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Los aseisnatos del perroPeter Kidd debió sospechar algo desde un principio del perro de lanas. Se metió en dificultades desde la primera vez que vio el animal. Era la primera hora del primer día de Peter Kidd como investigador privado. Eran, específicamente, las nueve con diez de la mañana.
Necesitó fuerza de voluntad para obligarse a presentarse diez dignos minutos tarde en su oficina esa mañana, en lugar de exhibir un exceso de entusiasmo poco profesional, llegando una hora antes. Sabía que para entonces, la decorativa secretaria que había contratado, tendría abierta la oficina.
El encuentro con el perro ocurrió en el corredor de la planta baja del Edificio Wheeler, entre la puerta de la calle y el elevador. Fue culpa íntegra del perro peludo, que trató de pasar por la derecha de Kidd, mientras el hombre que sujetaba la traílla, un hombrecillo rechoncho con nariz roja y bulbosa, intentaba pasar por la izquierda. No funcionó.
- Lo siento - dijo el hombre que llevaba el perro, mientras Kidd se detenía y luego trataba de pasar por encima de la traílla.
Eso tampoco dio resultado, pues el perro se alzó sobre sus patas posteriores, tratando de lamer una oreja de Peter, levantando demasiado la traílla para que pudiera pasarse por encima de ella, aun con las largas piernas de Kidd.
Peter levantó una mano para tratar de rescatar sus anteojos con arillos de carey, en peligro inminente de caer ante las muestras de afecto del perro de lanas.
- Quizá sería mejor que me circunambulara - sugirió al hombre de la traílla.
- ¿Eh?
- Quiero decir, que camine en torno mío - explicó Peter -. Usted sabe, del latín: circum, en torno; ambulare, caminar. Paralelo a circunnavegar, que significa navegar en torno. La palabra ambulancia también proviene de ambulare... aunque una ambulancia no tiene ninguna relación con caminar. Pero eso es porque vino a través del francés hopital ambulant, que en realidad significa...
- Lo siento - lo interrumpió el hombre de la traílla. Ya había circunambulado a Peter Kidd, iniciando el procedimiento aun antes que le fuera explicado el significado de la palabra.
- Está bien - dijo Peter.
- Abajo, Tuno - ordenó el hombre de la traílla. El perro lanudo abandonó de mala gana sus esfuerzos para alcanzar la oreja de Peter y le permitió llegar al elevador.
- Buenos días, señor Kidd - saludó el operador del elevador, con la deferencia debida a un nuevo arrendatario que ha sido presentado como amigo personal del dueño del edificio.
- Buenos días - contestó Peter.
El elevador lo llevó hasta el quinto y último piso. La puerta se cerró tras él con sonido metálico y Kidd caminó con paso firme hacia la puerta de la oficina en que, con circunspección casta, estaba anunciado con letras doradas:
PETER KIDD
Investigaciones PrivadasAbrió la puerta y entró. En la oficina, todo tenía brillo de nuevo, incluyendo la estenógrafa rubia que se hallaba tras el escritorio de la máquina estenográfica. La secretaria dijo:
- Buenos días, señor Kidd. ¿Olvidó el papel membretado que iba a recoger en el piso de abajo?
Movió la cabeza negativamente.
- Pensé que primero vería si había algunos... ah...
- ¿Clientes? Sí, vinieron dos. Pero no aguardaron. Regresarán dentro de quince o veinte minutos.
Las cejas de Peter Kidd se levantaron por encima de los arillos de sus anteojos.
- ¿Dos? ¿Ya?
- Sí. Uno era un hombrecillo rechoncho.
- ¿Y el otro? - inquirió Peter.
- Un gran perro peludo - contestó la rubia -. Tengo el nombre de él. Se llama Tuno. El hombre lo llamó así. Trató de besarme.
- ¿Eh? - dijo Peter Kidd.
- El perro, no el hombre. El hombre dijo: «Abajo, Tuno», por eso sé el nombre. El del perro, no el del hombre.
La miró reprobatoriamente. Informó:
- Regresaré en cinco minutos - y bajó por la escalera al piso de abajo.
La puerta de la Impresora Henderson estaba abierta; entró y se detuvo sorprendido a la entrada. El hombrecillo rechoncho y el perro de lanas se encontraban parados ante el mostrador. El hombre estaba hablando con el señor Henderson, el propietario.
-...muy bien - continuó diciendo -. Las recogeré el miércoles por la tarde, entonces. ¿Y el precio es de dos cincuenta? - sacó una cartera de su bolsillo y la abrió. Parecía haber allí alrededor de una docena de billetes. Puso uno sobre el mostrador -. Creo que no tengo nada más pequeño que un billete de a diez.
- Está muy bien, señor Asbury - replicó Henderson, tomando el cambio de la registradora -. Sus tarjetas estarán listas.
Mientras tanto, Peter caminó hasta el mostrador, a distancia segura del perro peludo. Una empleada del señor Henderson se aproximó a él desde el lado opuesto de la barrera. La empleada sonrió y dijo:
- Su orden está lista. Se la traeré.
La empleada fue a la trastienda y Peter se deslizó a lo largo del mostrador y leyó el formulario de orden de trabajo que estaba allí, de cabeza: Robert Asbury, calle Kenmore 633. El número telefónico era Beacon 3-3434. Esta vez sin notar la presencia de Peter, el perro y el hombre salieron.
- Hola, señor Kidd - saludó Henderson -. ¿Está atendiéndolo la muchacha?
Peter movió la cabeza afirmativamente y la muchacha regresó de la trastienda con su paquete. Tenía pegado afuera una muestra del papel membretado. Lo miró y observó:
- Buen trabajo. Gracias.
De regreso en el quinto piso, Peter halló al hombrecillo rechoncho sentado en la oficina de espera, sujetando todavía la traílla del perro de lanas.
- Señor Kidd, éste es el señor Smith, el caballero que desea verlo. Y Tuno.
El perro peludo corrió hasta el extremo de su traílla y Peter le palmeó la cabeza y le permitió que le lamiera la mano.
- Encantado de conocerlo, señor... ah... ¿Smith? - dijo.
- Aloysius Smith - replicó el hombrecillo -. Tengo un caso que me gustaría que manejara usted.
