo de un minuto puse el coche en marcha y comenzamos a descender por la resbaladiza y sinuosa carretera hacia el valle. Habíamos salido de la carretera principal, entrando en una de segundo orden que no se empleaba demasiado y estaba en muy mal estado. El barro tenía varias pulgadas de espesor en los surcos. No estuvo francamente mal hasta que llegamos a media milla de la ciudad, pero de pronto las ruedas empezaron a deslizarse y la parte trasera del coche, a pesar de mis esfuerzos con el volante, patinó y se salió de la carretera. Intenté arrancar, pero las ruedas posteriores resbalaban en el barro como sobre hielo. Dije algunas palabras apropiadas al caso y rápidamente las modifiqué para que se ajustasen a la presencia de Kathy, y salí del coche. Luego miré a mi alrededor. Había una pequeña granja a unas docenas de pasos y un hombre rechoncho y rubio que aparentaba unos treinta años se acercaba ya desde la casa hacia el automóvil.

Me sonrió burlonamente

- Tenemos buenas carreteras por aquí, ¿eh? ¿Se ha hundido mucho?

- No mucho - le contesté -. Si usted me echara una mano, quizá siendo dos...

- Ojalá pudiera - dijo -. Pero cualquier labor pesada es contraria a las reglas. Tengo un corazón muy delicado. El médico no me deja levantar nada que pese más que una patata, y aun eso tengo que hacerlo despacio. - Miró arriba y abajo de la carretera -. Podríamos sacarle a usted de aquí con algunos sacos o con unas tablas, pero casi no merece la pena. Pete Hobbs está a punto de llegar. Es el cartero.

- ¿Conduce un camión?

El hombre rubio se rió.

- Desde luego, pero no lo necesitará. Pete solía hacer de hombre fuerte con Corby. Se está volviendo viejo, pero aún puede levantar la parte posterior de un coche con una sola mano. ¿Quieren entrar en la casa, usted y la señora, hasta que llegue Pete?

Kathy había estado escuchándonos, y supongo que le hizo buena impresión el hombre porque respondió que estaríamos encantados.

Así que entramos y el cartero aún tardó media hora en llegar, tiempo que nos permitió conocer a los Wilson bastante bien. Len Wilson, éste era el nombre del hombre rubio. Dorothy, su mujer, era una maravilla. Casi tan bonita como Kathy.

Len Wilson nos dijo que no había trabajado nunca en ningún circo; había nacido precisamente en aquella granja y Dorothy en Corbyville. Se habían casado cuatro años antes y se notaba que aún estaban enamorados. Me di cuenta de las atenciones que se tenían cuando él se levantó para traerme un cenicero y Dorothy le reprendió severamente para obligarle a sentarse otra vez. La misma severidad que se emplea con un niño.

Ya que Len no podía valerse por sí mismo, me pregunté cómo se las arreglaba para llevar la granja, aunque ésta fuese pequeña. Como si se diese cuenta de lo que pasaba por mi imaginación, él mismo me dio la respuesta.

- Puedo trabajar perfectamente - me dijo - mientras no sea una faena pesada y mantenga un ritmo constante y seguido. Puedo levantar un centenar de libras, mientras lo haga de diez en diez, o caminar un centenar de millas siempre que lo haga despacio y descanse de cuando en cuando. Y así es como puedo ocuparme de una granja como ésta. Pero no crean que de este modo vaya a amasar una fortuna.

Sonrió ligeramente; una bocina nos hizo saltar sobre nuestros pies, y Dorothy Wilson dijo:

- Ése es Pete. Voy a adelantarme para estar segura de alcanzarlo.

Los demás la seguimos más despacio, Kathy y yo acomodando nuestro paso al de Len. El ex hombre fuerte se apeó de su camioneta y entre los dos levantamos la parte posterior del automóvil hasta que las ruedas descansaron sobre tierra firme.

Cuando ya me había sentado ante el volante, Len me hizo señas.

- Podemos vernos en la ciudad, si piensan detenerse en ella - me dijo -. Yo también me dirijo allí, con Pete.

Así fue como conocimos a Len Wilson. Volvimos a verlo sólo una vez más, en Corbyville, un poco más tarde.

Recuerdo que yo iba a pasar de largo, pero Kathy quiso parar para comer. Aparqué el automóvil cerca de una cafetería que parecía limpia y entramos en ella. Allí conocimos al enano.

Recuerdo que cuando entramos por primera vez para sentamos a la barra, se notaba algo extraño y desproporcionado en el hombrecillo de cinco pulgadas de altura que asentía mientras tomaba nota de lo que pedíamos. Pero no me di cuenta de qué era lo que me chocaba hasta que caminó hacia la plancha para preparar las hamburguesas que habíamos pedido. No tenía cinco pies de altura, ni mucho menos; tenía tres pies aproximadamente. El suelo, detrás del mostrador, había sido elevado dos pies por encima del nivel del resto de la habitación.

Me vio como me apoyaba en el mostrador para poder mirar hacia el otro lado, y me sonrió.

- La barbilla no me hubiese llegado apenas a la altura del mostrador sin este arreglo - dijo.

- Tendría que patentarlo - le dijo Kathy -. Diga, ¿no es un tablero de ajedrez lo que hay allí, al fondo del mostrador?

Él asintió.

- Estaba resolviendo un problema. ¿Juega usted?

Esto fue para Kathy más tentador que el aroma de las hamburguesas. A pocas mujeres les gusta el ajedrez, pero ella es una de las pocas, aunque realmente no lo parezca. Mirando a Kathy puede creerse que su máximo entretenimiento intelectual es una copa de ginebra, pero es un error. Es mucho más inteligente y ha tenido más educación que yo. Tiene un título universitario y probablemente ahora estaría dando clases de no haber decidido casarse conmigo. Lo que, debo admitirlo, fue un gran dispendio de cerebro.

Kathy le dijo que jugaba y a ver qué le parecería si jugasen una partidita rápida. Y en realidad ella no jugó despacio al principio; en efecto, mueve las piezas con bastante rapidez y el enano - me di cuenta de ello con satisfacción - guardó el ritmo que ella marcaba. Entiendo lo suficiente de ajedrez, debido a Kathy, para poder seguir los movimientos, y cuando una partida se lleva a cabo rápidamente incluso consigo interesarme en ella.

Kathy tenía las piezas colocadas cuando él trajo las hamburguesas y el café, y estuve mirando el juego durante un rato mientras iba comiendo. Luego me dirigí hacia la puerta y me apoyé contra el montante, mirando en dirección a la calle.

Justo ante la puerta de la carnicería, el carnicero con su delantal blanco estaba haciendo exactamente lo mismo que yo. Mi vista pasó por encima de él distraídamente la primera vez, luego volvió hacia él y allí se quedó fija. Al principio, no supe siquiera el porqué.

Entonces, una niña de unos seis o siete años que pasaba brincando por la calle, lo vio cuando estaba a una docena de pasos de él y dejó de saltar. Describió un amplio círculo, casi hasta el bordillo de la acera, para conseguir pasar lo más alejada posible del carnicero. Él no pareció darse cuenta de su presencia, y una vez ya a salvo y detrás de él, la niña empezó de nuevo a brincar.

Desde luego, pude darme cuenta de que temía al carnicero.

Podía ser debido a cualquier tontería, claro está; una niña a la que habían regañado por hurtar un filete de la carnicería, pero no daba la sensación de tratarse de eso.

No parecía ser ésa la causa, pues lo ocurrido me hizo mirar la cara del carnicero. Estaba quieta, impasible. Si hubiera visto a la niña, habría fruncido el ceño o sonreído a la vista del rodeo que había dado. Y la cara en sí era hermosa, pero..., temblé ligeramente.

Un policía de Chicago está acostumbrado a ver caras no demasiado agradables. A diario ve caras que podrían ser máscaras griegas representando el odio, la lujuria o la avaricia. Se acostumbra a ver ladrones de automóviles y asesinos furiosos. Encuentra rostros como esos en su camino; éste es su trabajo.

Pero no era esta clase de cara. Era la de un diablo, pero sutilmente diabólica. Las facciones de aquel hombre eran rectas y regulares y sus ojos eran claros. Pero el diablo estaba detrás del rostro, detrás de los ojos. No sabría explicar cómo me di cuenta de ello. Era algo palpable; algo que yo sentía.

La parte de mi cerebro que está entrenada para observar y recordar estaba ya catalogando el resto. No sabría decir por qué. Altura, cinco pies once pulgadas; cabello negro, ojos castaños, piel bronceada; rasgos peculiares: una aureola diabólica.

Me pregunto qué hubiera dicho el encargado de los ficheros de mi distrito de haberle dado una descripción como ésta.

Volví de nuevo hacia el interior del restaurante para ver cómo seguía la partida de ajedrez, casi deseando que Kathy hubiera ya acabado para salir con ella mientras el carnicero estuviera aún allí. Me preguntaba qué reacción habría tenido al verlo.

Aún quedaban muchas piezas sobre el tablero, sin embargo. Kathy me miró.

- Estoy algo apurada - admitió -. Este caballero sabe realmente cómo debe jugarse al ajedrez. ¿Por qué no sabrás jugar tanto como él, Bill?

El enano sonrió sin levantar la vista del tablero, y movió un peón.

- Tampoco es la primera vez que ella juega - dijo -. El final aún está bastante lejano.

- Pero no será ahora - dijo Kathy.

Dirigí la vista a las piezas y comprendí a lo que ella se refería. El enano había dejado indefenso uno de sus caballos. La mano de Kathy se movió un momento sobre el tablero, y en seguida su alfil se lanzó al ataque.

- Felicidades - le dije a Kathy mientras palmeaba su hombro -. Tómatelo con calma. Sólo estás en plena luna de miel.

Volví hacia la salida. El carnicero, con su delantal blanco, aun continuaba allí.

De la tienda contigua a la carnicería salía en aquel momento Len Wilson. Andaba, como antes, despacio. Andaba hacia la carnicería. Estaba a punto de llamarlo, para pedirle que viniera a tomar una taza de café conmigo mientras Kathy y el enano terminaban su partida. Tenía ya la boca abierta para darle un grito, pero no llegué a hacerlo.

Len Wilson se fijó en los ojos del carnicero y se detuvo. Hubo algo tan extraño en su forma de detenerse, como si hubiese tropezado con un muro, que me impidió llamarle. Por el contrario, lo que hice fue observar.

El carnicero estaba sonriendo, pero no era una sonrisa agradable. Dijo algo que no pude oír por estar al otro lado de la calle, y tampoco entendí lo que Len le contestó. Era como estar viendo una película cuya banda sonora hubiese dejado de funcionar súbitamente.

Vi como el carnicero introducía su mano en el bolsillo, extrayendo de él un objeto y sosteniéndolo en la mano como por casualidad. Parecía algo así como un pequeño muñeco, de unas dos pulgadas de longitud. Podía haber sido hecho con cera. Hizo algo, no pude ver qué, con el muñeco entre sus manos. Y luego volvió a decir algo, algunas frases, y de nuevo se rió. Pude escuchar su risa a través de la calle, a pesar de que me había sido imposible escuchar sus palabras. No era chillona, pero tenía fuerza. Y Len Wilson apretó sus puños y comenzó a caminar hacia el carnicero, esta vez ya no tan despacio.

Yo comencé a hacerlo también, al mismo tiempo. No cabía equivocación en la expresión de Len. Sus intenciones no eran las que un hombre delicado del corazón debiera tener. Iba a darle un puñetazo al carnicero, un hombre mucho más alto que él y además con apariencia de bruto, por lo que no parecía que tuviera que irle muy bien a un hombre de las características de Len, a menos que con un solo puñetazo tuviera suficiente.

Pero Len solamente estaba a unos pasos y yo tenía que cruzar aún la calle. Le vi abalanzarse con fiereza y errar el golpe, y luego un bocinazo y unos frenos chirriantes me hicieron detener justo a tiempo de librarme de ser atropellado en medio de la calle. Cuando miré de nuevo, el cuadro había cambiado. El corpulento carnicero se había colocado a espaldas de Len, agarrando su brazo en una llave. Las facciones de Len estaban rojas de dolor o de ira, o por causa de ambas cosas a la vez.

Eché un vistazo rápido al tránsito en ambas direcciones, antes de cruzar hacia ellos. No me importa confesar que estaba asustado. No me asustaba la fuerza física del carnicero, pero había algo en él que me había hecho desear golpearle, aún antes de que Len hubiera llegado, aunque también me hacía estremecer el pensarlo.

De pronto me di cuenta de que tanto Kathy como el enano estaban corriendo a mi izquierda, con sus piernas cortas moviéndose como las bielas de un motor.

- ¡Suéltalo, Kramer, maldito! - chillaba.

El carnicero soltó a Len y Len casi se desplomó, con la espalda apoyada contra el edificio. El enano fue el primero en llegar al lado del granjero e introdujo su mano en el bolsillo de Len. La sacó con una pequeña caja de píldoras. Me las alargó.

- Dele una, rápido - dijo -. Yo no llego.

Abrí la caja; eran píldoras para el corazón como pude ver, e hice tomar una a Len.

- Llévelo a mi bar - estaba diciendo el enano -. Hágalo sentar y que descanse.

Kathy estaba al otro lado de Len y entre ambos le ayudamos a cruzar la calle.

El enano no vino con nosotros. Vi que Len parecía ya respirar normalmente y que reaccionaba y luego eché un vistazo sobre mi hombro.

De nuevo una conversación que no pude oír, pero que pude ver. La cara del enano, al nivel del cinturón del carnicero, estaba oscurecida por una cólera sorda. En la cara del carnicero bailaba una sonrisa cínica, y de nuevo volví a sentir el impacto del diablo.

El carnicero dijo algo. El enano adelantó un pie y golpeó con él la espinilla del carnicero, acertándole

Casi me inmovilicé, pensando que tendría que dejar que Kathy cuidase de Len mientras yo corría a rescatar al temerario enano.

Pero el carnicero ni siquiera se movió. Por el contrario, se apoyó contra la puerta de su tienda y se echó a reír.

Grandes risotadas que debieron oírse en toda la manzana.

Ni siquiera se agachó para friccionarse la pierna herida.

Se reía a mandíbula batiente.

Aún continuaba riendo cuando Kathy y yo sacamos a Len por la puerta abierta de la cafetería. Me volví y vi que el enano, con el rostro casi purpúreo a causa de su ira mal contenida, estaba cruzando la calle detrás de nosotros, mientras el carnicero seguía riéndose todavía. No era una risa agradable de oír. Me dieron deseos de matarlo y tenía buena predisposición a hacerlo.

