Historias y cuentos de policías

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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Jue Jul 24, 2008 12:54 pm


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Force on force
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Cuidado con el perro

La semilla del asesinato quedó plantada en la mente de Wiley Hughes la primera vez que vio al viejo abrir la caja de caudales.

Había dinero en el arca. Montones de dinero. El viejo tomó tres billetes de banco de un montón bien ordenado y los entregó a Wiley. Eran de a veinte dólares.

- Sesenta dólares exactos, señor Hughes - dijo -. Y es el noveno pago.

Tomó el recibo que le entregó Wiley, cerró la caja fuerte y dio vuelta al disco.

Era un arca pequeña, de aspecto antiguo. Un hombre podría abrirla con un cortafrío y una buena barra de hierro, si no tenía que preocuparse por el ruido que hiciera.

El anciano acompañó a Wiley a la salida de la casa y hasta la verja de hierro. Después que cerró la reja tras de Wiley, fue hasta el árbol y soltó al perro nuevamente.

Wiley se volvió a mirar la verja y el anuncio que estaba sobre ella: «Cuidado con el Perro».

También había un candado en la reja y el botón de un timbre, incrustado en uno de sus postes. Si usted quería ver al viejo Erskine, tenía que oprimir el timbre y esperar a que el anciano hubiera atado al animal y después abierto la puerta, para franquearle la entrada.

No era que el candado de la reja significara nada. Un hombre en uso de sus facultades, podía salvarla con bastante facilidad. Pero una vez en el patio, sería despedazado por ese perro infernal que tenía Erskine como guardián.

Un bruto malévolo, ese perro.

Un mastín delgado, famélico, con fauces babeantes y ojos que miraban a uno con la muerte en ellos, al pasar. No corría hasta la cerca y ladraba. Ni siquiera gruñía.

Nada más permanecía allí, volviendo la cabeza para seguirlo a uno con la mirada, con los colmillos amarillentos en forma que era más siniestra por silenciosa.

Un perro negro, con ojos amarillos, llenos de odio y una malignidad silenciosa más allá de la ferocidad canina. Un mastín asesino. Sí, era un animal del infierno.

Y también una bestia de pesadilla. Wiley soñó con él esa noche. Y la siguiente.

En esos sueños había algo que deseaba con gran intensidad. O algún lado a donde deseaba ir. Y su camino estaba obstruido por un monstruoso mastín negro, con fauces babeantes y ojos que lo miraban con la muerte en ellos. Excepto por su tamaño, era el perro de Erskine.

El germen del asesinato aumentó.

Sucedía que Wiley Hughes vivía a sólo una cuadra de la casa del anciano. Cada vez que pasaba frente a ella, en camino a su trabajo y de regreso de él, pensaba en eso.

Sería tan fácil.

¿El perro? Podía envenenarlo.

Había algunas cosas que deseaba saber, sin preguntarlas. Cultivó pacientemente en la oficina la amistad del cobrador que trataba con el viejo, antes que fuera transferido a otra ruta.

Bebió con el hombre varias veces, antes que surgiera en la conversación el tema del anciano... y entonces, fue después de que hablaron de otros muchos deudores.

- ¿El viejo Erskine? Es un miserable, eso es todo. Paga a plazos porque no resiste separarse de una buena cantidad de dinero de una sola vez. ¿Alguna vez has visto todo el dinero que tiene en...?

Wiley condujo la conversación por canales más seguros. No quería que discutieran cuánto dinero guardaba el anciano en la casa.

- ¿Has visto un animal más maligno que ese perro infernal suyo? - preguntó.

El otro cobrador movió la cabeza negativamente.

- Nadie ha visto uno peor. Ese perro odia al viejo. Sin embargo, no puedo culparlo por eso; el viejo lo tiene muerto de hambre, para que no pierda su ferocidad.

- Un demonio - replicó Wiley -. Entonces, ¿cómo es que no ataca a Erskine?

- Está entrenado para no hacerlo, eso es todo. Tampoco ataca al hijo de Erskine... él lo visita algunas veces. Ni al hombre que entrega las provisiones. Pero a cualquier otro, lo haría pedazos.

Y entonces, Wiley Hughes dejó caer el tema como un carbón encendido y empezó a hablar de la viuda que siempre estaba retrasada en sus pagos y que siempre lloraba si la amenazaban con la enajenación.

El perro toleraba a dos personas, además de al anciano. Y eso significaba que si podía pasar junto al mastín sin hacerle daño, o sin que el animal le hiciera daño, las sospechas se dirigirían hacia esas personas.

Era un gran sí, pero el hecho que el mastín estuviera famélico lo hacía posible. Si el camino al corazón de un hombre es a través del estómago, ¿por qué no había de serlo también al corazón de un perro?

Valía la pena hacer la prueba.

Lo hizo cuidadosamente. Compró la carne en una carnicería del otro lado de la ciudad. Esa noche tomó toda clase de precauciones para que nadie lo viera, cuando salió de casa y se encaminó hacia el callejón.

Caminó hasta más allá de la verja del viejo Erskine y siguió caminando, manteniéndose en el centro del callejón. El perro estaba allí, al otro lado de la cerca y lo siguió con la mirada, silenciosamente.

Arrojó un pedazo de carne por arriba de la reja y siguió caminando.

Llegó hasta la esquina y regresó sobre sus pasos. Caminó un poco más cerca de la verja y arrojó otro pedazo de carne por arriba de ella. Esta vez, vio que el perro se alejaba de la reja y corría hacia la carne.

Regresó a casa sin ser visto y feliz porque las cosas estaban funcionando a su conveniencia. El perro se hallaba hambriento; comería la carne que le arrojara. Muy pronto estaría comiendo carne de su mano, a través de la cerca.

Hizo planes cuidadosamente, sin omitir ningún factor.

Compró las pocas herramientas que necesitaría, en tal forma que no pudieran ser rastreadas hasta él. Y limpiaría las huellas digitales; las dejaría en la escena del robo.

Estudió los hábitos de los vecinos y descubrió que todos los que vivían en la cuadra se encontraban dormidos a la una, excepto dos trabajadores nocturnos, que no regresaban del trabajo hasta las cuatro y media.

Había un policía, que debía tomar en consideración. Unas pocas noches de vigilia ante una ventana a oscuras, le dieron la información de que pasaba a la una y otra vez a las cuatro.

Entonces, la hora entre las dos y tres era la más segura.

Y el perro. Su progreso para hacerse amigo del animal había sido más fácil y más rápido de lo que pensó. Comía de su mano, por entre las barras de la cerca del callejón.

Le permitía meter la mano entre los barrotes y acariciarlo. La primera vez que lo intentó, temió perder uno o dos dedos. Pero su temor fue infundado.

El animal estaba famélico de afecto, igual que de alimento.

¡Diablos, perro infernal! Sonrió para sí mismo, de la extravagancia de la frase descriptiva que usó una vez.

Después, llegó la noche en que se atrevió a escalar la reja. El animal se acercó a él con gemidos de deleite. Estaba seguro de que así sucedería, pero tomó todas las precauciones posibles. Llevaba gruesos guardapiernas de cuero bajo los pantalones. Enredó una bufanda varias veces en torno a su cuello. Y llevaba carne para ofrecerle, más tentadora que la suya propia. No fueron necesarias, después de todo.

El viernes sería la noche; todo estaba dispuesto. Tan bien dispuesto, que no tenía nada que hacer entre las ocho de la noche y las dos de la mañana. Así que puso su reloj despertador con sordina y durmió.

No lo preocupaba absolutamente el robo. Ni el asesinato.

Avanzó por el callejón, tomando esta vez precauciones extras, para que nadie lo viera. Había suficiente luz de luna para que pudiera leer sonriendo el anuncio de: «Cuidado con el Perro», de la reja posterior.

¡Cuidado con el perro! Qué risa. Le dio un pedazo de carne a través de la cerca, le palmeó la cabeza mientras comía y luego escaló la verja y avanzó hacia la casa. Su palanca abrió una ventana con facilidad.

Subió en silencio la escalera hasta la alcoba del viejo e hizo lo que debía hacer, para poder abrir la caja de caudales sin peligro de ser oído.

El asesinato era necesario realmente, se dijo. Aturdido, aun atado, era posible que el anciano lograra dar la alarma. O podría reconocer a su atacante, aun en la oscuridad.

El arca ofreció más dificultades de las que había anticipado, pero no demasiadas. Antes de las tres, con una hora como factor de seguridad, la tenía abierta y el dinero estaba en su poder.

Fue sólo al atravesar el patio, después que todo había salido a la perfección, cuando Wiley Hughes empezó a preocuparse, preguntándose si habría cometido algún error. Tuvo un breve instante de pánico.

Pero después, cuando llegó a salvo a su casa, pensó en cada paso dado y no descubrió ninguna pista posible que condujera a la policía a sospechar de Wiley Hughes.

Dentro de la casa, en su santuario, contó el dinero bajo una luz que no debía verse desde afuera. El lunes lo pondría en una caja de seguridad que ya había rentado con un nombre falso.

Mientras tanto, cualquier lugar serviría para esconderlo. Pero no correría riesgos; tenía preparado un buen lugar. Esa tarde, había removido la tierra del jardín del patio posterior.

Manteniéndose oculto tras la cerca, para no ser visto en el caso remoto de que un vecino estuviera asomándose por una ventana, excavó un hueco en la tierra recién removida.

No necesitaba enterrarlo profundamente; un hoyo poco profundo en la tierra sería mejor y después de vuelto a llenar, no podría ser notado por ojos humanos. Envolvió el dinero en un papel encerado, lo enterró y cubrió el agujero con cuidado, no dejando ninguna señal.

Para las cuatro de la mañana, estaba en cama y permaneció acostado, pensando con placer en las cosas que podría hacer con el dinero, una vez que pudiera empezar a gastarlo sin peligro.

Eran casi las nueve cuando despertó, a la mañana siguiente. Y por un momento, tuvo otra vez una reacción de pánico. Por segundos que parecieron horas, yació rígidamente, tratando de recordar todo lo que había hecho. Lo examinó paso a paso y la confianza regresó poco a poco.

Nadie lo vio ni dejó ninguna pista posible.

Su habilidad para pasar más allá del perro sin matarlo, con seguridad desviaría las sospechas hacia otra parte.

Fue fácil, tan fácil para un hombre hábil, cometer un crimen sin dejar una sola pista. Fácil hasta lo ridículo. No era posible...

A través de la ventana abierta de su alcoba, oyó voces que parecían excitadas por algo. Una de ellas parecía la del policía del turno diurno. Entonces, el crimen debía haber sido descubierto, probablemente. Pero, ¿por qué...?

Corrió a la ventana y se asomó.

Un pequeño grupo de personas estaba reunido en el callejón, detrás de su casa, mirando hacia el patio. Bajó entonces la mirada y descubrió que estaba perdido. Sobre la tierra recién removida del jardín, esparcidos en violenta profusión, había un caos de billetes de banco, como plantas verdes que hubieran nacido demasiado pronto.

Y dormido en el pasto, con la nariz junto al destrozado papel encerado en el que Wiley le había llevado la carne y el que usó después para envolver los billetes de banco, se encontraba el perro negro.

El peligroso y maligno perro infernal, cuya amistad ganó tan completamente, que escapó, cavando por abajo de la cerca y lo siguió hasta casa.
Juanete
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Dom Jul 27, 2008 10:32 pm


Chaleco Seguridad Cnp

militariapiel.es
DANDOLE VUELTAS AL ASUNTO

Había algo al lado de la cama de Mister Nicholas Razatsky.

En la oscuridad llena de sombras producidas por la luz que atravesaba la lona, podía ser cualquier cosa. Podía ser incluso un antílope de dorados cascos.

Y en efecto, lo era.

Sabiendo que lo era, Mister Razatsky no se preocupó por ello. Se dio la vuelta y el camastro de lona crujió bajo su peso, pero no se rompió. Abrió un ojo perezosamente.

Algo le había despertado y no podía haber sido el antílope. Ya que éste era de madera. Estaba ahí, inmóvil, a pesar de estar sugiriendo movimiento ya que sus doradas pezuñas permanecían en el aire en posición de carrera y el cuerpo estaba atravesado por un tubo de metal que, procediendo del suelo, se sumergía en el estómago y saliendo de su lomo se perdía en la oscuridad del techo.

Mister Razatsky abrió el otro ojo y se incorporó apoyándose sobre el codo.

Más allá del antílope había una cebra risueña. Pero su sonrisa era de plástico. Era una hermosa cebra, mucho más bonita y brillante que los demás animales de madera, y mister Razatsky suspiró pensando cuándo podría sustituir todo su pequeño zoo por otros animales de plástico.

Detrás de la cebra había un caballo de crin plateada, y detrás del caballo la pared de lona que colgaba alrededor de la circunferencia que formaba el tiovivo en la noche.

Pero fuera lo que fuese lo que Mister Razatsky había oído, no podía haber sido ninguno de sus animales. Ni tampoco había sido un ruido procedente del resto de la feria. Fuera se oía ruido, ya que algunas de las atracciones aún funcionaban para clientes tardíos. Se oía mucho ruido en el exterior, así como el silbido de un fuerte viento que hacía ondear las lonas. Pero mister Razatsky se había acostado temprano aquella noche, y su oído ya se había acomodado al ruido exterior del tiovivo. Oía los ruidos desde fuera, pero éstos no le habrían despertado.

Aclaró su garganta y preguntó:

- ¿Hay alguien ahí?

Ninguna respuesta. Mister Razatsky suspiró y se levantó de la cama. Recorrió toda la plataforma, iluminó con su linterna primero el cisne y luego el elefantito. Sobre este último dormía un jinete borracho.

Mister Razatsky suspiró de nuevo. El acolchado de éstos parecía un imán que atrajera a los jinetes borrachos; el lugar ideal para dormir la trompa. Pero uno solo de estos jinetes beodos puede dejar hecho una porquería el entarimado de un tiovivo.

- Anda, Pete, despierta - le dijo, sacudiéndole el hombro hasta que el muchacho abrió los ojos.

- Vamos, Nick - murmuró soñoliento -. Deja dormir a un pobre huérfano.

- En otro lado de acuerdo - dijo Mister Razatsky -; toda la noche, pero en otro sitio. Y, ahora, adiós.

Cuidadosa, pero firmemente, levantó al borracho y lo echó de allí. Luego fue a sentarse en una esquina del camastro situado paralelamente a la cabina de mandos central del tiovivo.

Fuera se oía el golpeteo de las estacas al ser clavadas. Eso significaba que se acercaba viento, y que estaban doblando el número de estacas que sujetaban los mástiles más altos. Desde luego; ése no era ningún peligro para el tiovivo; ningún temporal normal tenía suficiente fuerza para derribarlo.

Pero el sonido de las estacas al ser clavadas le desveló. En lugar de volver a tumbarse, Mr. Razatsky se puso los zapatos y los pantalones - esos últimos estaban colgados del antílope - y salió al exterior.

El Gran Hernando, que tenía a su cargo el espectáculo de magia, estaba apoyado contra la caseta para venta de billetes del tiovivo, mirando cómo clavaban una estaca y escuchando el repiqueteo.

¡Spang, spangl Y luego más rápidamente, ¡spang, spang, spang! Y luego, ya con un sonido continuo mientras la estaca se clavaba en tierra firme como si ésta fuera mantequilla.

- ¿Se acerca viento, profesor? - gritó Mr. Razatsky dominando aquel estruendo.

El Gran Hernando se volvió.

- Sí, Nick - dijo -. No creo que sea nada, pero podría ser que sí. Estos se están asegurando.

Mister Razatsky asintió.

- ¿Qué hora es? - preguntó.

- Poco menos de las doce. Me voy a la cocina a tomar algo, ¿vienes?

- Ya nos veremos luego, profesor - dijo Mister Razatsky.

Se apoyó donde había estado el Gran Hernando mientras el ilusionista se alejaba por la avenida central.

Resultaba agradable sentir el viento en la cara y escuchar el rítmico martilleo sobre las estacas. Pero él no estaba pensando en nada de esto, ni tampoco en el café que podría tomar con el Gran Hernando.

Los pensamientos de mister Razatsky estaban en la caseta de los billetes sobre la que se apoyaba. Pero no en los billetes ni en las ganancias. Billetes y ganancias vienen por sí solos cuando se tiene la concesión de un tiovivo y cuando éste se lleva con fe y viviendo de una manera económica.

No era por razones financieras por las que la caseta sobre la que estaba apoyado era para Mister Razatsky una especie de relicario. Desde luego, por la tarde y por la noche la caseta contenía billetes, pero también contenía a la vendedora de los mismos, Margie Evans. Margie Evans era joven y bonita. Desde el principio de la temporada, cuando Mister Razatsky la empleó para vender billetes, éste pasó más tiempo sobre las nubes que sobre el propio tiovivo.

Jamás le había dicho ni una palabra, nunca lo haría. Era completamente ridículo pensar que un tipo como él pudiese conquistar nunca una chica como Margie.

Pues Margie era una visión y un sueño. Era rubia y su pelo era como seda dorada, y sus ojos castaños y brillantes, aunque suaves como aquella mano que, una vez hacía ya mucho tiempo, rozó accidentalmente la suya.

Sí, la dorada Margie era demasiado bonita para un trotamundos cuarentón y gordo, procedente de Lituania, que nunca podría siquiera llegar a hablar bien el inglés. Bueno, quizá no era gordo, Mister Razatsky se consoló, pero de todos modos sí era rechoncho y regordete, lo que casi era peor ya que resultaba ridículo.

Además, también había el hecho de que Margie trabajaba para él y si en alguna ocasión él le dijera algo o intentara llevarla a cualquier parte o lo que fuera, la joven pensaría que él, se aprovechaba de su posición de jefe, ¿no es cierto?

Sí, era desconsolador. Tan pocas esperanzas tenía que incluso se alegraba de que últimamente el joven Mister Nesterman hubiese estado rondando alrededor de la caseta de los billetes. Toby Nesterman era el sobrino del viejo Burman, el dueño de la feria. Quizá algún día también Toby sería el dueño, por lo menos de una parte de la misma. Y Toby Nesterman, además, era un chico simpático; haría buena pareja con Margie.

Los que clavaban las estacas se habían retirado más allá de la tienda del prestidigitador y la avenida estaba desierta. Mister Razatsky suspiró y se encaminó hacia la cocina situada al fondo de la feria. Todas las casetas estaban a oscuras exceptuando el vagón oficina, ubicado en el centro de la avenida, justamente después de la tienda de tiro al blanco y la cocina. Había sido un buen día, y Walter Schmid, el cajero y contable, debía estar trabajando aún en sus libros.

Jay Coulin, el vigilante, estaba sentado en el estribo del vagón oficina con la espalda apoyada en el mismo.

- ¡Hola, Jay! - dijo Mister Razatsky, y el vigilante hizo ademán de levantarse con lo que casi se cayó del estribo. Sonrió avergonzado.

- Hola, Nick; debí dormirme. Menos mal que eras tú y no el jefe.

Mister Razatsky agitó un dedo gordinflón en su dirección y continuó andando. Realmente, el jefe se acercaba. Asa Burman y su sobrino, Toby Nesterman, estaban cruzando la avenida en dirección al vagón oficina. Mister Razatsky les esperó con intención de charlar un rato.

- Hola, Nick - dijo el propietario de la feria, y luego gritó en dirección al coche oficina, situado a unos pasos:

- Eh, Schmid, ¿has acabado ya?

Toby se acercó a Mister Razatsky.

- Nick - dijo -, mañana verás a Margie, y yo estaré fuera de la ciudad, ¿querrás decirle...?

Asa Burman se había encaminado hacia la puerta del coche oficina y la había abierto. Un repentino sonido, apenas articulado, procedente de él hizo volverse a Toby Nesterman y a Mister Razatsky para ver qué ocurría.

- Llamad al médico - dijo Burman, y entró rápidamente en el vagón.

Detrás de Burman, Mister Razatsky pudo ver al pequeño Walter Schmid, el contable, echado en el suelo en una posición extraña frente a la caja fuerte. La caja estaba abierta.

Mister Razatsky giró sobre sí mismo para dirigirse hacia el coche del doctor, pero Toby también lo había visto y era más joven y con mejores reflejos. Ya casi había cruzado la avenida en dirección contraria a la que viniera.

Por lo tanto, Mister Razatsky volvió al coche oficina.

- Toby ha ido ya a buscarlo, Mister Burman - dijo -. ¿Puedo hacer algo?

Burman había estado agachado junto al contable. Se levantó y volviéndose dijo:

- Está muerto, Nick, y el dinero ha desaparecido... la recaudación de hoy.

De repente, Mister Razatsky dio un salto, pues una voz, por encima de su hombro, dijo:

- Lo han asesinado.

El Gran Hernando estaba allí, a pesar de que Mister Razatsky no lo había visto ni oído llegar.

- Será mejor no tocar nada, Asa - añadió el ilusionista -, y que llamemos a la policía.

Asa Burman salía del coche.

- No toquéis nada - gruñó.

Luego, una vez ya en el suelo, se volvió hacia el desencajado vigilante.

- Tú, Jay - dijo -, ¿dónde demonios estabas?

Jay Coulin se lamió nerviosamente los labios.

- Creo que me había dormido, mister Burman. Era temprano, había gente por ahí, y pensé que...

- ¿Cuándo viste a Schmid por última vez? - preguntó Hernando.

- A... a medianoche. Oí las campanadas de un reloj de la ciudad. Él se encontraba perfectamente entonces.

Asa Burman levantó la muñeca para mirar la hora.

- Sólo son las doce y media, ahora. Corre a ese bar que no cierra en toda la noche y llama a los policías. Diles que han desvalijado nuestra caja fuerte. No menciones la palabra crimen.

Contento, a pesar de todo, de poder escapar, el vigilante se volvió y corrió por la avenida.

Hernando miraba curioso hacia el interior de la iluminada oficina.

- ¿Por qué no, Asa? - quiso saber - Lo han asesinado, ¿no?

- No veo en él ninguna señal y además sufría del corazón. El año pasado tuvo un par de ataques. Mi opinión es que murió de esta forma, y que alguien lo encontró ya muerto, y viendo a Jay dormido, se largó con el dinero.

Mister Razatsky asintió sobriamente y deseó que Mister Burman estuviera en lo cierto. Un asesinato, quizá llevado a cabo por cualquiera de los compañeros, no era una cosa agradable en la que pensar. Bastante molesto era ya un robo.

Una muchedumbre de curiosos, casi todos de la feria, estaba reuniéndose ya alrededor del vagón. De alguna forma, la voz había corrido hasta la cocina donde la mayoría de aquellos que aún estaban despiertos se habían reunido.

Había excitación y curiosidad entre la muchedumbre, pero no pena. Walter Schmid había sido un hombrecillo áspero y de lengua afilada, y nunca había intentado ganarse la amistad de los compañeros. Simplemente, había sido una máquina calculadora en lo que se refería a sus compañeros de feria. Pero nunca uno de ellos.