- Entonces, pase por favor a mi oficina privada, señor Smith. A..., ¿no tiene inconveniente en que mi secretaria tome nota de nuestra conversación?
- Absolutamente - contestó el señor Smith, trotando al final de la traílla detrás del perro, quien a su vez iba siguiendo a Peter Kidd a la oficina privada. Todos ocuparon sillas, excepto el perro de lanas. El animal trató de trepar al escritorio, pero fue disuadido de hacerlo.
- Entiendo - dijo el señor Smith -, que los detectives privados siempre piden un adelanto de sus honorarios. Yo... - sacó la cartera de su bolsillo y empezó a extraer de ella billetes de diez dólares y a ponerlos sobre el escritorio -. Yo... espero que cien dólares sean suficientes.
- Ampliamente - replicó Peter Kidd -. ¿Qué desea que haga?
- No lo sé con exactitud. Pero estoy atemorizado. Alguien ha tratado de asesinarme... dos veces. Quiero que halle al propietario de este perro. No puedo limitarme a soltarlo, porque ahora me sigue. Supongo que podría... ah... llevarlo al depósito de perros extraviados o algo así, pero quizá esa gente seguiría tratando de asesinarme. Y de cualquier modo, tengo curiosidad.
- Yo también. ¿Puede explicarse en forma un poco más sucinta?
- ¿Eh?
- Sucinta - repitió Peter Kidd con paciencia -, es un vocablo que proviene de la palabra latina succintus, que es el participio pasado de succingere, cuyo significado literal es ceñir... pero en este sentido...
- Sabía que lo había visto antes - lo interrumpió el hombre rechoncho -. Usted es el tipo circumabulado. No lo vi bien entonces, pero...
- Circunambulado - rectificó Peter Kidd.
La rubia dejó de hacer ganchitos con su lápiz y miró de uno a otro de ellos.
- ¿Cuál fue esa palabra? - preguntó.
- Olvídelo, señorita Latham. Se la explicaré después. Ah... señor Smith, supongo que se ha referido al perro que trae ahora. ¿Cuándo lo adquirió... y cómo?
- Ayer por la tarde. Lo encontré en la Calle Vine, cerca de la Octava. Parecía y actuaba como un perro perdido y hambriento. Lo llevé a casa conmigo. O más bien, me siguió a casa, después que le hablé. No encontré la nota atada a su collar hasta que le di de comer.
- ¿Trae usted esa nota?
El señor Smith hizo una mueca.
- La arrojé a la estufa, infortunadamente. Me pareció tonta, pero temí que mi esposa la hallara y pensara algo ridículo. Usted sabe cómo son algunas mujeres. Eran unas cuantas palabras y las recuerdo todas. Era... uh... algo tonto, pero...
- ¿Qué palabras eran?
El hombrecillo se aclaró la garganta.
- Decía así:
«Soy el perro de un hombre asesinado.
Escape a este destino, señor, si puede».
- Alexander Pope - dijo Peter Kidd.
- ¿Eh? Oh, se refiere a Pope, el poeta. ¿Quiere decir que es algo de él?
- Es una parodia de una copla que escribió Alexander Pope hace alrededor de doscientos años, para ser grabada en el collar del perro favorito del rey. Ah... si recuerdo bien, era:
Soy el perro del Rey de Kew.
Dígame, le suplico, ¿Perro de quién es usted?
El hombrecillo movió la cabeza afirmativamente.
- Nunca la había oído, pero... Sí, podría ser una parodia. El original es ingenioso: «¿Perro de quién es usted?» - rió y luego recuperó de pronto la sobriedad -. Yo también pensaba que era gracioso, pero anoche...
- ¿Sí?
- Alguien trató de asesinarme, dos veces. Cuando menos, así me parece. Iba caminando hacia el centro de la ciudad. Había dejado el perro en casa, incidentalmente y cuando atravesaba la calle, a pocas cuadras del edificio donde vivo, un automóvil trató de atropellarme.
- ¿Está seguro de que no fue algo accidental?
- Bueno, el carro en realidad se desvió de su camino para arrollarme, cuando estaba a un paso de la banqueta. Pude saltar de regreso a la acera a tiempo, por una fracción de segundo y los neumáticos del auto rozaron la guarnición en el lugar donde estuve parado. No había mucho tráfico, ni razón para que el automóvil se desviara, excepto...
- ¿Podría identificar el carro? ¿Vio el número de la placa?
- Me encontraba demasiado sobresaltado. Iba demasiado rápido. Para cuando lo miré, estaba a casi una cuadra. Todo lo que sé es que era un sedán, azul oscuro o negro. Ni siquiera sé cuántas personas iban en él, si era más de una. Por supuesto, pudo haber sido nada más un automovilista borracho. Así lo pensé, hasta que, en mi camino a casa, alguien disparó contra mí.
»Pasé caminando por la boca de un callejón oscuro. Oí un ruido y me volví a tiempo de ver el fogonazo del arma, alrededor de veinte o treinta metros en el interior del callejón. No sé a qué distancia pasó la bala de mí... pero erró. Corrí el resto del camino hasta llegar a casa.
- ¿No pudo haber sido el escape de un auto?
- No, absolutamente. El fogonazo fue a la altura del hombro, por una parte. Además... no, estoy seguro de que fue un disparo.
- ¿No se habían hecho atentados contra su vida antes? ¿No tiene enemigos?
- No a ambas preguntas, señor Kidd.
- ¿Y qué quiere que haga?
- Encuentre de dónde vino el perro y devuélvalo. Y... ah... mientras tanto, encárguese del animal. Y descubra qué es todo eso que sucede.
Peter Kidd movió la cabeza afirmativamente.
- Muy bien, señor Smith. ¿Dio a mi secretaria su dirección y su número telefónico?
- Mi dirección sí. Pero, por favor, no me visite ni me escriba. No quiero que mi esposa sepa nada de esto. Usted sabe, ella es muy nerviosa. Mejor vendré, después de unos días, para ver su informe. Si encuentra imposible cuidar el perro, puede dejarlo con algún veterinario por algún tiempo.
Después que el hombrecillo rechoncho salió, la rubia preguntó:
- ¿Debo transcribir inmediatamente las notas que tomé?
Peter chasqueó los dedos para llamar al perro peludo.