Sentamos a Len en una de las sillas de un puesto callejero y el enano acudió a nuestro lado, suavizando la expresión de su cara. Eché un vistazo fuera y vi que el carnicero ya se había retirado, probablemente al interior de su tienda. Y el silencio, después de aquella risa, resultaba agradable.

- ¿Llamo al médico? - preguntó el enano a Len.

Len Wilson agitó la cabeza.

- Estoy perfectamente Esas píldoras me han dejado como nuevo. Dejadme descansar sentado un par de minutos.

- ¿Una taza de café mientras descansas?

- Gracias - dijo Len -, Y prepárame también una hamburguesa, ¿quieres, Joe? Apenas he comido.

Kathy se sentó enfrente de Len y yo acompañé al enano llamado Joe. Éste subió la rampa que conducía a la parte posterior del mostrador y de nuevo dejó de ser un enano. Tenía cinco pies de estatura y sus ojos estaban a más altura que los míos por estar yo sentado en uno de los banquillos de la barra que había justo enfrente de la plancha para asar las hamburguesas. Sacó una hamburguesa de la nevera y la colocó sobre la plancha; yo le miré a los ojos.

- ¿Quién era ése? - le pregunté, señalando con el dedo la carnicería.

- Ése - dijo - era Gerhard Kramer. - Y lo dijo como si fuera una blasfemia.

- ¿Y quién es Gerhard Kramer?

- Un muchacho simpático - dijo -, si escucha a algunas personas que piensan así. La mayoría, sin embargo, no pensamos igual. Algunos casi creemos que es el diablo personificado.

- Aparte del carnicero - pregunté -, ¿quién es él? ¿Qué había sido anteriormente?

- Acostumbraba a trabajar en el circo de Corby. Mago y adivinador de segundo orden. Le cae mejor el oficio de carnicero. Sin embargo, aún continúa ejerciendo la magia, aunque sólo la negra, la realmente seria.

- ¿De verdad cree en ella? ¿En muñecos de cera y todas esas martingalas?

- Entonces, ¿vio usted el muñeco? Bueno, en realidad le gusta hacer pensar a la gente que cree en ella. Tiene a media ciudad de punta contra él.

- ¿Y sin embargo van a comprar a su tienda?

Dio un certero golpe a la hamburguesa que estaba friéndose en la plancha.

- En realidad, creo que no le temen, a decir verdad. Y algunas mujeres no le temen en absoluto. Él atrae a las mujeres. Sabe hacerlo. Es el dueño de buena parte de la ciudad. Seguramente debe disfrutar abriendo en canal las bestias muertas, o de lo contrario no trabajaría de carnicero. Sí, sabe hacerlo bien.

Algo en su tono me hizo preguntar:

- ¿Excepto qué?

Cortó por la mitad una panecillo e introdujo en él la hamburguesa, llenó una taza de café y salió de detrás de la barra con la bandeja. Permanecí callado. Sabía que contestaría a mi pregunta en cuanto diese la vuelta.

Se volvió y dijo:

- La esposa de Len, señor. Ésta es la única cosa que él desea y que no consigue.

- ¿Dorothy? - pregunté, sorprendido, y sin saber por qué lo hacia.

Quedó tan confundido que pude darme cuenta de que no sabía que habíamos parado en casa de los Wilson durante nuestra travesía hacia Corbyville. Había creído que nuestro primer encuentro con Len había sido entonces al otro lado de la calle. Se lo expliqué.

- Sí, Dorothy - dijo -. Era la belleza del pueblo antes de casarse con Len. Kramer la deseaba y Len se la quitó delante de sus narices. Desde entonces Kramer odia a Len. Y, maldito sea, la conseguirá si Len no anda con cuidado. Entonces le dejaría el campo libre.

- Pero ¿querría Dorothy casarse con un hombre como éste? - pregunté -. ¿Querría casarse con un sujeto del tipo de Kramer?

La tristeza se reflejaba en su rostro.

- Ya le he dicho que a las mujeres les gusta este hombre. A ella le gusta y no le encuentra ningún defecto. Oh, no quiero decir que fuera a engañar a Len, o nada parecido. Pero si Len muriese, después de un año o así...

- ¿Y ese muñeco? - dije -. Ese muñeco de cera. ¿Significa acaso que Kramer no quiere esperar a que Len muera de muerte natural, si es que muere? ¿Realmente cree Kramer en esas cosas?

El enano me miró cínicamente.

- A veces esa clase de magia actúa, señor - dijo -. Acaba usted de verlo precisamente hace un momento, cuando él se lo ha mostrado a Len.

Entendí lo que quería decir. Me levanté y me dirigí hacia la parte delantera del establecimiento. Len parecía mejorado, y Kathy hablaba con él animadamente.

- Acabo de enterarme de que Len juega al ajedrez, Bill - dijo ella -. Es amigo de Joe Laska, que es el nombre del dueño de esta cafetería, y dice que acostumbran a jugar a menudo. Habríamos podido jugar una partida mientras estábamos en casa de ellos.

- Desde luego - dije -, solamente que no lo hicisteis. ¿Cómo te fue la partida con Joe? Recuerdo que le llevabas un caballo de ventaja y que él se llevó el tablero, por lo que supongo que habréis terminado la partida.

- Sí, terminamos. Íbamos a reunirnos contigo cuando... cuando empezaron los problemas al otro lado de la calle.

Con Len sentado ante nosotros no quise continuar esta conversación; ya le contaría más tarde a Kathy todo el asunto.

- ¿Quién ganó? - pregunté rápidamente.

- Ese condenado Joe. Toda esa candidez dejándome comer un caballo resultó ser un gambito. Me dio jaque mate al cabo de cuatro jugadas.

Len sonrió débilmente.

- Joe es un especialista en esa clase de gambitos, señora. Si vuelve a jugar con él, vaya con tiento cuando le ofrezca una pieza sin aparente motivo para hacerlo.

El enano volvió en este momento y dijo que iba en busca de un coche para llevar a Len a su casa. Pero yo no pude aceptarlo, por supuesto. Hice subir a Len en mi coche, que entonces ya podía andar perfectamente, y Kathy y yo lo acompañamos a su casa.

Dorothy Wilson observó a Len mientras éste cruzaba el umbral de la puerta y se lo llevó al piso superior para acomodarlo en la cama por el resto del día. Desde arriba, nos llamó pidiéndonos que esperásemos.

Pero cuando regresó fue para decirnos que lo había hecho con la intención de invitarnos a comer algo en su compañía. Al decirle que ya lo habíamos hecho en la ciudad, no insistió más. Por lo tanto, Dorothy salió hacia el automóvil con nosotros.

- Joe Laska me ha telefoneado - dijo -. Me ha contado, bueno, he comprendido que Len ha intentado de nuevo sostener una disputa con Gerry Kramer. Desearía que Len no fuera tan bobo. Oyendo a Len, y también a Joe, cualquiera creería que Gerry es un diablo o algo parecido.

Alguna fuerza interior me obligó a preguntar:

- ¿No lo es?

Ella se rió ligeramente.

- Es uno de los hombres más agradables de la ciudad. Los hombres de por aquí le tienen inquina, pues saben que es guapo y educado y... bien, ya saben ustedes cómo son la gente en las pequeñas ciudades.

- Ah - dije.

- Pero es de veras agradable. Por ejemplo, sostiene una hipoteca que pesa sobre esta casa y que ya ha vencido. Podría echarnos a Len y a mí siempre que quisiera y no lo hace, y a pesar de ello Len se comporta de esta forma con él.

No quise escuchar más. Deseaba decirle:

- Desde luego, él deja que Len continúe aquí ya que de esta forma sabe que trabajará la granja hasta que muera, en lugar de irse a una ciudad, conseguir un trabajo menos rudo, y así vivir muchos más años.

Pero me contuve. No quise inmiscuirme sólo porque no me hubiera gustado la cara de un hombre, ni su risa.

Nos despedimos de mistress Wilson y nos marchamos.

- ¡Mujeres! - exclamé al cabo de un rato en tono disgustado, y luego le pregunté a Kathy qué había pensado al ver al carnicero.

- Realmente, no lo sé - dijo -. Es bien parecido y quizás mistress Wilson tenga razón, pero... bueno, yo no me fiaría de él. En él hay algo que no marcha. Algo... digamos, malvado, diabólico.

Y por haber demostrado ser lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de ello, le conté, mientras nos dirigíamos carretera adelante, todo lo que había visto yo así como lo que Joe, el enano, me había contado.

Continuamos hablando sobre el tema durante unos minutos. Había algo en la escena que se había desarrollado frente a la carnicería, así como en todo lo ocurrido posteriormente, que no sería fácil de olvidar. Estoy seguro de que no lo habríamos olvidado aunque todo hubiera acabado ahí.

Pero al cabo de un rato mis pensamientos se deslizaron por otros derroteros. Estábamos, ante todo, en plena luna de miel.

Nos dirigimos hacia Nueva Orleáns y pasamos un par de semanas maravillosas en medio de un clima estupendo, y recuerdo lo agradable que era disfrutar de aquel tiempo mientras leíamos en los diarios de Illinois e Indiana estaban pasando heladas junto con nieves tempranizas.

Comenzamos el viaje de regreso perezosamente. No planeábamos la ruta que seguiríamos de un día para otro y no sabíamos si volveríamos a pasar por Corbyville, cuando sucedió que compramos un diario del centro estando en Metrópolis, precisamente antes de que cruzásemos el río Ohio desde Paducah.

Se leía en grandes titulares:

«Carnicero linchado en Corbyville»

En esa primera relación no se dejaba entrever aún ninguno de los aspectos del «Horror de Corbyville» que el suplemento dominical extendería más tarde por todo el país. El linchamiento, el primero desde hacía mucho tiempo en el estado de Illinois, era lo que recalcaba aquel diario.

Aparentemente, los periodistas aún no habían llegado a la escena del crimen, ya que no se daban muchos detalles. Se lo leí en voz alta a Kathy, y luego ella me arrebató el diario y volvió a leerlo, mientras yo permanecía sentado pensando y acabando de tomar mi café.

Según el artículo, parecía ser que un tal Len Wilson, un granjero que vivía en las afueras de Corbyville, había muerto en condiciones bastante misteriosas y que los habitantes de la ciudad acusaban al carnicero local, Gerhard Kramer, de la muerte de Wilson. El sheriff llegado desde Centralia había rehusado, por falta de pruebas, arrestar a Kramer.

Y mientras el sheriff se hallaba en la granja un grupo de ciudadanos, que ya habían estado allí, arrancaron a Gerhard Kramer de su tienda y lo ahorcaron en un poste del alumbrado enfrente de la tienda. Los agentes del sheriff no consiguieron descubrir quiénes, aparte del propio Kramer, imagino, habían estado envueltos en el linchamiento.

Pagué la cuenta del restaurante, salimos y nos metimos en el coche.

- ¿Vamos a pasar por Corbyville? - preguntó Kathy.

- Sí - dije -. Deseo enterarme de lo que ha ocurrido allí. ¿Tú no?

- Creo que sí, Bill - dijo ella.

Llegamos a Corbyville cerca de las dos. Era una ciudad silenciosa, mientras conducíamos a lo largo de la calle principal. Era artificialmente silenciosa.

Conduje despacio. Pude ver que la carnicería estaba cerrada, pero no había ningún letrero en la puerta. El establecimiento de hamburguesas de enfrente, propiedad del enano, también estaba cerrado. Podía leerse un cartel que decía «Cerrado hasta mañana».

Nos dirigimos a la granja de Wilson.

Aún había una pulgada de nieve en el suelo y hacía frío, un frío tempranizo para octubre. Había algunos coches aparcados enfrente. Exactamente cuatro.

Salimos del coche y caminamos hacia un grupo de personas que había al otro lado de una valla; más allá de ella se veía el campo abierto. Pude ver las huellas, los dos pares de huellas de los que tanto habían hablado los suplementos dominicales y el resto de los periódicos. A lo largo de estas huellas podían verse otras que, desde luego, no debían estar ahí cuando se imprimieron las primeras.

Pude observar perfectamente aquellas pisadas, sin necesidad de saltar la valla. Ya has leído sobre ellas, y puedo decirte que la descripción de los diarios es exacta. Un par de trazas impresas a través de ese campo cubierto de nieve; ninguna volviendo. Un ligero hormigueo recorría la espalda viéndolas, al imaginar lo que éstas habrían parecido a los primeros hombres, aquellos que habían descubierto el cadáver, cuando el resto del campo aún estaba virginalmente blanco.

Las huellas de Len Wilson, algo menores que las otras, eran fáciles de interpretar. Él había corrido con rapidez. Las otras habían sido trazadas posteriormente. En algunos sitios, las huellas de mayor tamaño se superponían a las de Len.

Kathy permaneció mirándolas, estudiándolas.

Habló unos minutos con los hombres que había allí. Uno de ellos era un agente del sheriff de guardia. Me preguntó quién era, y le mostré mis credenciales, explicándole que había conocido a Len superficialmente y que por ello estaba interesado. Los otros tres hombres eran periodistas. Uno de ellos, a todas luces, de Chicago.

- ¿Dónde está mistress Wilson? - pregunté.

No estaba particularmente interesado en hablar con Dorothy Wilson, pero creía que era nuestra obligación, si ella estaba en la casa, que Kathy y yo entráramos a verla, aunque sólo fuera por unos minutos.

- Con la gente de Corbyville - me contestó el periodista de Chicago -. Dígame, aquellas huellas ¿no son la cosa más condenada del mundo? - Se volvió y me miró. Luego dijo -: Creo comprender por qué lincharon a ese carnicero. Si él odiaba a Len Wilson y si practicaba la magia negra... bueno, si no es eso, ¿qué infiernos será?

El agente del sheriff saltó la valla. Comenzó a decir algo, según pudo ver Kathy, y cambió de parecer. Se aclaró la garganta y exclamó -: ¡Magia negra! ¡Bah! De todas formas, me gustaría saber cómo lo hizo. Era un mago de segundo orden en el circo, pero aun así...

- ¿Son de él estas otras huellas? - le pregunté.

- Su medida. Aún no hemos encontrado el par de zapatos que las ha hecho. Probablemente los enterraría.

- Creo que estoy un poco asustada - dijo Kathy.

- Yo estoy muy asustado - le contesté.

Subimos al coche y viajamos hacia Chicago y hacia casa.

- Es horrible, Bill - dijo Kathy al cabo de un rato.

- ¿De qué estaría huyendo?

- De nada en especial, Kathy - le dije -. Él no huía, sino que iba en busca de algo.