Luego se oyeron sirenas gimiendo en la noche y los policías entraron empujando a los que rodeaban el vagón oficina.

Mister Razatsky se dirigió a la cocina, pidió un café y, después de pensarlo, una hamburguesa. Mientras comía, otros compañeros regresaron. Algunos de ellos con cantidad de noticias.

La policía se había instalado en uno de los coches y estaba interrogando a los hombres de la feria. La policía aseguraba que se trataba de un crimen. La policía decía que no había sido asesinato; el cadáver no mostraba ninguna señal. La policía había encontrado la pistola con que le habían disparado, tirada en el suelo del vagón donde el asesino la había dejado caer. Habían encontrado algunas cuerdas con las que el asesino pensaba atar a Schmid. El forense había dicho que Schmid había muerto de un ataque al corazón; se había encontrado el dinero. Había un escondrijo cerca del cadáver donde el asesino lo escondió. Aún no se había recontado el dinero. Nadie sabía con exactitud de qué cantidad se trataba, pero se hablaba de un millar de dólares en papel y doscientos en moneda.

La policía había detenido a Toby Nesterman por asesinato, después de encontrar parte del dinero debajo de su cama.

- ¿Estás de broma, no? - dijo mister Razatsky.

Dejó, sobre el plato, cuchillo y tenedor y alzó la vista hacia el Gran Hernando, quien había traído las últimas noticias. Había tristeza en los ojos de Mister Razatsky, mientras el ilusionista agitaba la cabeza.

- No - dijo Hernando -, no estoy de broma, Nick; se lo llevaron a la comisaría para ficharlo.

- Pero esto es absurdo - dijo Mister Razatsky -. Estaba con su tío cuando Asa entró y vio a Schmid.

Hernando se encogió de hombros.

- Desde luego, pero sólo hacía un minuto que se había reunido con Asa, y no tenía ninguna coartada para la media hora anterior al suceso.

- Tampoco la tengo yo, profesor - dijo mister Razatsky -, y no me han detenido.

- Tampoco han encontrado el dinero en tu cama.

- ¡Bah! - dijo mister Razatsky -. Alguien pudo ponerlo ahí para cargarle las culpas.

- Hay más pruebas, Nick. No sé exactamente cuáles son, pero la policía parece ya completamente satisfecha con ellas.

- ¡Bah! - repitió mister Razatsky -. Toby Nesterman es un buen chico. Es tan capaz de matar a una persona como cualquiera de los caballos de mi tiovivo de morderme.

- No están seguros de que él quisiera matar a Schmid - explicó Hernando -. Iba a atarlo cuando la impresión de ser atracado acabó con el débil corazón de Schmid. Quizá sólo ha sido homicidio casual.

- Es absurdo - dijo Mister Razatsky -. Por la mañana se darán cuenta de la equivocación y lo veremos volver.

Pero a la mañana siguiente aún no lo hablan soltado. Ni tampoco a la una del mediodía, cuando ya iba a ponerse en marcha el tiovivo, había vuelto Toby. Los rumores entre la gente de la feria eran de que la policía lo acusaba de robo a mano armada, pero que empleaba la estratagema de acusarlo de homicidio casual para asustarlo y conseguir así una confesión.

Mister Razatsky agitó lentamente la cabeza y se dirigió hacia la caseta de las entradas.

- Margie - dijo.

- ¿Sí, Nick?

- Él no lo hizo, puedes estar segura. Toby es un buen muchacho y no un ladrón. Se darán cuenta de que están en un error.

No la miró directamente, sino al rollo de billetes que había sobre la tarima. Le preguntó:

- ¿Te gustaría tener el día libre, quizá? Puedo encontrar a alguien que me venda las entradas.

- No, Nick, gracias. Temo que no pueda hacer nada para solucionarlo.

- Ve a verlo, quizá. Le hará sentirse mejor. Le... le gustas, Margie. Si él supiera que tú no crees que lo haya hecho...

- Ya lo sabe, Nick. Esta mañana lo he visto durante unos pocos minutos.

- Oh - dijo Mister Razatsky. Y luego -: ¿Cómo se encontraba, Margie?

- Bastante triste y amargado. Dice que alguien quiso echarle las culpas, colocándole en una situación difícil. Teme que vayan a acusarle de ello.

- No lo harán, Margie - dijo Mister Razatsky.

Puso convencimiento en su voz, más del que realmente sentía. Dio una patada al polvo que había frente a la casetas, sin apenas atreverse a mirar a Margie Evans cara a cara.

Luego miró a su alrededor como queriendo contar la gente que se encontraba en la avenida, y dijo:

- No vendas más billetes, Margie. Me voy a ver a Asa para un asunto.

Asa Burman se encontraba batallando con los libros en el coche oficina cuando Mister Razatsky llamó a la puerta. Miró hacia ella y dijo:

- Adelante, Nick.

Su voz sonaba a cansancio y vejez.

Mister Razatsky entró.

- Mister Burman - dijo -, Toby no robó ese dinero. Es un buen chico.

- Ojalá pudieras probarlo, Nick. La cosa está cada vez más negra para él. Temo que incluso le acusen de homicidio casual.

Algo en el tono de voz del dueño de la feria hizo que Mister Razatsky lo mirase más de cerca, y lo que vio en la cara de Asa no le gustó. Era desconfianza. El caso contra Toby debía de estar realmente muy enredado, pensó, ya que el propio tío del muchacho no estaba completamente seguro de su inocencia.

- Pero, ¿por qué, mister Burman, tenía que desear dinero Toby y de esta forma? - protestó mister Razatsky.

Burman movió la cabeza.

- No tenía por qué. Pero parece ser que él jugaba, o al menos así lo explica la policía.

- Lo que cuenta la gente por aquí cada vez es más embrollado, mister Burman. En realidad, ¿qué tiene la policía en contra de él?

- Está negro el asunto. Encontraron aquí una pistola con sus huellas. Era la pistola de Toby; la tenía para tirar al blanco. Y encontraron el saquito de la moneda bajo su cama. Pero no los billetes; aún no los han encontrado.

Mister Razatsky torció el gesto, pensativo, intentando hallar sentido a todo aquello.

- ¿Y qué opina la policía?

Asa Burman se reclinó en la silla.

- Dicen que vino aquí con la pistola y unas cuerdas. Pensaba golpear a Schmid en la cabeza con la pistola y luego atarlo para escapar con el dinero. Quizás, dicen, llevaba puesta una máscara o un pañuelo sobre la cara para que Schmid no lo reconociese, o quizás pensó que no dejaría que Schmid lo mirase. La silla de Schmid estaba de espaldas a la puerta y él pudo abrirla silenciosamente y entrar sin ser visto.

- Comprendo - dijo mister Razatsky -. La policía cree que la impresión al sentir una pistola apoyada en su espalda...

- Sí. Schmid yacía precisamente donde hubiera estado de caer desde su silla, eso tiene sentido. Dicen que Toby cogió el dinero, pero se asustó y olvidó la pistola y las cuerdas. Las había colocado en el suelo para auscultar a Schmid y ver si tenía que atarlo. Y luego se asustó y se olvidó de ellas después de haber cogido la pasta.

- Pero alguien - protestó Mister Razatsky - pudo dejar ese dinero bajo la cama de Toby, y llevarse los billetes. ¿Cuánto papel había?

- Unos novecientas sesenta. Schmid había ingresado un total de once mil veintitrés, siendo el resto moneda. Creen que quizás Toby certificara los billetes a su nombre a cualquier dirección, sin poder hacerlo con la moneda.

Mister Razatsky frunció el ceño.

- Eso es absurdo, ¿no? Si se arriesgó a guardar la moneda, ¿por qué certificó el resto?

Mister Burman suspiró.

- Ellos tienen una respuesta para eso también. Si se encontraba la moneda, él alegaría que otro la había colocado allí. Si no la encontraban, también tendría ese dinero. ¡Si no hubiera olvidado la pistola con sus huellas!

- Pero alguien pudo colocar allí la pistola...

- Sí - asintió Burman -, alguien pudo hacerlo.

Mister Razatsky se dio cuenta de que el dueño de la feria deseaba poder creerlo.

Tristemente, mister Razatsky regresó a su tiovivo. Evitó la caseta de los billetes. Apretó el interruptor y el órgano comenzó a emitir la canción «El tiovivo se ha estropeado». Sonó toda la tarde hasta el anochecer y los pensamientos de Mister Razatsky, junto con su cuerpo, giraban con él.

A veces le parecía, y hoy era uno de esos días, que el tiovivo era un oasis, un punto estacionario en un camino y en un mundo que giraban a su alrededor. Al cabo de un rato reaccionó para recuperar su alegría habitual, sonriendo y bromeando con los niños, pero alguna vez se olvidó de recoger los billetes para la segunda vuelta.

En el intervalo de calma entre el gentío de la tarde y el gentío de la noche, vino Hernando. Se reclinó contra el cisne y movió la cabeza apesadumbrado.

- Parece que la cosa se le presenta mal a Toby, Nick - dijo.

- ¿Algo nuevo?

- Nada. Pero mañana deshacemos esto.

- ¿Y qué tiene que ver esto con que a Toby le vayan peor las cosas? - quiso saber Mister Razatsky.

- Nos vamos. Mira, suponte por un momento que Toby no lo hubiera hecho. Bien, los polizontes están seguros de que lo hizo. Ellos siguen buscando el resto de la pasta, pero si no la encuentran cuando la feria se traslade, renunciarán a ello y Toby será condenado con toda seguridad cuando lo juzguen.

- Hummm - dijo mister Razatsky.

Dirigió la mirada hacia la caseta de las entradas. Margie. acababa de salir, pero la caseta aún guardaba el calor de su presencia.

- ¿Quieres decir con eso que no le queda a Toby ya ninguna esperanza? - preguntó.

- Ninguna, mientras no puedan colgar el muerto a cualquier otro. Quiero decir, mientras no descubran al que realmente lo hizo..., si es que Toby no lo hizo.

Mister Razatsky suspiró.

Estuvo pensando en ello mientras cenaba, y pensándolo tampoco logró mejorar la situación ni un ápice. Toby Nesterman no lo había hecho. Toby no habría hecho una cosa como ésta, un muchacho tan estupendo como Toby. Pero entonces ¿quién lo hizo? ¿Quién más podía haberlo hecho?

Mister Razatsky deseó haber nacido detective, pero se daba cuenta de que no era así. No tenía ni la más ligera idea de lo que realmente había sucedido la noche anterior. Alguien se había largado con novecientos sesenta dólares, colgándole las culpas a Toby, pero por el momento el dinero aún estaba perdido por ahí, lejos del lugar. Ese dinero ayudaría a pasar el invierno a alguien, y el ladrón probablemente no se acercaría a él hasta que hubiese acabado la temporada.

Cuando ya oscurecía volvió de nuevo al tiovivo. Margie aún estaba en la caseta de las entradas. Mister Razatsky apoyó el codo en el umbral y comenzó a dar puntapiés contra la tierra.

- Margie - dijo en tono preocupado.

- ¿Sí, Nick?

- Él... él no lo hizo, Margie.

- Ya sé que no lo hizo, Nick. Él me lo dijo.

Mister Razatsky suspiró y no se le ocurrió nada más por lo que dio media vuelta y se fue con paso rápido.

Aquella tarde el tiempo amenazaba tormenta, por lo que apenas habla venido público a la feria. El negocio se presentaba malo, y el tiovivo estuvo sin funcionar la mayor parte del tiempo. Mister Razatsky tuvo muchas oportunidades para meditar, en los intervalos en que no había entradas que recoger.

A pesar de ello dejó que la música continuara sonando. Su cerebro funcionaba mejor mientras el órgano jadeaba. «Si conocieras a Susie» o «Un viejo disco gira en el gramófono». Una de aquellas veces llegó a creer que estaba a punto de conseguir una buena idea y puso en marcha el tiovivo sin que hubiera ni un solo cliente, dejándolo girar y girar, apoyado sobre la brillante cebra que él acababa de sustituir por el caballo que se había estropeado. Había comprado aquella cebra a Walter Schmid, el contable que ahora estaba muerto, y eso fue lo que le sugirió la idea.

El tiovivo, Mister Razatsky y la cebra no dejaron de girar, mientras él pensaba en todos los detalles de su idea dándose cuenta al fin de que daría buen resultado. De todas formas, únicamente cabía un posible obstáculo, y éste podría resolverse consultando con Asa Burman. Sí, mister Burman lo sabría.

A las diez y media le dijo cortésmente a la chica:

- Creo que vamos a cerrar, Margie. Con tan pocos clientes, perdemos dinero haciendo funcionar esto.

Colocó la lona alrededor del tiovivo y luego se dirigió al coche oficina.

- Asa - dijo -, tú conocías bien a Schmid, ¿no?

- ¿A Schmid? ¿Bien?

El dueño de la feria observó con curiosidad a mister Razatsky.

- Bastante bien, desde luego. Era un tipo extraño.

- ¿Estaba casado? ¿Tenía familia?

- No, ni un solo pariente; no tuvimos que notificárselo a nadie. Estuve revolviendo sus cosas para asegurarme ¿Por qué?

- Simplemente, me preguntaba a quién habría ido a parar su dinero.

- No tenía a nadie que se preocupase de ello. Había comprado esa vieja tienda donde Sullivan da las representaciones y estaba a punto de vendérsela nuevamente a un restaurador. Las lonas no habían sido bien cuidadas y estaban podridas. Y no podía demandar a Sullivan, ya que éste estaba en franca bancarrota.

- Humm - dijo Mister Razatsky, pensativo -. Eso aún nos conviene más. ¿No es verdad?

- ¿Qué es lo que nos conviene más, Nick?

- Nada, nada. Sólo estaba pensando en voz alta.

Mister Razatsky aún meditó un poco sobre ello antes de acostarse, y luego se durmió profundamente.

Se levantó temprano y fue a la ciudad. En el banco local retiró el valor de un cheque de mil dólares.

Una vez en privado, tras las lonas del tiovivo, dividió el dinero en dos rollos. El de cuarenta dólares se lo metió en el bolsillo.

Cuando a la una llegó Margie Evans para abrir la ventanilla, tenía ya por completo madurada su idea.

- Margie - dijo con voz temblorosa.

- ¿Sí, Nick?

La joven le dirigió una sonrisa.

- Mira, Margie, antes de abrir la ventanilla, ¿querrías acercarte a la farmacia y llamar a la policía? Diles que me gustaría hacerles una sugerencia sobre el robo.

Sus ojos mostraron curiosidad, pero no preguntó qué sugerencia era ésa.

- ¿Por qué no, Nick? Pero creo que el capitán Burdick, el que se hizo cargo del caso..., creo que ahora anda por aquí. Lo vi dirigiéndose... Un momento, voy a ver.

Mister Razatsky observó el gracioso movimiento de la falda de Margie mientras ella se dirigía hacia el otro extremo de la avenida y dio un suspiro. «Nada de tonterías, Nick», tuvo que decirse para sus adentros.

Sonreía cuando ella volvió acompañada de la ley.

- ¿Y bien? - preguntó el capitán Burdick.

- Solamente una idea - dijo mister Razatsky -. Quizá no tenga ningún valor, pero en todo caso, si no lo tuviera sería yo quien perdería veinticinco dólares.

- Veinticinco dólares de qué?

- El precio de la cebra - dijo mister Razatsky.

- ¿Cómo? ¿Qué dice de una cebra?

- Tendremos que romperla - dijo mister Razatsky.

El capitán Burdick se quitó el sombrero para rascarse la cabeza. Se volvió hacia Margie y dijo:

- ¿Está bien de la azotea ese tío, señorita?

- No - contestó Mister Razatsky -. No estoy chalado. Tengo la impresión de que el dinero podría estar dentro de la cebra. El dinero que robaron de la oficina.

El capitán Burdick intentó rascarse la cabeza de nuevo, descubriendo que se había vuelto a poner el sombrero.

- Caballero - dijo -, por lo que a mí respecta puede usted romper cuantas cebras le plazca, pero ¿qué le hace pensar que el dinero está en su interior? ¿Quién lo puso ahí? ¿Nesterman?

- Nesterman, Toby, no sabía que la cebra fuera hueca. Fue Schmid.

- ¿Schmid? ¿El muerto? ¡Usted está loco!

- No - contestó mister Razatsky con firmeza -. No estoy loco. Mire, ese Schmid había quebrado. Consiguió algún dinero comerciando con otras ferias, pero tuvo mala suerte y quebró. Usted ya lo sabia, ¿verdad?

- Desde luego...

- El fin de la temporada se acerca y él se encuentra sin nada con que pasar el invierno, y necesita dinero. Quizá podría robarse a sí mismo. Sería fácil. Sólo necesitaba a alguien sobre quien cargar las culpas para que no se sospechase de él, y eligió a Toby, ¿no es lógico?

- Pudo elegir a Toby, pero, ¿cómo se las arregló él para...?

- Ahora llegábamos a eso. Él pudo abandonar el coche cuando nadie le veía y esconder el dinero.., los billetes. Y pudo colocar las monedas debajo de la cama de Toby, y coger su pistola de tal forma que no se borrasen las huellas de su dueño. Las cuerdas podía haberlas tenido ya preparadas en el vagón.

- ¿Y por qué no se ató también a sí mismo? - preguntó el capitán -. Mire, eso es posible; de acuerdo; pero fue la impresión de sentir el cañón de un revólver apretado contra su espalda lo que hizo que su corazón fallase.

- Pudo ser así, desde luego. Pero la excitación hace que el corazón también lata más rápido. Demasiado rápido. Un hombre con el corazón delicado no debería intentar ningún acto delictivo, ¿no es cierto? De nuevo en el vagón, preparó las cuerdas. Está a punto de atarse, pero su corazón late fuerte debido a su excitación. Late demasiado rápido y antes de estar completamente preparado, quizá oyese acercarse a alguien.

- ¿Quién?

- Yo - dijo mister Razatsky -. Precisamente un poco antes me habían despertado los pasos de alguien que entraba en el tiovivo. Ese alguien pudo ser Schmid, al ir a esconder el dinero en el interior de la cebra de plástico. El resto de mis animales son de madera. La boca de la cebra tiene un boquete y el dinero pudo ser introducido en el mismo.

El capitán Burdick recorrió con la mirada toda la gama de animales hasta descubrir la brillante cebra.

- Me cuesta creerlo - dijo dudoso -, pero...

- Quizá no le cueste tanto - dijo Mister Razatsky -. Acababa de comprar la cebra a Schmid poco tiempo atrás. Él conocía al propietario de un tiovivo estropeado, y cuando mi caballo se rompió me ofreció conseguirme uno por veinticinco dólares. Así pues, él sabía que era de plástico y hueco. Nadie más que él podía saberlo, ni siquiera Toby. Pero para Schmid resultaba un escondrijo perfecto, ¿verdad?

- Si usted lo dice... - rezongó el capitán Burdick -. Es idea suya.

- Y también es mía la cebra. Pero creí que usted debía estar presente cuando la rompiese. - Mister Razatsky suspiró -. Voy a buscar un martillo...

Encontró uno junto al motor, en el centro del tiovivo. Lo levantó y echó una última mirada a su cebra. Sin duda, era el miembro mejor parecido y más brillante de su pequeño zoo.

Golpeó con fuerza. Era un martillo casi tan pesado como una maza, y el primer trabajo de Mister Razatsky en la feria consistió en clavar estacas. Aún tenía buenos músculos.

La cebra tembló y cayó hecha añicos. Todos miraron entre los pedazos.

- Bien, me temo que se ha quedado usted sin cebra - dijo el capitán Burdick.

- Un momento - dijo mister Razatsky -. Las patas. También son huecas.

Recogió una de las patas traseras y la agitó con fuerza. Y luego la otra.

- No habría llegado hasta aquí - dijo Burdick - de haberlo introducido en la boca.

A todas luces, sin ninguna esperanza, recogió una de las patas delanteras y la sacudió. Cayó al suelo un fajo de billetes atado en el centro por una banda de papel, la clase de banda empleada en la oficina..., y también un grueso fajo sujeto por una goma.

El capitán Burdick articuló una exclamación reprimida y se agachó para recoger ambos fajos, sin fijarse en la expresión de asombro de Mister Razatsky quien permanecía a su lado con la boca y los ojos completamente abiertos.

Echó una rápida ojeada a los fajos de billetes.

- ¿Qué demonios...? Hay más de novecientos en éste.

Retiró la banda de goma y rápidamente contó el otro fajo.

- Y aproximadamente la misma cantidad en este otro. Tenía entendido que sólo habían robado novecientos sesenta dólares.

Mister Razatsky abrió la boca para decir algo pero, no ocurriéndosele nada, volvió a cerrarla. Tragó saliva e intentó de nuevo.

- Yo... bueno, yo... - fue lo único que pudo decir.

- ¡Nick! - Era la voz de Margie, y él se atrevió a mirarla a la cara, viendo que brillaba como el oro al igual que su cabello -. Nick... yo... comprendo lo que ha pasado. Déjame que se lo explique por favor. Él merece una... oh, espérame fuera un momento.

Contento de poder escapar, Mister Razatsky pasó agachándose bajo la lona yéndose a reclinar contra la caseta de los billetes. Margie volvió al cabo de unos minutos y le alargó el fajo de billetes.

- Nick, pedazo de tonto - dijo.

Pero el tono de su voz hizo que a Mister Razatsky no le preocupara lo que ella le había llamado.

Sonrió avergonzado y se encogió de hombros mientras recogía su fajo de billetes.

- Margie - dijo -, yo sólo pretendía ayudar.

- Nick Razatsky, ¿estás enamorado de mí?

Ya no tuvo miedo al mirarla esta vez. Aclaró su garganta de algo que no le permitía hablar y asintió ciegamente.

- Pero, Margie, yo jamás hubiera soñado en molestarte. Quería que tú y Toby fuerais felices.

- Soñar es lo único que tú has hecho siempre. Y precisamente como Toby mosconeaba por aquí tú pensaste que yo estaba... ¿Por qué no me dijiste nunca nada?

Restregó sus manos, indefenso.

- Soy demasiado viejo para ti, Margie. Tengo treinta y siete años y tú solamente veintiuno o veintidós, yo sólo soy un gran...

- ¡Tonto! - acabó ella por él -. Tengo veintinueve años, Nick. Y soy libre e independiente. Y yo... creo que tú eres un chico estupendo.

Aun sin atreverse a creer lo que estaba oyendo, levantó la vista y encontró los ojos de ella. Acercó sus manos, sin darse cuenta, hacia las de ella, olvidando o no importando el que estuvieran en medio de la avenida. Pero ella lo eludió, pues las mujeres tienen siempre más práctica en eso. Y ya desde el refugio constituido por la caseta de las entradas le dirigió una sonrisa.

- La gente está viniendo, Nick. Será mejor que pongas en marcha el tiovivo.