- Olvídelo, señorita Latham. No las necesitaremos.
- ¿No va a trabajar en el caso?
- Ya trabajé en el caso - replicó Peter -. Está resuelto.
La rubia abrió los ojos grandes como platillos.
- ¿Quiere decir...?
- Exactamente - la interrumpió Peter. Rascó las orejas del perro y al animal pareció gustarle -. El nombre verdadero de nuestro cliente es Robert Asbury, de la Calle Kenmore 633, teléfono Beacon tres-tres-cuatro-tres-cuatro. Es actor de profesión y está sin trabajo. No halló el perro; le fue dado por un tal Sidney Wheeler, quien lo compró con ese propósito, sin duda... y quien también le proporcionó los cien dólares de mis honorarios. No hay ningún problema de asesinato.
Peter trató de parecer modesto, pero sólo pudo parecer atildado. Después de todo, había resuelto su primer caso, tal como era, sin salir de su oficina.
Y tenía razón en todo, excepto en una cosa:
Los asesinatos del perro peludo apenas empezaban.
El hombrecillo con la nariz bulbosa regresó a casa... no a la dirección que dio a Peter Kidd, sino a la que había dado al impresor para que la pusiera en las tarjetas que imprimió.
Su nombre era Robert Asbury, por supuesto y no Aloysius Smith. Es decir, para todo propósito práctico, se llamaba Robert Asbury. Había sido registrado como Herman Gilg. Pero lo cambió en bien de la eufonía, la primera vez que pisó la escena; el número 633 de la Calle Kenmore era una pensión de actores.
Robert Asbury entró silbando. Halló en el pequeño montón de correspondencia, sobre la mesita del corredor, dos cuentas y una revista especializada, dirigidas a él. Metió las cuentas en su bolsillo, sin abrir los sobres y estaba mirando los anuncios de ofertas de trabajo en la revista de teatro, cuando se abrió la puerta de atrás del corredor.
El señor Asbury cerró la revista apresuradamente y mostró su sonrisa más cautivadora.
- Ah, señora Drake - exclamó.
Era una mujer de cara áspera, pero no tenía el ceño fruncido. Debía estar de buen humor. Magnífico. Los cinco dólares que podía darle a cuenta arreglarían su situación. Lo sacó de su cartera con ademán airoso.
- Permítame - dijo - hacer un pequeño pago por el alojamiento y la comida de la semana pasada, señora Drake. Dentro de pocos días...
- Sí, sí - lo interrumpió ella -. La misma vieja historia de siempre, señor Asbury, pero esta vez será verdad, aun cuando no lo sepa usted todavía. Un caballero está aquí y dice que vino a verlo respecto a un papel.
- ¿Aquí? ¿Quiere decir que está esperando en la...?
- No, yo estaba arreglando la sala y la tenía en desorden. Le dije que lo podía esperar en su cuarto.
Asbury se inclinó.
- Gracias, señora Drake.
Logró caminar, no correr, hasta la escalera y empezar a subir con dignidad. Pero, ¿quién diablos lo visitaría en relación con un papel? Había docenas de productores, cualquiera de los cuales lo podría llamar por teléfono, pero no podía ser un productor quien lo visitara personalmente. Era más probable que fuese un amigo que hubiera ido a informarle dónde había un papel donde podría hacer un intento.
Aun eso, sería una oportunidad. Sintió en los huesos que haber tenido todo ese dinero en su cartera esa mañana, significó suerte. ¡Ciento diez dólares! Cierto, únicamente diez de ellos eran suyos y. ¡Dios, cómo le dolió entregar esos cien! Pero los diez significaron cinco para su casera, dos y medio para las tarjetas que necesitaba con urgencia (no puede uno enviar su tarjeta a los productores y agentes, si no las tiene) y el resto para cigarrillos.
Fue un trabajo gracioso. Hasta dónde llegan algunas personas, por hacer una broma. Pero nada más era una broma y no algo torcido, pues se suponía que Sidney Wheeler era un tipo honrado y después de todo, era dueño de ese edificio de oficinas y de otros dos más. Quizá cien dólares eran como diez centavos para él. Tal vez desearía que continuara la broma, que hiciera otra visita a la oficina de Kidd. Serían otros diez dólares fáciles.
Ese Peter Kidd era un tipo gracioso. No parecía un detective; parecía más bien un profesor. Pero un buen detective debía ser en parte un actor y no parecer un sabueso. Y Kidd sabía hablar como profesor, sí. Circum... am... Circunambular y... ah... sucinto. «Quizá sería mejor que me circunambule sucintamente». ¡Tonterías! ¡Y eso de «del latín»!
La puerta de su cuarto estaba entreabierta unos centímetros y el señor Asbury la abrió y entró. Después, trató de detenerse y retroceder.
Un hombre se hallaba sentado en un sillón, vuelto hacia la entrada y a menos de un metro... la puerta, al abrirse, sólo alcanzó a pasar de las rodillas del hombre. El señor Asbury no lo conocía, ni quería conocerlo. Le desagradó la cara del tipo a primera vista y le disgustó aún más el hecho de que el individuo tuviera en la mano una pistola con un largo silenciador en el cañón. Estaba apuntada hacia el tercer botón del chaleco del señor Asbury.
El señor Asbury trató de detenerse en forma demasiado abrupta. Trastabilló, lo cual, en aquellas circunstancias, fue particularmente infortunado. Extendió las manos al frente, para protegerse. Al hombre sentado en el sillón, debió parecerle que el señor Asbury lo atacaba, tratando de quitarle la pistola.
El hombre tiró del gatillo.
- «Soy el perro de un hombre asesinado» - dijo la rubia -. «Escape a este destino, señor, si puede» - levantó la mirada de su libreta de taquigrafía -. No comprendo.
Peter Kidd sonrió y miró al perro de lanas, que estaba dormido en el confortable calor de un parche de luz de sol, bajo la ventana..
- Es nada más una broma - explicó Peter -. Tenía la corazonada de que Sid Wheeler trataría de hacer algo así, los cien dólares son los que me hacen sentirme seguro. Es la cantidad que piensa que me debe.
- ¿Piensa que se los debe?