Le expliqué la solución que yo le daba y el porqué. Mientras lo hacía, sus ojos se iban dilatando y mostrando cada vez más espanto. Cuando terminé, me sujetó por el brazo.

- Bill - dijo -, tú eres policía. ¿Significa eso que tendrás que... que contarlo?

Asentí con la cabeza.

- Si consigo cerciorarme de ello, desde luego. Pero ésta es sólo mi opinión, aunque nosotros sepamos que es la verdadera.

Kathy respiró aliviada, pero no volvimos a hablar ya mucho más durante el resto del viaje hasta Chicago.

- Muy bien, mi querido cuñado - dijo Wally -, tú eres un importante e inteligente policía y yo estoy ciego por completo. No consigo comprenderlo. - Acabó de beberse el resto de la cerveza y dejó el vaso sobre la mesa con cuidado -. ¿Hacia qué corría?

- Hacia la muerte - dije -. Ya te lo dije antes. La muerte le estaba esperando allí, en el centro de aquel campo. Él estaba muy enfermo, Wally. Imagino que él sabía que no le quedaba ya mucho tiempo de vida, de todas formas. De otro modo, no habría tenido sentido el hacerlo. Pero él quería a Dorothy, y odiaba a ese carnicero Kramer. Sabía que iba a morir, de cualquier forma, y si moría de manera que el pueblo creyese que el culpable había sido Kramer, tanto por medio de la magia negra como por cualquier otro juego de manos...

- Juego de pies - dijo Wally.

- De acuerdo, juego de pies - rectifiqué -. Él habría tomado su desquite sobre Kramer. Y el pueblo, conociendo a Kramer, sabiendo cómo odiaba a Len y cómo deseaba su muerte, acusaría al carnicero si encontraba algún aspecto sobrenatural en la muerte de Len, algo inexplicable. Aunque no lo hubieran linchado o no lo hubieran arrestado, el pueblo habría creído que estaba implicado en esa muerte. Y habría tenido que marcharse. Así, muriendo de esta forma, un poco antes, Len se desquitó de un hombre al que debió odiar casi tanto como amó a Dorothy... y así salvó a Dorothy de su ceguera. Si Len hubiese esperado a morir de muerte natural, probablemente ella se hubiera casado con Kramer al cabo de algún tiempo, ya que por una u otra causa ella no quería ver el demonio que había en él. ¿Comprendes?

Kathy se movió sobre mis rodillas.

- Como en el ajedrez, Wally - dijo -. Un gambito..., en el que haces un sacrificio para poder ganar. Como Joe, el enano, cuando me entregó un caballo y luego me dio jaque mate. Así es como Joe y Len, jugando al ajedrez en el mismo extremo del tablero por una vez en su vida, dieron jaque mate al carnicero.

- ¿Cómo? - dijo Wally -. ¿El enano estaba metido también en eso?

- Tenía que estarlo - dije -. ¿Quién, si no, podía haber dejado las huellas que conducían únicamente desde la valla hasta el cadáver? ¿Quién, además del enano, podría haberse subido a hombros de Len mientras él corría como un loco por el campo hasta que su corazón falló, y quién podría haberse calzado un par de zapatos con las punteras mirando hacia atrás?
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Lun Ago 18, 2008 6:27 pm


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Los aseisnatos del perro

Peter Kidd debió sospechar algo desde un principio del perro de lanas. Se metió en dificultades desde la primera vez que vio el animal. Era la primera hora del primer día de Peter Kidd como investigador privado. Eran, específicamente, las nueve con diez de la mañana.

Necesitó fuerza de voluntad para obligarse a presentarse diez dignos minutos tarde en su oficina esa mañana, en lugar de exhibir un exceso de entusiasmo poco profesional, llegando una hora antes. Sabía que para entonces, la decorativa secretaria que había contratado, tendría abierta la oficina.

El encuentro con el perro ocurrió en el corredor de la planta baja del Edificio Wheeler, entre la puerta de la calle y el elevador. Fue culpa íntegra del perro peludo, que trató de pasar por la derecha de Kidd, mientras el hombre que sujetaba la traílla, un hombrecillo rechoncho con nariz roja y bulbosa, intentaba pasar por la izquierda. No funcionó.

- Lo siento - dijo el hombre que llevaba el perro, mientras Kidd se detenía y luego trataba de pasar por encima de la traílla.

Eso tampoco dio resultado, pues el perro se alzó sobre sus patas posteriores, tratando de lamer una oreja de Peter, levantando demasiado la traílla para que pudiera pasarse por encima de ella, aun con las largas piernas de Kidd.

Peter levantó una mano para tratar de rescatar sus anteojos con arillos de carey, en peligro inminente de caer ante las muestras de afecto del perro de lanas.

- Quizá sería mejor que me circunambulara - sugirió al hombre de la traílla.

- ¿Eh?

- Quiero decir, que camine en torno mío - explicó Peter -. Usted sabe, del latín: circum, en torno; ambulare, caminar. Paralelo a circunnavegar, que significa navegar en torno. La palabra ambulancia también proviene de ambulare... aunque una ambulancia no tiene ninguna relación con caminar. Pero eso es porque vino a través del francés hopital ambulant, que en realidad significa...

- Lo siento - lo interrumpió el hombre de la traílla. Ya había circunambulado a Peter Kidd, iniciando el procedimiento aun antes que le fuera explicado el significado de la palabra.

- Está bien - dijo Peter.

- Abajo, Tuno - ordenó el hombre de la traílla. El perro lanudo abandonó de mala gana sus esfuerzos para alcanzar la oreja de Peter y le permitió llegar al elevador.

- Buenos días, señor Kidd - saludó el operador del elevador, con la deferencia debida a un nuevo arrendatario que ha sido presentado como amigo personal del dueño del edificio.

- Buenos días - contestó Peter.

El elevador lo llevó hasta el quinto y último piso. La puerta se cerró tras él con sonido metálico y Kidd caminó con paso firme hacia la puerta de la oficina en que, con circunspección casta, estaba anunciado con letras doradas:

PETER KIDD
Investigaciones Privadas


Abrió la puerta y entró. En la oficina, todo tenía brillo de nuevo, incluyendo la estenógrafa rubia que se hallaba tras el escritorio de la máquina estenográfica. La secretaria dijo:

- Buenos días, señor Kidd. ¿Olvidó el papel membretado que iba a recoger en el piso de abajo?

Movió la cabeza negativamente.

- Pensé que primero vería si había algunos... ah...

- ¿Clientes? Sí, vinieron dos. Pero no aguardaron. Regresarán dentro de quince o veinte minutos.

Las cejas de Peter Kidd se levantaron por encima de los arillos de sus anteojos.

- ¿Dos? ¿Ya?

- Sí. Uno era un hombrecillo rechoncho.

- ¿Y el otro? - inquirió Peter.

- Un gran perro peludo - contestó la rubia -. Tengo el nombre de él. Se llama Tuno. El hombre lo llamó así. Trató de besarme.

- ¿Eh? - dijo Peter Kidd.

- El perro, no el hombre. El hombre dijo: «Abajo, Tuno», por eso sé el nombre. El del perro, no el del hombre.

La miró reprobatoriamente. Informó:

- Regresaré en cinco minutos - y bajó por la escalera al piso de abajo.

La puerta de la Impresora Henderson estaba abierta; entró y se detuvo sorprendido a la entrada. El hombrecillo rechoncho y el perro de lanas se encontraban parados ante el mostrador. El hombre estaba hablando con el señor Henderson, el propietario.

-...muy bien - continuó diciendo -. Las recogeré el miércoles por la tarde, entonces. ¿Y el precio es de dos cincuenta? - sacó una cartera de su bolsillo y la abrió. Parecía haber allí alrededor de una docena de billetes. Puso uno sobre el mostrador -. Creo que no tengo nada más pequeño que un billete de a diez.

- Está muy bien, señor Asbury - replicó Henderson, tomando el cambio de la registradora -. Sus tarjetas estarán listas.

Mientras tanto, Peter caminó hasta el mostrador, a distancia segura del perro peludo. Una empleada del señor Henderson se aproximó a él desde el lado opuesto de la barrera. La empleada sonrió y dijo:

- Su orden está lista. Se la traeré.

La empleada fue a la trastienda y Peter se deslizó a lo largo del mostrador y leyó el formulario de orden de trabajo que estaba allí, de cabeza: Robert Asbury, calle Kenmore 633. El número telefónico era Beacon 3-3434. Esta vez sin notar la presencia de Peter, el perro y el hombre salieron.

- Hola, señor Kidd - saludó Henderson -. ¿Está atendiéndolo la muchacha?

Peter movió la cabeza afirmativamente y la muchacha regresó de la trastienda con su paquete. Tenía pegado afuera una muestra del papel membretado. Lo miró y observó:

- Buen trabajo. Gracias.

De regreso en el quinto piso, Peter halló al hombrecillo rechoncho sentado en la oficina de espera, sujetando todavía la traílla del perro de lanas.

- Señor Kidd, éste es el señor Smith, el caballero que desea verlo. Y Tuno.

El perro peludo corrió hasta el extremo de su traílla y Peter le palmeó la cabeza y le permitió que le lamiera la mano.

- Encantado de conocerlo, señor... ah... ¿Smith? - dijo.

- Aloysius Smith - replicó el hombrecillo -. Tengo un caso que me gustaría que manejara usted.

- Entonces, pase por favor a mi oficina privada, señor Smith. A..., ¿no tiene inconveniente en que mi secretaria tome nota de nuestra conversación?

- Absolutamente - contestó el señor Smith, trotando al final de la traílla detrás del perro, quien a su vez iba siguiendo a Peter Kidd a la oficina privada. Todos ocuparon sillas, excepto el perro de lanas. El animal trató de trepar al escritorio, pero fue disuadido de hacerlo.

- Entiendo - dijo el señor Smith -, que los detectives privados siempre piden un adelanto de sus honorarios. Yo... - sacó la cartera de su bolsillo y empezó a extraer de ella billetes de diez dólares y a ponerlos sobre el escritorio -. Yo... espero que cien dólares sean suficientes.

- Ampliamente - replicó Peter Kidd -. ¿Qué desea que haga?

- No lo sé con exactitud. Pero estoy atemorizado. Alguien ha tratado de asesinarme... dos veces. Quiero que halle al propietario de este perro. No puedo limitarme a soltarlo, porque ahora me sigue. Supongo que podría... ah... llevarlo al depósito de perros extraviados o algo así, pero quizá esa gente seguiría tratando de asesinarme. Y de cualquier modo, tengo curiosidad.

- Yo también. ¿Puede explicarse en forma un poco más sucinta?

- ¿Eh?

- Sucinta - repitió Peter Kidd con paciencia -, es un vocablo que proviene de la palabra latina succintus, que es el participio pasado de succingere, cuyo significado literal es ceñir... pero en este sentido...

- Sabía que lo había visto antes - lo interrumpió el hombre rechoncho -. Usted es el tipo circumabulado. No lo vi bien entonces, pero...

- Circunambulado - rectificó Peter Kidd.

La rubia dejó de hacer ganchitos con su lápiz y miró de uno a otro de ellos.

- ¿Cuál fue esa palabra? - preguntó.

- Olvídelo, señorita Latham. Se la explicaré después. Ah... señor Smith, supongo que se ha referido al perro que trae ahora. ¿Cuándo lo adquirió... y cómo?

- Ayer por la tarde. Lo encontré en la Calle Vine, cerca de la Octava. Parecía y actuaba como un perro perdido y hambriento. Lo llevé a casa conmigo. O más bien, me siguió a casa, después que le hablé. No encontré la nota atada a su collar hasta que le di de comer.

- ¿Trae usted esa nota?

El señor Smith hizo una mueca.

- La arrojé a la estufa, infortunadamente. Me pareció tonta, pero temí que mi esposa la hallara y pensara algo ridículo. Usted sabe cómo son algunas mujeres. Eran unas cuantas palabras y las recuerdo todas. Era... uh... algo tonto, pero...

- ¿Qué palabras eran?

El hombrecillo se aclaró la garganta.

- Decía así:

«Soy el perro de un hombre asesinado.

Escape a este destino, señor, si puede».

- Alexander Pope - dijo Peter Kidd.

- ¿Eh? Oh, se refiere a Pope, el poeta. ¿Quiere decir que es algo de él?

- Es una parodia de una copla que escribió Alexander Pope hace alrededor de doscientos años, para ser grabada en el collar del perro favorito del rey. Ah... si recuerdo bien, era:

Soy el perro del Rey de Kew.

Dígame, le suplico, ¿Perro de quién es usted?

El hombrecillo movió la cabeza afirmativamente.

- Nunca la había oído, pero... Sí, podría ser una parodia. El original es ingenioso: «¿Perro de quién es usted?» - rió y luego recuperó de pronto la sobriedad -. Yo también pensaba que era gracioso, pero anoche...

- ¿Sí?

- Alguien trató de asesinarme, dos veces. Cuando menos, así me parece. Iba caminando hacia el centro de la ciudad. Había dejado el perro en casa, incidentalmente y cuando atravesaba la calle, a pocas cuadras del edificio donde vivo, un automóvil trató de atropellarme.

- ¿Está seguro de que no fue algo accidental?

- Bueno, el carro en realidad se desvió de su camino para arrollarme, cuando estaba a un paso de la banqueta. Pude saltar de regreso a la acera a tiempo, por una fracción de segundo y los neumáticos del auto rozaron la guarnición en el lugar donde estuve parado. No había mucho tráfico, ni razón para que el automóvil se desviara, excepto...

- ¿Podría identificar el carro? ¿Vio el número de la placa?

- Me encontraba demasiado sobresaltado. Iba demasiado rápido. Para cuando lo miré, estaba a casi una cuadra. Todo lo que sé es que era un sedán, azul oscuro o negro. Ni siquiera sé cuántas personas iban en él, si era más de una. Por supuesto, pudo haber sido nada más un automovilista borracho. Así lo pensé, hasta que, en mi camino a casa, alguien disparó contra mí.

»Pasé caminando por la boca de un callejón oscuro. Oí un ruido y me volví a tiempo de ver el fogonazo del arma, alrededor de veinte o treinta metros en el interior del callejón. No sé a qué distancia pasó la bala de mí... pero erró. Corrí el resto del camino hasta llegar a casa.

- ¿No pudo haber sido el escape de un auto?

- No, absolutamente. El fogonazo fue a la altura del hombro, por una parte. Además... no, estoy seguro de que fue un disparo.

- ¿No se habían hecho atentados contra su vida antes? ¿No tiene enemigos?

- No a ambas preguntas, señor Kidd.