Permaneció allí mirándola durante un momento, y luego dio la vuelta y caminó, casi a ciegas, hacia aquella lona de seda bordada que apartó revelando un carrusel de oro macizo de relucientes animales, briosos corceles de jade y laspislázuli con rubíes en lugar de ojos.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor zeppelin60 » Lun Jul 28, 2008 2:32 pm


¿Quieres ser Policía Nacional?

Prepárate con los mejores
joyfepolferes.es
Juanete escribió:De policías y ladrones

-¡Suelta el arma y tírate al suelo! -gritó O' Connors, detective del distrito 5ª de Manhattan-. Así es, muy despacio; separa las piernas y coloca las manos a la espalda.
Apresó las mismas con sus esposas y comenzó a recorrer el cuerpo del sujeto -ahora indefenso-, con la palma de la mano izquierda como había hecho cientos de veces; pero en esta oportunidad, con una satisfacción indescriptible. No dejó geografía del cuerpo sin inspeccionar; su experiencia le decía que así debía hacerlo. O' Connors, había trabajado en el caso durante más de un año y medio y, recreado en su mente este momento, hasta el más ínfimo detalle.
Su respiración agitada, era una muestra clara de la excitación que le causaba: el ponerle fin a aquello que, le había ocasionado tantas noches de insomnio, entre humo de cigarro y whisky barato.

El detective O' Connors y su compañera, la detective Burke, hicieron el amor toda la noche. Por la mañana él le quitó las esposas y acordaron repetir aquel juego: de policías y ladrones.



recibimos una llamada de un ciudadano diciendo que el portero de una discoteca portaba una pistola, dice que es un individuo de color, 190, y con un abrigo marron.
nos dirigimos al lugar tres vehiculos, me hacerco al individuo con la mano en mi pistola, le pido que se quite el abrigo, el cual lo coge un compañero para inspeccionarlo...no habia nada en el.
otro compañero comienza el cacheo, llegado el momento le toca el tobillo derecho y sube para arriba, al llegar a la rodilla el compañero dio un extraño chillido y se retiro del individuo, el cual tenia una sonrisa de oreja a oreja.
no se como terminaron al noche el compañero y el tio, pero lo del individuo no era una pistola, era una recortada el mamon.
os podeis imaginar las risas de todo el grupo cuando lo contabamos luego.

un saludo
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Lun Jul 28, 2008 7:27 pm


Gc Edicion 175 Aniversario

gafaspolicia.com
De vida y contra incendio

El señor Henry Smith oprimió el timbre de la puerta. Permaneció mirando su imagen reflejada en el cristal de la misma. Una persiana verde estaba bajada detrás del cristal y la imagen era bastante clara.

Le mostró un hombrecillo de anteojos con arillos de oro, de los que se detienen sobre la nariz, vestido con un traje conservador, de tela de color gris banquero.

El señor Smith sonrió afablemente a la imagen reflejada y la imagen le devolvió la sonrisa. Notó que el nudo de la corbata del hombrecillo reflejado en el cristal se hallaba desviado medio centímetro; enderezó su propia corbata y la imagen reflejada hizo lo mismo. El señor Smith oprimió el timbre por segunda vez. Entonces decidió que contaría hasta cincuenta y si nadie contestaba para entonces, sería que nadie estaba en casa. Había contado hasta diecisiete, cuando oyó pasos detrás de él, sobre los escalones del pórtico y volvió la cabeza.

Un traje a cuadros chillantes iba subiendo los escalones del pórtico. El señor Smith decidió que el hombre que se hallaba dentro del traje debía haber dado vuelta desde un lado o de atrás de la casa, pues el lugar estaba aislado, casi a kilómetro y medio de los vecinos más cercanos y no había ningún otro lugar de donde pudiera haber venido Cuadros.

El señor Smith se quitó el sombrero, mostrando un punto de calvicie únicamente de tamaño mediano, pero muy brillante.

- Buenas tardes - dijo -. Mi nombre es Smith. Yo…

- Levántelas - ordenó Cuadros, lúgubremente.

Tenia la mano hundida en el bolsillo del lado derecho de su saco.

- ¿Eh? - la voz del hombrecillo fue inexpresiva por completo -. ¿Que levante qué? Lo siento, en realidad, pero yo no...

- No trate de ganar tiempo - insistió Cuadros -. Levante los guantes y entre a la casa.

El hombrecillo de los lentes con arillos de oro sonrió. Levantó las manos a la altura de sus hombros y volvió a ponerse el sombrero gravemente. Cuadros había sacado a medias la mano de su bolsillo y la gran automática que llevaba pareció, desde el punto de vista del señor Smith, un pequeño cañón.

- Estoy seguro de que debe haber algún error - dijo el señor Smith, sonriendo ahora sin mucha convicción -. No soy ningún ladrón, ni...

- Cállese - lo interrumpió Cuadros -. Baje una mano con cuidado, abra la puerta y entre. No está cerrada con llave. Pero muévase con cuidado.

Siguió al señor Smith al vestíbulo.

Un hombre rechoncho, con cabellos negros y desordenados y cara grasienta, estaba esperando en el interior. Miró con furia al hombrecillo y luego se dirigió a Cuadros, por encima del hombro del primero:

- ¿Cuál es la idea de traer a este tipo? - preguntó.

- Creo que es el sabueso del que nos hemos estado cuidando, jefe. Dice que se llama Smith.

Cara Grasienta frunció el ceño, mirando primero al hombrecillo de los lentes con arillos de oro y luego a Cuadros.

- Diablos - dijo -, ése no es un detective. Hay muchas personas que se apellidan Smith. ¿Y por qué había de usar su nombre real?

El señor Smith se aclaró la garganta.

- Caballeros - comenzó, con un leve énfasis en la palabra - parece que sufren alguna confusión. Soy Henry Smith, agente de la Compañía Falange de seguros de vida y contra incendio. He sido transferido a este territorio y estoy haciendo un recorrido de rutina.

»Vendemos ambos tipos mayores de seguros, caballeros, de vida y contra incendio. En cuanto al propietario de la casa, tenemos una póliza combinada que es una auténtica innovación. Si me permiten usar las manos, para sacar el libro de tarifas de mi bolsillo, les mostraré con gusto lo que tenemos para ofrecerles.

La mirada de Cara Grasienta estaba oscilando nuevamente entre cuadros y el agente de seguros.

- Tonterías - dijo, muy disgustado.

Entonces, su mirada se fijó en el hombre de la pistola y su voz se hizo más fuerte.

- Mico tonto - exclamó -. ¿No tienes ojos? ¿Parece este tipo un...?

La voz de Cuadros fue defensiva.

- ¿Cómo iba a saberlo, Eddie? - se lamentó y el agente de seguros sintió que disminuía la presión de la automática contra su espalda -. Me dijiste que esperábamos la llegada de ese sabueso, Smith, y que era un tipo bajito. Y podía haberse disfrazado, ¿no? Y si llegaba, no vendría enseñando su insignia ni nada de eso.

Cara Grasosa gruñó:

- Bueno, bueno, ya lo hiciste. Tendremos que esperar a que regrese Joe, para estar seguros. Joe conoce al Smith que nos dijeron que vendría.

El hombrecillo de los anteojos con arillos de oro sonrió más confiadamente.

- ¿Puedo bajar los brazos? - preguntó -. Es bastante incómodo tenerlos así.

El hombre rechoncho afirmó con movimientos de cabeza. Ordenó a Cuadros:

- Pero cachéalo de todos modos, para estar seguros. El señor Smith sintió que una mano palpaba sus bolsillos rápida y expertamente, primero de un lado y luego del otro. Notó maravillado que el contacto fue tan leve, que tal vez no lo habría notado, si las palabras del hombre rechoncho no lo hubieran hecho esperarlo.

- Muy bien - dijo la voz de Cuadros detrás de él -. Está limpio, jefe. Creo que metí la pata.

El hombrecillo bajó las manos y luego sacó del bolsillo interior de su saco de color gris banquero un libro empastado en piel. Era un libro de tarifas, con las esquinas de las hojas dobladas.

Lo hojeó y luego levantó la mirada, sonriendo.

- Deduzco - empezó -, que la ocupación de ustedes, caballeros, cualquiera que sea, es peligrosa. Temo que nuestra compañía no estará interesada en venderles las pólizas de seguro de vida, por ese motivo.

»Pero nosotros vendemos ambas clases de seguros, de vida y contra incendio. ¿Alguno de ustedes es el dueño de esta casa, caballeros?

Cara Grasienta lo miró incrédulamente.

- ¿Está tratando de burlarse de nosotros? - preguntó.

El señor Smith movió la cabeza y el movimiento hizo que sus anteojos cayeran y quedaran colgando de su listón negro de seda. Volvió a ponérselos y los ajustó con cuidado, antes de hablar.

- Por supuesto - dijo con formalidad -, es cierto que la forma en que me recibieron fue un tanto extraña. Pero ésa no es ninguna razón para que, si esta casa pertenece a alguno de ustedes y no está asegurada contra incendio, no trate de interesarlos en una póliza. Sus ocupaciones no me incumben, a menos que trate de venderles seguros de vida y no tiene ninguna relación con el aseguramiento de la casa. En realidad, tengo entendido que nuestra compañía tuvo asegurada en un tiempo contra incendio una mansión en Florida, propiedad de cierto señor Capone que, hace algunos años, era bastante bien conocido como...

- Esta casa no es nuestra - lo interrumpió Cara Grasienta.

El señor Smith volvió a meter tristemente su libro de tarifas a su bolsillo.

- Lo siento, caballeros - dijo.

Fue interrumpido por una serie de golpes fuertes, pero sordos, que provenían de algún lugar de la planta alta, como si alguien estuviera golpeando una pared con desesperación.

Cuadros pasó junto al señor Smith y se encaminó hacia la escalera.

- Kessler se soltó una mano o un pie - gruñó al pasar junto a Cara Grasienta -. Iré...

Captó la mirada furiosa de los ojos de Cara Grasienta y habló nuevamente a la defensiva.

- ¿Y qué? - preguntó -. De cualquier modo, no podemos dejar ir a este tipo, ¿verdad? Seguro, fue mi culpa, pero ahora sabe que estamos cuidándonos de la policía y que arriba hay algo. Y si no podemos dejarlo ir, ¿por qué tenemos que tener cuidado con lo que decimos?

Los ojos del hombrecillo se desorbitaron tras los anteojos. El apellido Kessler había hallado respuesta en su mente y por primera vez, comprendió que él mismo estaba en grave peligro. Los periódicos se encontraban llenos de noticias referentes al secuestro del millonario Jerome Kessler, retenido para cobrar rescate. El señor Smith notó los relatos en forma particular, porque sabía que su compañía tenía asegurada la vida del señor Kessler en una fuerte cantidad.

Pero cuando Cara Grasienta se volvió a mirarlo, el señor Smith estaba impasible. Se acercó a atisbar su cara, con la actitud de un hombre miope.

El señor Smith sonrió.

- Espero que me excuse - dijo amablemente -, pero puedo decirle que necesita anteojos. Lo sé, porque yo mismo soy bastante miope. Hasta que decidí usar anteojos, no podía distinguir entre un caballo y un automóvil, a veinte metros, aunque podía leer bastante bien. Puedo recomendarle un buen optometrista en Springfield, quien...

- Hermano - lo interrumpió Cara Grasienta -, si está fingiendo, no exagere. Si no está...

Movió la cabeza. El señor Smith sonrió. Dijo conciliadoramente:

- Debe excusarme. Sé que soy locuaz por naturaleza, pero uno tiene que serlo, para vender seguros. Si no es uno así por naturaleza, se hace así, ¿comprende? Espero que no lo moleste mi...

- Cállese.

- ¿Puedo sentarme? Recorrí hoy todas las casas desde Springfield y estoy fatigado. Tengo un automóvil, pero...

Mientras hablaba, tomó asiento en una silla, a un lado del vestíbulo; antes de cruzar las piernas, ajustó cuidadosamente sus pantalones, para no arrugarlos.

Cuadros bajó por la escalera, de regreso.

- Estaba pateando la pared - informó -. Le amarré otra vez el pie - miró al señor Smith y luego sonrió -. ¿No te ha vendido todavía una póliza de seguro?

El hombre rechoncho lo miró con furia.

- La próxima vez que...

Se oyeron pasos que se aproximaban por el sendero y el hombre rechoncho giró y aplicó un ojo al lugar en que se encontraba apartada la persiana de la puerta de la orilla del cristal. Sacó un revólver de la bolsa posterior de su pantalón.

Después volvió a guardar el revólver.

- Es Joe - dijo por arriba de su hombro a Cuadros.

Abrió la puerta, cuando sonaron los pasos en el pórtico.

Entró un hombre con ojos oscuros, hundidos en un rostro cadavérico. Su mirada cayó casi inmediatamente sobre el pequeño agente de seguros y se sobresaltó.

- ¿Quién diablos...?

Cara Grasienta cerró la puerta y le echó llave.

- Es un agente de seguros, Joe. ¿Quieres comprar una póliza? Bueno, él no te la venderá, porque tu ocupación es peligrosa.

Joe silbó.

- ¿Sabe...?

- Sabe demasiado - el hombre rechoncho señaló con el pulgar al hombre del traje a cuadros -. Este muchacho brillante hasta dijo el nombre del tipo que tenemos arriba. Pero oye, Joe, se apellida Smith... quiero decir, este tipo. Míralo bien. ¿Puede ser el Smith de los federales, el que nos dijeron que estaba en Springfield?

El hombre de la cara cadavérica miró nuevamente al agente de seguros y sonrió.

- No, a menos que haya rebajado diez kilos y se haya cortado la nariz.

- Gracias - dijo el hombrecillo con gravedad. Se levantó -. Y ahora que saben que no soy quien pensaban, ¿puedo retirarme? Hay una parte de este territorio que quiero cubrir esta tarde, antes de interrumpir mi trabajo.

Cuadros puso una mano en el pecho del señor Smith y lo obligó a sentarse otra vez. Se volvió hacia el hombre rechoncho.

- Jefe - dijo -, creo que este tipo está burlándose de nosotros. ¿Puedo meterle un plomo?

- Espera - contestó el hombre rechoncho. Se volvió hacia Joe -. ¿Cómo está... lo que fuiste a ver? ¿Todo va bien?

El hombre alto movió la cabeza afirmativamente.

- El pago será mañana. No hay peligro - lanzó una mirada oblicua al agente de seguros -. ¿Vamos a tener a este tipo en nuestras manos hasta entonces? Vamos a liquidarlo.

Los ojos del señor Smith se desorbitaron.

- ¿Eliminarme? - preguntó -. ¿Quieren decir, asesinarme? Pero, ¿qué van a ganar con matarme?

Cuadros sacó la automática de su bolsillo.

- Ahora o mañana, jefe - insistió -. ¿Cuál es la diferencia?

Cara Grasienta movió la cabeza negativamente.

- Calma - replicó -. No queremos tener aquí un tieso, por si acaso.

El señor Smith se aclaró la garganta.

- La cuestión - comenzó -, parece ser si me deben asesinar hoy o mañana. Pero, ¿qué necesidad tienen de matarme? Admito que reconocí el nombre del señor Kessler y deduzco que lo tienen aquí. Pero si cobran mañana el rescate por él, pueden escapar y dejarme atado aquí. O dejarme libre cuando lo pongan en libertad a él. O...

- Escuche - lo interrumpió Cara Grasienta -, es usted un hombrecito valiente y lo soltaría, si pudiera, pero usted podría identificarnos, ¿ve? Los policías le mostrarían las galerías, vería allí nuestras fachas y sabrían quiénes somos. Hemos sido retratados, ¿ve? No somos aficionados. Pero lo dejaremos vivir hasta mañana, si cierra la boca y...

- Pero, ¿no los ha visto también el señor Kessler?

El hombre rechoncho movió la cabeza afirmativamente.

- Él también recibirá lo suyo - dijo con serenidad -. Tan pronto como hayamos cobrado.

- Pero eso no es justo, ¿sí? No es legal cobrar el rescate, en la inteligencia que lo dejarán en libertad y luego no cumplir con su palabra. Para decir lo menos, es un mal negocio. Pensé que había honor entre... eh... eso hará que la gente desconfíe de ustedes.

Cuadros levantó su automática por el cañón.

- Jefe - suplicó -, cuando menos déjame darle uno.

Cara Grasienta movió la cabeza negativamente.

- Llévenlo al sótano. Espósenlo a la cama metálica y estará bien. Sí, denle uno si resiste, pero no lo maten... todavía.

El hombrecillo se levantó con viveza.

- Le aseguro que no discutiré. No deseo que...

Cuadros lo tomó por un brazo y lo arrastró hacia la escalera del sótano. Joe lo siguió.

Al principio de la escalera, el señor Smith se detuvo tan repentinamente, que Joe casi pasó por encima de él. Smith señaló en forma acusadora un montón de latas rojas.

- ¿Eso es gasolina? - atisbó con mayor atención -. Sí, puedo ver que es eso: Guardar latas de gasolina así, en un lugar como este es un peligro de incendio, especialmente cuando una de las latas gotea. Miren el piso, ¿eh? Está empapado con ella.

Cuadros lo jaló de un brazo. El señor Smith cedió, todavía protestando:

- ¡Y un piso de madera! En todas las casas que he examinado cuando he expedido seguros contra incendio, no he visto nunca...

- Joe - dijo Cuadros -, si le pego, lo mataré y el jefe se pondrá furioso. ¿Tienes tu basto?

- ¿Basto? - preguntó el hombrecillo -. Ése es un nuevo término, ¿verdad? ¿Qué es? ¿Una...?

La cachiporra de Joe interrumpió sus palabras. Cuando el señor Smith abrió los ojos, estaba a oscuras. Al principio, era una oscuridad confusa, agitada y estruendosa. Pero después se resolvió en la oscuridad húmeda común de un sótano y había un pequeño cuadro de luz de luna en una ventana, sobre su cabeza. Los truenos se resolvieron también en nada más extraordinario que el sonido de pasos en el piso de arriba.

La cabeza le dolía mucho y trató de llevar sus manos hasta ella. Una se movió únicamente unos centímetros, antes que se oyera un ruido metálico y no pudo levantarla más. Exploró con la mano que tenía libre y encontró que estaba esposado a un lado de una cama metálica, con un grueso anillo.

Descubrió también que la cama no tenía colchón y que los resortes metálicos estaban fríos y eran incómodos.

El señor Smith se levantó hasta sentarse, al principio lenta y dolorosamente y empezó a examinar las posibilidades de su situación, desde la orilla de la litera.

Para entonces, sus ojos se hallaban acostumbrados a la penumbra. La cama de metal era muy pesada. Otra igual estaba parada sobre un extremo, apoyada contra la pared, a la cabecera del jergón al que se encontraba esposado el señor Smith. A primera vista, parecía a punto de caer sobre la cabeza del agente de seguros, pero el hombrecillo levantó, la mano izquierda y descubrió que permanecía allí parada con solidez.

Oyó que se abría la puerta del sótano y pasos que empezaban a bajar. Una luz brilló atrás de los pasos y otra en un banco de trabajo, al otro lado del sótano. Apareció Cuadros y cruzó hacia el banco de trabajo Miró hacia el rincón oscuro donde se encontraba el señor Smith, pero el agente de seguros estaba tendido en la cama, inmóvil.

Después de un momento, volvió a subir la escalera. Las dos luces siguieron encendidas.

El señor Smith volvió a sentarse, esta vez con mayor lentitud, para que los resortes del jergón no hicieran ruido. Sin embargo, una vez sentado, empezó a trabajar con rapidez. Sabía que lo que iba a intentar era un recurso desesperado, pero no tenía nada que perder. Empujó y tiró con su mano libre de la cama de hierro apoyada contra la pared, asiendo el marco, primero a la mayor altura que pudo alcanzar, y luego de más abajo. Era pesada y difícil de mover, pero finalmente la sacó de su equilibrio y la tuvo a punto de caer sobre su cabeza, si no la hubiera detenido. Luego, volvió a ponerla en equilibrio precario. Retiró la mano para experimentar. El jergón permaneció como espada de Damocles sobre su cabeza.

Después levantó un pie hasta la orilla de la cama en la que estaba sentado y se quitó la cinta de uno de los zapatos. No fue fácil atar con una mano un extremo de la cinta al marco del jergón apoyado en la pared, pero logró hacerlo. Volvió a acostarse, con el otro extremo de la cinta en la mano.

Había trabajado más rápidamente de lo que era necesario. Pasaron diez minutos completos, antes que Cuadros volviera al sótano.

Por entre los párpados entrecerrados, el agente de seguros vio que llevaba diferentes objetos: una caja de cigarros puros, un reloj, pilas secas... Los puso en el banco de trabajo y empezó a trabajar.

- ¿Está haciendo una bomba? - preguntó el señor Smith placenteramente.

Cuadros se volvió y lo miró con furia.

- ¿Ya está hablando otra vez? Mantenga el pico cerrado o le...

El señor Smith no pareció oír.

- Deduzco que intenta poner esa bomba mañana, cerca de ese montón de latas de gasolina. Sí, ahora puedo ver que me apresuré a observar que era un peligro de incendio. Todo está en el punto correcto. Ustedes quieren que sea un peligro de incendio. En mi piel de agente de seguros, no puedo aprobarlo. Pero desde el punto de vista de ustedes, puedo comprender...

- ¡Cállese!

La voz de Cuadros fue desesperada.

- Supongo que piensan esperar hasta cobrar el dinero del rescate por el señor Kessler y luego lo dejarán conmigo en la casa, probablemente muertos, dispondrán la pequeña bomba y partirán.

- Ese golpe que le dio Joe debió durar más - observó Cuadros -. ¿Quiere otro?

- No en forma particular - replicó el señor Smith -. De hecho, todavía me duele la cabeza por el último que me dieron con ese..., ¿lo llamaron «basto»? - suspiró -. Temo que mi conocimiento del léxico del bajo mundo, al que pertenecen ustedes, caballeros, es tristemente deficiente...

Cuadros azotó con fuerza la caja de cigarros en el banco de trabajo y sacó la automática de su bolsillo. Tomándola por el cañón, atravesó el sótano hacia el señor Smith.

Los ojos del hombrecillo parecían estar cerrados, pero siguió hablando:

- Es una coincidencia un tanto extraña que yo haya venido a vender seguros de vida y contra incendio y que ustedes hayan estado tan tristemente mal calificados para que se les extendiera uno, ¿verdad? Su ocupación es peligrosa. Y...

Cuadros había llegado hasta el jergón. Se inclinó y levantó la pistola por el cañón. Pero al parecer, el hombrecillo no tenía los ojos cerrados. Levantó su mano libre como para protegerse del golpe y tenía la cinta del zapato entre los dedos. La pesada litera de metal, equilibrada sobre su extremo, osciló y cayó.