- Sid Wheeler y yo asistimos juntos al colegio. Desde entonces, él estaba lleno de ideas para ganar dinero. Hizo un proyecto para imprimir programas especiales de recuerdos para actividades intramuros y vender publicidad en ellos. Me convenció de que invirtiera cien dólares, con el acuerdo tácito de que compartiríamos las ganancias. Su idea no funcionó y el dinero se perdió.
»Sin embargo, insistió en que se hallaba en deuda conmigo y después que empezó a tener éxito en los bienes raíces, trató de hacerme aceptarlo. Me negué a hacerlo, por supuesto. Yo había invertido el dinero y hubiese compartido las utilidades, si las hubiera habido. Fue mi pérdida, no la suya.
- ¿Y usted cree que él contrató a este señor Smith... o Asbury...?
- Por supuesto. ¿No ve que toda la historia es tonta? ¿Por qué había de poner alguien una nota así en el collar de un perro, tratando después de matar al que encontrara al animal?
- Un maniático podría hacerlo, ¿no es cierto?
- No. Un maniático homicida no es tan tortuoso. Nada más mata. Además, es obvio que el relato del señor Asbury es falso. Por una parte, el hecho de que dio un nombre falso, es una prueba bastante buena, en sí misma. Por otra parte, puso los cien dólares sobre el escritorio, aun antes de explicar lo que deseaba. Si hubieran sido suyos, no habría estado tan ansioso de separarse de ellos. Me hubiera preguntado cuánto dinero necesitaba que me adelantara.
»Únicamente estoy sorprendido de que Sid no haya pensado algo más plausible. Me subestimó. Entre todo lo que podía haber hecho... un perro de lanas perdido.
- ¿Por qué no había de ser un perro de la...? - inquirió la rubia -. Oh, creo que comprendo. Hay una historia de un perro peludo, ¿no es cierto? ¿O algo así?
Peter Kidd afirmó con movimientos de cabeza.
- La historia del perro de lanas, el arquetipo de todos los chistes esotéricos, cuyo valor humorístico reside en lo absurdo puro. Un neoyorquino, que ha encontrado un gran perro lanudo blanco, lee en un periódico de Nueva York un anuncio en que se ofrecen quinientas libras esterlinas por el regreso del perro, dando una dirección en Londres. El neoyorquino compara las señas dadas en el anuncio con las del perro que ha encontrado e inmediatamente toma el siguiente barco hacia Inglaterra. Al llegar a Londres, va a la dirección dada y llama a la puerta. Un hombre responde al llamado. «Usted puso un anuncio, ofreciendo una recompensa por un perro perdido», dice el norteamericano: «un perro peludo». «Oh», replica con frialdad el inglés, «no tan endiabladamente peludo...» y cierra la puerta con violencia en la cara del norteamericano.
La rubia rió, y luego pareció pensativa.
- Oiga, ¿cómo supo el nombre verdadero del tipo?
Peter le relató el episodio del taller de impresión.
- Probablemente no intentaba ir al taller cuando salió de aquí, o no habría bajado en el elevador hasta la planta baja, en primer lugar. Sin duda vio el nombre de la impresora en la lista del vestíbulo, recordó que necesitaba tarjetas y volvió a subir en el ascensor. La rubia suspiró.
- Supongo que tiene razón. ¿Qué va a hacer al respecto?
Peter pareció pensativo.
- A devolver el dinero. Pero tal vez pueda pensar en una forma de devolverle la broma. Después de todo, si hubiera caído en ella, no habría sido gracioso.
El hombre que había asesinado a Robert Asbury un momento antes no pensó que fuera gracioso. Estaba atemorizado y molesto. Se encontraba ante el lavabo, en un rincón del cuartito miserable de Asbury, tratando de limpiar el frente de su saco con una toalla sucia. El hombrecillo había caído en sus brazos. Fue afortunado, en cierto modo, ya que no hizo ruido al caer al piso. En otro sentido, fue infortunado, pues la sangre manchó su saco. Es deplorable en cualquier situación, tener sangre en la ropa. Es deplorable especialmente, cuando uno ha cometido un crimen.
Arrojó la toalla al suelo, disgustado, y luego la levantó y empezó a limpiar sistemáticamente los grifos, el lavabo, el sillón y todo sobre lo cual podía haber dejado huellas dactilares.
Después de escuchar en silencio tras la puerta, se convenció de que no estaba nadie en el corredor. Salió, limpiando primero la perilla interior y luego la exterior y arrojando la toalla sucia al cuarto por la ventanita abierta de arriba de la puerta.
Se detuvo al principio de la escalera y miró nuevamente su saco. No se veía demasiado mal... parecía como si hubiera derramado una bebida en el frente de la prenda. Cuando menos, la toalla había borrado el color de la sangre.
Y la pistola, con otro cartucho útil en ella, estaba preparada por si era necesaria, metida en su cinturón, bajo el saco. La casera... bueno, si no lo veía salir, menos correría el peligro de que lo pudiera identificar. Nada más había hablado un momento con ella.
Bajó los escalones silenciosamente y salió del edificio sin ser oído. Caminó con rapidez, dando vuelta en varias esquinas y luego entró a una droguería que tenía una caseta telefónica. Marcó un número.
Reconoció la voz que contestó. Dijo:
- Es... yo. Vi al tipo. No lo tenía... Uh, no, no se lo pude preguntar. Yo... bueno, él no hablará con nadie respecto a eso, ¿comprendes?
Escuchó, frunciendo el ceño.
- No pude evitarlo - replicó -. Tuve que hacerlo. El... uh... bueno, tuve que hacerlo. Eso es todo... ¿Viste a Whee... al otro tipo? Sí, creo que es todo lo que podemos hacer, por ahora. A menos que descubramos qué sucedió con... eso... Sí, ahora no hay nada que perder. Lo veré ahora mismo.
Afuera de la droguería, el asesino miró su ropa otra vez. El sol estaba secando su saco y la mancha ya casi no se veía. Pensó que sería mejor no preocuparse por eso, hasta que terminara con ese negocio. Entonces se cambiaría de ropa y tiraría el traje.
Dejó escapar un suspiro innecesariamente profundo, como un hombre alentándose a hacer algo y luego empezó a caminar otra vez con rapidez. Entró a la oficina, en un edificio situado alrededor de diez cuadras.