- ¿Y qué quiere que haga?

- Encuentre de dónde vino el perro y devuélvalo. Y... ah... mientras tanto, encárguese del animal. Y descubra qué es todo eso que sucede.

Peter Kidd movió la cabeza afirmativamente.

- Muy bien, señor Smith. ¿Dio a mi secretaria su dirección y su número telefónico?

- Mi dirección sí. Pero, por favor, no me visite ni me escriba. No quiero que mi esposa sepa nada de esto. Usted sabe, ella es muy nerviosa. Mejor vendré, después de unos días, para ver su informe. Si encuentra imposible cuidar el perro, puede dejarlo con algún veterinario por algún tiempo.

Después que el hombrecillo rechoncho salió, la rubia preguntó:

- ¿Debo transcribir inmediatamente las notas que tomé?

Peter chasqueó los dedos para llamar al perro peludo.

- Olvídelo, señorita Latham. No las necesitaremos.

- ¿No va a trabajar en el caso?

- Ya trabajé en el caso - replicó Peter -. Está resuelto.

La rubia abrió los ojos grandes como platillos.

- ¿Quiere decir...?

- Exactamente - la interrumpió Peter. Rascó las orejas del perro y al animal pareció gustarle -. El nombre verdadero de nuestro cliente es Robert Asbury, de la Calle Kenmore 633, teléfono Beacon tres-tres-cuatro-tres-cuatro. Es actor de profesión y está sin trabajo. No halló el perro; le fue dado por un tal Sidney Wheeler, quien lo compró con ese propósito, sin duda... y quien también le proporcionó los cien dólares de mis honorarios. No hay ningún problema de asesinato.

Peter trató de parecer modesto, pero sólo pudo parecer atildado. Después de todo, había resuelto su primer caso, tal como era, sin salir de su oficina.

Y tenía razón en todo, excepto en una cosa:

Los asesinatos del perro peludo apenas empezaban.

El hombrecillo con la nariz bulbosa regresó a casa... no a la dirección que dio a Peter Kidd, sino a la que había dado al impresor para que la pusiera en las tarjetas que imprimió.

Su nombre era Robert Asbury, por supuesto y no Aloysius Smith. Es decir, para todo propósito práctico, se llamaba Robert Asbury. Había sido registrado como Herman Gilg. Pero lo cambió en bien de la eufonía, la primera vez que pisó la escena; el número 633 de la Calle Kenmore era una pensión de actores.

Robert Asbury entró silbando. Halló en el pequeño montón de correspondencia, sobre la mesita del corredor, dos cuentas y una revista especializada, dirigidas a él. Metió las cuentas en su bolsillo, sin abrir los sobres y estaba mirando los anuncios de ofertas de trabajo en la revista de teatro, cuando se abrió la puerta de atrás del corredor.

El señor Asbury cerró la revista apresuradamente y mostró su sonrisa más cautivadora.

- Ah, señora Drake - exclamó.

Era una mujer de cara áspera, pero no tenía el ceño fruncido. Debía estar de buen humor. Magnífico. Los cinco dólares que podía darle a cuenta arreglarían su situación. Lo sacó de su cartera con ademán airoso.

- Permítame - dijo - hacer un pequeño pago por el alojamiento y la comida de la semana pasada, señora Drake. Dentro de pocos días...

- Sí, sí - lo interrumpió ella -. La misma vieja historia de siempre, señor Asbury, pero esta vez será verdad, aun cuando no lo sepa usted todavía. Un caballero está aquí y dice que vino a verlo respecto a un papel.

- ¿Aquí? ¿Quiere decir que está esperando en la...?

- No, yo estaba arreglando la sala y la tenía en desorden. Le dije que lo podía esperar en su cuarto.

Asbury se inclinó.

- Gracias, señora Drake.

Logró caminar, no correr, hasta la escalera y empezar a subir con dignidad. Pero, ¿quién diablos lo visitaría en relación con un papel? Había docenas de productores, cualquiera de los cuales lo podría llamar por teléfono, pero no podía ser un productor quien lo visitara personalmente. Era más probable que fuese un amigo que hubiera ido a informarle dónde había un papel donde podría hacer un intento.

Aun eso, sería una oportunidad. Sintió en los huesos que haber tenido todo ese dinero en su cartera esa mañana, significó suerte. ¡Ciento diez dólares! Cierto, únicamente diez de ellos eran suyos y. ¡Dios, cómo le dolió entregar esos cien! Pero los diez significaron cinco para su casera, dos y medio para las tarjetas que necesitaba con urgencia (no puede uno enviar su tarjeta a los productores y agentes, si no las tiene) y el resto para cigarrillos.

Fue un trabajo gracioso. Hasta dónde llegan algunas personas, por hacer una broma. Pero nada más era una broma y no algo torcido, pues se suponía que Sidney Wheeler era un tipo honrado y después de todo, era dueño de ese edificio de oficinas y de otros dos más. Quizá cien dólares eran como diez centavos para él. Tal vez desearía que continuara la broma, que hiciera otra visita a la oficina de Kidd. Serían otros diez dólares fáciles.

Ese Peter Kidd era un tipo gracioso. No parecía un detective; parecía más bien un profesor. Pero un buen detective debía ser en parte un actor y no parecer un sabueso. Y Kidd sabía hablar como profesor, sí. Circum... am... Circunambular y... ah... sucinto. «Quizá sería mejor que me circunambule sucintamente». ¡Tonterías! ¡Y eso de «del latín»!

La puerta de su cuarto estaba entreabierta unos centímetros y el señor Asbury la abrió y entró. Después, trató de detenerse y retroceder.

Un hombre se hallaba sentado en un sillón, vuelto hacia la entrada y a menos de un metro... la puerta, al abrirse, sólo alcanzó a pasar de las rodillas del hombre. El señor Asbury no lo conocía, ni quería conocerlo. Le desagradó la cara del tipo a primera vista y le disgustó aún más el hecho de que el individuo tuviera en la mano una pistola con un largo silenciador en el cañón. Estaba apuntada hacia el tercer botón del chaleco del señor Asbury.

El señor Asbury trató de detenerse en forma demasiado abrupta. Trastabilló, lo cual, en aquellas circunstancias, fue particularmente infortunado. Extendió las manos al frente, para protegerse. Al hombre sentado en el sillón, debió parecerle que el señor Asbury lo atacaba, tratando de quitarle la pistola.

El hombre tiró del gatillo.

- «Soy el perro de un hombre asesinado» - dijo la rubia -. «Escape a este destino, señor, si puede» - levantó la mirada de su libreta de taquigrafía -. No comprendo.

Peter Kidd sonrió y miró al perro de lanas, que estaba dormido en el confortable calor de un parche de luz de sol, bajo la ventana..

- Es nada más una broma - explicó Peter -. Tenía la corazonada de que Sid Wheeler trataría de hacer algo así, los cien dólares son los que me hacen sentirme seguro. Es la cantidad que piensa que me debe.

- ¿Piensa que se los debe?

- Sid Wheeler y yo asistimos juntos al colegio. Desde entonces, él estaba lleno de ideas para ganar dinero. Hizo un proyecto para imprimir programas especiales de recuerdos para actividades intramuros y vender publicidad en ellos. Me convenció de que invirtiera cien dólares, con el acuerdo tácito de que compartiríamos las ganancias. Su idea no funcionó y el dinero se perdió.

»Sin embargo, insistió en que se hallaba en deuda conmigo y después que empezó a tener éxito en los bienes raíces, trató de hacerme aceptarlo. Me negué a hacerlo, por supuesto. Yo había invertido el dinero y hubiese compartido las utilidades, si las hubiera habido. Fue mi pérdida, no la suya.

- ¿Y usted cree que él contrató a este señor Smith... o Asbury...?

- Por supuesto. ¿No ve que toda la historia es tonta? ¿Por qué había de poner alguien una nota así en el collar de un perro, tratando después de matar al que encontrara al animal?

- Un maniático podría hacerlo, ¿no es cierto?

- No. Un maniático homicida no es tan tortuoso. Nada más mata. Además, es obvio que el relato del señor Asbury es falso. Por una parte, el hecho de que dio un nombre falso, es una prueba bastante buena, en sí misma. Por otra parte, puso los cien dólares sobre el escritorio, aun antes de explicar lo que deseaba. Si hubieran sido suyos, no habría estado tan ansioso de separarse de ellos. Me hubiera preguntado cuánto dinero necesitaba que me adelantara.

»Únicamente estoy sorprendido de que Sid no haya pensado algo más plausible. Me subestimó. Entre todo lo que podía haber hecho... un perro de lanas perdido.

- ¿Por qué no había de ser un perro de la...? - inquirió la rubia -. Oh, creo que comprendo. Hay una historia de un perro peludo, ¿no es cierto? ¿O algo así?

Peter Kidd afirmó con movimientos de cabeza.

- La historia del perro de lanas, el arquetipo de todos los chistes esotéricos, cuyo valor humorístico reside en lo absurdo puro. Un neoyorquino, que ha encontrado un gran perro lanudo blanco, lee en un periódico de Nueva York un anuncio en que se ofrecen quinientas libras esterlinas por el regreso del perro, dando una dirección en Londres. El neoyorquino compara las señas dadas en el anuncio con las del perro que ha encontrado e inmediatamente toma el siguiente barco hacia Inglaterra. Al llegar a Londres, va a la dirección dada y llama a la puerta. Un hombre responde al llamado. «Usted puso un anuncio, ofreciendo una recompensa por un perro perdido», dice el norteamericano: «un perro peludo». «Oh», replica con frialdad el inglés, «no tan endiabladamente peludo...» y cierra la puerta con violencia en la cara del norteamericano.

La rubia rió, y luego pareció pensativa.

- Oiga, ¿cómo supo el nombre verdadero del tipo?

Peter le relató el episodio del taller de impresión.

- Probablemente no intentaba ir al taller cuando salió de aquí, o no habría bajado en el elevador hasta la planta baja, en primer lugar. Sin duda vio el nombre de la impresora en la lista del vestíbulo, recordó que necesitaba tarjetas y volvió a subir en el ascensor. La rubia suspiró.

- Supongo que tiene razón. ¿Qué va a hacer al respecto?

Peter pareció pensativo.

- A devolver el dinero. Pero tal vez pueda pensar en una forma de devolverle la broma. Después de todo, si hubiera caído en ella, no habría sido gracioso.

El hombre que había asesinado a Robert Asbury un momento antes no pensó que fuera gracioso. Estaba atemorizado y molesto. Se encontraba ante el lavabo, en un rincón del cuartito miserable de Asbury, tratando de limpiar el frente de su saco con una toalla sucia. El hombrecillo había caído en sus brazos. Fue afortunado, en cierto modo, ya que no hizo ruido al caer al piso. En otro sentido, fue infortunado, pues la sangre manchó su saco. Es deplorable en cualquier situación, tener sangre en la ropa. Es deplorable especialmente, cuando uno ha cometido un crimen.

Arrojó la toalla al suelo, disgustado, y luego la levantó y empezó a limpiar sistemáticamente los grifos, el lavabo, el sillón y todo sobre lo cual podía haber dejado huellas dactilares.

Después de escuchar en silencio tras la puerta, se convenció de que no estaba nadie en el corredor. Salió, limpiando primero la perilla interior y luego la exterior y arrojando la toalla sucia al cuarto por la ventanita abierta de arriba de la puerta.

Se detuvo al principio de la escalera y miró nuevamente su saco. No se veía demasiado mal... parecía como si hubiera derramado una bebida en el frente de la prenda. Cuando menos, la toalla había borrado el color de la sangre.

Y la pistola, con otro cartucho útil en ella, estaba preparada por si era necesaria, metida en su cinturón, bajo el saco. La casera... bueno, si no lo veía salir, menos correría el peligro de que lo pudiera identificar. Nada más había hablado un momento con ella.

Bajó los escalones silenciosamente y salió del edificio sin ser oído. Caminó con rapidez, dando vuelta en varias esquinas y luego entró a una droguería que tenía una caseta telefónica. Marcó un número.

Reconoció la voz que contestó. Dijo:

- Es... yo. Vi al tipo. No lo tenía... Uh, no, no se lo pude preguntar. Yo... bueno, él no hablará con nadie respecto a eso, ¿comprendes?

Escuchó, frunciendo el ceño.

- No pude evitarlo - replicó -. Tuve que hacerlo. El... uh... bueno, tuve que hacerlo. Eso es todo... ¿Viste a Whee... al otro tipo? Sí, creo que es todo lo que podemos hacer, por ahora. A menos que descubramos qué sucedió con... eso... Sí, ahora no hay nada que perder. Lo veré ahora mismo.

Afuera de la droguería, el asesino miró su ropa otra vez. El sol estaba secando su saco y la mancha ya casi no se veía. Pensó que sería mejor no preocuparse por eso, hasta que terminara con ese negocio. Entonces se cambiaría de ropa y tiraría el traje.

Dejó escapar un suspiro innecesariamente profundo, como un hombre alentándose a hacer algo y luego empezó a caminar otra vez con rapidez. Entró a la oficina, en un edificio situado alrededor de diez cuadras.

- ¿El señor Wheeler? - preguntó la recepcionista -. Sí, está presente. ¿Quién debo decirle que lo busca?

- Él no sabe mi nombre. Pero deseo verlo para rentar una propiedad suya, una oficina.

La recepcionista movió la cabeza afirmativamente.

- Pase usted. Está hablando por teléfono, pero lo atenderá tan pronto como termine de hacerlo.

- Gracias, hermana - dijo el hombre con el saco manchado.

Fue hasta la puerta con el letrero Sidney Wheeler. Privado, entró por ella y la cerró tras él.

Tendido en el parche de luz de sol, bajo la ventana, el perro blanco de lanas dormía pacíficamente.

- Parece bien alimentado - comentó la rubia -. ¿Qué va a hacer con él?

- Supongo que regresarlo a Sid Wheeler - respondió Peter Kidd -. Y también los cien dólares.

Puso los billetes de banco dentro de un sobre y lo metió a su bolsillo. Tomó el teléfono y marcó el número de la oficina de Sidney Wheeler. Preguntó por Sid.

- ¿Sid?

- Él habla... Un momento...

Oyó un sonido, como el del receptor al ser puesto sobre el escritorio y esperó. Después de pocos minutos, Peter dijo:

- Hola.

Hizo otro intento dos minutos después y luego cortó la comunicación.

- ¿Qué sucede? - preguntó la rubia.

- Olvidó regresar al teléfono - Peter Kidd tamborileó en el escritorio con los dedos -. Tal vez así sea mejor - añadió pensativamente.

- ¿Por qué?