Cobró impulso y una esquina golpeó la cabeza de Cuadros. Bastante impulso. El recurso desesperado del señor Smith dio resultado.

- Uf... - dijo, cuando Cuadros cayó sobre él y la cama sobre Cuadros.

Pero tomó con la mano izquierda la automática y evitó que cayera al piso. Tan pronto como recobró el aliento, metió la mano, con bastante dificultad, entre su cuerpo y el del pistolero. Encontró en un bolsillo de su chaleco la llave que abría la esposa.

Salió de abajo del cuerpo de Cuadros, tratando de hacerlo silenciosamente, pero la cama de arriba se deslizó y se produjo un choque de metal contra metal.

Se oyeron pasos en el piso de arriba y el señor Smith se deslizó tras una caldera, mientras se abría la puerta del sótano. Una voz (pareció ser la del hombre a quien llamaban Joe) gritó:

- ¡Larry!

Y luego, los pasos empezaron a bajar por la escalera. El señor Smith asomó tras la caldera y apuntó la pistola de Cuadros al otro pistolero.

- ¿Quiere levantar las manos por favor? - dijo. Y entonces notó que el humo se levantaba en espirales del cigarrillo que llevaba Joe en la mano derecha -. Y tenga mucho cuidado con ese...

Con una maldición, el hombre de cara cadavérica llevó una mano hacia su funda sobaquera. Al hacerlo, el cigarrillo cayó de su mano.

La mirada del señor Smith no siguió el cigarrillo hasta el piso, pues la pistola de Joe había saltado de su funda casi como por arte de magia y estaba escupiendo ruido y fuego hacia él. Una bala melló la caldera, cerca de la cabeza del señor Smith.

El señor Smith tiró del gatillo de la automática, pero no sucedió nada. Lo oprimió con desesperación. No sucedió aún...

Al pie de la escalera, se levantó una sábana de fuego, junto al cigarrillo que dejó caer Joe, desde el piso de madera saturado con la gasolina de la lata que rezumaba.

La sábana de fuego saltó hacia el montón de latas, encontró el agujero de una de ellas. El señor Smith apenas tuvo tiempo de ocultar la cabeza detrás de la caldera, antes que se produjese la explosión.

Aunque se ocultó contra su fuerza, la onda explosiva lo envió contra los escalones que daban a la puerta de la calle del sótano. Cuando se levantó, detrás de él, el sótano era un infierno de llamas. No pudo ver a Joe... ni a Cuadros.

Subió corriendo la escalera y trató de abrir la puerta. Parecía estar cerrada con candado por afuera, pero pudo ver dónde estaba el porta candado. Aplicó el cañón de la pistola en ese lugar contra la puerta y oprimió el gatillo nuevamente. Apretó la pistola con ambas manos. No pudo disparar.

Miró otra vez hacia atrás. Las llamas llenaban casi todo el sótano. Al principio, pensó que estaba atrapado sin remedio. Después, vio a través del humo y de las llamas que había una ventana que daba al exterior, a pocos pasos y una silla que le permitiría llegar hasta ella.

Llevando todavía la pistola que no disparaba, alcanzó la ventana abierta y salió. Una sábana de fuego, succionada por la corriente de la ventana abierta, lo siguió al exterior.

Se detuvo únicamente un momento, para aspirar un poco de aire fresco y examinarse, para asegurarse de que su ropa no estaba en llamas y luego corrió en torno a la casa y llegó al pórtico delantero. El fuego ya empezaba a ascender. Pudo ver su resplandor rojo a través de la ventana del primer piso.

Subió la escalera del pórtico. La pistola que no disparaba le sirvió para romper el cristal de la puerta, ya estrellado, para poder meter la mano y dar vuelta a la llave.

Al avanzar por el corredor, el señor Smith oyó que la puerta posterior se cerraba violentamente y dedujo que Cara Grasienta había huido. Pero los intereses del señor Smith se encontraban arriba; no creía que el criminal fugitivo hubiera desatado al cautivo.

La escalera se hallaba en llamas, pero todavía intacta. El señor Smith sacó un pañuelo de su bolsillo, lo aplicó a su nariz y a su boca y se lanzó entre las llamas.

El corredor del segundo piso estaba lleno de humo, pero las llamas no lo invadían aún. Únicamente se detuvo el tiempo suficiente para apagar a manotazos la pequeña llama que empezaba a lamer una de las piernas de su pantalón y después empezó a abrir las puertas que había a un lado y otro del corredor.

En el centro del cuarto, a la izquierda, a partir de la escalera, un hombre atado y amordazado yacía sobre una cama. El señor Smith le quitó la mordaza apresuradamente y empezó a trabajar en las cuerdas con que tenía atadas las manos y los tobillos.

- ¿Es usted el señor Kessler? - preguntó.

El hombre de cabellos canosos aspiró una gran bocanada de aire y afirmó con débiles movimientos de cabeza.

- ¿Es usted policía, o...?

El señor Smith movió la cabeza.

- Soy agente de la Compañía Falange de seguros de vida y contra incendio, señor Kessler... Tengo que sacarlo de aquí, porque la casa está en llamas y tenemos asegurada su vida en una gran cantidad. En doscientos mil, ¿no es cierto?

Las cuerdas de las muñecas del prisionero cedieron.

- Frótese las muñecas, señor Kessler - dijo el señor Smith -, para que recupere la circulación, mientras yo desato sus tobillos. Tendremos que trabajar rápidamente para salir de aquí. Espero que la casa no esté asegurada, porque no habrá ninguna casa aquí en otros quince o veinte minutos.

Los últimos nudos cedieron. El señor Smith oyó el sonido del motor de un automóvil, por encima de los crujidos de las llamas. Mientras el señor Kessler se levantaba, corrió hasta la ventana y miró hacia afuera. A través del parabrisas del carro que estaba saliendo del garaje de atrás de la casa, pudo ver la cara del jefe del trío de plagiarios. El sendero pasaba por debajo de la ventana.

- El último superviviente de sus tres amigos está abandonándonos - informó el señor Smith por encima de su hombro -. Creo que la policía apreciará que hagamos más lenta su partida.

Tomó una lámpara con base pesada de un buró que estaba juntó a la ventana y la arrancó de su cordón. Al asomarse por la ventana, el auto se hallaba abajo de él, casi directamente, cobrando velocidad. El señor Smith colocó la lámpara y la empujó hacia abajo. Pegó en el cofre, enfrente del parabrisas. Se oyó el sonido del vidrio al romperse y el automóvil se desvió hacia un costado de la casa y chocó contra ella. Una rueda siguió rodando, pero el carro no.

Cara Grasienta salió del auto y una cortada larga y roja causada por el cristal roto atravesaba su frente. Levantó la mirada hacia la ventana, mientras retrocedía y luego levantó un revólver y disparó. El señor Smith se echó hacia atrás, mientras la bala chocaba contra la casa, junto a la ventana.

- Señor Kessler - dijo -, temo que cometí un error. Debí permitirle que huyera. Tendremos que salir por el otro lado de la casa.

Kessler estaba golpeando el piso con los pies, para hacer volver a la normalidad los músculos agarrotados de sus piernas. El señor Smith pasó corriendo junto a él y abrió la puerta del corredor. Retrocedió trastabillando y cerró la puerta violentamente, al tiempo que entraba una llamarada.

El cuarto se encontraba lleno de humo y las llamas empezaban a lamer el piso.

- No podemos pasar por el corredor - informó el agente de seguros -. Y de cualquier modo, la escalera debe estar destruida. Temo que tendremos que...

Tosió a causa del humo y miró en torno suyo. No había ninguna otra puerta.

- Bueno - dijo con jovialidad -, tal vez nuestro amigo haya...

Cuando apareció en la ventana, dos disparos le indicaron que Cara Grasienta todavía estaba allí. Una de las balas entró por la parte superior de la ventana.

El señor Smith saltó hacia un lado y luego miró otra vez hacia afuera cautelosamente. El jefe de los plagiarios se hallaba a seis metros de la casa, pistola en mano, más allá del automóvil destrozado. Tenía la cara contorsionada por la rabia.

- Ven a que te dé lo tuyo - gritó -. O quédense ahí y ásense.

El hombre canoso estaba tosiendo violentamente.

- ¿Qué podemos...?

El señor Smith sacó la automática de su bolsillo y la miró con tristeza.

- Si esta cosa... Señor Kessler, ¿sabe cuántas balas tiene un revólver? Ha disparado tres veces. Y soy miope. Quizá...

- Creo que la mayoría de ellos se cargan con seis. Pero...

El hombre canoso estaba jadeando.

El señor Smith respiró profundamente, caminó hasta la ventana y empezó a salir por ella. Si podía hacer que el secuestrador vaciara su pistola, tal vez podría engañarlo con la automática que no disparaba.

Abajo de él, la pistola ladró y una bala se hundió en el alféizar de la ventana. Otra más; no supo dónde pegó. El tercer disparo pasó por encima de su cabeza, cuando se soltó y cayó sobre el techo del automóvil destrozado.

Giró y saltó al pasto, que se encontraba más lejos de lo que pensaba y cayó, pero todavía con la automática en la mano. Quedó boca abajo en el pasto, a pocos pasos del plagiario.

Cara Grasienta no esperó a volver a cargar. Tomó el revólver por el cañón y avanzó. El señor Smith giró sobre sí mismo a toda prisa y levantó la automática con ambas manos.

- Levante las...

Tenía la pistola apretada con desesperación y su pulgar tocó y movió la palanca del seguro. La automática rugió con tanta fuerza y tan repentinamente, que el retroceso inesperado la hizo saltar de las manos del agente de seguros.

Pero la cara del hombre rechoncho estaba muy sorprendida y había un agujero en su pecho. Se volvió poco a poco al caer y el señor Smith sintió un poco de náuseas al ver otro agujero, mucho más grande, en medio de la espalda del secuestrador.

El señor Smith se levantó sin mucha firmeza y regresó corriendo al carro, para ayudar al señor Kessler a saltar al suelo. Ahora podían oír el ulular de sirenas que se aproximaban, por encima de los crujidos de las llamas.

El hombre canoso miró aprehensivamente al plagiario caído.

- ¿Está...?

El señor Smith contestó con movimientos afirmativos de cabeza.

- Yo no quería disparar... pero les dije que era una ocupación peligrosa. Alguien debió ver el incendio y dio parte. Algunas de esas sirenas parecen de carros policíacos. Les alegrará saber que está a salvo, señor Kessler. Han estado...

Cinco minutos después, el hombre canoso estaba rodeado por un círculo de policías excitados.

- Sí - dijo -, eran tres. El agente de seguros dice que los otros dos están muertos en el sótano. Sí, él lo hizo todo. No, no sé su nombre, pero esa recompensa...

El jefe de la policía se volvió y cruzó el pasto hacia el hombrecillo del traje arrugado de color gris banquero y los anteojos con arillos de oro. Delineado por el resplandor rojo de la casa en llamas, se encontraba hablando volublemente con los bomberos que sostenían el extremo de la manguera más grande.

- Y como vendemos tanto seguros de vida como contra incendio, tenemos consideraciones especiales para los bomberos. Así que en lugar de cobrarles primas mayores, como hace la mayor parte de las compañías, les ofrecemos una póliza especial, con primas bajas, dobles indemnizaciones y...

El jefe aguardó cortésmente. Al fin se volvió hacia un sargento sonriente.

- Si ese hombrecillo termina de hablar alguna vez - dijo -, infórmenlo de la recompensa y pregúntenle su nombre. Yo debo regresar a la ciudad antes del amanecer.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor 47ronin » Lun Jul 28, 2008 7:36 pm



foropolicia.es
AGOSTO DE 2001

La intervención se inicia a raíz de una llamada donde una persona manifiesta que varios hombres están violando a una mujer, desplazándose al lugar cuatro agentes de la Policía Local de Benidorm, y este es el parte del hecho:

Personados en el lugar (Playa de Levante a la altura de la calle Mallorca, zona inglesa), se comprueba la congregación de unas 200 personas que vitoreaban a otro grupo de cinco personas, una señorita y cuatro hombres, de los cuales, tres penetraban a la señorita por diferentes lugares (anal vaginal y bucal), mientras que el otro joven se marturbaba a la espera de entrar en acción, a la vez que los filmaban y fotografiaban los allí congregados.

Que se pudo constatar que los gritos proferidos por la mujer no eran en demanda de auxilio o socorro, sino producto de su excitación.

Detenida provisionalmente la acción del filme, la Policía ofreció al público presente la posibilidad de presentar denuncia por delito de exhibicionismo, pero nadie pareció estar interesado.

Comprobado que no había menores y a la vista de que los protagonistas carecían de documentación, los agentes deciden trasladarles a Comisaría en el furgón policial.

Pero lo mejor estaba por llegar, y así lo narra el agente en su informe:

Que al llegar a las dependencias policiales y abrir la puerta del furgón, pudo observar como la joven reseñada se estaba calzando al último de los reseñados, dando así por finalizada su brillante actuación.

Final feliz.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor nortek » Lun Jul 28, 2008 10:54 pm


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gracias Juanete por estas historias :wink:
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Mié Jul 30, 2008 6:23 pm


¡Diles, pagliaccio!

Papá Williams arrojó los dados y salieron ases otra vez. Habló amarga y elocuentemente de la cuestión, mientras veía que Whitey Harper tomaba los dos cuartos de dólar y el negro que estaba junto a él las dos monedas de diez centavos.

Papá alargó la mano hacia los dados y luego miró hacia su mano izquierda, para ver cuánto capital restaba. Tenía allí una moneda de diez y una de veinticinco centavos.

Arrojó la moneda de un cuarto y Whitey la cubrió.

Tiró un cinco tres.

- Ocho de Decatur - exclamó - Dispara.

Dejó caer la otra moneda que tenía en la mano y el negro la cubrió. Papá murmuró palabras suaves a los cubos y los hizo rodar.

Cuatro y tres, para hacer siete.

Gruñó y se levantó.

Valenti, el temerario, había estado apoyado en un poste, observando divertido el juego.

- Papá, no debías esforzarte con esos dados de Whitey - dijo.

Whitey, con los dados en la mano, levantó la mirada furiosa y abrió la boca y la volvió a cerrar, al ver los hombros de Valenti. Hombros cuyos músculos se abultaban debajo de la delgada camisa de polo que llevaba. Valenti habría partido en dos a Whitey Harper, quien vendía novedades baratas, y en tres a papá Williams.

Pero Valenti dijo:

- Sólo estaba bromeando, Whitey.

- No me gustan esa clase de bromas - replicó Whitey. Pareció por un momento que iba a agregar algo más y después volvió la espalda y atendió al juego.

Papá Williams salió de la tienda y se apoyó en la cerca de la exhibición de monstruos y miró hacia el sendero del circo. La mayor parte de los frentes estaban a oscuras y los aparatos se encontraban cerrados. Cerca de la puerta principal, seguían funcionando algunos de los juegos de pelota y de las ruedas, para unos pocos bobos trasnochados.

Valenti se detuvo junto a él.

- ¿Perdiste mucho, Papá?

Papá movió la cabeza.

- Unos pocos dólares.

- Es mucho - comentó Valenti -; si era todo lo que tenías. Sólo entonces es divertido jugar. Yo jugaba a los dados como loco. Ahora tengo unos pocos de a mil ahorrados y otros pocos en eso... - señaló los aparatos para la función gratuita, en el centro del circo -, así que no me divierte jugar veinticinco dólares.

Papá gruñó.

- Sin embargo, no puedes decir que no juegas, cuando te lanzas así, desde tan alto, a una pecera, prácticamente.

- Oh, esa clase de juego, sí. ¿Cómo está la vieja?

- ¿Lil? Muy bien. Ese maldito viejo Tepperman...

Continuó farfullando.

- ¿El patrón te ha estado molestando otra vez por ella?

- Sí - contestó Papá -. Sólo porque ha estado de mal humor unos días. Seguro, ella se pone de mal humor algunas veces. Los elefantes son humanos y cuando Tepperman tenga setenta y cinco años, no va a ser tan dócil como la vieja Lil, maldito sea.

Valenti rió.

- No es gracioso - dijo Papá -. Esta vez no. Está hablando de venderla.

- Ya ha hablado de eso otras veces, Papá. Puedo ver su punto de vista. Un tractor...

- Ha tenido tractores - lo interrumpió Papá amargamente -. Y ninguno de ellos puede sacar del lodo un vagón como Lil. Y un tractor no puede tampoco atraer al público. Tú no ves detenerse a la gente a mirar un tractor. Y un tractor no luce en los desfiles, no como un macho.

Para los trabajadores del circo y de las ferias, todos los elefantes son machos, sin importar su sexo. Valenti movió la cabeza afirmativamente.

- Es cierto. Pero mira lo que sucedió en el último desfile. Se salió de la línea, entró a un estacionamiento de automóviles y…

- Ese maldito Shorty Martin. No sabe cómo manejar a un macho, pero sólo porque es moreno y le ponen un turbante y parece un mahout, el patrón lo sube a Lil para el desfile. Lil no puede aguantarlo. Ella me dijo... oh, tonterías.

- Necesitas un trago - sugirió Valenti -. Toma.

Le tendió un frasco plateado. Papá bebió.

- Es suave - comentó Papá -. Pero un poco débil, ¿no?

- Escocés ciento por ciento. Debes haber estado bebiendo ese veneno que venden en la tienda de los negros, a dos litros por veinticinco centavos.

Papá movió la cabeza afirmativamente.

- Éste no tiene suficiente vitriolo o algo así. Pero gracias. Creo que iré a ver si Lil está bien.

Dio vuelta por atrás del Remolino hasta donde estaba el macho atado a una estaca. Lil se hallaba allí, pacíficamente dormida.

Sin embargo, abrió sus ojillos porcinos, cuando Papá se acercó.

- Hola, muchachita - saludó -. Vuelve a cerrar los ojitos. Mañana tendremos que tirar todo. Entonces no dormirás mucho.

Metió la mano en su bolsillo y sacó los dos pedazos de azúcar que había robado de la cocina.

El extremo suave, inquisitivo de su trompa, acarició su palma y tomó el azúcar.

- Maldita seas - dijo Papá afectuosamente.

Miró la enorme masa borrosa del macho. Había cerrado los ojos otra vez.

- La dificultad contigo - comentó -, es que tienes temperamento. Pero oye, vieja, ya no puedes tener temperamento. Eso es para prima donnas y tú eres un macho de trabajo.

Pretendió que el animal contestaba algo.

- Sí, lo sé. No lo eras... Pero yo tampoco fui siempre un machero. Yo fui payaso en un tiempo. ¿Recuerdas, nena?

»Y ahora eres nada más una máquina para empujar carros; y yo mismo, ya no soy tan joven. Tengo cincuenta y ocho años, Lil. Sí, ya sé que tienes quince años más que yo y tal vez más, si se supiera la verdad, pero tú no te emborrachas como yo.

Le palmeó la trompa y sus grandes orejas aletearon una vez, en perezoso agradecimiento.

- Ese Shorty Martín - continuó Papá -. ¿Te atormenta o algo así, nena? Quisiera poderte montar en los desfiles, maldita sea. Entonces te portarías bien, ¿verdad, nena?

Sonrió.

- ¡Entonces, ese Martin sería mahout de una máquina!

Pero comprendió que Lil no apreciaba los chistes. Y las bromas no cambiaban el hecho de que muy pronto, él mismo estaría sin empleo, porque Espectáculos Tepperman iba a vender a Lil. Si podían encontrar un lugar para venderla. Si no podían... bueno, él no quería pensar en eso.

Desconsolado, caminó hasta la aldea de negros, atrás del Casino de Harlem.

- Hola, señor Papá - saludó Jabez, el monstruo -. Parece un poco aplastado.

- Jabez - replicó Papá -, ando tan bajo, que podría usar zancos y caminar abajo de la banqueta, sin levantarla.

Jabez rió y Papá consiguió dos litros a crédito.

Tomó un trago y se sintió un poco mejor. Esa cosa tenía autoridad. Mientras más pagaba uno por el licor, más débil era. Aun había probado una vez la champaña y sabía como soda. Esto...

- Gracias, Jabez - dijo -. Nos veremos.

Volvió al juego de dados. Whitey Harper se levantó cuando entró Papá.

- Quebrado - anunció Whitey -. Cuida esos dados por mí, Bill. Hola, Papá, ¿me invitas una taza de café?

Papá movió la cabeza negativamente.

- Pero tengo un trago de lo que es bueno para tu enfermedad. Toma.

Whitey tomó el trago ofrecido y se dirigió a la cocina. Papá pidió prestados veinticinco centavos a Bill Rendelman, el hombre del tiovivo, quien estaba ganando en el juego de dados. Apostó a dos jugadas, una por quince y una por diez y las perdió ambas.

No, ésa no era su noche.

En algún lugar, en dirección a la ciudad, un reloj sonó la medianoche. Papá decidió que sería mejor retirarse. Podía terminar en su jergón con lo que restaba de los dos litros.

Estaba sintiéndose muy bien. Y corno siempre, cuando se hallaba en aquella primera etapa alegre y feliz de ebriedad, cantó la canción más lúgubre que sabía, al cruzar el circo desierto. El aria de Pagliaccio.

-...y sólo se burlan de tu llanto

y tus lágrimas.

Anda... ríe, pagliaccio,

del corazón que está roto;

¡Ríe del dolor que has vivido en tus años!

Sí, ese tipo Pagliaccio también era un payaso, y sabía todo. La vida era bellamente triste para un payaso; era más bellamente triste para un ex payaso y más bellamente triste que nada para un ex payaso borracho.

- Debo reír para librarme... de mi desdicha...

Terminó de repetir el aria completa por tercera vez cuando, todavía vestido, excepto por los zapatos, se metió a su jergón, bajo el carro número seis, atrás del espectáculo de Hawai. Olvidó todo al terminar lo que restaba del licor.

Arriba, la luna opaca y gibosa se ocultó tras las nubes caprichosas y el anillo exterior del lote, ocultado por las tiendas a los pocos arcos que seguían ardiendo, se convirtió en un misterio negro, negrura de la cual se levantaban las carpas, como monstruos grises, en la noche silenciosa y sofocante. La noche de asesinato...

Alguien estaba sacudiéndolo. Papá Williams abrió un ojo soñoliento. Dijo:

- 'Ta bien. ¿Qué hora es?

Y cerró los ojos otra vez.

Pero siguieron sacudiéndolo.

- ¡Papá! ¡Despierta! ¡Lil mató...!

Entonces se sentó como impulsado por un resorte. Tenía los ojos desorbitados, pero fuera de foco. La cara que tenía frente a él era un borrón, pero la voz era la de Whitey Harper.

Se apoyó en el hombro de Whitey.

- ¿Eh? ¿Dijiste...?

- Tu macho mató a Shorty Martin. ¡Papá! ¡Despierta!