- ¿El señor Wheeler? - preguntó la recepcionista -. Sí, está presente. ¿Quién debo decirle que lo busca?
- Él no sabe mi nombre. Pero deseo verlo para rentar una propiedad suya, una oficina.
La recepcionista movió la cabeza afirmativamente.
- Pase usted. Está hablando por teléfono, pero lo atenderá tan pronto como termine de hacerlo.
- Gracias, hermana - dijo el hombre con el saco manchado.
Fue hasta la puerta con el letrero Sidney Wheeler. Privado, entró por ella y la cerró tras él.
Tendido en el parche de luz de sol, bajo la ventana, el perro blanco de lanas dormía pacíficamente.
- Parece bien alimentado - comentó la rubia -. ¿Qué va a hacer con él?
- Supongo que regresarlo a Sid Wheeler - respondió Peter Kidd -. Y también los cien dólares.
Puso los billetes de banco dentro de un sobre y lo metió a su bolsillo. Tomó el teléfono y marcó el número de la oficina de Sidney Wheeler. Preguntó por Sid.
- ¿Sid?
- Él habla... Un momento...
Oyó un sonido, como el del receptor al ser puesto sobre el escritorio y esperó. Después de pocos minutos, Peter dijo:
- Hola.
Hizo otro intento dos minutos después y luego cortó la comunicación.
- ¿Qué sucede? - preguntó la rubia.
- Olvidó regresar al teléfono - Peter Kidd tamborileó en el escritorio con los dedos -. Tal vez así sea mejor - añadió pensativamente.
- ¿Por qué?
- Sería dejarlo escapar con demasiada facilidad, diciéndole nada más que descubrí la trampa. Debo dar vuelta a la mesa en alguna forma, por decirlo así.
- Hmmmm. Está bien, pero, ¿cómo?
- Por medio de algo relacionado con el perro. Tendré que investigar algo más de los antecedentes del animal.
La rubia miró al animal
- ¿Está seguro de que tiene antecedentes? Y en tal caso, ¿no sería mejor que llamara a un veterinario inmediatamente?
Kidd frunció el ceño.
- Debo saber si compró el perro en una tienda de animales, lo halló, lo recogió del depósito de canes sin dueño o cómo lo obtuvo. Entonces tendré algo para empezar.
- Pero, ¿cómo puede saberlo, sin...? Oh, va a ver al señor Asbury y a interrogarlo. ¿No es cierto?
- Si él lo sabe, sería el modo más fácil. Y probablemente lo sabe. Además, necesito su ayuda para devolver la broma. Él sabrá también si Sid proyecta una secuela a su primera visita.
Se levantó.
- Iré a verlo ahora mismo. Llevaré conmigo al perro. Puede necesitar... Necesita... Ah... un poco de aire fresco y de ejercicio le harán bien. Toma, Tuno, viejo.
Fijó la traílla en el collar del perro y se encaminó hacia la puerta. Se volvió.
- ¿Tomó nota de ese número de la Calle Kenmore? Era seiscientos y pico, pero he olvidado las dos últimas cifras.
La rubia movió la cabeza negativamente.
- Tomé notas de la entrevista, pero usted me dijo después que lo dejase. No anoté la dirección.
- No importa. La conseguiré con el impresor.
Henderson, el impresor, no estaba ocupado. Su ayudante se hallaba hablando con el capitán Burgoyne, de la policía, quien estaba ordenando boletos para el baile a beneficio de la policía. Henderson se aproximó a Peter Kidd, al otro extremo del mostrador. Miró al perro con el ceño fruncido por el asombro.
- Oiga - dijo -, ¿no vi a ese animal hace alrededor de una hora, con otra persona?
Kidd movió la cabeza afirmativamente.
- Con un hombre apellidado Asbury, quien le ordenó unas tarjetas. Quería preguntarle cuál es su dirección.
- Seguro, la buscaré. Pero, ¿qué sucede? ¿Perdió el perro y usted lo halló, o qué?
Kidd titubeó y recordó que Henderson conocía a Sid Wheeler. Le relató los detalles principales de la historia y el impresor sonrió apreciativamente.
- Y usted quiere que le salga el tiro por la culata - rió -. Bueno, si puedo ayudarlo, hágamelo saber. Espere un minuto y le daré la dirección de ese Asbury.
Hojeó el talonario de órdenes de trabajo.
- Kenmore seis treinta y tres.
Peter Kidd le dio las gracias y salió.
Varios postes telefónicos más adelante, llegó a la esquina de Sexta y Kenmore. Al momento en que dio vuelta a la esquina, supo que algo andaba mal. No hubo nada psíquico en eso... había una multitud reunida frente a un edificio de cantera, a media cuadra. Al pie de la escalera, un policía uniformado estaba conteniendo a la muchedumbre. Una ambulancia de la policía y otros carros se hallaban enfrente, junto a la guarnición de la banqueta.
Peter Kidd alargó el paso, hasta llegar a la orilla de la multitud. Para entonces, pudo ver que el edificio tenía el número 633. La camilla iba saliendo por la puerta. El cuerpo en la camilla... y el hecho de que la frazada cubriese la cara, mostraban que era un cadáver... de una persona baja y rechoncha.
El principio de un estremecimiento se produjo en la nuca de Peter. Pero era una coincidencia. Tenía que serlo, se dijo, aun cuando el hombre muerto fuera Robert Asbury.
Un hombre peripuesto, con cara de niño y fríos ojos azules, bajó corriendo los escalones y empezó a abrirse paso entre la muchedumbre. Kidd lo reconoció como Wesley Powell, del Tribune. Tomó el brazo de Powell y le preguntó:
- ¿Qué sucedió allí adentro?
Powell no se detuvo. Saludó:
- Hola, Kidd. Droguería..., ¡teléfono!
Se alejó apresuradamente, pero Peter se volvió y siguió al paso con él. Repitió su pregunta.
- Un tipo apellidado Asbury murió. Fue asesinado.
- ¿Quién lo hizo?
- No lo sé. Sin embargo, la policía tiene una descripción hecha por la casera. El tipo estaba esperándolo en su cuarto cuando llegó a casa, hace menos de una hora. Debió quemarlo y huyó con rapidez. La casera descubrió el cadáver. Oyó salir al otro y subió para interrogar a Asbury respecto a su trabajo... se suponía que el tipo fue a verlo respecto a un trabajo. Asbury era actor, Robert Asbury ¿Lo conoce?