- Sería dejarlo escapar con demasiada facilidad, diciéndole nada más que descubrí la trampa. Debo dar vuelta a la mesa en alguna forma, por decirlo así.

- Hmmmm. Está bien, pero, ¿cómo?

- Por medio de algo relacionado con el perro. Tendré que investigar algo más de los antecedentes del animal.

La rubia miró al animal

- ¿Está seguro de que tiene antecedentes? Y en tal caso, ¿no sería mejor que llamara a un veterinario inmediatamente?

Kidd frunció el ceño.

- Debo saber si compró el perro en una tienda de animales, lo halló, lo recogió del depósito de canes sin dueño o cómo lo obtuvo. Entonces tendré algo para empezar.

- Pero, ¿cómo puede saberlo, sin...? Oh, va a ver al señor Asbury y a interrogarlo. ¿No es cierto?

- Si él lo sabe, sería el modo más fácil. Y probablemente lo sabe. Además, necesito su ayuda para devolver la broma. Él sabrá también si Sid proyecta una secuela a su primera visita.

Se levantó.

- Iré a verlo ahora mismo. Llevaré conmigo al perro. Puede necesitar... Necesita... Ah... un poco de aire fresco y de ejercicio le harán bien. Toma, Tuno, viejo.

Fijó la traílla en el collar del perro y se encaminó hacia la puerta. Se volvió.

- ¿Tomó nota de ese número de la Calle Kenmore? Era seiscientos y pico, pero he olvidado las dos últimas cifras.

La rubia movió la cabeza negativamente.

- Tomé notas de la entrevista, pero usted me dijo después que lo dejase. No anoté la dirección.

- No importa. La conseguiré con el impresor.

Henderson, el impresor, no estaba ocupado. Su ayudante se hallaba hablando con el capitán Burgoyne, de la policía, quien estaba ordenando boletos para el baile a beneficio de la policía. Henderson se aproximó a Peter Kidd, al otro extremo del mostrador. Miró al perro con el ceño fruncido por el asombro.

- Oiga - dijo -, ¿no vi a ese animal hace alrededor de una hora, con otra persona?

Kidd movió la cabeza afirmativamente.

- Con un hombre apellidado Asbury, quien le ordenó unas tarjetas. Quería preguntarle cuál es su dirección.

- Seguro, la buscaré. Pero, ¿qué sucede? ¿Perdió el perro y usted lo halló, o qué?

Kidd titubeó y recordó que Henderson conocía a Sid Wheeler. Le relató los detalles principales de la historia y el impresor sonrió apreciativamente.

- Y usted quiere que le salga el tiro por la culata - rió -. Bueno, si puedo ayudarlo, hágamelo saber. Espere un minuto y le daré la dirección de ese Asbury.

Hojeó el talonario de órdenes de trabajo.

- Kenmore seis treinta y tres.

Peter Kidd le dio las gracias y salió.

Varios postes telefónicos más adelante, llegó a la esquina de Sexta y Kenmore. Al momento en que dio vuelta a la esquina, supo que algo andaba mal. No hubo nada psíquico en eso... había una multitud reunida frente a un edificio de cantera, a media cuadra. Al pie de la escalera, un policía uniformado estaba conteniendo a la muchedumbre. Una ambulancia de la policía y otros carros se hallaban enfrente, junto a la guarnición de la banqueta.

Peter Kidd alargó el paso, hasta llegar a la orilla de la multitud. Para entonces, pudo ver que el edificio tenía el número 633. La camilla iba saliendo por la puerta. El cuerpo en la camilla... y el hecho de que la frazada cubriese la cara, mostraban que era un cadáver... de una persona baja y rechoncha.

El principio de un estremecimiento se produjo en la nuca de Peter. Pero era una coincidencia. Tenía que serlo, se dijo, aun cuando el hombre muerto fuera Robert Asbury.

Un hombre peripuesto, con cara de niño y fríos ojos azules, bajó corriendo los escalones y empezó a abrirse paso entre la muchedumbre. Kidd lo reconoció como Wesley Powell, del Tribune. Tomó el brazo de Powell y le preguntó:

- ¿Qué sucedió allí adentro?

Powell no se detuvo. Saludó:

- Hola, Kidd. Droguería..., ¡teléfono!

Se alejó apresuradamente, pero Peter se volvió y siguió al paso con él. Repitió su pregunta.

- Un tipo apellidado Asbury murió. Fue asesinado.

- ¿Quién lo hizo?

- No lo sé. Sin embargo, la policía tiene una descripción hecha por la casera. El tipo estaba esperándolo en su cuarto cuando llegó a casa, hace menos de una hora. Debió quemarlo y huyó con rapidez. La casera descubrió el cadáver. Oyó salir al otro y subió para interrogar a Asbury respecto a su trabajo... se suponía que el tipo fue a verlo respecto a un trabajo. Asbury era actor, Robert Asbury ¿Lo conoce?

- Hablé con él una vez - respondió Kidd -. ¿Hay algo respecto a un perro?

Powell caminó más rápidamente.

- ¿Qué quiere decir - demandó -, con eso de que si hay algo respecto a un perro?

- Eh..., ¿tenía Asbury un perro?

- Oh, no. En una casa de pensión no se puede tener un perro. No se dijo nada respecto a ningún animal. Maldita sea, ¿dónde hay una tienda, una taberna o algún lugar con un teléfono?

- Creo que recuerdo una taberna que está a la vuelta de la otra esquina - dijo Kidd.

- Bueno.

Powell se volvió antes de dar vuelta a la esquina, para ver si los carros policíacos estaban allí todavía y luego caminó aún más apresuradamente. Se lanzó a la taberna y Peter lo siguió.

- Dos cervezas - ordenó Powell y avanzó a toda prisa hacia el teléfono que estaba en la pared.

Peter Kidd escuchó atentamente, mientras el periodista hacía el relato al redactor de guardia. No supo nada de importancia. El nombre de la casera era Belle Drake. El lugar era una pensión para artistas. Asbury había estado «en libertad» por varios meses.

Powell regresó hasta el mostrador.

- ¿Qué preguntó respecto a un perro? - inquirió.

No miró a Peter; miró hacia la calle, por encima de las cortinas bajas de las ventanas de la taberna.

- ¿Perro? - repitió Kidd -. Oh, Asbury llevaba un perro cuando lo conocí. Me preguntaba si todavía lo tendría.

- ¿Ese tipo que esta al otro lado de la calle... lo sigue a usted o a mí? - preguntó.

Peter miró hacia la calle por la ventana. Un hombre alto y delgado se hallaba ante un zaguán. No parecía estar vigilando la taberna.

- No lo conozco - respondió Kidd -. ¿Por qué piensa que está siguiendo a alguno de nosotros?

- Estaba parado en un zaguán, al otro lado de la calle de la casa donde fue el asesinato. Lo noté cuando salí. Ahora está allí enfrente, en un zaguán. Tal vez únicamente anda viendo la ciudad. ¿Dónde consiguió al perro?

Peter bajó la mirada al perro peludo.

- Un hombre me lo dio - explicó -. Tuno, éste es el señor Powell. Powell, éste es Tuno.

- No lo creo - dijo Powell -. Ya no llaman Tuno a ningún perro.

- Lo sé - convino Kidd solemnemente -, pero el hombre que lo bautizó así no lo sabía. ¿Qué hay respecto al tipo que está al otro lado de la calle?

- Lo investigaremos. Saldremos y nos encaminaremos en direcciones opuestas. Yo iré hacia el centro de la ciudad y usted hacia el río. Veremos a cuál de los dos sigue.

Cuando salieron, Peter Kidd no se volvió durante dos cuadras. Después se detuvo, ahuecando las manos para encender un cigarrillo y volviéndose a medias, como para protegerse del viento.

El hombre no estaba al otro lado de la calle. Peter se volvió un poco más y vio por qué no se hallaba al otro lado de la calle el hombre alto. Estaba directamente atrás de él, a sólo una docena de pasos. No se había detenido cuando lo hizo Kidd. Seguía avanzando.

Mientras el cerillo quemaba sus dedos, Peter recordó que las dos cuadras anteriores se encontraban entre almacenes. No había tráfico, de peatones ni de ninguna otra clase. Vio que el hombre desabotonaba su saco... que tenía una mancha en un lado. Sacó una pistola que llevaba en el cinto.

La pistola tenía puesto un largo silenciador y ésa era obviamente la razón por la cual la llevaba así y no en una funda o en un bolsillo. La pistola ya se hallaba semisalida del cinto.

Kidd hizo lo único que se le ocurrió. Soltó la traílla y ordenó:

- ¡Muérdelo, Tuno!

El perro peludo corrió y saltó en el momento en que el hombre tiraba del gatillo. La detonación fue apagada, pero el disparo salió desviado. Para entonces, Peter estaba preparado y saltó detrás del perro. Una pistola con silenciador únicamente dispara un tiro. Entre él y el perro, podrían...

Sólo que no fue así. El perro lanudo había saltado, sí, pero ahora trataba de lamer la cara del hombre alto. El tipo, con el valor agotado después de disparar la única bala de su pistola, empujó al perro y se dio vuelta. Peter cayó sobre el animal.

Eso fue todo. Para cuando Kidd se desembarazó del perro y de la traílla, el hombre alto no se encontraba a la vista.

Peter Kidd se levantó. El perro estaba corriendo en círculos en torno a él, ladrando alegremente. Quería seguir jugando. Peter recuperó el extremo de la traílla y habló con amargura. El perro peludo movió la cola. Caminaron siete cuadras, antes que Kidd pensara que no sabía a dónde iba. Y tampoco sabía dónde había estado, pensó. Era una cosa tan sencilla, hasta que salió de su oficina.

Nada más que si el perro lanudo no pertenecía entonces a un hombre asesinado, ahora sí. Y excepto porque el disparo fue desviado, su custodio actual, un tal Peter Kidd, estaría en situación de preguntar al señor Aloysius Smith-Robert Asbury, de qué se trataba todo eso.

Era tan sencillo, como una broma. Trató por un momento de pensar eso... Pero no, era una tontería. El departamento de policía no aceptaba bromas. Asbury había sido asesinado en realidad.

Soy el perro de un hombre asesinado... Escape a este destino, señor, si puede...

¿En realidad encontró Asbury esa nota y luego fue asesinado? ¿El hombre de la pistola con silenciador siguió a Kidd porque reconoció el perro? ¿Era tal vez un loco que intentaba asesinar a todos los poseedores sucesivos del animal?

¿Fue cierta toda la historia de Asbury... excepto por el nombre falso que dio y le dijo un nombre y una dirección falsos, nada más porque estaba asustado?

Pero, ¿cómo...? Pregunta a Sid Wheeler. Si Wheeler originó la broma y contrató a Asbury, entonces el asesinato fue una coincidencia... una coincidencia endiablada.

Sí, iban hacia la oficina de Sid. Ahora lo sabía, pero habían estado caminando en otra dirección. Se volvió y regresó, alargando gradualmente el paso. Una cuadra más adelante, pensó que sería más rápido llamar por teléfono. Cuando menos, para estar seguro de que Sid estaba en su oficina y no había salido a cobrar rentas o a alguna otra cosa.

Entró en la siguiente droguería.

- El señor Wheeler no está aquí - contestó una voz femenina -. Fue llevado al hospital hace una hora. Habla su secretaria. Si hay algo que pueda...

- ¿Qué sucede a Sid? - demandó. Titubeó levemente, antes de agregar -: Habla Peter Kidd, señorita Ames. Usted me conoce. ¿Qué sucedió?

- Él... esta herido. Los policías acaban de marcharse. Me ordenaron que no dijera nada, pero usted es detective y es amigo de él, así que creo que está b...

- ¿Está mal herido?

- Dicen... dijeron que recobraría la salud, señor Kidd. La bala atravesó su pecho, pero por un costado y no tocó su corazón. Está en el Hospital Bethesda. Allí podrá investigar más de lo que pueda decirle yo. Nada más que todavía está inconsciente... no podrá verlo aún.

- ¿Cómo sucedió eso, señorita Ames?

- Un hombre a quien nunca había visto antes, solicitó tratar con el señor Wheeler un negocio. Lo hice entrar a la oficina privada. El señor Wheeler estaba hablando por teléfono con alguien que llamó en ese momento. ¿Qué dijo, señor Kidd?

Peter Kidd no lo repitió. Dijo:

- Olvídelo. Continúe.

- Estuvo allí nada más unos segundos y después salió rápidamente. No pude comprender por qué había cambiado de idea con tanta rapidez y después que salió, miré al interior de la oficina privada y... Bueno, pensé que el señor Wheeler estaba muerto. Creo que el hombre también lo pensó así, es decir, si intentaba matar al señor Wheeler, no pudo haberse rendido tan fácilmente y..., ¿eh?

- ¿Usó una pistola con silenciador?

- La policía dijo que debió ser así, cuando declaré que no oí el disparo.

- ¿Cómo era el hombre?

- Alto y delgado, con cara angulosa. Tenía puesto un traje claro. El frente del saco estaba ligeramente manchado.

- Señorita Ames - preguntó Peter Kidd -, ¿compró o halló un perro Sid Wheeler hace poco?

- Oh, sí, esta mañana. Un perro grande, blanco y lanudo. Llegó a las ocho y llevaba el animal con una traílla. Dijo que lo había comprado. Que era para jugarle una broma a alguien.

- ¿Qué sucedió después... respecto al perro?

- Lo entregó a un hombre que tenía una cita con él a las ocho y media. Un hombrecillo gordo, de aspecto chistoso. El hombre no dijo su nombre. Pero debía estar al tanto de la broma, cualquiera que fuese, pues cuando el señor Wheeler lo acompañó hasta la puerta; ambos iban riendo.

- ¿Sabe dónde compró al perro? ¿Sabe algo más de él?

- No, señor Kidd. Nada más dijo que lo había comprado. Y que era para una broma.

Peter Kidd cortó la comunicación, desorientado.

Sid Wheeler, herido.

El perro peludo estaba parado sobre sus patas posteriores, afuera de la cabina telefónica, arañando el cristal. Kidd lo miró fijamente. Sid Wheeler compró el animal. Sid Wheeler fue herido, en un atentado contra su vida. Sid dio el perro al actor, Asbury. Asbury fue asesinado. Asbury le entregó el animal a él, Peter Kidd. Y hacía menos de media hora, había ocurrido un atentado contra su vida.

El perro de un hombre asesinado.

Bueno, ahora debía informar a la policía. Sid podía haber iniciado todo como una broma, pero se salió una rueda en alguna parte, repentinamente.