¿Despierta? Diablos, estaba más despierto que nunca en su vida. Saltó de la cama, casi cayendo sobre Whitey, mientras éste bajaba de la litera superior. Metió los pies en sus zapatos y las lengüetas se doblaron hacia adentro: no se detuvo a atar las cintas. Y salió corriendo.

Otras personas iban corriendo también. Pocos de ellos. Algunos venían de los carros dormitorio, otros de las tiendas, donde dormían muchos en la estación calurosa. Algunos corrían desde la cocina brillantemente iluminada.

Cuando llegó al espectáculo de Hawai. Papá miró en torno suyo, para ver si Whitey Harper estaba a la vista. No se encontraba por ningún lado.

Así que Papá se metió por abajo de un lado de la tienda, en lugar de entrar por el frente y regresó hacia el remolque privado de Tepperman. Por supuesto, la esposa de Tepperman podía estar allí, pera había algo que Papá debía hacer, y hacerlo pronto. antes de ir hasta el macho. Y para hacerlo, tenía que esperar que el remolque del patrón estuviera desocupado.

Lo halló vacío. Y sólo le tomó un minuto encontrar el rifle de alta poder que buscaba. Llevándolo apretado a su cuerpo, se escurrió bajo la tienda del espectáculo de Hawai, sin ser visto. Y ocultó el arma bajo la tela de la plataforma.

No era un escondite muy bueno. Alguien encontraría el rifle antes del mediodía, pero para entonces no importaría. Para entonces, habrían podido conseguir otra arma. Pero ésa era la única disponible esa noche, con poder suficiente.

Y un minuto después. Papá estaba abriéndose paso entre el círculo de personas que rodeaban a la vieja Lil. Un círculo que se mantenía a una distancia muy respetuosa del elefante.

La primera mirada de Papá fue para Lil y ella estaba bien. Cualquier explosión de temperamento o mal humor que hubiera tenido, Había desaparecido. Sus ojos rojos se veían indiferentes y mecía la trompa suavemente. El doctor Berg se hallaba inclinado sobre algo que yacía en el suelo, a tres o cuatro metros del macho. Tepperman se encontraba parado, mirando. Alguien dijo algo a Papá y Tepperman se volvió.

- Te dije que ese maldito macho...

Se interrumpió y siguió mirándolo furiosamente.

- ¿Qué sucedió? - preguntó Papá con timidez.

- ¿No puedes ver lo que sucedió?

Bajó la mirada lucia el doctor Berg y los lentes del médico reflejaron la luz de la linterna sorda de alguien, al mover la cabeza.

- Tres costillas - dijo -. El cuello dislocado y el cráneo aplastado, en donde golpeó contra el poste. Cualquiera de esas cosas podía haberlo matado.

Papá movió la cabeza, aunque no supo si lo hizo en expresión de dolor o de negativa.

- ¿Qué sucedió? - preguntó otra vez -. ¿Estaba atormentándola Shorty?

- Nadie lo vio - replicó Tepperman.

- Mmmm. ¿Allí fue donde lo hallaron? - inquirió Papá -. No parece probable que Lil lo haya lanzado hasta allí, si lo hizo.

- ¿Qué quieres decir? ¿Si lo hizo? - interrogó Tepperman fríamente -. No, estaba tirado, con la cabeza pegada al poste, si quieres saberlo.

- Debe haber estado molestándola - insistió Papá -. Lil no es ninguna asesina. Tal vez le dio pimienta a comer, o...

Se acercó a Lil y le acarició la trompa.

- No debiste hacerlo, vieja. Pero... maldita sea, quisiera que pudieras hablar.

El propietario del circo resopló.

- Mejor no te acerques a ese macho, hasta que lo matemos.

Papá se sobresaltó. Ésa era la palabra que estaba esperando y al fin había surgido.

Pero no arguyó; sabía que no tenía objeto. Quizá después, cuando la cólera de Tepperman se hubiera enfriado, habría una posibilidad. Una leve posibilidad.

- Lil es buena, señor Tepperman - dijo -. No haría daño a una mosca. Si ella... eh... lo hizo, con seguridad tuvo alguna razón. Una buena razón. Ese Shorty era malo. Nunca debió dejar que la montara en los desfiles. A ella nunca le gustó...

Y al comprender que, al enfatizar la antipatía de Lil hacia Shorty dañaba su propia causa, Papá calló.

A la distancia, se oyó el sonido de la campana de una ambulancia.

Tepperman se había vuelto nuevamente hacia el médico.

- ¿Estaba borracho Shorty, doctor? - preguntó.

Pero Berg negó con movimientos de cabeza.

- No parece tener olor a alcohol.

Las esperanzas de Papá se hundieron más. Si Shorty hubiera estado borracho, habría sido más probable que hubiera estado atormentando al macho de propósito. Y aunque no fuera así, ¿por qué fue a ese lugar? Sobre todo, a esa hora de...

- ¿Qué hora es? - inquirió Papá.

- Casi la una.

Fue el médico quien contestó. Más temprano de lo que pensaba Papá: escasamente debió haberse ido a dormir, cuando sucedió. No era extraño que tantos cirqueros estuvieran despiertos todavía.

Llegó la ambulancia, recogió la cosa del suelo y partió otra vez. Algunos de los cirqueros ya estaban alejándose.

Papá hizo un nuevo intento:

- De cualquier modo, ese Shorty era un pillo, señor Tepperman. ¿No fue arrestado cuando estuvimos en Brondale, hace pocos días?

- ¿Qué quieres insinuar, Papá?

Papá Williams se rascó la cabeza. No lo sabía. Pero dijo:

- Sólo que si Lil le hizo algo, debe haber tenido una razón, seguramente. No sé cuál, pero...

El dueño del circo lo miró furiosamente, en silencio.

- Espera aquí - ordenó -, y vigila ese macho. Voy a matarla, antes que asesine a alguien más.

Se alejó.

Papá acarició la piel áspera del brazuelo de Lil.

- No te preocupes, vieja. No lo hallará.

Habló en voz baja, para que ninguno de los otros cirqueros lo oyera. Trató de hacer jovial su voz, pero sabía que sólo había retrasado la ejecución de Lil. Si Tepperman no encontraba el rifle por la mañana, con facilidad podría conseguir otro en una de las tiendas locales.

Alguien gritó:

- Será mejor que no te acerques a ese macho.

Fue la voz de Whitey Harper.

- Tonterías - replicó Papá -. Lil no haría daño a una mosca -. Después, para no tener que gritar, caminó hasta donde estaba parado Whitey, a distancia segura del macho -. Whitey, ¿por qué fue capturado Shorty Martin en Brondale, al principio de esta semana?

- Por nada. Sospechas, eso es todo. Lo dejaron libre inmediatamente.

- ¿Sospechas de qué?

- Hubo un secuestro y todos los policías estaban excitados por él. Detuvieron a todos los desconocidos que vagaban por la calle principal. Muchos cirqueros fueron interrogados.

- ¿Encontraron al tipo que fue secuestrado?

- Es un niño... el hijo del banquero. No lo han hallado todavía, que yo sepa. ¿Por qué?

- No sé - contestó Papá. Estaba tratando de encontrar una paja para aferrarse a ella, pero no sabía cómo explicarlo a Whitey. Preguntó -: ¿Tenía enemigos Shorty? Quiero decir, en el circo.

- No, que yo sepa, Papá. A menos que fuera Lil. Y tú.

Papá gruñó, disgustado y volvió hasta Lil.

- No te preocupes, vieja - dijo innecesariamente. Lil no Parecía estar preocupándose. Pero Papá Williams sí.

Tepperman regresó. Sin el rifle.

- Algún tal por cual robó mi rifle - dijo -. No podré hacer nada hasta mañana, Papá. ¿Puedes permanecer aquí, cuidando al macho?

- Seguro, señor Tepperman. Pero, oiga, ¿tienen que...?

- Sí, Papá, tenemos que hacerlo. Cuando un macho mata una vez, no conviene correr más peligro. Sin embargo, no fue culpa tuya, Papá; puedes seguir aquí, ayudando con las lonas, o...

- No - lo interrumpió Papá Williams -. Creo que renuncio, señor Tepperman. Soy un machero. Renuncio.

- ¿Pero aguardarás hasta mañana?

- Sí - replicó Papá -. Estaré aquí hasta mañana.

Vio alejarse a Tepperman.

Sí, se quedaría hasta mañana. Que alguien tratara de sacarlo del lote, mientras hubiera una oportunidad de salvar a la muchacha. Una ligera oportunidad.

Después... Oh, diablos, ¿por qué preocuparse por lo que sucedería después de eso?

Los arcos del circo estaban haciéndose un poco borrosos y pasó una manga por sus ojos. Y entonces, como sabía que Tepperman tenía razón y porque tenía que culpar a alguien, farfulló:

- ¡Ese maldito Shorty! ¿Qué tenía que hacer Shorty cerca de Lil, por la noche, cuando ella estaba durmiendo y qué le había hecho a la muchacha?

Se volvió a mirarla y la vio dormida como un bebé. ¿La vieja Lil, una asesina?

- ¡Oh, espera! ¡Tal vez no lo era! - Arguyó contra eso, pero repentinamente, descubrió qué en realidad había creído, en el fondo, que ella mató a Shorty.

Pero, ¿lo habría hecho? Lil tenía temperamento, sí. Pero cuando enfurecía, Lil barritaba. Y esa noche no lo hizo. Borracho o sobrio, dormido o despierto, él la hubiera oído.

- Lil, ¿lo hiciste...? - preguntó.

Lil abrió sus ojillos rojos, soñolientos y luego volvió a cerrarlos. Maldita sea, si sólo pudiera hablar...

¿Quién halló el cadáver de Shorty y dónde había estado él antes de eso y qué estaba haciendo? Tal vez las respuestas a esas preguntas fueran importantes. Nadie más las hacía. Todos aceptaban las..., ¿cómo las llamaban los policías...? Evidencias circunstanciales.

Papá buscó en torno suyo alguien a quién hacerle esas preguntas y no encontró a nadie. Se hallaba solo, con Lil.

En algún lugar, un reloj sonó las dos.

Examinó la cadena de Lil y la estaca a la que se encontraba asegurada. Ambas cosas estaban bien.

Avanzó en la oscuridad, caminando silenciosamente, como para no despertarla, dio vuelta en torno al Remolino y salió al sendero central. Se encaminó hacia la cocina.

Media docena de cirqueros se hallaban sentados en torno a mesas o ante el mostrador.

Whitey se encontraba allí y lo saludó:

- Hola, Papá. ¿Quieres una taza de café?

Papá movió la cabeza afirmativamente y se sentó. Descubrió que lo hizo como si el asiento estuviera ardiendo y comprendió que era porque temía que Tepperman lo viera allí, cuando había prometido permanecer con el macho. Pero, ¿qué importaba que el patrón lo viera allí? De cualquier modo, ésa sería su última noche en el circo, ¿no? Un hombre que ya ha renunciado, no puede ser despedido.

Trató de serenarse y el café caliente lo ayudó.

- ¿Alguien vio lo que sucedió allí? - preguntó -. Quiero decir, ¿qué estaba haciendo Shorty al macho o por qué se acercó a Lil, en primer lugar?

- No - contestó Whitey Harper -. Shorty estuvo en la tienda de los monstruos, poco después que te fuiste. Ésa fue la última vez que lo vi.

- ¿Jugó? - inquirió Papá.

- No. Nada más vio por unos minutos. Vamos a ver: yo vine, pedí prestado un dólar y regresé. Encontré entonces a Shorty allí. Salió pocos minutos más tarde, alrededor de medianoche. No sé a dónde fue de allí.

Uno de los muchachos de los aparatos que se encontraba ante el mostrador informó:

- Entonces debe haber sido cuando lo vi. Salió de la tienda de los monstruos y fue hacia la rueda. Pete Boucher estaba trabajando en el diesel. Creo que iba a hablar con Pete.

- ¿Iba sobrio?

- Hasta donde pude ver.

Papá terminó su café y fue en busca de Pete Boucher. No fue difícil encontrarlo; Pete continuaba trabajando todavía con el motor recalcitrante.

- Hola, Papá - saludó -. ¿Van a matar al macho?

- Creo que sí - contestó Papá -. Tepperman no pudo hallar su rifle, o lo habría hecho esta misma noche. Shorty se detuvo a hablar contigo poco después de medianoche. ¿No, Pete?

- Sí. Creo que era poco después de medianoche.

- ¿Dijo algo respecto al macho, o a que iría hacia allá?

Boucher movió la cabeza negativamente.

- Nada más hablamos de mañana, si iba a hacer buen día, o no. Y no estuvo aquí mucho tiempo. Unos pocos minutos.

- ¿Tal vez dijo hacia dónde iba?

- No. Pero yo lo vi. Atravesó el camino y cortó entre la exhibición de perros y la tienda de los monstruos. El remolque de Valenti está por allí, detrás de la carpa de los monstruos. Creo que tal vez iba hacia el remolque de Valenti.

Papá movió la cabeza afirmativamente. Estaba acercándose, pensó. Del remolque, Shorty debió ir hacia Lil y nadie lo vio hacer esa última etapa del viaje. Quizá dio vuelta a la curva del final del camino, en la oscuridad de atrás de las tiendas.

- No puedo imaginar por qué Lil... Pete, ¿de qué humor se encontraba Shorty cuando habló contigo?

- Alegre. Bromeando. Dijo que mañana sería rico.

- Él no... eh... pareció querer decir nada con eso, ¿verdad?

- No. ¿Qué podía querer decir? Oye, Papá, ¿qué vas a hacer después que maten a Lil?

- No sé, Pete, no sé.

Papá atravesó el camino y pasó junto al gran tanque, bajo la torre de veinticinco metros, desde donde se lanzaba todas las tardes Valenti. No levantó la mirada hacia la torre. Padecía un poco de acrofobia... temor a las alturas. Lo suficiente para ponerlo nervioso al pensar en aquel salto.

Regresó, pasando la exhibición de perros, hacia el remolque de Valenti. Estaba oscuro y titubeó. Tal vez Valenti y Bill Gruber, su compañero, se habían retirado y se hallaban dormidos. Para entonces, debían ser más de las dos y media.

El mismo remolque, era una sombra negra en la oscuridad.

Papá se detuvo ante la puerta, preguntándose si se atrevería a llamar o a tocar. Quizá todavía no se encontraban dormidos.

- Valenti - dijo suavemente.

No lo dijo con fuerza suficiente para despertar a nadie, pero con la suficiente, esperaba, para ser oído, si Valenti o Gruber se hallaban allí, todavía despiertos.

No obtuvo respuesta. Escuchó con atención y oyó un sonido que nunca habría notado en otras condiciones. Era una respiración suave e irregular, que no sonaba como la de un adulto. Parecía la de un niño. Pero ni Valenti ni Gruber tenían hijos. ¿Qué podría estar haciendo un niño en el remolque?

Aquella respiración tampoco era normal, o no hubiera podido oírla, aun en el silencio profundo de la noche. Pero, ¿por qué...?

No había oído los pasos detrás de él.

- ¿Quién está…? Oh, eres tú, Papá - demandó la voz de Valenti -. ¿Qué quieres?

- ¿Hay un niño en el remolque, Valenti? - preguntó Papá -. Suena como un niño enfermo de tos ferina o algo así.

Valenti rió.

- Estás oyendo cosas raras, Papá. Es Bill. Tiene un resfriado endiablado, con asma. Espera a que le diga que creíste que era tos ferina. ¿Qué quieres?

Papá movió los pies, intranquilo.

- Yo... nada más quería hacerte una o dos preguntas respecto a Shorty - bajó la voz -. Oye, tal vez no debíamos estar hablando aquí. Si Bill está enfermo o dormido, será, mejor que no lo despertemos.

- Seguro - aprobó Valenti -. ¿Quieres que vayamos a la cocina?

- Acabo de estar allí, Será mejor que regrese con el macho. Vamos a caminar hacia allá.

Valenti movió la cabeza afirmativamente y juntos avanzaron por entre la hierba alta y húmeda de atrás de las tiendas, siguiendo quizá el mismo camino que había tomado Shorty una o dos horas antes. Tal vez, pensó Papá, Valenti pudiera decirle...

Se detuvieron ante el elefante dormido.

- Todavía estoy tratando de imaginar qué sucedió esta noche, Valenti - explicó Papá -. ¿Por qué vino Shorty Martin hasta aquí y qué hizo que lo agarrara Lil... si fue eso lo que sucedió?

- ¿Qué quieres decir con eso?

- No sé - contestó Papá sinceramente -. Nada más que... bueno, ella nunca había hecho nada así hasta ahora. Pete Boucher dijo que Shorty fue hacia tu remolque poco después de las doce. ¿Lo viste entonces?

Valenti afirmó con movimientos de cabeza.

- Quería saber si Bill y yo iríamos con él hacia la parte alta de la ciudad. Ninguno de nosotros quiso hacerlo. Después vino hacia acá; fue la última vez que lo vi. Creo que la última vez que lo vio alguien.

- ¿Dijo por qué iba...?

Cuando empezó la pregunta, Papá estaba mirando hacia más allá de Valenti, hacia la orilla del lote. Alguien venía de esa dirección y no podía distinguir quién era.

Y entonces, a media pregunta, su voz quedó flotando en el aire y sus ojos se desorbitaron por el asombro. Valenti le había mentido. Bill Gruber, el compañero de Valenti, no estaba dormido en el remolque. Era Bill quien iba atravesando el lote Hacia ellos.

- ¿Qué sucede, Papá? - preguntó Valenti -. Parece que viste...

Y entonces se volvió para ver qué miraba Papá.

La voz de Bill cortó el silencio repentino, despreocupadamente:

- Hola, Papá, ¿como estás? Al fin encontré abierta una droguería, Val. Compré... Oigan, ¿qué sucede con ustedes?

Valenti rió, mientras se volvía.

- Papá, estaba bromeando respecto a...

Y esas pocas palabras cubrieron el tiempo que tardó en volverse y tuvo a Papá desprevenido durante el segundo en que debió gritar pidiendo auxilio o. echar a correr. Y ese segundo había terminado y la enorme mano de Valenti cubrió la boca de Papá, mientras lo hacía darse vuelta.

Y entonces, mientras el brazo de Valenti oprimía aplastantemente sus costillas y su mano le doblaba la cabeza hacia atrás, Papá supo lo que había sucedido a Shorty y por qué. Ahora, demasiado tarde, supo por qué Shorty esperaba ser «rico» mañana. Shorty descubrió que Valenti tenía prisionero al niño en el remolque y le exigió una parte del rescate.

Sí, todo cayó en su lugar al mismo tiempo. El niño del banquero, secuestrado en Brondale. Prisionero, probablemente narcotizado, en el remolque. Valenti, el único hombre del circo que tenía fuerza suficiente para asesinar, en la forma en que fue asesinado Shorty. Y en la que Papá Williams iba a morir ahora. Y la culpa caería en Lil.

¿Por qué no pensó en Valenti; cuando no creyó en realidad que Lil hubiera matado a Shorty? Valenti, quien no jugaba a los dados porque era una apuesta demasiado pequeña para él. Quien era bastante fuerte para retorcerle el cuello a un hombre como un granjero retorcería el de un pollo. Quien tenía el valor de lanzarse todos los días desde veinticinco metros de altura, a un tanque poco profundo...

Y sólo un segundo antes, podría haber gritado. Podría haber despertado a Lil y ella hubiera arrancado la estaca y hubiese corrido a defenderlo.

Era demasiado tarde. La mano que tenía sobre la boca parecía de hierro. Sus costillas y su cuello...

Nada más estaban libres sus pies. Pateó frenéticamente hacia atrás, con sus talones. Trató de hacer algún ruido bastante fuerte para despertar a Lil.

Un tacón pegó con fuerza en el tobillo de Valenti, pero el zapato cayó del pie de Papá. Aún no había tenido tiempo de atarlos, después de aquella carrera desesperada para saltar del jergón y esconder el rifle de Tepperman.

A medida que aumentaba la presión aplastante en torno a sus costillas, trató otra vez de gritar. Pero fue nada más un chillido débil, no tan fuerte corno sus voces que, en conversación normal, no perturbaron el sueño del elefante.

La ayuda adecuada estaba a tres metros, directamente frente a él... pero dormida.

Y Valenti se encontraba parado, con las piernas muy separadas. Papá no podía patear los tobillos del hombre que iba a asesinarlo. Lo intentó y casi perdió su otro zapato.

Entonces, en extremo, una última esperanza desesperada.

Lanzó una patada hacia adelante, en lugar de hacia atrás, con toda la fuerza que le restaba. Al final del movimiento, estiró el pie y dejó que el zapato saliera volando.

Como por milagro, el zapato salió en dirección recta. Lil gruñó y despertó, cuando el zapato golpeó su trompa.

Sus ojillos brillaron irritados por un instante, mirando la escena que se desarrollaba frente a ella. Colérica por haber sido despertada en aquella forma tan ruda.

Y entonces, tal vez por los movimientos desesperados de los pies descalzos de Papá, o posiblemente por puro instinto animal, o porque Papá nunca le pegaba, comprendió que Papá, a quien amaba, estaba en dificultades.

Resopló y trompeteó. Y atacó, arrancando la estaca del suelo como si hubiera estado clavada en manteca. Valenti dejó caer a Papá Williams y corrió. Hay un límite a las cosas a las que aun un hombre temerario puede enfrentarse y un elefante que atacaba, con los ojos enrojecidos, se hallaba más allá de ese límite. Mucho más allá.

- Ésa es mi muchacha - logró jadear Papá, mientras Lil pasaba sobre él sin tocarlo, con esa habilidad de los elefantes, de pasar sobre cosas que no pueden ver, sin pisarlas -. Ésa es mi muchacha. Agárralo...

Papá se levantó y la siguió con pasos vacilantes.

En torno al Remolino y por un lado del espectáculo de Hawai, Valenti corría sólo unos metros más adelante, hacia el camino central. Valenti, inclinándose para pasar bajo las cuerdas y Lil atravesándolas como si fueran telarañas. Barritó nuevamente, una explosión de sonido que atrajo a cirqueros corriendo de todas partes del lote y de los carros que estaban en el apartadero de ferrocarril, detrás de él.

Había terror en la cara de Valenti, cuando llegó al camino central abierto. Tenía el aliento cálido de la muerte en la nuca, cuando llegó al área del centro del camino, donde se encontraban el tanque y la torre. Subió la escalera, escapando por centímetros de la trompa que se levantó para arrastrarlo.

Después llegaron Tepperman y el policía del circo, con un revólver en la mano. Y Papá explicó todo, después de que hizo que Lil recobrara la calma. Alguien llevó la noticia de que Bill Gruber se hallaba detrás de la tienda del espectáculo de Hawai, frío y sin conocimiento. Al parecer, tropezó con la estaca de una tienda y chocó de cabeza contra un baúl de utilería.