- Hablé con él una vez - respondió Kidd -. ¿Hay algo respecto a un perro?
Powell caminó más rápidamente.
- ¿Qué quiere decir - demandó -, con eso de que si hay algo respecto a un perro?
- Eh..., ¿tenía Asbury un perro?
- Oh, no. En una casa de pensión no se puede tener un perro. No se dijo nada respecto a ningún animal. Maldita sea, ¿dónde hay una tienda, una taberna o algún lugar con un teléfono?
- Creo que recuerdo una taberna que está a la vuelta de la otra esquina - dijo Kidd.
- Bueno.
Powell se volvió antes de dar vuelta a la esquina, para ver si los carros policíacos estaban allí todavía y luego caminó aún más apresuradamente. Se lanzó a la taberna y Peter lo siguió.
- Dos cervezas - ordenó Powell y avanzó a toda prisa hacia el teléfono que estaba en la pared.
Peter Kidd escuchó atentamente, mientras el periodista hacía el relato al redactor de guardia. No supo nada de importancia. El nombre de la casera era Belle Drake. El lugar era una pensión para artistas. Asbury había estado «en libertad» por varios meses.
Powell regresó hasta el mostrador.
- ¿Qué preguntó respecto a un perro? - inquirió.
No miró a Peter; miró hacia la calle, por encima de las cortinas bajas de las ventanas de la taberna.
- ¿Perro? - repitió Kidd -. Oh, Asbury llevaba un perro cuando lo conocí. Me preguntaba si todavía lo tendría.
- ¿Ese tipo que esta al otro lado de la calle... lo sigue a usted o a mí? - preguntó.
Peter miró hacia la calle por la ventana. Un hombre alto y delgado se hallaba ante un zaguán. No parecía estar vigilando la taberna.
- No lo conozco - respondió Kidd -. ¿Por qué piensa que está siguiendo a alguno de nosotros?
- Estaba parado en un zaguán, al otro lado de la calle de la casa donde fue el asesinato. Lo noté cuando salí. Ahora está allí enfrente, en un zaguán. Tal vez únicamente anda viendo la ciudad. ¿Dónde consiguió al perro?
Peter bajó la mirada al perro peludo.
- Un hombre me lo dio - explicó -. Tuno, éste es el señor Powell. Powell, éste es Tuno.
- No lo creo - dijo Powell -. Ya no llaman Tuno a ningún perro.
- Lo sé - convino Kidd solemnemente -, pero el hombre que lo bautizó así no lo sabía. ¿Qué hay respecto al tipo que está al otro lado de la calle?
- Lo investigaremos. Saldremos y nos encaminaremos en direcciones opuestas. Yo iré hacia el centro de la ciudad y usted hacia el río. Veremos a cuál de los dos sigue.
Cuando salieron, Peter Kidd no se volvió durante dos cuadras. Después se detuvo, ahuecando las manos para encender un cigarrillo y volviéndose a medias, como para protegerse del viento.
El hombre no estaba al otro lado de la calle. Peter se volvió un poco más y vio por qué no se hallaba al otro lado de la calle el hombre alto. Estaba directamente atrás de él, a sólo una docena de pasos. No se había detenido cuando lo hizo Kidd. Seguía avanzando.
Mientras el cerillo quemaba sus dedos, Peter recordó que las dos cuadras anteriores se encontraban entre almacenes. No había tráfico, de peatones ni de ninguna otra clase. Vio que el hombre desabotonaba su saco... que tenía una mancha en un lado. Sacó una pistola que llevaba en el cinto.
La pistola tenía puesto un largo silenciador y ésa era obviamente la razón por la cual la llevaba así y no en una funda o en un bolsillo. La pistola ya se hallaba semisalida del cinto.
Kidd hizo lo único que se le ocurrió. Soltó la traílla y ordenó:
- ¡Muérdelo, Tuno!
El perro peludo corrió y saltó en el momento en que el hombre tiraba del gatillo. La detonación fue apagada, pero el disparo salió desviado. Para entonces, Peter estaba preparado y saltó detrás del perro. Una pistola con silenciador únicamente dispara un tiro. Entre él y el perro, podrían...
Sólo que no fue así. El perro lanudo había saltado, sí, pero ahora trataba de lamer la cara del hombre alto. El tipo, con el valor agotado después de disparar la única bala de su pistola, empujó al perro y se dio vuelta. Peter cayó sobre el animal.
Eso fue todo. Para cuando Kidd se desembarazó del perro y de la traílla, el hombre alto no se encontraba a la vista.
Peter Kidd se levantó. El perro estaba corriendo en círculos en torno a él, ladrando alegremente. Quería seguir jugando. Peter recuperó el extremo de la traílla y habló con amargura. El perro peludo movió la cola. Caminaron siete cuadras, antes que Kidd pensara que no sabía a dónde iba. Y tampoco sabía dónde había estado, pensó. Era una cosa tan sencilla, hasta que salió de su oficina.
Nada más que si el perro lanudo no pertenecía entonces a un hombre asesinado, ahora sí. Y excepto porque el disparo fue desviado, su custodio actual, un tal Peter Kidd, estaría en situación de preguntar al señor Aloysius Smith-Robert Asbury, de qué se trataba todo eso.
Era tan sencillo, como una broma. Trató por un momento de pensar eso... Pero no, era una tontería. El departamento de policía no aceptaba bromas. Asbury había sido asesinado en realidad.
Soy el perro de un hombre asesinado... Escape a este destino, señor, si puede...
¿En realidad encontró Asbury esa nota y luego fue asesinado? ¿El hombre de la pistola con silenciador siguió a Kidd porque reconoció el perro? ¿Era tal vez un loco que intentaba asesinar a todos los poseedores sucesivos del animal?
¿Fue cierta toda la historia de Asbury... excepto por el nombre falso que dio y le dijo un nombre y una dirección falsos, nada más porque estaba asustado?
Pero, ¿cómo...? Pregunta a Sid Wheeler. Si Wheeler originó la broma y contrató a Asbury, entonces el asesinato fue una coincidencia... una coincidencia endiablada.