Llamaría a la policía desde allí, en ese mismo instante. Introdujo una moneda en la ranura y luego, siguiendo un impulso repentino, marcó su propio número, en lugar del de la policía. Cuando contestó la rubia, empezó a hablar rápidamente:

- Habla Peter Kidd, señorita Latham. Quiero que cierre la oficina ahora mismo y que vuelva a casa. Hágalo en este momento, pero asegúrese de que no la siguen, antes de llegar a su casa. Si alguien parece estarla siguiendo, acuda a la policía. Mientras tanto, permanezca en calles transitadas. Cuídese en particular de un hombre alto y delgado, que tiene una mancha en el frente del saco. ¿Entiende?

- Sí, pero... pero la policía está aquí, señor Kidd. Aquí está ahora el teniente West, de homicidios. Llegó a la oficina preguntando por usted. ¿Todavía quiere que...?

Kidd dejó escapar un suspiro de alivio.

- No, entonces todo está bien. Dígale que espere. Estoy a pocas cuadras de ahí e iré ahora mismo. Introdujo otra moneda a la ranura y llamó al Hospital Bethesda. Sid Wheeler estaba en una condición seria, pero no crítica. Continuaba inconsciente y no podría recibir visitas durante veinticuatro horas, cuando menos.

Regresó caminando lentamente al Edificio Wheeler.

Empezaba a sentir los primeros brillos leves de una idea. Pero aún había muchas cosas que no tenían ningún sentido.

- El teniente West, señor Kidd - los presentó la rubia.

El gigante contestó con un movimiento de cabeza.

- Vengo a hacer una investigación respecto a un tal Robert Asbury, que fue asesinado esta mañana. ¿Lo conocía usted?

- No lo conocía antes de esta mañana - respondió Kidd -. Vino, al parecer, para ofrecerme un caso. Las circunstancias eran bastante raras.

- Encontramos su nombre y la dirección de esta oficina en un pedazo de papel que tenía en el bolsillo - explicó West -. No estaba escrito con letra de él. ¿Era letra de usted?

- Tal vez sea la letra de Sid Wheeler, teniente. Sid lo envió a mi oficina. Tengo motivos por creer que así fue. ¿Sabe que esta mañana intentaron asesinar a Wheeler?

- ¡Un diablo! Recibimos un informe de eso, pero no lo habíamos relacionado todavía con el asesinato de Asbury.

- Y hubo otro intento de asesinato - continuó Kidd -. Contra mí. Por eso llamé por teléfono. Quizá será mejor que le cuente toda la historia, desde el principio.

Los ojos del teniente se abrieron desmesuradamente mientras escuchaba. A veces, se volvía a mirar al perro.

- ¿Y dice - preguntó, después que Kidd terminó -, que tiene el dinero metido en su bolsillo, dentro de un sobre? ¿Puedo verlo?

Peter le entregó el sobre. West miró al interior del sobre y luego lo guardó en su bolsillo.

- Será mejor que lo lleve conmigo - dijo -. Le haré un recibo por él, si lo desea, pero necesita un testigo.

Miró a la rubia.

- Entréguelo a Wheeler - replicó Kidd -. A menos que... tal vez usted tenga la misma idea que yo. Debe tenerla, o no habría querido el dinero.

- ¿Qué idea es ésa?

- El perro puede no tener ninguna relación con esto - explicó Peter Kidd -. El perro estuvo ahora en manos de tres personas: Wheeler, Asbury y yo. Y se ha atentado contra la vida de cada uno de nosotros tres y me alegra decir que únicamente uno tuvo éxito. Pero el perro fue sólo el... ah... deus ex machina de una broma que no resultó, o que salió demasiado bien. Hay algo más involucrado... el dinero.

- ¿Qué quiere decir, señor Kidd?

- Que el dinero fue el motivo de los atentados, no el perro. El dinero estuvo en manos de Wheeler, de Asbury y en las mías, igual que el perro. El asesino ha estado tratando de recuperar los billetes de banco.

- ¿Recuperar? ¿Qué quiere decir? No comprendo a qué quiere llegar, señor Kidd.

- No porque son cien dólares. Más bien, porque no lo son.

- ¿Sugiere que son falsificados? Podemos comprobarlo con bastante facilidad, pero, ¿qué lo hace pensar así?

- El hecho de que no puedo pensar absolutamente en ningún otro motivo. Cuando menos, ninguno razonable. Pero supongamos que el dinero es falsificado. Eso explicaría, o podría explicar todo. Suponga que alguno de los arrendatarios de Sid es un falsificador.

West frunció el ceño.

- Muy bien, supongámoslo.

- Sid, pudo haber cobrado la renta esta mañana, en camino hacia su oficina. Así es como hace la mayor parte de sus cobros. Digamos que la renta es de cien dólares. Puede haber sido un poco más o menos... pero por error, por puro error, es pagado en dinero falsificado, en lugar de con billetes auténticos.

»Ningún falsificador, es obvio, se atrevería a hacer circular su propio producto en tal forma que pudiera ser rastreado directamente hasta él. Es... eh...

- Muy bien - lo interrumpió West -. Sé cómo trabajan.

- Pero ocurrió que Sid no depositó el dinero. Necesitaba cien dólares, para entregarlos a Asbury junto con el perro. Y...

Se interrumpió abruptamente y sus ojos se desorbitaron.

- ¡Dios - exclamó -, es obvio!

- ¿Qué es obvio? - gruñó West.

- Todo. Todo señala a Henderson.

- ¿Eh?

- Henderson, el impresor del piso de abajo. Es el único grabador e impresor que tiene Wheeler como arrendatario, en primer lugar. Y Asbury se detuvo a verlo esta mañana, cuando venía hacia acá. ¡Asbury le pagó unas tarjetas con un billete de diez dólares que recibió de Wheeler! Henderson vio los otros billetes de diez dólares en la cartera de Asbury, supo que Asbury tenía el dinero que había dado a Wheeler, en pago de la renta.

»Así que envió su pistolero, el hombre alto y delgado, a ver a Asbury. El pistolero lo mató y descubrió que no tenía el dinero... fue el dinero que me pagó.

»Así que fue y mató a Sid, o creyó hacerlo, para que el dinero no pueda ser rastreado hasta él, desde cualquier lugar donde lo haya gastado Asbury.

»Y después... - Peter Kidd sonrió torcidamente -. Me delaté al ir a la oficina de Henderson a preguntarle la dirección de Asbury y explicarle todo, informándole que yo tengo el dinero y sé que Asbury lo recibió de Wheeler. Hasta le dije a dónde iba... a casa de Asbury. Así que el pistolero me aguardó allí. Todo queda como un guan... Espere, tengo algo que prueba todo aún mejor. Esto...

Mientras hablaba, estaba inclinándose y abriendo el segundo cajón de su escritorio. Metió la mano a él y la sacó, llevando en ella una pistola policíaca de cañón corto.

- ¿Quiere levantar las manos, por favor? - dijo, casi sin cambiar el tono de la voz -. ¿Y quiere llamar a la policía, señorita Latham...?

- Pero, ¿cómo adivinó que no era realmente un detective? - demandó la rubia, después que partió la policía.

- No lo adiviné - replicó Peter Kidd -, hasta que estaba explicando las cosas a él y a mí mismo. Entonces pensé que la banda de falsificadores no abandonaría todo, nada más porque no lograron matarme la primera vez y... bueno, tuve razón. Si hubiera sido un detective auténtico, yo hubiese quedado como un tonto, pero si no lo era, me hubiera convertido en un cadáver y eso sería peor.

- Y yo también lo sería - dijo la rubia. Se estremeció levemente -. ¡Nos habría asesinado a los dos!

Peter Kidd movió la cabeza con gravedad.

- Creo que la policía descubrirá que Henderson es el impresor de la banda y el hombre alto y delgado es sólo un pistolero. Deduzco que el hombre que vino aquí es el verdadero entrepreneur.

- ¿El qué?

- El gerente del negocio. Del viejo francés entreprende, emprender, que viene del latín inter, más pren.

- Quiere decir, el potentado - lo interrumpió la rubia. Estaba abriendo un libro mayor nuevo -. Nuestro primer caso. Ingresos... cien dólares, en dinero falsificado. Egresos... entregados a la policía... cien dólares falsificados. Y... oh, sí, un perro peludo. ¿Lo anoto en el debe o el haber?

- En el debe - contestó Peter Kidd.

La rubia escribió y luego levantó la mirada.

- ¿Y cómo haré el balance? ¿Qué pondré en la columna del haber?

Peter Kidd miró al perro y sonrió.

- Nada más escriba: «¡No tan endiabladamente peludo!»
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Vie Ago 22, 2008 12:33 pm


El adobe

Mientras pedaleaba trataba de limpiarse las lágrimas que le entorpecían la visión. Ya iba saliendo el sol, lento como siempre, pero puntual. La bicicleta parecía temblar igual que su motor humano, y éste, casi sin aliento, masticaba las últimas hojas de coca que le quedaban. No podía dejar de pensar en su cholita, graciosa mujercita apenas salida de la adolescencia. La amó desde el primer día que la vio, o tal vez desde el primer día que ella se dignó a mirarlo. Lo cierto es que esa fiesta, cuando se la robó, fue la mejor de su vida, por fin se había animado a hablarle y ella no fue indiferente a sus trajines de conquista.

La carretera se le hizo visible: larga línea de asfalto que chocaba contra las brillantes hojas de zinc que coronaban las primeras casas de la ciudad. "Me falta poco", pensó, y tal vez la proximidad de su destino hizo que aumente un poco el impulso que daba a las ruedas con sus delgadas, pero fibrosas, piernas de labrador. Vio un grupo de pequeños, vestidos correctamente con el mandil blanco, caminando hacia su escuela. Sus hijos tendrían que hacer caminatas semejantes dentro de algunos años, el mayor tenía cuatro y las mellicitas tenían dos y medio. Qué feliz se puso cuando la Lucinda le dijo que estaba esperando. No dudó en gastar algunos pesos en una lata de alcohol y junto con su padre, su suegro, cuñados, padrinos y algunos amigos, emborracharse por su primogénito. Fue la primera noche que pasó sin la Lucinda, ella no se enojó, o por lo menos no tanto como habría de enojarse las veces siguientes. El bautizo fue una gran fiesta. La cosecha había sido buena y, aunque el dinero no abundaba, se podían dar el gusto de organizar un festejo mayor que el de sus sobrinos. Bebió tres días seguidos. Ella sólo uno. Tal vez por eso fue casi imposible dejar de caer en la tentación de revolcarse con la Matilde. Cuando la Lucinda se enteró le dio tal paliza que casi la mata. A él le llegaron un par de sopapos, pero obviamente, como macho no podía permitir eso, o sea que por cada sopapo recibido, él devolvió unas cuatro patadas y ocho puñetes. Una paliza suave, se podría decir.

Cuando ya se tiene la vista puesta al lugar donde se quiere llegar, es increíble como éste parece no acercarse nunca. Pedaleaba como si estuviera en competencia, pero sus ojos no lograban divisar más que el brillo del sol que emanaban las calaminas de la urbe. Estaba muy cansado, casi tanto como aquel año en que la cosecha fue mala. Tuvo que trabajar en lo que pudo para conseguir dinero. Fue la primera vez que fue a la ciudad de El Alto. Un amigo le dijo que allí se necesitaban albañiles, que había harto trabajo. El amigo no mintió, pero se olvido decirle que los sueldos eran miserables. Para ahorrar tuvo que dormir en las calles, comer sólo pan, beber sólo agua. Llegó a trabajar en dos construcciones a la vez. Cuando volvió a su pueblo, la Lucinda ya no creía en la Virgen, tres meses de hambre la habían obligado a comerse su fe. Él mismo no tardó en convencerse de las ventajas que traía consigo el cambiar de religión, sobre todo cuando le regalaron esos quintales de azúcar y harina. Pero no pudo desprenderse de una vieja costumbre: beber. Lo hacía a espaldas de los hermanos del culto, pero no podía ocultárselo a la Lucinda, que después de cada borrachera lo recriminaba, "Como si le hubiera gustado recibir palo", pensó. Cuando los hermanos empezaron a sospechar que los moretones que llevaba la Lucinda en el rostro no eran producto de accidentes caseros, él, hombre despierto, decidió dirigir su furia hacia otro lugar, menos visible obviamente, de la anatomía de su mujer. Asunto arreglado.

Entró en la ciudad, que empezaba a despertar, con las piernas entumecidas por el esfuerzo, pero al saberse cerca de su meta, trató de no desfallecer. Él nunca se había dado por vencido. Siempre fue bien hombre. En el cuartel le habían puesto de apodo "el adobe". "Por lo duro", decía él; "Por lo tara", decía el sargento. Pero su dureza se esfumó cuando vio a su Lucinda tendida en el piso, con el charco de sangre debajo su cabeza, como si fuera una almohada, algo que siempre quiso tener. Los ojitos del Marquitos la miraban sin pestañar, las mellicitas lloraban, chillaban y él, el adobe, se tiraba de los pelos gimiendo, balbuceando el nombre de su amada. No podía creer lo que veía, no quería creerlo. Ni siquiera buscó ayuda, simplemente agarró la bicicleta y se lanzó al camino, pedaleando con furia, con dolor. Sólo tomó conciencia de la irreparable pérdida cuando estaba en la carretera, rumbo a El Alto. "Cómo va estar muerta, cómo pues", pensaba, "Tengo que ir a la policía, a la PTJ, a denunciar".

El verde edificio policial recién empezaba a recibir a las primeras personas de las cientos que habrían de pasar por ahí el resto del día. No se preocupó por encadenar la bicicleta, la dejó tirada en la puerta. Corrió hacia el primer escritorio que vio ocupado por un oficial y entre sollozos le gritó: "La han matado a mi mujer, mi Lucinda está muerta". No fue fácil calmarlo, sobre todo porque seguía con los resabios de la borrachera. Sentado al fin, con un vaso de agua en las manos, esperó que viniera un oficial de mayor graduación para ser interrogado.

-Soy el teniente Tapia. ¿Cuál es tu nombre?
-¿Ja?
-¿Cómo te llamas?
-Marcos Callapa.
-A ver, contame que ha pasado.
-Se ha muerto la Lucinda.
-¿Quién es la Lucinda?
-Mi mujer es´ps.
-¿Cómo se ha muerto?
-La han matado, con palo le han dado en su cabeza.
-¿Y sabes quién ha sido?
-......................................
-¿Sabes o no sabes?
-......................................
-Carajo. ¿Ahora te ha comido la lengua el gato?
-¿Ja?
-¿Vas a hablar o no?
-.....................................
-¿QUIÉN LA HA MATADO?
-No me recuerdo bien... creo que yo hey sido.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Sab Ago 23, 2008 11:09 am


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Anoche me corté tus venas

Cuando llegaste, yo estaba ya muy borracho. ¿O fue que tú llegaste con la borrachera, no antes sino justo en aquel momento, cuando todo se me subió a la cabeza de golpe?