Doc Berg dio unos pasos hacia allá, pero Papá ya había explicado bastante de lo sucedido y Tepperman envió al médico al remolque de Valenti. No debía tener prisa para revivir a un hombre que, de cualquier modo, iba a ser quemado; el niño estaba primero.

El policía gritó a Valenti que bajara y se rindiera.

Pero Valenti ya había recuperado el valor. Papá sospechó lo que iba a suceder después y aprovechó la excusa de llevar a Lil a su lugar. Lo hizo, mientras Valenti contestaba al policía con una seña obscena y antes que tomara su posición para saltar de la plataforma... para lanzarse al tanque vacío, que estaba veinticinco metros más abajo.

- Sonríe, entonces, pagliaccio, del corazón que está roto...

La voz desafinada y temblorosa de Papá Williams, pero bastante fuerte, lo precedió por el sendero del lote hasta los carros de la feria. Casi había amanecido, pero, ¿qué importa eso a un hombre a quien el patrón le había dicho que podría dormir hasta que quisiera? ¿Y a quien le dio un adelanto de diez dólares, sobre un aumento de sueldo y que lo había gastado todo? El escocés no era malo, después de todo, aunque se necesitaba tomar mucho.

Whitey estaba con él y también tornó su parte de escocés.

- ¿Quién es ese p-palli-acho por quien siempre estás aullando, Papá? - preguntó Whitey.

- Un payaso, como yo, Whitey. ¿Te dije que Tepperman va a permitirme montar en Lil en el desfile, vestido de payaso?

- Nada más me lo has dicho cincuenta veces.

- Oh.

La voz de Papá sonó otra vez potentemente:

- Cambia en risa toda su pena silenciosa...

Un bello sentimiento, sin duda, pero no era verdadero. Nunca se sintió tan feliz desde hacía cincuenta años.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Jue Jul 31, 2008 3:41 pm


El asesinato en 10 sencillas lecciones

No hay nada romántico en el crimen. Es un negocio sucio, algo que no les gustaría.

Sí, tómese un crimen y sepárense sus componentes. Se encontrará con una tarea tan agradable como disecar una rana muerta desde hace algunas semanas. El olor es bastante parecido, y se tendrá la misma prisa en correr al incinerador con el asunto.

Pueden dejar de leer ahora mismo, justamente aquí. Si no lo hacen, recuerden que se lo advertí.

No les hubiera gustado Morley Evans, a muy poca gente le gustaba. Quizá, por casualidad, hayan leído acerca de él en los periódicos, pero no bajo ese nombre. Duke Evans era su nombre de guerra. Pero eso fue más tarde; pues, de muchacho, le llamaban Apestoso.

Suena como un chiste el nombre de Apestoso. Normalmente lo es, pero no siempre. En ocasiones, los chicos muestran un especial talento para escoger apodos. No es que él oliera físicamente; sus padres le exigían que se bañara a intervalos razonables. De mayor iba aseado y bien vestido, con cierto estilo untuoso. En realidad no era muy grasiento. Aunque usaba aceite en el cabello.

Pero no nos adelantemos demasiado. Regresemos al Apestoso Evans de la primera lección. Tenía entonces catorce años. Andaba con una pandilla que los sábados por la tarde acostumbraba a asolar las tiendas de quincallería, saliendo de ellas con los bolsillos repletos. La mayoría de ellos eran bastante hábiles y rara vez los sorprendían.

Harry Callan, el cabecilla, era un poco mayor que los demás y tenía contactos. Podía reunir paquetes de navajas de afeitar, agujas de fonógrafo y cosas así, por valor de veinte dólares, y convertirlos en cinco dólares en efectivo. Su habilidad, sus puños y su ventaja en tamaño, le otorgaban el mando de la pandilla.

Se puede decir que la primera lección de asesinato de Apestoso Evans ocurrió la tarde en que Harry Callan le sacudió el polvo. Sin ningún motivo en particular; sólo que de vez en cuando Henry daba una paliza a alguno de sus satélites, para estar seguro de tenerlos alineados.

Sucedió en el callejón trasero de la Bolera Gem, donde algunos de ellos a veces ajustaban cuentas. Empezó con palabras, la mayor parte de ellas dichas por Callan, y terminó por sacarle el alma del cuerpo a Apestoso Evans.

Fue una nueva experiencia, pues las únicas peleas de Apestoso se habían producido con chicos más pequeños. No duró mucho. Cuando terminó, yacía en el callejón sollozando a medias y maldiciendo al resto, con sangre escurriéndole por la nariz. En realidad no estaba lastimado y pudo fácilmente haberse puesto en pie y seguir peleando.

Pero, a pesar de la ira ciega y el odio, comprendió perfectamente. Estaba derrotado.

Por tanto, permaneció en el suelo, su mano se cerró cogiendo un adoquín y fue entonces cuando el diablillo se metió en su mente y levantó la piedra. Mata, le dijo. Mata a esa rata.

No le condujo a nada. Con un puntapié, Harry Callan le quitó la piedra de la mano, le dio una patada en la cara, le rompió tres dientes y volvió a la puerta trasera de los Boliches Gem.

No habría servido de nada. No hubiera arrojado la piedra y, de hacerlo, su blanco no sería la cabeza de Harry Callan. Era débil, no estaba preparado todavía para el asesinato.

Después de un rato, se levantó y se fue a casa.

Si los casamientos se hacen en el cielo (según nos dicen) entonces los asesinatos se harán en el infierno.

Por supuesto, nadie cree ya en el infierno; en un infierno concreto, con diablillos rojos corriendo con horquetas y esa clase de cosas. Pero, de todos modos, debe haber un infierno, porque allí es donde se fraguan los asesinatos. Para explicar la gestación de un asesinato se tiene que creer en él. Y ya que tenemos que creer en cierta clase de infierno, bien será apegarnos al modelo clásico. Además, dado que postulamos un infierno, que sea bueno de verdad. Con diablillos rojos y todo.

En otras palabras, imaginemos a un Diablillo Rojo riendo mientras Apestoso Evans camina rumbo a su casa.

Imaginemos al Diablillo Rojo hablando al mismísimo Amo.

- Buen material, Patrón. Un mocoso sucio como el que más. Llegará lejos, Patrón.

- ¿Le has dado la primera lección?

- Sí - afirmó el Diablillo Rojo -. Justo ahora. Unas cuantas más de vez en cuando y saldrá adelante.

- Está bien, es tuyo. Permanece a su lado.

- Es un trato, Jefe - aceptó el Diablillo Rojo -. Estaré a su lado. Claro que estaré.

Ese era Apestoso Evans a los catorce años. Al los quince lo cogieron robando una llanta de aleación. Pasó una noche en chirona antes de que se percataran que era menor de edad y lo cedieran a las autoridades juveniles. En chirona tuvo tiempo de hablar con un veterano que le instruyó en el arte de la navaja.

La celda estaba oscura, a excepción del diseño marcado por las barras de las rejas en el suelo. Un trapezoide amarillo pálido, con angostas y negras barras paralelas. Una cucaracha pasó por allí y el grueso zapatón la aplastó.

- Si alguna vez le pegas a un tipo con la hoja, hazla girar - le había dicho el veterano -. Si dejas entrar aire, el tipo cae rápido. No tiene tiempo de gritar o armar alboroto, ¿ves? Por eso es mejor una hoja ancha. Deja entrar más aire al hacerla girar. Los malditos estiletes no son buenos; tienes que acertarle en el corazón o clavarlo media docena de veces... - Hubo más aún. Fue una lección completa. Apestoso pensó en Harry Callan.

En otra celda, un borracho con delirium tremens gritaba como el demonio, porque las tarántulas le perseguían.

Apestoso Evans se estremeció.

Salió en libertad condicional.

Antes de que terminara su periodo de prueba, se vio envuelto nuevamente en dificultades y esta vez le costó seis meses en el reformatorio. Fueron muy útiles; aprendió bastante allí. Sin aburrirles demasiado con los detalles poco gratos, expondremos las lecciones tres a cinco, inclusive, de forma moderada.

Tenía quince años cuando salió, pero parecía mayor. Se sentía mayor. Decidió no regresar a casa. Si volvía, tendría que buscar un empleo y dar cuenta a las autoridades juveniles de sus progresos. Le vigilarían constantemente. Al diablo con eso.

Permaneció en su casa el tiempo necesario para escamotear algunas ropas y sacar del escondite materno el dinero del alquiler. Veinticinco machacantes en total.

Se coló en un tren de mercancías y se apeó en Springfield.

Alquiló un cuarto barato y recorrió la ciudad en busca de trabajo. Cuando leyó un letrero en el escaparte de un salón de billares: «Se necesita muchacho».

Era el Salón Acme, de Nick Chester. Quizá ustedes nunca oyeron hablar de Nick Chester. Lo conocerían si vivieran en Springfield.

Un tipejo enjuto, pero atildado. Usaba trajes de doscientos dólares y fumaba cigarros de cincuenta centavos. Vivía en una mansión en las afueras del pueblo y conducía un automóvil de modelo especial. Y todo, gracias a un pequeño salón de billar que quizá produciría veinte o treinta dólares a la semana.

Nick echó para atrás las gafas de veinte dólares y miró a Apestoso con ojos que no perdían detalle.

- ¿Qué edad tienes, chico? - preguntó.

- Veinte.

- ¿Has estado en prisión? - Nick no esperó la respuesta -. Por mí está bien mientras no te persigan.

Apestoso movió la cabeza.

- ¿Cuál es tu nombre?

- Duke - decidió responder Apestoso -. Duke Evans.

- Está bien, Duke. Tendrás que colocar las bolas algún tiempo - indicó Nick -. Cuando te conozca bien, quizá te dé algo mejor.

Duke miró a Nick y supo lo que quería ser. Eso era exactamente lo que buscaba: un traje de un par de cientos con un clavel blanco en la solapa, cigarros caros, un par de ojos inquisidores y un bolsillo lleno de pasta.

Poder. Eso quería. Trabajaría para ello, robaría, hasta cometería un...

Quizá hubo regocijo en el infierno. Es decir, si existe, por supuesto. Las cosas marchaban perfectamente. Era obvio que el Diablillo Rojo trabajaba de prisa.

- Va muy bien, Patrón - informó el D.R. -. Está en la sexta lección. Otro año...

- No tan pronto. Déjalo madurar. Asegúrate.

- Se graduará, Patrón, con los máximos honores. Pero, ¿he de esperar todavía dos o tres años más?

- Déjalo madurar durante cinco o seis años.

El D.R. tragó saliva y se sintió desolado

- ¿Tanto tiempo? ¡Oh, cielos!

Y le tuvieron que lavar la boca con azufre.

La séptima lección, a los dieciocho. Duke Evans empezaba a parecerse a Duke Evans. Usaba trajes de sólo treinta dólares, pero la línea del pantalón era recta como el filo de una navaja.

Ya no colocaba bolas; ahora recolectaba. Cantidades pequeñas, pero en abundancia. Ese era el sistema y la fuerza de Nick. Un dedo en un millar de pequeños negocios. Y Duke aprendía.

Entró en la floristería de la calle Grove, y encontró al pequeño florista en la trastienda haciendo una corona.

Duke le sonrió

- Hola, Darkin. Su cuota; cuarenta machacantes.

El hombrecillo no le devolvió la sonrisa.

- N-no puedo. He perdido dinero desde que empecé a pagar.

Duke dejó de sonreír y sus ojos se endurecieron.

- Tengo órdenes de llevar el dinero.

- Pero, mire, ni siquiera tengo los cuarenta dólares. Aún no he pagado la renta. No puedo...

Retrocedió con temor en el rostro. Fue un error. Nadie antes demostró temer a Duke Evans. Y el florista era pequeño. El tipejo estaba muerto de miedo.

No era la labor de Duke, su obligación era regresar y denunciarle. Enviarían a uno de la brigada del músculo. Pero era tan fácil...

Golpeó a Larkin con el reverso de la mano, le tiró las gafas y después le golpeó el otro lado del rostro con la palma de la mano, avanzando cuando el otro retrocedía.

Y otra vez, sacudiendo la cabeza del hombrecillo hacia atrás y adelante antes de terminar con un directo a la boca del estómago. Larkin se dobló.

- Esto ha sido una muestra. ¿Aún piensa que no puede pagar los cuarenta dólares?

Duke los obtuvo. De regreso a su cartel general, se compró un cigarro. No le gustaba el sabor tanto como el de los cigarrillos, pero de ahora en adelante los fumaría. En su solapa llevaba un capullo de rosa blanca que tomó de un florero después de abandonar a Larkin.

Se hizo lustrar los zapatos, a pesar de que no lo necesitaban.

Nick Chester miró el capullo de rosa. Su ceja izquierda se levantó un milímetro, insuficiente para que lo notara Duke.

Duke hizo buena amistad con Tony Barría, hasta donde se podía ser amigo de Tony.

Este también era un hombre pequeño, como Larkin, pero no era la clase de tipo pequeño que se puede echar a un lado. Tony era un torpedo.

Frío y tenso, se movía con una gracia fácil que parecía nerviosa por lo rápida. En realidad nadie se sentía a gusto con Tony, se tenía la impresión de que si se le palmeaba en la espalda, explotaría. Quizá crearon la palabra torpedo especialmente para aplicársela a Tony Barría; pero después de un par de manos de cartas se le podía soltar la lengua con Chianti, que es la palabra de categoría para designar al vino tinto italiano. Y debido a que Duke deseaba aprender lo que Tony pudiera enseñarle, conservaba una botella de Chianti en su cuarto. Tomaba lecciones de lo que todo hombre con ambiciones debía saber.

- Mira, si quieres realmente usarla, una automática del cuarenta y cinco es lo apropiado. No pierdas el tiempo con un arma pequeña. Una cuarenta y cinco, porque si aciertas en el brazo, la pierna o en otro lado con una pistola más pequeña, no consigues nada. Tienes que darles en la cabeza o en el corazón. En las entrañas es mortal, pero el tipo vivirá algún tiempo. Quizá lo suficiente para hablar, ¿entiendes? Sin embargo, un plomo grande, dondequiera que pegue, los tira como un golpe de mazo. Pero si llevas una pistola sólo por si acaso, estará bien un automática del treinta y dos. Es liviana y no abulta...

Claro que esto es elemental, pero Duke también sacó algunas enseñanzas bastante finas. Como la de burlar la prueba de la parafina... pero si no sabe eso, es mejor que no se lo diga. Yo no doy lecciones, sólo hablo de ellas.

Tony era un pistolero completo. Pensaba que las navajas eran para los afeminados, los puños para los gorilas y las ametralladoras para retrasados mentales que no podían aprender a tener buena puntería.

- En una ocasión me enfrenté a una «máquina de escribir», con una cuarenta y cinco. Sólo necesité un disparo, y tuve tiempo para tres más mientras el pobre bastardo apuntaba...

Duke Evans aprendió muchas cosas de Tony. Con excepción de una: cómo no tenerle miedo. Pero cuando se situara, Tony estaría a su lado. A Tony no le gustaba Nick, y Duke sacó partido de ese hecho...

Dejó pasar dos años. Creció en maldad, en estatura y en popularidad entre la pandilla. Se compró dos pistolas, de tal modo que no pudieran seguirle la pista. También compró un rifle, pero esto lo hizo abiertamente y habló de ello. Sus ocasionales viajes de cacería eran motivo para poder encontrar lugares aislados en los bosques donde practicar el tiro con la automática. Nadie sabía de sus prácticas y de las pistolas.

Durante algún tiempo se encargó de dirigir el escuadrón del brazo fuerte. Sólo para decirles a quién ver y la clase de trabajo que debían ejecutar. Le divertía mucho.

Una vez puso personalmente una piña que hizo pedazos el estanco de un tipo llamado Perelman que decidió, contra sus consejos, no realizar apuestas en las carreras de caballos. Por eso le pusieron la bomba en la tienda. Pero la razón por la que Evans hizo personalmente el trabajo fue que Perelman le dijo:

- Lárgate de aquí, mocoso.

Duke Evans ya no era un mocoso.

Escuchó la explosión desde varias manzanas de distancia y pensó: «Mocoso, ¿eh?»

Deseó que Perelman hubiese estado en la tienda cuando explotó la bomba. Se lo imaginó ávidamente. En la oscuridad del callejón donde esperaba, no se pudo ver la expresión de su rostro. Pero, desde luego, no resultaba nada grata.

Nada grata; Duke Evans no era un buen tipo. Ya se lo advertí.

Después de cierto tiempo estaba preparado para el arranque y sacar su tajada del pastel.

Lo planeó todo muy bien y no iba a ser tan crudo como para usar una pistola. Eso quedaba para los torpedos baratos como Tony. Tenía razones para que la muerte de Nick pareciera un accidente.

Un día robó un automóvil y lo mantuvo oculto en la noche, después de que Nick se fuera a casa. Entonces hizo la llamada telefónica. Tenía bien planeado ese ángulo. Era importante que viera a Nick al momento; algo ocurría. Y dado que Nick nunca permitía que ninguno de sus hombres fuera a su casa, ¿no podría Nick tener la bondad...?

Bueno, no importan los detalles, ocurrió que Nick se visitó y salió a caminar un par de manzanas, una distancia demasiado corta para molestarse en sacar el coche del garaje. Y Nick tendría que cruzar en cierta calle.

Duke estacionó el coche robado, con las luces apagadas y el motor encendido, en el sitio justo. Podría arrancar cuando Nick estuviera a una tercera parte del cruce, y alcanzarlo ya fuera tratando de seguir o de retroceder.

No escuchó a los dos hombres que venían en dirección opuesta, hasta que llegaron a su lado y abrieron las puertas. Uno de ellos era Tony Barría; el otro, el Sueco.

Tony se sentó a su lado y apoyó la cuarenta y cinco en sus costillas. Duke recordó lo que una cuarenta y cinco hacía a un hombre, y empezó a sudar...

- Escucha, Tony, yo...

La pistola se clavó con más fuerza.

- ¡Cállate! Dirígete hacia el norte.

- Tony, te daré...

El Sueco, en el asiento trasero, levantó la empuñadura de su pistola y la descargó con violencia.

Pero no fue sino hasta cerca del alba cuando el Diablillo Rojo llegó corriendo a la oficina principal, sonriendo triunfalmente y moviendo alegre su puntiagudo rabo.

- Lo acabo de graduar, Patrón - informó -. Le di la lección final. Ya sabe todo lo referente al asesinato. Lo durmieron, pero volvió en sí cuando llegaron a la bahía y estaba despierto cuando le pusieron los pies en la tina de cemento. Debiera haberlo oído pidiéndoles que no gastaran esa broma pero lo aguantó todo, ya lo sabe todo muy bien. Sí, se graduó con estilo...

- Bien. Por supuesto, lo trajiste.

- Sí - asintió el D.R. -. Claro que lo traje, claro que lo traje...
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Vie Ago 01, 2008 3:59 pm


DEPOL Guardia Civil

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de-pol.es
El cumpleaños de Granny

Los Halperin eran una familia muy unida. Wade Smith, uno de los dos únicos presentes que no llevaban el apellido Halperin, los envidiaba, porque no tenía familia. Pero la envidia se sumergía en el tibio calor del vaso que tenía en la mano.

Era la fiesta de cumpleaños de Granny, su octogésimo cumpleaños, todos los presentes, a excepción de Smith y otro hombre, se apellidaban Halperin. Granny tenía tres hijos y una hija; todos estaban allí, y a los tres hijos, casados, les acompañaban sus esposas. Contando a Granny eran ocho Halperin. También había cuatro miembros de la segunda generación, o sea nietos, y como uno de ellos llevó a su esposa, sumaban trece en total. Trece Halperin, contó Smith; incluyéndole a él y al otro extraño, un hombre llamado Cross, eran quince adultos. Al principio de la fiesta, asistieron también otros tres Halperin más, biznietos, pero los habían mandado a dormir temprano.

A Smith le agradaban todos, aunque ahora que los chicos estaban durmiendo, el licor fluía libremente y la fiesta resultaba un poco ruidosa para su gusto. Todos bebían: incluso Granny, sentada en una silla semejante a un trono, tenía en la mano un vaso de jerez, el tercero de la noche.

Era una dulce anciana maravillosamente vivaz, pensó Smith. Definitivamente una matriarca que, con toda su dulzura, manejaba a la familia con puño de hierro dentro de un guante de terciopelo.

Smith fue a la fiesta invitado por Bill, uno de los hijos de Granny; era el abogado de Bill, y gran amigo suyo. El otro individuo ajeno a la familia, Gene o Jan Cross, parecía ser amigo de los nietos de la anciana.

En el otro lado del salón, Cross hablaba con Hank Halperin y Smith se estaba dando cuenta de que cualquiera que fuese el tema de su conversación, degeneraba en una discusión en la que sobresalían las airadas voces de ambos. Confiaba en que no hubiera problemas: la fiesta era demasiado agradable para terminar con una pelea.

Pero, repentinamente, el puño de Hank salió disparado hacia la mandíbula de Cross, haciéndole caer de espaladas. La cabeza se golpeó contra el borde de piedra de la chimenea, con un ruido sordo, y el hombre quedó inmóvil. Inmediatamente, Hank se inclinó sobre Cross, palpándole el pecho. Palideció y, cuando se puso en pie, exclamó:

- Muerto. ¡Oh, Dios mío, no quise hacerlo... pero él dijo...!

Granny ya no sonreía. Su voz sonó áspera e insinuante:

- El trató de pegarte primero, Hank, yo lo vi. Todos lo vimos, ¿no es así?

Con la última frase se volvió hacia Wade Smith, el único además de aquel individuo ajeno a la familia.

Smith se movió molesto.

- Yo... yo no he visto cómo ha empezado, señora Halperin.

- Usted lo ha visto, al igual que nosotros - tronó la anciana. Usted los miraba en ese momento, señor Smith.

Antes de que Wade Smith pudiera responder, Hank Halperin exclamó:

- ¡Cielos, Granny! Lo siento mucho, pero eso no es una respuesta. Estoy en un verdadero apuro. Recuerde que pasé siete años en el ring, como profesional. Y los puños de un boxeador o ex boxeador se consideran, legalmente, como armas letales. Aunque él me hubiera golpeado primero, sería calificado como homicidio en segundo grado. Usted lo sabe, señor Smith; es abogado. Y conociendo mis antecedentes, la policía no va a andarse con contemplaciones.

- Me... me temo que tiene razón - asintió Smith, con incomodidad -. Pero, ¿no sería mejor que alguien llamara a la policía, a un médico o a ambos?

- Dentro de un momento, Smith - intervino Bill Halperin - Primero tenemos que dejar aclarado esto entre nosotros. Fue en defensa propia, ¿no es así?

- C... creo que sí. No sé...

- Un momento - interrumpió la voz de Granny -. Aunque fuese en defensa propia, Hank está en un aprieto. Y, además, ¿creéis que podemos confiar en Smith una vez que esté fuera de aquí? ¿Y el juicio?

Bill Halperin empezó...