Sí, iban hacia la oficina de Sid. Ahora lo sabía, pero habían estado caminando en otra dirección. Se volvió y regresó, alargando gradualmente el paso. Una cuadra más adelante, pensó que sería más rápido llamar por teléfono. Cuando menos, para estar seguro de que Sid estaba en su oficina y no había salido a cobrar rentas o a alguna otra cosa.
Entró en la siguiente droguería.
- El señor Wheeler no está aquí - contestó una voz femenina -. Fue llevado al hospital hace una hora. Habla su secretaria. Si hay algo que pueda...
- ¿Qué sucede a Sid? - demandó. Titubeó levemente, antes de agregar -: Habla Peter Kidd, señorita Ames. Usted me conoce. ¿Qué sucedió?
- Él... esta herido. Los policías acaban de marcharse. Me ordenaron que no dijera nada, pero usted es detective y es amigo de él, así que creo que está b...
- ¿Está mal herido?
- Dicen... dijeron que recobraría la salud, señor Kidd. La bala atravesó su pecho, pero por un costado y no tocó su corazón. Está en el Hospital Bethesda. Allí podrá investigar más de lo que pueda decirle yo. Nada más que todavía está inconsciente... no podrá verlo aún.
- ¿Cómo sucedió eso, señorita Ames?
- Un hombre a quien nunca había visto antes, solicitó tratar con el señor Wheeler un negocio. Lo hice entrar a la oficina privada. El señor Wheeler estaba hablando por teléfono con alguien que llamó en ese momento. ¿Qué dijo, señor Kidd?
Peter Kidd no lo repitió. Dijo:
- Olvídelo. Continúe.
- Estuvo allí nada más unos segundos y después salió rápidamente. No pude comprender por qué había cambiado de idea con tanta rapidez y después que salió, miré al interior de la oficina privada y... Bueno, pensé que el señor Wheeler estaba muerto. Creo que el hombre también lo pensó así, es decir, si intentaba matar al señor Wheeler, no pudo haberse rendido tan fácilmente y..., ¿eh?
- ¿Usó una pistola con silenciador?
- La policía dijo que debió ser así, cuando declaré que no oí el disparo.
- ¿Cómo era el hombre?
- Alto y delgado, con cara angulosa. Tenía puesto un traje claro. El frente del saco estaba ligeramente manchado.
- Señorita Ames - preguntó Peter Kidd -, ¿compró o halló un perro Sid Wheeler hace poco?
- Oh, sí, esta mañana. Un perro grande, blanco y lanudo. Llegó a las ocho y llevaba el animal con una traílla. Dijo que lo había comprado. Que era para jugarle una broma a alguien.
- ¿Qué sucedió después... respecto al perro?
- Lo entregó a un hombre que tenía una cita con él a las ocho y media. Un hombrecillo gordo, de aspecto chistoso. El hombre no dijo su nombre. Pero debía estar al tanto de la broma, cualquiera que fuese, pues cuando el señor Wheeler lo acompañó hasta la puerta; ambos iban riendo.
- ¿Sabe dónde compró al perro? ¿Sabe algo más de él?
- No, señor Kidd. Nada más dijo que lo había comprado. Y que era para una broma.
Peter Kidd cortó la comunicación, desorientado.
Sid Wheeler, herido.
El perro peludo estaba parado sobre sus patas posteriores, afuera de la cabina telefónica, arañando el cristal. Kidd lo miró fijamente. Sid Wheeler compró el animal. Sid Wheeler fue herido, en un atentado contra su vida. Sid dio el perro al actor, Asbury. Asbury fue asesinado. Asbury le entregó el animal a él, Peter Kidd. Y hacía menos de media hora, había ocurrido un atentado contra su vida.
El perro de un hombre asesinado.
Bueno, ahora debía informar a la policía. Sid podía haber iniciado todo como una broma, pero se salió una rueda en alguna parte, repentinamente.
Llamaría a la policía desde allí, en ese mismo instante. Introdujo una moneda en la ranura y luego, siguiendo un impulso repentino, marcó su propio número, en lugar del de la policía. Cuando contestó la rubia, empezó a hablar rápidamente:
- Habla Peter Kidd, señorita Latham. Quiero que cierre la oficina ahora mismo y que vuelva a casa. Hágalo en este momento, pero asegúrese de que no la siguen, antes de llegar a su casa. Si alguien parece estarla siguiendo, acuda a la policía. Mientras tanto, permanezca en calles transitadas. Cuídese en particular de un hombre alto y delgado, que tiene una mancha en el frente del saco. ¿Entiende?
- Sí, pero... pero la policía está aquí, señor Kidd. Aquí está ahora el teniente West, de homicidios. Llegó a la oficina preguntando por usted. ¿Todavía quiere que...?
Kidd dejó escapar un suspiro de alivio.
- No, entonces todo está bien. Dígale que espere. Estoy a pocas cuadras de ahí e iré ahora mismo. Introdujo otra moneda a la ranura y llamó al Hospital Bethesda. Sid Wheeler estaba en una condición seria, pero no crítica. Continuaba inconsciente y no podría recibir visitas durante veinticuatro horas, cuando menos.
Regresó caminando lentamente al Edificio Wheeler.
Empezaba a sentir los primeros brillos leves de una idea. Pero aún había muchas cosas que no tenían ningún sentido.
- El teniente West, señor Kidd - los presentó la rubia.
El gigante contestó con un movimiento de cabeza.
- Vengo a hacer una investigación respecto a un tal Robert Asbury, que fue asesinado esta mañana. ¿Lo conocía usted?
- No lo conocía antes de esta mañana - respondió Kidd -. Vino, al parecer, para ofrecerme un caso. Las circunstancias eran bastante raras.
- Encontramos su nombre y la dirección de esta oficina en un pedazo de papel que tenía en el bolsillo - explicó West -. No estaba escrito con letra de él. ¿Era letra de usted?
- Tal vez sea la letra de Sid Wheeler, teniente. Sid lo envió a mi oficina. Tengo motivos por creer que así fue. ¿Sabe que esta mañana intentaron asesinar a Wheeler?
- ¡Un diablo! Recibimos un informe de eso, pero no lo habíamos relacionado todavía con el asesinato de Asbury.
- Y hubo otro intento de asesinato - continuó Kidd -. Contra mí. Por eso llamé por teléfono. Quizá será mejor que le cuente toda la historia, desde el principio.