No sé qué cucarachas tomé, ni cuántas, ni qué fue lo que siguió al ron, o precedió al vodka, ni qué tenía el whisky, que no era agua, o por qué me encontré en la mano un chupito de licor -de naranja, eso sí lo recuerdo, porque me sentó dulzón- cuando yo había pedido un tequilazo, que hube de pedir luego para despegarme la lengua encachazada al cielo de la boca. Algo más que todo esto debí de beber después de tu llegada incluso, en un vano intento, tal vez, por espantarte de mi lado.

Sé que fui a mear, crucé a duras penas el denso gentío que se congregaba en la sala y descendí sin requerir pretenderlo, porque la inercia en la escalera, y las paredes, me canalizaban hasta el monigote masculino de la puerta del servicio, que abrí de un manotazo.

Mear es mi test de alcoholemia. Cuando me es imprescindible apuntalar la verticalidad de mi cuerpo apoyando la frente en la pared donde se instala el meódromo la cosa está clara: estoy borracho. Sé, sin embargo, que a punto estuve de pillarme con la cremallera de la bragueta el pellejo de la cuca, porque, aunque borracho, uno controla. Cuando me volví te vi en el espejo:

-Y tú qué haces aquí -te espeté, y dando otro manotazo a la puerta huí escaleras arriba.

Cambié de bar.

Y cuando conseguí instalarme en la barra, entre dos que no dejaban sitio, te vi detrás, frente a mí. Ya habías llegado, pero te ignoré. Encontré en la pared del fondo, a través de la gente que danzaba una música machacona, la foto de un tío cachas, y aunque intenté no mirarlo, más de una vez mis ojos regresaron a él. ¿O era a ti a quien traté de no mirar, en mi afán de ignorancia, aunque mis ojos me devolvieron tu posición una y otra vez, hasta que harto ya de tu presencia me enervé y casi tiré contra ti la jarra de cerveza de quien me flanqueaba, desesperado por la impertinencia de tu mirada?

-¡Deja de mirarme, joputacabrón! -grité.

Nadie se dio por aludido a mi alrededor.

-¿Qué era? -gritó el camarero.

Yo señalé la botella de anís que estaba justo enfrente, junto a la mano que apoyabas en la barra. Y te sonreí. Si te crees que voy a dejar de beber, ya puedes seguir mirando todo el rato...

También el anís me supo dulzón. Te eché la culpa de haber elegido tomar aquello y pedí otro tequilazo para despegar la lengua del cielo de la boca.

Creí que alguien me había tocado el hombro, así que me volví fajón: era Julia.

-He eztado buzcándote -me apresuré a abrazarla.

-¿Sí? -esbozó.

Entonces llegó un tipo alto. Me miró por encima de un hombro de Julia y se la llevó. Supongo que ella no se quedó conmigo porque estaba él. Eso. Porque estaba con él.

Empecé a bailar junto a Julia y tú no dejabas de vigilarme desde todos sitios. En estos bares hay tantos espejos que es imposible evitar ver a alguien cuya visión te incomoda. Miras para un sitio y un espejo te devuelve el contrario. Tu mirada me irritó hasta ponerme violento, y debí de incordiar mucho porque este ojo me lo puso así el nuevo maromo de Julia, de un guantazo. Y la magulladura del hombro me la hice, si no me equivoco, al salir. Fue contra un coche, pero no sé si tropecé o el portero me ayudó a tropezar después de pedirme la documentación para cursar la denuncia por disturbios. En estos bares de hoy -que ya no son, ni mucho menos, como los de antes- si te embroncas te apalean y denuncian, o viceversa, respectivamente.

Creí verte en el cristal del coche al golpearme, pero si me preguntan en aquel momento no hubiera sabido decir si estabas dentro o fuera del coche. Y debiste de seguirme. Sí lo hiciste, porque fuiste tú quien, cuando trataba de alejarme, peinando las fachadas de las casas con el hombro de la chaqueta, me iba preguntando una y otra vez:

-¿Adónde vas, pollaboba?

Sí, nunca mejor preguntado: pollaboba, más que nunca, nunca más que entonces.

-A otro bar -y traté de conservar el equilibrio ante el nuevo portero.

-Si te gastas el dinero en copas... -me gritaste al oído cuando ya había alcanzado la barra. Pero me tapé las orejas con los dedos y no escuché más que el final de la frase-: ¿me has oído?

Conseguí captar la atención de un camarero y ordené otra dosis. Pero cuando estaba bebiendo se me saltó una lentilla (no me preguntes cómo), que abandoné dentro del whisky tras infructuosos intentos por recuperarla. Así que de ahí en adelante no sólo borracho, sino tuerto. Te veía a medias, borroso.

-A ezto llamo yo buena zuerte: con las ganaz que tenía de perderte de vizta.

Al decir esto, riendo, te di una palmada en el hombro y tú te volviste, pero eras alguien muy alto que me intimidó, y tuve que disculparme:

-Perdona, creía que eras otra perzona -balbucí-. ¿Dónde se habrá metido ezte pendejo?

Y te busqué alrededor. Pero no estabas. Y te eché de menos, porque al fin y al cabo eras el único que me aguantaba el coñazo y la borrachera. Así que apuré el whisky y bajé a mear, y cuando estaba frente al urinario a punto de apuntalar mi cuerpo contra la pared, leí una frase que había allí donde iba clavar los cuernos: "NO BUSQUES EN LA PARED, EL CHISTE LO TIENES EN LA MANO, POLLABOBA", y me tuve que mirar la cuca y estrujarla. Luego apoyé la frente sobre la pintada y... meé. Éste será tu único oficio, querida, le dije mientras tanto.

Cuando me volví, con las manos en la bragueta, estabas allí. Me cabreé mucho, porque pensé que tú habías sido el gracioso, tanto que te gusta escribir en los urinarios, y porque la pintura estaba fresca y ahora se podía leer en mi frente parte de las palabras: "l. tien.. .n la m.no", creí leer en el espejo, al revés debió de ser, claro, ¿o no? Me sumí en un estúpido raciocinio: si la pintada estaba escrita en la pared de derecha a izquierda, como es natural, en mi frente debería estar impresa de izquierda a derecha, ¿no?, pero en el espejo aparecía de derecha a izquierda, y, con la borrachera y una lentilla menos, torcida y borrosa. Me precipité al lavamanos y me estregué la cara y la frente con agua, aunque no sé si hice esto para borrar la señal de rotulador o para aliviar el mareo que crecía en mi estómago.

Vomité, y vomité, y encontré la lentilla, con la que traté de cortarte mis venas. Pero no pude, por ser muy blanda, así que la enjuagué y devolví húmeda al ojo. Entonces te pude ver, de nuevo en el espejo que rompí de un morretazo, mis cuernos contra los tuyos.

Ambos conocemos el resto: me corté tus venas, o viceversa, con un trozo de espejo que reflejaba al tiempo el ojo donde habías dispuesto mi lentilla.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Dom Ago 24, 2008 5:15 pm


Hambre

Bajo corriendo las escaleras. Evito a la gente, la rodeo, tan torpes, tan estorbosos. Consulto con ansia el reloj del andén. Es muy tarde y los pobrecitos allá solos. Con tanta hambre. Entro al vagón. Qué pudo entretenerme así. No pensar en mis queridos aguardándome en casa.

Atisbando la ventana o el quicio de la puerta. Peleando entre ellos para tolerar la espera, y el hambre. Culpa del trabajo. A veces me toma tanto tiempo, cada vez más esfuerzo. La misma labor monótona. Por ejemplo hoy. ¿Qué hice hoy? Procuro recordar. Imposible. Seguramente hubo cartas, memorándums, correos. Lo mismo que ayer y anteayer. ¿Cómo es que no recuerdo un solo detalle? Debe ser el ron. Me gusta el ron y a ellos les divierte que lo beba. A mí las borracheras no me embotan, por el contrario, dan alas a mi lengua y puedo estar durante horas contando esas historias que ellos disfrutan. Viéndolos palmotear y agitarse de gusto comprendo que bien valdrá la pena la resaca del siguiente día. Los quiero tanto. Fui encontrándomelos uno a uno, por separado y en diferente lugar. Tan asustados, tan solos como yo misma. El primero se resistió un poco, lleno de pánico. Los otros me siguieron con más facilidad, tal vez porque ya sabía cómo abordarlos, cómo ganar su confianza. Les obsequié dulces, pan, huevos revueltos y leche tibia. Pero su hambre es tan grande, tan vieja. El desamparo es un pozo sin fondo, por eso los cuido, para llenarlos un poco.

Subo la escalera del edificio y evito a la gente, la rodeo. Dos hombres lo cargan en una camilla. Uno de ellos, el más viejo, explica algo al otro, un muchacho barroso y coloradizo. El hombre habla en voz muy alta, dándose su importancia, feliz de contar con el embelesado auditorio de vecinos. Nerviosa, apenas si escucho al tipo, voy rogando por que ellos estén entretenidos y no se asusten con toda esa gente en el pasillo. Por que no se les ocurra empezar a chillar. El conserje está allí y si los oyera nos echaría del edificio, a mí junto con ellos. El chico barroso balbucea algo sobre unas ratas y el otro, muy doctoral, que no, imposible que ratas o gatos, incluso perros, a menos que los perros tengan navajas muy largas por colmillos.

La gente no se dispersa y un grupo de policías obstruye el pasillo. Las puertas de los departamentos están abiertas. Todas las puertas. El conserje sopesa el gran manojo de llaves en sus manos. El infeliz, les dejó salir. Aunque no veo el interior de mi departamento sé que está vacío. Que no están. Ignoro si el alivio de que no los hayan descubierto es lo que me marea de pronto. Un vértigo infame que parece arrastrarme al fondo de la tierra. Tal vez el recuerdo del ron. O las pastillas que siempre tomo para dormir, para no soñar, aunque desde que ellos llegaron ya nunca sueño. Los policías siguen estorbando. Algo estorba también a los de la camilla, que dejan de avanzar. ¿Dónde estarán mis chiquitos? Tendré que salir a buscarlos, por las escaleras de incendios, hasta lo más oscuro de los patios o el estacionamiento, donde estarán muertos de frío y de hambre. Malditos policías, maldito conserje. Oigo retazos de pláticas, murmullos. Que si varios días. Que si el conserje lo descubrió. Los de la camilla discuten con un hombre. Reportero, dice. Chamarra barata y cutis de alcohólico irredento, seguro de algún periódico amarillo. Pide una sola foto. Y los camilleros que no. Una mujercita del segundo o tercer piso, no sé, alza la sábana con descaro a pesar de la protesta de los de la camilla. Los ojos de todos se alargan, ávidos. Y yo quiero negarme a ver, a ser como toda esa gente amontonada, bovina. Pero miro también. Observo la sábana alzarse, sucia, blanca, roja y amarillenta. El flash dispara una, dos veces. Y ante lo que veo vuelve el vértigo, vuelven las palabras oídas en pedazos: varios días, el olor, el conserje que llamó a la policía, un frasco vacío de pastillas, una botella vacía de ron, mutilaciones extensas. Cuando los flashes se apagan comprendo que, donde ellos estén, no tienen hambre. Que ahora ya saben qué comer y aquí vive tanta gente. El vértigo se vuelve una borrachera gozosa y con un resabio de desprecio veo alejarse al par de camilleros llevando en peso mi cadáver.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Lun Ago 25, 2008 7:34 pm


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Ruleta rusa

-Ya no lo haga- suplicó la motosa, la única que abrió la boca alrededor del hombre sentado. ¿Se atrevería él a dispararse de nuevo?

A su lado, la mesita en la que apoya el brazo cuando gatilla el revólver contra su sien. Ahora recuenta el dinero que pusimos en el platito. Hay seiscientos pesos. -Necesito mil- recaba el hombre sentado en su silla. Nadie de aquí piensa soltar un peso más y él ya se disparó dos veces. Parece que se dispone a hacerlo una tercera porque necesita mil pesos y le faltan aún cuatrocientos. Para que se decida debería aparecer un nuevo interesado. Pero no hay candidato visible al que reclutar por la calle.

Cuando sonó el primer balazo, me crucé corriendo desde el banco donde leía el periódico, a enterarme. Puse el billete arrugado de diez en el platito de lata, mientras el hombre abría el cargador y mostraba al público que adentro había una sola bala. ¿Cómo saber que no se trata de un truco, una trampa? bisbiseó el tipo de portafolios de mi costado. Entonces el hombre completó el tanque, hizo girar el tambor y accionó el percutor, al azar, apuntando al grueso poste de la luz. En la madera quedó un agujero en el que entra un dedo. Enseguida el hombre sentado retiró la cápsula servida y cuatro de las balas buenas, y se apuntó. -No se animará- bisbiseó el de portafolios. -Necesito mil pesos- explicó el tipo y cerró los ojos y gatilló. Con el click seco la mujer motosa perdió el equilibrio y la sujetaron. -Bueno, ya basta- casi gritó-, ya basta- abrochó en un susurro. -Viene la policía- anunció al unísono un muchacho de pantalones bermudas, apartándose. El hombre sentado abrió los ojos. Se calzó el sombrero bien hacia atrás. Acababa de consumar el primer intento. Recontó lo juntado. Había cuatrocientos ochenta pesos. No se levantó de su silla. Arregló los billetes y los sujetó con un pedazo de baldosa que alzó del suelo. Se sacudió el polvo de los zapatos negros, ajados.