- Pero, Granny, tendremos que…

- Tonterías, William. Yo he visto lo que ha ocurrido. Todos lo hemos visto: ellos dos riñeron, Cross y Smith, y se mataron mutuamente. Cross mató a Smith, y entonces, aturdido por los golpes recibidos, cayó y se golpeó en la cabeza. No vamos a dejar que Hank vaya a la cárcel, ¿no es así, chicos? No un Halperin, no uno de nosotros. Henry, arregla ese cuerpo de tal modo que parezca que intervino en una pelea. Y el resto de vosotros...

Los hombres Halperin, a excepción de Henry, formaron un círculo alrededor de Smith; las mujeres, a excepción de Granny, quedaron detrás de ellos. El círculo se cerró.

Lo último que Smith vio claramente fue a Granny sentada en su trono, con los ojos brillando de excitación. Y lo último que escuchó antes del repentino silencio fue el eco de la risa cloqueante de Granny Halperin. Entonces, el primer golpe le aturdió.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Dom Ago 03, 2008 12:18 am


Chaleco Balistico Sioen Sk1-6

790?
materialpolicial.com
El ladrón de gatos

El jefe de Policía de Midland City tenía dos gatos, uno de los cuales se llamaba Notita y el otro Memorión. Pero este hecho no tiene nada que ver con que los gatos fueran gatos, pues esta historia se refiere a lo que el Jefe de Policía denominó como una inexplicable serie de robos: una ola de crímenes cometidos por un solo hombre.

El ladrón, forzando las puertas, penetró en diecinueve casas o apartamentos en un período de pocas semanas. Aparentemente, enfocaba su trabajo con mucho cuidado, y no parecía una simple coincidencia el que en cada casa atracada hubiese un gato.

Y que sólo robase el gato.

A veces descubría dinero a la vista y en otras ocasiones hallaba joyas; pero no les prestaba la menor atención. Al volver a casa los propietarios, se encontraban forzada la puerta o una ventana, que el gato no estaba y que nada había sido robado o revuelto.

Por aquella razón - si es que quisiéramos extendernos sobre lo obvio, cosa que haremos -, los periódicos y el público empezaron a llamarle Ladrón de Gatos.

En el vigésimo asalto - y el primero en que fracasó - le atraparon. Con la ayuda de los periódicos, la policía tendió unta trampa anunciando que los propietarios de un siamés premiado acababa de regresar de una feria de gatos celebrada en una ciudad cercana, donde el animal no solo se había llevado el premio a la mejor crianza sino el mucho más valioso de ser el mejor animal de la exposición.

Cuando apareció la historia en los periódicos, acompañada de una preciosa foto del animal, la policía rodeó la casa e hizo salir a los propietarios. Era lo obvio.

Dos horas después, el ladrón apareció, forzó la casa y entró en ella, le cogieron con las manos en la masa, mientras se llevaba al campeón siamés bajo el brazo.

Al llegar a la estación de policía, le interrogaron. El Jefe de Policía sentía curiosidad, lo mismo que los periodistas.

Para su sorpresa, el ladrón fue capaz de dar una explicación perfectamente lógica y comprensible de la inusual y especializada naturaleza de sus robos. No le soltaron, claro está, y eventualmente fue juzgado, pero recibió una sentencia muy suave pues incluso el juez reconoció que, aunque sus métodos para conseguir gatos eran ilegales, su objetivo no dejaba de ser laudatorio.

Era un científico aficionado. Para su investigación, necesitaba gatos, los gatos robados eran llevados a su casa y piadosamente entregados al sueño eterno. Luego, cremaba a los gatos en un horno para cumplir sus fines.

Metía las cenizas en jarros y experimentaba con ellas, pulverizándolas en varias gradaciones de espesor, tratándolos de diversos modos, y, a continuación, echando agua caliente sobre ellas. Intentaba descubrir la fórmula para hacer gatos al instante: gatistant.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Dom Ago 03, 2008 12:36 pm



intervencionpolicial.com
El niño perdido

Se oyó llamar a la puerta. La abuela volvió a poner en el cesto de costura que tenía sobre las piernas el calcetín que estaba remendando y luego puso todo sobre la mesa, preparándose para levantarse.

Pero para entonces, mamá había salido de la cocina y después de secarse las manos en su delantal, abrió la puerta. Sus ojos se endurecieron.

La sonrisa del joven untuoso que se encontraba a la entrada, mostraba dos dientes de oro. Echó hacia atrás su sombrero y saludó:

- ¿Cómo está, señora Murdock? Dígale a Eddie que...

- Eddie no está.

La voz de mamá fue tan dura como su mirada.

- No está, ¿eh? Dijo que estaría en el Gem. No lo encontré allí, así que pensé...

- Eddie no está aquí.

Hubo determinación en la tensa repetición. Una determinación que el hombre no pudo fingir que dejaba de notar. Su sonrisa se desvaneció.

- Si llega, recuérdele. Avísele que dije que la hora sería a las nueve y media.

- ¿La hora de qué?

No hubo ninguna elevación en el tono de la voz de mamá Murdock, que marcara aquellas cuatro palabras como una pregunta.

Los ojos que miraban a mamá se entrecerraron repentinamente. El hombre con los dientes de oro replicó:

- Eddie lo sabe.

Se volvió y caminó hacia la escalera. Mamá cerró la puerta con lentitud.

La abuela estaba trabajando otra vez con el calcetín. Preguntó con voz aguda:

- ¿Era ése Johnny Everard, Elise? Pareció un poco la voz de Johnny.

Mamá estaba vuelta todavía hacia la puerta cerrada.

- Era Butch Everard, madre. Ya nadie lo llama Johnny.

La aguja de la abuela no se detuvo.

- Johnny Everard - dijo -. Tenía rizos de treinta centímetros de largo, Elsie. Recuerdo cuando su padre lo llevó a la barbería, a que se los cortaran. Su mamá lloró. Él tuvo la primera patineta del barrio, hecha con ruedas de patines. Se alejó por un tiempo, ¿verdad?

- Sí - replicó mamá -. Por cinco años. Desearía...

- Se volvía loco por los pasteles de chocolate - la interrumpió la abuela -. Cuando nos entregaba el diario, le daba una rebanada cada vez que horneaba uno. Pero él estaba en octavo grado, cuando Eddie empezó el primero. ¿No es un poco grande para querer jugar con Eddie? Yo decía a tu padre...

La voz temblorosa calló. Mamá la miró. Pobre abuela, que seguía viviendo en un mundo que no era pasado ni presente, sino un caos de ambos. Eddie ya era un hombre... casi. Tenía diecisiete años. Y cada vez se alejaba más de ella. Parecía que ya no podía refrenarlo. Butch Everard, Larry y Slim. Sí y las calles torcidas que corren rectamente, los salones de billar iluminados, y las cosas que le ocultaba Eddie, pero que ella leía en sus ojos. Había cosas que... no sabía cómo luchar contra ellas.

Mamá caminó hasta la ventana y miró a la calle, tres pisos más abajo. Poco más allá, junto a la acera del lado opuesto, estaba el carromato adquirido recientemente por Eddie. Le había dicho que lo compró en diez dólares, pero ella sabía que no era cierto. No era un gran automóvil, pero debió costarle cincuenta dólares, cuando menos. ¿Y de dónde procedía el dinero?

El crujido constante de la mecedora de la abuela. Mamá casi deseó ser como ella, para no yacer despierta por las noches hasta tener que, tomar polvos para dormir, y poder conciliar el sueño. Si sólo hubiera una forma de que pudiera hacer que Eddie deseara sentar cabeza y conseguir un empleo fijo, para que no anduviera con hombres como...

La voz de la abuela interrumpió sus pensamientos.

- No tienes buen aspecto, Elsie. Sin embargo, creo que ninguna de nosotras lo tiene. Es la primavera, el aire húmedo y todo eso. Preparé azufre con melaza. Tu padre confiaba en eso y nunca estuvo enfermo un día, hasta una semana antes de morir.

La voz de mamá no tenía vida.

- Estoy bien, madre. Yo... yo creo que es la preocupación por Eddie. Él...

La abuela movió su cabeza gris, sin levantar la mirada.

- Va a resfriarse. No sale al aire libre lo suficiente durante el día. El muchacho debía jugar más. Pero tú pareces muy enferma, Elsie. Eras la muchacha más bonita de la Calle Setenta. Te preocupas por Eddie. Es un buen niño.

Mamá giró.

- Madre, nunca dije que pensaba que no lo fuera...

La abuela rió.

- Trajo a casa una estrella especial al mérito en su tarjeta de aprovechamiento, ¿no es cierto? Y yo me encontré a su profesora en la calle y me dijo: «Señora Garvin, ese nieto suyo...»

Mamá suspiró y se volvió para regresar a la cocina a acabar de lavar los platos. La abuela estaba nuevamente en el pasado. Fue hacía ocho años, cuando Eddie tenía nueve, que trajo a casa aquel informe de aprovechamiento, con la estrella especial al mérito. Fue cuando esperó que Eddie...

- Elsie, toma una cucharada grande de azufre con melaza. Está sobre el fregadero. Yo ya tomé la mía.

- Muy bien, madre.

Las piernas de mamá se movían lentamente. Quizá no había sabido educar a Eddie; no lo sabía. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Cómo podía hacer que Butch Everard lo dejara en paz? ¿Qué deseaba Butch de él?

Sintió un dolor sordo en la cabeza y un gran peso en el pecho. Miró el reloj que estaba sobre la puerta de la cocina y sus pies se movieron con más rapidez. Ocho y cuarenta y todavía no terminaba de lavar los platos de la cena.

Eddie Murdock despertó sobresaltado, cuando se cerró la puerta de la cocina. Era de noche. Dios, no quiso quedarse dormido. Levantó su muñeca para mirar el disco luminoso de su reloj y luego experimentó una sensación rápida de alivio. Sólo eran las ocho y cuarenta. Tenía tiempo. Sonrió en la oscuridad, un poco orgulloso de haber podido dormir la siesta. Esa noche, entre todas las noches, pudo dormir.

Oh, ésa era la noche. Por fortuna, pudo despertar. Con seguridad, a Butch no le habría gustado que llegase tarde o que no fuera. Pero si únicamente eran las ocho y cuarenta, tenía tiempo suficiente para reunirse con los muchachos. Se reunirían a las nueve y media y lo harían a las diez.

Sin embargo, su reloj de pulsera podía estar retrasado. Con temor repentino, saltó de la cama y corrió a la ventana, para mirar el gran reloj que estaba al otro lado de la calle. ¡Uf...! Eran las ocho y cuarenta... en punto.

Entonces, todo iba bien. Dios, si hubiera seguido durmiendo o algo así, Butch pensaría que era un cobarde. Y... oh, ni siquiera se hallaba preocupado. Diablos, ahora era uno de la pandilla, uno de los regulares y ésa era su primera oportunidad en algo grande. Mucho dinero.

Bueno, tal vez no era mucho dinero, pero debía haber bastante plata en aquella taquilla, para que cada uno recibiera un par de cientos. Y eso no eran cacahuates.

Butch tenía todo planeado. Había escogido la mejor noche, en la que entraba más oro por esa ventanilla y escogió la mejor hora, las diez, un momento antes de que se cerrara la taquilla. Seguro, eran listos, al esperar a que entrara todo el dinero que debía entrar. Y la huida sería fácil, en la forma en que la había planeado Butch.

Eddie encendió la luz, caminó hasta el espejo y se examinó en él críticamente al enderezar su corbata y pasar el peine por sus cabellos. Se frotó la quijada, pero no parecía necesitar una afeitada.

Hizo un guiño a su imagen reflejada en el cristal. Un tipo que iría lejos. Si uno probaba a Butch que era bueno y tenía valor, podía llegar a ganar toda clase de dinero fácil.

Sacó la caja de zapatos de abajo de la cómoda y pasó otra vez el trapo sobre su calzado, ya brillante, para hacerlo resplandecer. La piel estaba un poco quebrada en un lado. Bueno, después de esa noche, compraría zapatos nuevos y un par de trajes. Unos pocos trabajos más y tendría un automóvil como el de Butch y tiraría el carro viejo.

Entonces, aunque la puerta de su cuarto estaba cerrada, miró en torno suyo cuidadosamente, antes de meter la mano hasta el mismo fondo de la caja de zapatos y sacar de ella algo que se hallaba oculto con cuidado. envuelto en un trapo viejo, el que ya no se usaba para lustrar el calzado.

Era un pequeño revólver .32 niquelado y lo miró con orgullo. No importaba que el níquel estuviera desgastado en algunos lugares. Se encontraba cargado y dispararía bien.

Butch se lo había dado el día anterior.

- Está bien, muchacho - le dijo Butch -. Servirá para este trabajo. De cualquier modo, no habrá disparos. Nada más hay un bobo en la taquilla, que se desdoblará cuando vea las pistolas. Soltará la lechuga sin un chillido. Y de tu parte, compra algo bueno. Tal vez una automática treinta y ocho como la mía y una funda sobaquera.

Sentía la pistola confortablemente pesada en su mano. Buena pistolita, se dijo. Y era suya. La guardaría, después que comprara otra mejor.

La dejó caer al bolsillo de su traje, antes de salir a la sala. Al caminar hacia la puerta, el revólver golpeó el marco de madera de la puerta con un sonido metálico, que apagó la tela de su saco. Tendría que cuidarse de eso. Fue bueno que sucediera por primera vez donde no importaba.

Mamá salió de la cocina. Le sonrió y él le devolvió la sonrisa.

- Hola, mamá. No pensé que me dormiría. Debí decirte que me despertaras, pero está bien. Tengo tiempo.

La sonrisa de Mamá se desvaneció.

- ¿Tiempo para qué, Eddie?

Volvió a sonreírle.

- Una cita importante - su sonrisa se desvaneció un poco -. ¿Qué sucede, mamá?

- ¿Debes salir, Eddie? Yo... yo terminé de lavar los platos y pensaba que tal vez jugarías a las cartas conmigo, cuando despertaras.

Fue el tono de su voz lo que hizo que notara su cara. Observó repentinamente que Mamá parecía vieja. Replicó:

- Oh, mamá, quisiera poder, pero...

La mecedora de la abuela crujió en medio del silencio.

- Johnny estuvo aquí - dijo la voz de la abuela -. Dijo...

Mamá la interrumpió rápidamente. Había visto la expresión aturdida en la cara de Eddie ante el nombre «Johnny». No sabía quién era Johnny; y la abuela pensaba que Butch Everard era todavía el pequeño Johnny, que jugaba frente a la casa en su carrito rojo...

- Johnny Murphy - explicó Mamá, interrumpiendo lo que la abuela iba a decir -. Es... creo que no lo conoces. Vino a un mandado - trató de hacer que su voz sonara indiferente. Logró sonreír nuevamente -. ¿Qué dices de ese juego de baraja, Eddie? Nada más una o dos manos.

Eddie negó con movimientos de cabeza.

- Tengo una cita importante - repitió.

Sentía en realidad no poder hacerlo. Bueno, quizá en lo sucesivo podría resarcir a Mamá. Podría comprarle cosas y... bueno, si subía realmente, podría comprarle una casa a orillas de la ciudad y ponerla a ella y a la abuela allí. Los tipos grandes hacen cosas así por sus viejos, ¿no es cierto?

La abuela caminó hacia la cocina. La mirada de Eddie la siguió, porque no quería enfrentarse a los ojos de Mamá y entonces recordó que la abuela había empezado a decir algo respecto a Johnny.

- Oye - dijo -. Ese Johnny... la abuela no se refería a Butch, ¿verdad? ¿Vino a buscarme Butch? Mamá lo miró directamente y se obligó a enfrentarse a sus ojos.

- ¿Tu «cita importante» es con Butch, Eddie? Oh, Eddie, él es...

Su voz sonó un poco ahogada.

- Butch no tiene nada malo, mamá - replicó en tono un poco desafiante -. Es un buen tipo, ese Butch. Es...

Se interrumpió. Maldita sea. Odiaba las escenas.

- Eddie.

La abuela habló desde la entrada de la cocina. Fue una interrupción oportuna. Pero tenía una cuchara grande llena de esa horrible mezcla suya de azufre y melaza. Oh, bueno, las ideas tontas de la abuela estaban salvándolo esa vez de una escena. Caminó hacia ella y tomó la cucharada de aquella mezcla vil.

- Gracias, abuela. Buenas noches, mamá. No esperes despierta.

Se encaminó hacia la puerta. Pero no fue tan fácil. Mamá lo detuvo de una manga.

- Eddie, por favor. Escucha...

Diablos, sería peor si esperaba y discutía. Libró su manga de un tirón y había salido antes que ella pudiera detenerlo nuevamente. Habría podido esperar por casi media hora más, pero no lo haría, si Mamá iba a ponerse así. Podía esperar en el carromato hasta que fuera el momento de reunirse con la pandilla.

Mamá avanzó hacia la puerta y luego se detuvo. Llevó las manos a sus ojos, pero no podía llorar. Si sólo pudiera chillar, o... Pero no podía hablar con la abuela. Ni siquiera podía compartir sus preocupaciones.

- ¿Tomaste tu tónico, Elsie?

- Sí - respondió Mamá.

Fue lentamente hasta la mesa y se sentó ante ella. Tomó un mazo de cartas del cajón y empezó a barajarlas, para un juego de solitario. Sabía que era inútil pensar en dormir hasta que Eddie volviera a casa. No importaba cuán tarde fuera.

La abuela fue hasta la ventana. Algunas veces miraba por esa ventana por una hora seguida. Cuando una es vieja, no se necesita mucho para llenar el tiempo.

Mamá miró a la abuela y la envidió. Cuando una es vieja, no importan las cosas, porque se vive la mayor parte del tiempo en el pasado y el presente gira y gira, resbalando como agua por las plumas de un pato.

Mamá persistió desesperadamente en su juego de solitario. Había otros juegos que no sabía cómo resolver.

Fracasó. Después, concluyó un juego. Luego, quedó atollada sin un solo as en la mano. Volvió a barajar.

Estaba poniendo un diez negro sobre una sota roja y su mano tembló cuando oyó pasos que subían por la escalera. ¿Había regresado Eddie?

Pero no, no eran los pasos de Eddie. Mamá levantó la mirada al reloj, antes de volver a su juego. Las diez y media. Ya casi era hora de que la abuela se retirase a la cama.

Los pasos que no eran de Eddie avanzaron hacia la puerta. Se detuvieron afuera. Se oyó llamar fuertemente a la puerta.

Mamá llevó una mano a su corazón. No confió en sus piernas.

- Adelante - dijo.

Un policía entró y cerró la puerta tras él. Mamá sólo vio el uniforme, pero oyó la voz de la abuela:

- Es Dickie Wheeler. ¿Cómo estás, Dickie?

El policía le sonrió brevemente.

- Ahora soy el capitán Wheeler, abuela - dijo -, pero me alegra seguir siendo Dickie para usted.

Después, la expresión de su cara cambió, al volverse hacia Mamá.

- ¿Está aquí Eddie, señora Murdock? Mamá se levantó poco a poco.

- No... él... - pero no había ninguna respuesta que pudiera dar, que fuera más importante que saber -. ¡Dime! ¿Qué?

- Hace media hora - informó el capitán Wheeler -, cuatro hombres asaltaron la taquilla del Bijou, un poco antes de que la cerraran. Pasaba un carro patrulla y... bueno, hubo disparos. Dos de los hombres murieron y un tercero está agonizante. El otro huyó.

- Eddie...

Movió la cabeza negativamente.

- Conocemos a los tres. Butch Everard, Slim Ragoni y un tipo apellidado Walters. El cuarto... Llevaban máscaras. Esperaba encontrar a Eddie en casa. Sabemos que andaba con esos hombres.

Mamá se levantó.

- Estaba aquí a las diez. Salió hace unos minutos. Él...

Wheeler le puso una mano en el hombro.

- No diga eso, Mamá - no la llamó señora Murdock, pero ninguno de ellos lo notó -. El hombre que escapó fue herido en un brazo. Si Eddie regresa ileso a casa, no necesitará ninguna coartada.

- Dickie - intervino la abuela y su mecedora dejó de crujir -. Eddie... es un buen muchacho. Después de esta noche, todo irá bien.

El capitán Wheeler no pudo enfrentarse a su mirada. Después de esa noche... bueno, no les había dicho todo. Uno de los policías del carro patrulla también había muerto. El hombre que escapó sería asado por eso.

Pero la voz de la abuela siguió oyéndose:

- Es nada más un niñito, Dickie. Un niñito perdido. Llévalo a la jefatura y recibirá un susto. Enséñale a los hombres que murieron. Necesita una lección.

Mamá la miró.

- Calla, madre. ¿No ves que...? ¿Por qué no lo detuve esta noche en alguna forma?

- Esta noche llevaba una pistola en el bolsillo, Elsie - dijo la abuela -. Cuando salió de su cuarto, oí que pegó en la puerta. Y con lo que dijiste de Johnny Everard...

- Madre - la interrumpió Elsie cansadamente -, vete a la cama - no quedaba lugar en ella para la cólera -. Estás empeorando las cosas.

- Pero Elsie, Eddie no fue. Estoy tratando de decírselos. Ahora mismo está al otro lado de la calle, en su carro. Ha estado allí todo el tiempo.

Wheeler la miró con severidad. Mamá no estaba respirando. La abuela movió la cabeza afirmativamente. Había lágrimas en sus ojos.

- Sabía que debía detenerlo - explicó -. Esos polvos para dormir que tienes, Elsie... puse una buena cantidad en la cucharada de azufre y melaza que le di. Sabía que trabajaban rápidamente y lo miré por la ventana. Atravesó la calle arrastrando los pies y llegó a su carro, pero no pudo hacerlo arrancar. Baja a buscarlo, Dickie, y cuando esté despierto, haz lo que te dije.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Mar Ago 05, 2008 5:52 pm



sector115.es
Error fatal

El señor Walter Baxter fue durante mucho tiempo un ávido lector de historias de crímenes y detectives, así es que, cuando decidió asesinar a su tío, sabía que no debería cometer un solo error.

Y que, para evitar la posibilidad de caer en el error, la simplicidad habría de ser la nota dominante. Simplicidad absoluta. Sin preparar ninguna coartada que pudiera fracasar. Sin modus operandi complicado. Sin huellas.

Bueno, una huella pequeña. Una muy simple. También tendría que robar todo el dinero que hubiera en la casa de su tío, para que el asesinato pareciera un accidente producto del propio robo. De otro modo, como único heredero de su tío, él mismo sería un sospechoso demasiado obvio.

Se tomó su tiempo para conseguir una pequeña palanca, de tal modo que nadie pudiese seguir la pista de su adquisición hasta él. Le serviría tanto como herramienta como para cometer el homicidio.

Planeó hasta el detalle más mínimo, sabiendo que no se podría permitir ningún error y que, ciertamente, no lo cometería. Con extremado cuidado eligió la noche y la hora.