Los ojos del teniente se abrieron desmesuradamente mientras escuchaba. A veces, se volvía a mirar al perro.
- ¿Y dice - preguntó, después que Kidd terminó -, que tiene el dinero metido en su bolsillo, dentro de un sobre? ¿Puedo verlo?
Peter le entregó el sobre. West miró al interior del sobre y luego lo guardó en su bolsillo.
- Será mejor que lo lleve conmigo - dijo -. Le haré un recibo por él, si lo desea, pero necesita un testigo.
Miró a la rubia.
- Entréguelo a Wheeler - replicó Kidd -. A menos que... tal vez usted tenga la misma idea que yo. Debe tenerla, o no habría querido el dinero.
- ¿Qué idea es ésa?
- El perro puede no tener ninguna relación con esto - explicó Peter Kidd -. El perro estuvo ahora en manos de tres personas: Wheeler, Asbury y yo. Y se ha atentado contra la vida de cada uno de nosotros tres y me alegra decir que únicamente uno tuvo éxito. Pero el perro fue sólo el... ah... deus ex machina de una broma que no resultó, o que salió demasiado bien. Hay algo más involucrado... el dinero.
- ¿Qué quiere decir, señor Kidd?
- Que el dinero fue el motivo de los atentados, no el perro. El dinero estuvo en manos de Wheeler, de Asbury y en las mías, igual que el perro. El asesino ha estado tratando de recuperar los billetes de banco.
- ¿Recuperar? ¿Qué quiere decir? No comprendo a qué quiere llegar, señor Kidd.
- No porque son cien dólares. Más bien, porque no lo son.
- ¿Sugiere que son falsificados? Podemos comprobarlo con bastante facilidad, pero, ¿qué lo hace pensar así?
- El hecho de que no puedo pensar absolutamente en ningún otro motivo. Cuando menos, ninguno razonable. Pero supongamos que el dinero es falsificado. Eso explicaría, o podría explicar todo. Suponga que alguno de los arrendatarios de Sid es un falsificador.
West frunció el ceño.
- Muy bien, supongámoslo.
- Sid, pudo haber cobrado la renta esta mañana, en camino hacia su oficina. Así es como hace la mayor parte de sus cobros. Digamos que la renta es de cien dólares. Puede haber sido un poco más o menos... pero por error, por puro error, es pagado en dinero falsificado, en lugar de con billetes auténticos.
»Ningún falsificador, es obvio, se atrevería a hacer circular su propio producto en tal forma que pudiera ser rastreado directamente hasta él. Es... eh...
- Muy bien - lo interrumpió West -. Sé cómo trabajan.
- Pero ocurrió que Sid no depositó el dinero. Necesitaba cien dólares, para entregarlos a Asbury junto con el perro. Y...
Se interrumpió abruptamente y sus ojos se desorbitaron.
- ¡Dios - exclamó -, es obvio!
- ¿Qué es obvio? - gruñó West.
- Todo. Todo señala a Henderson.
- ¿Eh?
- Henderson, el impresor del piso de abajo. Es el único grabador e impresor que tiene Wheeler como arrendatario, en primer lugar. Y Asbury se detuvo a verlo esta mañana, cuando venía hacia acá. ¡Asbury le pagó unas tarjetas con un billete de diez dólares que recibió de Wheeler! Henderson vio los otros billetes de diez dólares en la cartera de Asbury, supo que Asbury tenía el dinero que había dado a Wheeler, en pago de la renta.
»Así que envió su pistolero, el hombre alto y delgado, a ver a Asbury. El pistolero lo mató y descubrió que no tenía el dinero... fue el dinero que me pagó.
»Así que fue y mató a Sid, o creyó hacerlo, para que el dinero no pueda ser rastreado hasta él, desde cualquier lugar donde lo haya gastado Asbury.
»Y después... - Peter Kidd sonrió torcidamente -. Me delaté al ir a la oficina de Henderson a preguntarle la dirección de Asbury y explicarle todo, informándole que yo tengo el dinero y sé que Asbury lo recibió de Wheeler. Hasta le dije a dónde iba... a casa de Asbury. Así que el pistolero me aguardó allí. Todo queda como un guan... Espere, tengo algo que prueba todo aún mejor. Esto...
Mientras hablaba, estaba inclinándose y abriendo el segundo cajón de su escritorio. Metió la mano a él y la sacó, llevando en ella una pistola policíaca de cañón corto.
- ¿Quiere levantar las manos, por favor? - dijo, casi sin cambiar el tono de la voz -. ¿Y quiere llamar a la policía, señorita Latham...?
- Pero, ¿cómo adivinó que no era realmente un detective? - demandó la rubia, después que partió la policía.
- No lo adiviné - replicó Peter Kidd -, hasta que estaba explicando las cosas a él y a mí mismo. Entonces pensé que la banda de falsificadores no abandonaría todo, nada más porque no lograron matarme la primera vez y... bueno, tuve razón. Si hubiera sido un detective auténtico, yo hubiese quedado como un tonto, pero si no lo era, me hubiera convertido en un cadáver y eso sería peor.
- Y yo también lo sería - dijo la rubia. Se estremeció levemente -. ¡Nos habría asesinado a los dos!
Peter Kidd movió la cabeza con gravedad.
- Creo que la policía descubrirá que Henderson es el impresor de la banda y el hombre alto y delgado es sólo un pistolero. Deduzco que el hombre que vino aquí es el verdadero entrepreneur.
- ¿El qué?
- El gerente del negocio. Del viejo francés entreprende, emprender, que viene del latín inter, más pren.
- Quiere decir, el potentado - lo interrumpió la rubia. Estaba abriendo un libro mayor nuevo -. Nuestro primer caso. Ingresos... cien dólares, en dinero falsificado. Egresos... entregados a la policía... cien dólares falsificados. Y... oh, sí, un perro peludo. ¿Lo anoto en el debe o el haber?
- En el debe - contestó Peter Kidd.
La rubia escribió y luego levantó la mirada.
- ¿Y cómo haré el balance? ¿Qué pondré en la columna del haber?
Peter Kidd miró al perro y sonrió.
- Nada más escriba: «¡No tan endiabladamente peludo!»