Con el agente llegaron dos acompañantes, una pareja más o menos borracha. El agente armó el cuadro de situación, averiguó lo que necesitaba saber y agregó veinte pesos a la pila de dinero. Pero antes le preguntó formalmente al sujeto: -¿Usted está seguro de que sabe lo qué hace? -Estoy seguro- suspiró el hombre de la ruleta rusa, -si no fuera por esta necesidad no me hubiera metido en esto. -No seré yo quien detenga a alguien necesitado- concluyó el policía y peló los veinte del bolsillo. Los borrachos hurgaron y sacaron lo que encontraron en los suyos. -Desista de esto , váyase- acometió nuevamente la motosa casi arrodillándose. Pero ya el hombre se echaba más atrás el sombrero y cambiaba la bala en su arma negra. El proyectil dorado rodó a mis pies y me lo embuché en el pantalón. Desde detrás de la columna de mármol del parque aparecieron dos deportistas. Agregaron lo suyo a la pila de billetes. El hombre cerró los ojos, revólver en mano. Murmuró algo. -¿Qué dice? pregunté. -No se alcanza a escuchar- bisbiseó el de portafolios. Cuando el hombre acercó por segunda vez ese semejante aparato a la sien, la motosa se largó a rezar y lloró unas lagrimitas. El sujeto apretó el gatillo. El segundo click. Me sequé el chorro que me empapaba. A mi lado, el tipo de portafolios me imitó. El hombre sentado dejó que su sudor le corriera por la nuca y se metiera bajo el cuello blanco de la camisa. -Piense, si se muere ¿quién se beneficiará?- arremetió nuevamente la motosa. -Es una obligación que uno tiene. De morir, habrá alguien que se ocupe. -Usted es muy testarudo. -Ya deje de cargosear al hombre-, se adelantó el policía. -Está bien-, aceptó la motosa. Dio un par de pasos hacia atrás y pegó la media vuelta. Al minuto un auto estacionó frente al Banco. Bajaron tres señores de corbata. -Vengan- los urgió el de bermudas. Los señores se acomodaron las corbatas, cruzaron la calle y se arrimaron. -¿Qué está pasando aquí?- Entre disparo y disparo, el hombre de sombrero se quedaba inmóvil con el revólver al lado, en la mesita, y la caja de balas. Sus únicos movimientos se reducían a los momentos de recontar el dinero y armar la ruleta rusa. El resto del tiempo agachaba la cabeza hacia el suelo, y murmuraba. Enterados del asunto, dos señores levantaron el pedazo de mosaico y colocaron dinero. A simple vista se veía que se trataba de billetes gordos. Ahora, habría mil pesos y se terminaría el asunto. Pero el tercer señor, uno de corbata amarilla, meneó la cabeza. -Poné-, le indicó un compañero. El de la corbata amarilla volvió a mover la cabeza y se negó. -Un hombre que junta dinero disparándose de ese modo es un fracaso de hombre y yo no pienso apoyarlo- se despachó. -Retírese, entonces- reaccionaron varios de los nuestros. Pero el de la corbata amarilla no movió su trasero enfundado en su traje caro. ¿Y ahora? El hombre sentado se puso en movimiento. Estiró la mano. Ordenó un: "apártense" muy suave. Martilló hasta que la bala cargada se ubicó en su sitio y disparó contra el poste de luz, agregándole otro boquete. Sacó la usada y la dejó sobre la mesita. Alzó una bala nueva. Habría un tercer disparo en seco, se embucharía lo recaudado legítimamente y nos iríamos todos juntos, a emborracharnos y festejar la obtención de la plata. El grupo entero lo acompañará al sujeto a celebrar, eso lo aseguro. -Cada cual se gana la vida como puede- replica con rabia retrasada el tipo del portafolios, de lejos un desocupado, perseguidor de changas. El sujeto ya se arregla el sombrero y se acomoda en la silla. Abre el tanque, coloca la refulgente bala dorada. -Es una vieja Smith y Wesson- susurra uno de los últimos llegados. -Qué linda arma- acota otro de los nuevos. -Me gustaría saber su nombre- el muchacho de bermudas se dirige al que juega por necesidad. Pero él replica: -No, ya no puedo hacerlo-. El hombre, siempre en su silla, quiebra la mano sobre la mesita, -no, no podré intentarlo una tercera vez-. Agacha de tal modo la testa que el sombrero negro ocupa todo el espacio, como si no hubiera rostro debajo. Ni hombros. Ni cuerpo. Nos quedamos en suspenso un segundo. Luego el grupo se desgrana según rumbos que marca el azar. Nadie retira su dinero, ni siquiera los señores. La gente murmura que está bien, que suficiente. Se oyen algunos sorbidos profundos de aire. Alivio.

Me rezago. Quiero cruzar con el hombre hasta el bar de la vereda de enfrente, a celebrar. Le propongo: -¿Se une a nosotros?-. Alza el rostro, sacude algo que interpreto como un asentimiento, se mete el dinero en la camisa. -¡Eh!- en la puerta del café el muchacho de bermudas agita el brazo y su sonrisa: -Apúrense-. -Vamos-. Pero, a mis espaldas, el estampido y el fogonazo, sin una palabra previa. Sin el aviso de otro sonido que el metálico estruendo de la voladura. Un remolino de gente se abalanza entre chillidos y los "por qué lo hizo. Pero ¿por qué?". El sombrero negro del hombre cae a mis pies. Me arrodillo, lo recojo. Me lo calzo bien hacia atrás y cruzo lentamente hacia el bar esquivando a los curiosos.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Mié Ago 27, 2008 12:29 pm


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Su otro yo

El borracho vio entrar a ese hombre elegante y apuesto. Le miró ubicarse en la barra volviéndose hacia la variedad y no le pudo quitar la vista de encima. Apreció su fino traje azul-gris de cachemir, su corbata de legítima seda, su camisa de algodón y cuello duro, su fineza de ademanes, su semblante hermoso... Así debiera ser yo, se dijo. Cuando menos así me hubiera gustado ser...

Bebió un sorbo de brandy sin dejar de contemplar con impertinencia al galán, incluso, con placer morboso. Le escucharía pedir ron Havana Club 7 años. ¿Solo, en las rocas o con Coca-Cola?, preguntó el barman. Con agua mineral y refresco de cola, respondería él, pues si mezclo Havana Club con Coca-Cola me sabe a "revolución", bromeó dejando al descubierto una dentadura nacarada, pulcra y uniforme.

El beodo siguió apreciándolo detenidamente para advertir que inclinaba la cabeza con discreción al tiempo de elevar su copa brindando con una mujer rubia, desconocida y coqueta que también no le perdía detalle, igual que él, desde el momento en que se situó en la barra.

Entonces no se contuvo más y se puso de pie, trastabillando. Acarició la cacha de su revólver para enfilar con pasos torpes dominado por una sola idea: iba resuelto a matar a su imagen idealizada, para no tener pretextos de seguir siendo exactamente como hasta ahora había sido. Y es que ya no le quedaba tiempo para andarse con arrepentimientos ni para corregir errores de personalidad...
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Vie Ago 29, 2008 10:42 am


Navaja Tactica Rui

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Tu ordenas

Cuando abrí los ojos tuve que esperar un momento para tratar de ubicarme y saber a ciencia cierta dónde estaba. La noche había sido cruenta. Me encontraba en mi cama, pero ignoraba cómo había llegado hasta allí. La luz del día lastimó mis ojos, me imaginé un vampiro que rechaza la luz. Me volví a esconder bajo las sábanas, para nada tenía la intención de ponerme de pie. Todo el cuerpo me dolía, la cabeza parecía que me iba a estallar, mis ojos, según yo, abandonarían sus órbitas y la boca estaba llena de un espantoso engrudo que casi me provoca vómito. En esas estaba cuando el timbre del teléfono perforó mis oídos, lo dejé sonar por un rato, pero no tuve más remedio que contestar. Se trataba de mi secretaria que me urgía para que llegara a la oficina, porque ya se encontraban ahí las personas con quienes esperaba consolidar un buen negocio. De buena gana hubiera mandado todo al demonio, pero no era correcto, así que como pude me decidí a tomar un baño, esperaba que eso ayudaría a recuperarme. Cuando me vi en el espejo no me reconocí, estaba abotagado, mi cara estaba hinchada, la piel la sentía flácida y debajo de los ojos lucía unas espantosas bolsas que casi me llegaban a las mejillas. Tomé la maquinilla para afeitarme, me puse jabón en la cara y dejé correr la navaja sobre la piel, el dolor era intenso, pero no tenía otra solución, toda vez que mi máquina eléctrica estaba descompuesta. Cuando terminé de afeitarme, mi cara tenía un tono entre rojo y morado. Abrí la regadera y dejé que el agua corriera sobre mi cuerpo, eso mitigó un tanto mis dolencias.

Cuando salí del baño, volví a tomar el teléfono para comunicarle a mi secretaria que en escasos veinte minutos estaría con los señores que me esperaban. Me vestí a toda prisa y bajé a la cocina para beber una taza de café. Sentía la boca pegajosa y sabía que mi aliento no era nada agradable en esos momentos, así que revolví uno de los cajones de la alacena para ver si encontraba unas pastillas clorets que recordaba haber dejado por allí en alguna ocasión. Tuve suerte. Tomé dos de ellas y me las llevé a la boca, eso me dio un poco de confianza, ya que seguramente tendría que hablar un buen rato con las personas que me esperaban en la oficina. El dolor de cabeza tampoco me abandonaba, por lo que después de la taza de café, preparé un par de alka-seltzer en un vaso de agua. Dios mío, pensé, ayúdame. Ya que no recordaba cómo había llegado a mi casa, traté de localizar mi portafolios y las llaves del coche, por fortuna estaban en el lugar donde habitualmente los dejo. Así que llegué solo, me dije. Pero por más esfuerzo que hacía no lograba recordar qué había pasado después de cierta hora en el restaurante donde había comido con unos amigos. Vaya borrachera y qué suerte de haber llegado a mi casa sin contratiempo, pensé. Borracho, pero no tonto, como quizá intuí que no podría meter el automóvil a la cochera, lo dejé estacionado en la calle. No hay borracho que coma lumbre, decía mi abuela.

Llegué a la oficina, mi secretaria, previsora, ya me tenía una humeante taza de café sobre el escritorio, me la tomé rapidísimo y pedí otra, al mismo tiempo que ordenaba que pasaran las personas que ya esperaban en la antesala. Dada mi condición, dejé la oficina en penumbras, yo sí podía ver perfectamente bien a mis interlocutores, pero a ellos, dada la iluminación, se les dificultaba observarme con claridad. Además, preví mi colocación, para que mi aliento no los ofendiera y no descubrieran la causa de mi retraso. Despaché el asunto lo más rápido que pude, porque ansiaba tomarme un par de cervezas y un buen coctel de camarones. Una vez terminada la reunión, llamé a mi secretaria para darle algunas instrucciones y me escabullí por la puerta de servicio, pues no quería que se detectara mi ausencia.

Ni siquiera dejé que el chofer tomara el automóvil, yo mismo conduje hasta la coctelería. El tránsito era intenso, así que cuando llegué al negocio me sentía sudoroso y cansado, ni siquiera busqué una mesa, me fui directamente a la barra. Cuando el dueño de la coctelería me detectó ya ni preguntó que tomaría, de inmediato puso entre mis manos una cerveza bien fría, mientras él se acodaba frente a mí con su respectivo trago. -Qué hay compadre, cómo van los asuntos, por ahí me enteré que hay algunos que te quieren tender una camita ¿es cierto? dicen que te ven espolones para gallo y eso no los hace felices, que les puedes echar a perder algunos de sus negocios, por lo que te quieren eliminar de la jugada. -Mira, le contesté, quizás tú estés más enterado de esos chismes, pero la verdad me tienen sin cuidado, si el jefe decide que yo ocupe alguna posición distinta a la que tengo, pues no tendré más remedio que cumplir con las ordenes, aunque haya a quienes les disguste. Sé que no soy monedita de oro, pero ni modo, hermano, qué quieres que haga, le sirvo a un patrón igual que aquellos que no me quieren, pero no me quieren porque saben que si llego al puesto que piensan, se les va a acabar la mina. Está comprobado que son una bola de rateros, pero tú sabes como son estas cosas, por eso no les han hecho nada, posiblemente ni quieren que vayan a la cárcel, quizá sólo están a la espera de que haya alguien que sea capaz de pararlos, y si a mí me mandan, pues haré mi chamba, pésele a quien le pese.

-Mira mi hermano, me contestó, tú sabes que yo puedo meterme y arreglar el asunto a mi manera. Si tú quieres nada más te das una vuelta por acá y me señalas quién es el que debe pintar su calavera y hecho estará. Te tengo una especial estimación porque jamás se te ha subido el puesto a la cabeza y siempre me has distinguido con tu amistad. Las veces que he necesitado de ti ahí has estado, nunca has negado que somos amigos y ya ves la fama que me cargo, pero tú siempre te mantienes firme, solidario con tu amigo. Por eso me da rabia que te quieran perjudicar, esos cabrones son capaces de cualquier cosa para evitar que llegues a esa nueva posición. Yo sé que ni siquiera te interesa, pero si te mandan vas a tener que ir, así que esos tipos te pueden perjudicar en serio, si no a ti a tú familia y eso no sería justo; por eso te digo una vez más, a mí no me tiembla la mano, cuando se hace necesario despachar a alguien, y más por una causa como la tuya, no hay poder que me detenga. Ya sabes, las cosas las trabajo con sigilo, absoluta seguridad y máxima discreción. Si el asunto llegara a fallar por cualquier motivo, cierro la boca y aguanto el baño. Si hay que pasar unos años a la sombra, ni modo, por pendejo me lo habré ganado, pero nadie sabrá nada más.

Mientras me decía esto, no dejaba de limpiar el mostrador con una franela, pule que pule la superficie de formica, mientras mordía el puro que apagado se mantenía en su boca. Lo sentí tenso, pero convencido de lo que me decía. Hasta parecía indignado, los músculos del cuello se le marcaban notablemente y la mano que tenía libre parecía una garra, lista para atrapar a su presa. Ya llevaba la tercer cerveza y un par de cocteles de camarón, me sentía muy bien, el malestar ya había pasado, ahora lo único que tenía que hacer era ya no beber ninguna cerveza más, pues corría el peligro de empatar la borrachera de la noche anterior y eso no era ni conveniente ni sano. Así que decidí despedirme de mi amigo. Pedí la cuenta y eché mano a mi cartera. La mano libre de mi amigo saltó como impelida por un resorte y tomó la mía, la que sostenía la cartera. -No, me dijo, aquí no debes nada, y así como en esto no me debes nada, si decides algún día utilizar mis servicios para lo otro, tampoco me deberás nada. Tú ordenas y yo cumplo.

Cuando me soltó, sus dedos quedaron impresos en mi mano. Sin que lo notara empecé a sobarme, pues me había lastimado. Me despedí de él, le di las gracias por todas sus atenciones y tomé rumbo hacia mi coche. Ya estaba en el interior de mi automóvil, cuando reflexioné: -y si limpiamos un poco de la mala hierba, no creo que a nadie le hagamos demasiado daño. Me bajé del coche, me dirigí de nueva cuenta hacia la barra, me acerqué a mi amigo, caminamos hacia la trascantina y allí hablamos por un momento. -Tú ordenas, me dijo.
Juanete
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