La palanca abrió la ventana con facilidad y sin hacer ruido. Entró a la estancia. La puerta de la habitación estaba abierta, pero al no oír ningún sonido procedente del interior, decidió terminar primero con los detalles del robo. Sabía dónde guardaba su tío el dinero, pero era preciso provocar un cierto desorden: como si se hubiese producido una búsqueda. Tenía suficiente luz de luna como para ver con claridad el camino; se movió silenciosamente...

En casa, dos horas más tarde, se desvistió rápidamente y se acostó. No existían posibilidades de que la policía se enterara del crimen antes del día siguiente, pero estaba listo para el caso de que vinieran por sorpresa. Hizo desaparecer el dinero y la palanca; le dolió destruir varios cientos de dólares, pero era el único método seguro, y no representaban nada ante los cincuenta mil o más que heredaría.

Llamaron a la puerta. ¿Tan pronto? Trató de clamarse; fue a la puerta y la abrió. El sheriff y un ayudante se abrieron paso al interior.

- ¿Walter Baxter? Traigo una orden de arresto. Vístase y venga con nosotros.

- ¿Una orden de arresto? ¿Por qué?

- Robo con fractura. Su tío lo vio y le reconoció desde la puerta de la habitación. Se quedó quieto hasta que usted salió y luego fue al pueblo a denunciarlo.

Walter Baxter abrió la boca. Después de todo, cometió un error.

Planeó un asesinato perfecto; pero abstraído con el robo, había olvidado cometerlo.
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Mié Ago 06, 2008 1:28 am


Evidencia de suicidio

El sargento-detective era un hombre grande y de movimientos pesados, pero no era un estúpido. Sabía reconocer un suicidio siempre que se encontraba frente a uno, pero no lo daba nunca por supuesto hasta tener todas las cartas en su mano. Incluso en un caso tan sencillo como éste debe husmearse hasta el más insignificante detalle y, en una entre mil ocasiones, puede ser que se encuentre algo que no encaje, y ésa podía ser la vez número mil; cualquiera de los casos podía serlo.

- De acuerdo, llévenselo - dijo, y los dos hombres de la camilla depositaron las ciento sesenta libras de carne fría que se habían llamado John Carey en el centro de la misma y, levantándola, salieron hacia la puerta.

El gerente del hotel habla estado revoloteando ansioso al otro lado de la puerta, y entonces el sargento-detective le invitó a que entrase. Lo hizo con rapidez, cerrando tras de sí la puerta aún más de prisa. Evitó dirigir su mirada hacia la inmensa mancha de sangre que cubría parte de la alfombra de color beige.

El sargento-detective extrajo un cuaderno de notas de su bolsillo y un lápiz de otro, e hizo un gesto al gerente.

- Siéntese, mister Weissman.

El lápiz revoloteó sobre el cuaderno de notas.

- Mister Weissman, ¿conocía usted a John Carey por algo más que por su estancia en el hotel?

- Bueno, indirectamente. Era amigo de un conocido, Lee Wheeler. Quizá esa fuese la razón por la que decidió venirse a vivir aquí. En efecto, Mister Wheeler me contó que había recomendado el «Colbrook» a Mister Carey.

- ¿Cuánto tiempo hace de eso?

- Mister Carey se trasladó aquí hace tres meses, justo después de que su esposa e hijo perecieran en un accidente. Vendió su casa y se vino a vivir aquí, al hotel. Éste es un hotel para residentes; todos nuestros clientes son más o menos permanentes.

El sargento-detective levantó la mirada de la libreta.

- ¿Murieron a la vez la esposa y el hijo? Carey... Dígame, ¿se trata del caso ocurrido hace tres meses en que un coche fue alcanzado y arrastrado durante una milla por el «Limited» antes de que el tren pudiera parar?

- Sí. El muchacho, que tenía ya dieciocho años, llevaba a su madre de excursión la tarde del domingo, aprovechando que el padre había salido de viaje. Fue horroroso.

- Ya. Eran éstos los únicos parientes que le quedaban, si no recuerdo mal. Leí algo sobre este caso, pero no lograba relacionarlo con el nombre de Carey.

- Pues sí, siempre me abstuve de comentarlo con mister Carey, pero aquel amigo mutuo me habló de ello. El muchacho era su único hijo, y no tenía otros parientes.

El sargento-detective movió la cabeza impresionado. La nota que John Carey había dejado sobre el vestidor, escrita a mano con una letra que era de presumir fuese la suya, aunque este punto sería también verificado, era una súplica no dirigida a nadie en particular, pidiendo ser enterrado en el nicho 4, sección 7, del cementerio de Parkhill, al lado de su mujer y de su hijo.

Eso también concordaba. Cuando se han estudiado centenares de suicidios, se llega a captar toda la sicología de los mismos.

Saltaba a la vista que los factores físicos ligaban. Y ahora, también los psicológicos aparecían con igual evidencia. Y el móvil, lo mismo. Aunque móvil no era la palabra exacta; uno no tiene ningún móvil para suicidarse, sino que tiene una razón, o un conjunto de ellas.

- Y ahora hábleme de lo ocurrido esta mañana - dijo.

- La chica de servicio llegó a las diez en punto, esta es la hora en que normalmente entra en esta habitación, y se encontró con la puerta cerrada. Bueno, quiero decir cerrada por el interior, por lo que no consiguió abrir con su llave. Cuando un huésped deja la habitación, cerrando la puerta, ella emplea su llave maestra. Por esa razón supuso que Mister Carey aún estaba en el interior, usted ya me comprende. Sin embargo, durante los tres meses en que mister Carey estuvo con nosotros jamás se había levantado tan tarde en día de trabajo. Por consiguiente la chica me avisó por el teléfono interior preguntándome si debía llamar a la puerta.

- ¿Y usted le dijo...?

- Le dije que yo mismo llamaría por teléfono. Me dirigí a la cabina de la telefonista dispuesto a decirle que llamara al 816, cuando pude ver que ella introducía la clavija en el agujero del 816. No contestó. Aguardé durante un minuto hasta que ella desconectó la clavija y le pregunté si aquella llamada había sido cumplimentada, contestándome ella que no, pues el 816 no había contestado. Sólo entonces comencé a preocuparme seriamente.

- ¿Y subió a la habitación?

- Bien, primero hice otra cosa. Pensé que probablemente la llamada procedía de la oficina para preguntar por qué aún no había llegado. Ya comprenderá que nadie más, ni siquiera sus amistades, por ejemplo, habrían pensado encontrarle a las diez en su hotel en día laborable; tenían que suponerlo ya en su despacho. Por esto pensé que la llamada procedía de la oficina. Y llamé allí.

- ¿Dónde está eso? - preguntó el sargento-detective dejando de escribir.

- En el edificio del State Bank. El nombre de la empresa es «Carey & Greene» y se dedica a exportación e importación. Pregunté por Mister Greene explicándole quién era yo y la razón de mi llamada. Me contestó que había sido él quien había telefoneado a Mister Carey. Deseaba conocer la razón de su ausencia, puesto que llevaba ya retrasadas dos citas en esta mañana. Luego le expliqué lo de la puerta cerrada desde el interior, y me contestó que lo mejor sería echarla abajo.

- ¿Se le ocurrió que podía tratarse de un suicidio? Me refiero a Mister Greene.

- Por la forma en que se lo tomó, yo aseguraría que así fue. Y comprendo la razón. Últimamente, podía verse a mister Carey muy desanimado y comportándose en forma extraña. Francamente, eso fue lo primero en que pensé, y creo qué a mister Greene se le ocurrió lo mismo por idéntico motivo. Naturalmente, estaba enterado de que mister Carey acababa de perder a toda su familia de golpe y... bueno, ya me comprende.

El sargento-detective asintió.

- Requerí la presencia del doctor Deane - continuó el gerente -, y de Joe, el conserje, subiendo los tres aquí. Llamé a la puerta y, en vista de que continuaba sin recibirse ninguna contestación, le dije a Joe que derribase la puerta. Aunque no tuvo necesidad de hacerlo; él sabía cómo golpear la cerradura con un martillo para conseguir romperla.

- ¿Y entraron los tres aquí?

- Solamente el doctor Deane. Joe no entró y yo me limité a asomarme para ver cómo el doctor Deane se inclinaba sobre el... sobre Mister Carey. Cuando me dijo que Mister Carey estaba muerto, cosa de la que yo me había dado ya cuenta al primer golpe de vista, llamé a la policía. Y eso es todo.

- Gracias - dijo el sargento -. Bien, debo marcharme. Querría tener unas palabras con su socio, Greene. Gracias por su ayuda, Mister Weissman.

Al llegar a la puerta, el sargento-detective se detuvo para contemplar la cerradura rota. El gerente pasó por su lado hacia el recibimiento y el sargento se reunió con él allí. Un policía de paisano estaba apoyado contra la pared, al lado de la puerta.

- Quédate aquí hasta que cambien la cerradura y la puerta sea sellada. Luego vuelve para informarme. Dile al jefe que aún me queda por efectuar otra visita - le dijo el sargento-detective.

- De acuerdo. ¿Simplemente suicidio?

- Seguro.

Mientras bajaba en el ascensor con el gerente, se le ocurrió una pregunta.

- Dijo usted que Carey se comportaba de un modo extraño. ¿Qué hacía?

- Bien, es un poco difícil de explicar. Algo así como si estuviera siempre escuchando. Como si escuchase o esperase oír algo. Es sólo una suposición, pero aseguraría que oía voces.

- Muchos de ellos lo hacen - contestó el sargento.

Muchos de ellos lo hacen. Y John Carey se contaba entre ellos. No se trataba exactamente de voces, sino de una sola voz. Una sola voz, y había necesitado tiempo para llegar a situarla y conocer con seguridad de cuál se trataba.

Y entonces se dio cuenta de que se trataba de su propia voz, y ya todo le resultó perfectamente claro.

La primera vez que la oyó fue tres semanas después del entierro, el entierro por partida doble que había significado en su vida el fin de todo aquello que para él tenía alguna importancia.

Entonces hubiese querido suicidarse, justamente después del entierro, pero no se sintió con fuerzas para ello. Es doblemente doloroso el no desear vivir y, a la vez, no tener el suficiente coraje para matarse. Pero luego surgió la voz.

La primera vez que la escuchó le había alarmado. Fue precisamente en medio de una conversación, mientras intentaba desprenderse de un chillón y pelirrojo vendedor de libros. Habla sido sorprendido por el vendedor, puesto que se encontraba solo en la oficina; Dave Greene había salido y la mecanógrafa se había ido á comer. Por fin había convencido a aquel tipo de que no deseaba ninguna clase de libro y se disponía ya a cerrar la puerta cuando, en el tan esperado silencio, se escuchó una voz que le decía:

- Suicídate, John Carey.

Como es de suponer, se llevó un susto; había estado mirando fijamente al vendedor de libros y, a pesar de que era un poco corto de vista, pudo verle lo suficientemente bien como para asegurar que él no lo había dicho. Y saltaba a la vista, además, que el vendedor de libros tampoco lo había oído.

«¿Me estaré volviendo loco?», pensó, y ese pensamiento le estuvo preocupando durante algún tiempo.

Luego se resignó y llegó a la conclusión de que sólo le faltaba reunir ánimos para llevarlo a cabo. La voz le había ayudado.

La segunda vez que la oyó, una semana después de la primera, había sido en un parque público, el parque que acostumbraba a cruzar en su camino hacia casa y comprobó que allí no había nadie más que un vagabundo dormido sobre uno de los bancos del parque. La tercera vez había sido mientras cruzaba la recepción de su hotel.

No fue hasta esta tercera vez cuando logró reconocer aquella voz como la suya. Había algo de familiar en su entonación, pero por un tiempo no había logrado reconocerlo. La propia voz no resulta tan familiar como puede creerse, pues escucharse a sí mismo no es igual que ser oído por los demás. Pero un cierto énfasis que él sabía que empleaba, le dio la clave la tercera vez en que escuchó... Volvió a escucharla otra vez a la entrada de un teatro; otra en la oficina estando con Paye, sin que por supuesto la oyese éste; otra en la calle, cuando acababa de dar unas monedas a un sucio y desaliñado pordiosero; y otra en un autobús. Una docena de ocasiones en algo más de dos meses.

Hubiese ido a ver a un psiquiatra de haber pensado que merecía la pena, si hubiese deseado realmente vivir. Pero ¿por qué no dar la bienvenida a la locura, si ésa le ayudaba a conseguir el valor necesario para llevar a cabo lo que en el fondo deseaba?

Y al fin, el valor. La navaja. El fin.

- Mi nombre es Weston. Policía. ¿Es usted David Greene? - dijo el sargento.

- Sí, siéntese, Mister Weston. ¿Viene... Viene usted del hotel?

Y cuando el sargento-detective asintió, Greene inquirió a su vez:

- ¿Puedo preguntar cómo ocurrió?

- Con la navaja de afeitar.

- ¡Qué horrible! Sin embargo... creo que era lo mejor que podía sucederle. Había estado viviendo en una tortura continua durante tres meses... ¿Está usted enterado ya de lo que le ocurrió?

- Sí, murieron a la vez su esposa y su hijo. La razón por la que se suicidó está pues suficientemente clara. Una cosa así, sucediendo de repente y tan inesperadamente, trastornó su mente hasta... bien, hasta que lo hizo.

- ¿No existe, pues, ninguna duda de que se trata de un suicidio? - preguntó Greene.

- Ni la más leve sombra. Se encerró en su habitación por el interior. Incluso la ventana estaba cerrada, aunque de todos modos tampoco nadie hubiera sido capaz de entrar por ella en un octavo piso. El motivo es obvio. Dejó una nota en la que decía dónde deseaba ser enterrado. Incluso podían verse en su garganta los clásicos cortes de los primeros tanteos.

- ¿Tanteos?

- Así es como los llamamos. Quizás no debí mencionarlos; no resulta agradable pensar en ello cuando se trata de alguien conocido. Los tanteos son unos cortes superficiales, unos trazos preliminares a un lado de la garganta del suicida que se degolla. Casi siempre los encontramos en los casos típicos de este modo de suicidio. Es difícil tener suficiente coraje la primera vez para clavar la navaja profundamente. Se presentan en uno de cada seis casos. Él tenía tres. No es agradable pensar en ello, pero, en fin, allí estaban. ¿Tenía alguna otra preocupación además de la pérdida de su familia? Me refiero a preocupaciones financieras, principalmente.

- No lo creo. No tengo idea de si había llegado a ahorrar mucho dinero, si es que lo hacía, pero lo que sí puedo asegurar es que era solvente. Juraría que no tenía deudas. Supongo que deja unos cuantos miles de dólares. ¿Se quedará el Estado con ello?

- Siempre que no haya dejado testamento y que no se presente ningún familiar a reclamarlo.

- No se presentará ninguno. Resulta curioso, pero tanto el como su mujer habían sido incluseros y habían sido educados en un orfanato. Y tampoco creo que haya dejado testamento. Quiero decir uno nuevo, desde que fallecieron su mujer e hijo. El que redactó anteriormente ya no tendrá ningún valor puesto que lo dejaba todo a su esposa.

- ¿Se hubiera enterado usted si lo hubiese hecho?

- Creo haberlo mencionado anteriormente. Dejaba que sus pólizas de seguro personal caducasen porque aseguraba que ya no tenían razón de existencia. Y creo que pensaba lo mismo con todo lo que fuese dinero.

- Siempre y cuando no pensase dejarlo a una institución benéfica en vez de entregarlo al Estado.

Greene se encogió de hombros.

- Temo que incluso para eso se encontrase demasiado desalentado. Puedo equivocarme, desde luego. En caso de que tuviera un nuevo testamento se encontraría en su caja de seguridad, en el banco de la esquina y, para salir de dudas, no tiene usted más que abrirla.

- No crea que voy a hacerlo - respondió el sargento-detective -. El Estado se ocupará de ello. Se necesitaría una orden judicial para abrirla y no quiero hacerlo; a menos que usted esté seguro que pueda haber algo que interese.

- No tengo idea de lo que pudiese guardar en ella.

- Bueno, no tiene importancia. Le diré que he estado dudando entre cerrar el caso declarándolo como suicidio de un perturbado, o dejar este extremo en blanco. Pero no creo que tenga ninguna importancia. El gerente del hotel tenía la impresión de que... bueno, de que últimamente había estado un poco fuera de sus cabales. Como si escuchara voces. Muchos de ellos las oyen. ¿Cuál es su opinión, Mister Greene?

- Sí, actuaba en forma extraña. Pero se debe tener en cuenta que... que desde el accidente estaba muy ofuscado. Quiero decir, desde que supo que sus familiares más cercanos lo habían sufrido. Se movía como un autómata en todo lo que hacía, como un sonámbulo, si entiende usted a lo que me refiero.

- Naturalmente. Pero ¿cree usted que el gerente del hotel tiene razón al asegurar lo de las voces?

- Bien... en cierta ocasión, estando él y yo solos en la oficina, me preguntó repentinamente si había oído algo. Le pregunté qué quería decir, y me dijo que lo olvidara. Esto es lo único que se me ocurre. Podía ser por lo que usted dice, o también porque hubiese oído algún ruido en el exterior al que yo no hubiera prestado atención. Él tenía el oído muy fino; su vista era bastante débil, pero su oído era más fino que lo corriente. Mucho mejor que el mío.

- Sólo una cosa más, Mister Greene. Mera rutina. ¿Hay alguien que resulte económicamente beneficiado con esa muerte? O por el contrario, ¿hay alguien que haya resultado perjudicado por ella? ¿En qué forma afecta a su negocio?

- Creo que resultaré beneficiado. En efecto, tengo motivos para alegrarme. Resulta espantoso emplear esa palabra, pero no pensaba en lo que puede parecer a primera vista. Dado que se suicidó a puerta cerrada y dejando una nota.., si cupiera alguna clase de sospecha, de... juego sucio como tengo entendido que le llaman ustedes, resultaría una situación delicada para mí ya que nuestro seguro en común podría parecer un móvil sospechoso.

- ¿Se refiere a un seguro de vida?

- Sí. Entre otras cláusulas, en nuestro contrato de asociación estipulamos que cada uno inscribiera una fuerte póliza de vida a favor del otro, para que así no se viera en inferioridad de condiciones en caso de fallecimiento de uno de los socios. Es una cosa normal entre socios. Incidentalmente le diré que me refería a eso cuando dije que había dejado caducar su propia póliza. Su esposa se hubiera beneficiado de ésta. Aquélla de la que yo soy beneficiario, y que representará una bonita cantidad de dinero para mí, no había caducado, naturalmente; era un compromiso financiero.

El sargento-detective asintió. También él se alegraba de que aquel móvil ya no tuviera ninguna importancia y de que todo el caso no fuera más que una mera cuestión de rutina, y de que ya lo tuviera resuelto, exceptuando el informe que tendría que redactar sobre el mismo.

Al sargento-detective le dolían los pies y deseaba continuar sentado un minuto más, por lo que preguntó:

- ¿Fueron socios durante mucho tiempo, usted y Carey?

- Ocho años. Él fue quien me asoció a su negocio, y resulta cómico, dada la cantidad de teclas que anteriormente había tocado yo y todo lo que había intentado hasta entonces. Había estado trabajando con una compañía ambulante en un espectáculo de variedades, en aquellos tiempos en que aún existían variedades en las que actuar, y consiguiendo trabajar de cuando en cuando en algún teatro de veras... Y aquí acabé siendo un respetable hombre de negocios, e incluso el dueño del mismo. ¿Un cigarro, Mister...? Perdón, he olvidado su nombre.

- Weston. Muchas gracias.

El sargento-detective encendió una cerilla y adelantó el brazo para dar fuego a Mister Greene, encendiendo posteriormente el suyo. Era un buen cigarro puro.

- No sé si sabrá que yo siempre he tenido afición a su carrera. O, mejor dicho, a ser detective privado. Pero supongo que ya nunca tendré oportunidad de llegar a serlo. Gano demasiado dinero para que pueda cambiar ya de profesión - dijo Mister Greene.

- No se gana demasiado como detective privado, desde luego.

- Lo supongo. Pero creo que no se me hubiera dado del todo mal. Tengo la impresión de que habría sabido seguir a la gente sin ser visto, y todas esas cosas. Y sé perfectamente que la cuestión de los disfraces habría sido mi fuerte. Las pocas veces que logré tener algún papel en el teatro fue para representar a personajes de carácter y ello debido a mi habilidad para maquillarme. Y a mi dominio sobre la voz, pues tanto podía imitar a un viejo decrépito como a un muchacho joven, como a cualquier otra cosa. Las imitaciones se me daban muy bien. Las hacía tan bien que no había quien pudiera diferenciar mi voz de la original.

- No hubiera tenido usted muchas ocasiones para disfraces o imitaciones de haber sido detective privado. No más, probablemente, de las que se le hayan podido presentar en su negocio. ¿Era eso lo que hacía en escena...? ¿Imitaciones? - dijo el policía, a través de los vapores de su aromático cigarro.

- Trabajaba como ventrílocuo.

El sargento suspiró mientras se levantaba de su sillón.

- Pues antes yo tocaba el trombón y lo hacía bastante bien. ¡Y míreme ahora! En fin, gracias por el cigarro. Y adiós.

- Adiós - contestó Greene.
Juanete
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Mié Ago 06, 2008 1:30 am


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Gente peligrosa

Mister Bellefontaine temblaba un poco allí, de pie en el extremo del andén de aquella pequeña estación. El tiempo era lo suficientemente frío para ello, pero no era por esa causa. Era por culpa de aquella lejana sirena aullando de nuevo. Un lejano y débil gemido en la noche... el gemido de un alma en pena.

Había empezado a oírlo media hora antes, mientras le cortaba el cabello el único empleado de una pequeña barbería situada en la calle principal de aquel también diminuto pueblo. Y el barbero le había estado explicando de qué se trataba.

- Pero está a cinco millas de distancia - se dijo para sí, sin conseguir con ello, de todos modos, aliviarse de aquel peso.

Un hombre fuerte y desesperado puede recorrer cinco millas en menos de una hora y, ¿por qué no?, podía haberse escapado bastante antes de que le echaran en falta. Es muy probable que sucediera así; de haberlo visto huir le habrían atrapado inmediatamente.

Quizás, incluso, se había escapado a media tarde, y ya hacía varias horas que corría suelto. ¿Qué hora sería? No mucho más de las siete, y su tren no pasaba por allí hasta casi las ocho. Aquellos días empezaba a oscurecer ya pronto.

Mister Bellefontaine había andado demasiado rápido desde la barbería hasta la estación. Más rápido de lo que es de aconsejar en una persona que padece asma. Los escalones que se tenían que subir para llegar al andén habían acabado con el poco aire que aún quedaba en su interior, por lo que tuvo que dejar su maletín en el suelo para descansar unos instantes antes de acabar de cruzar el andén para llegar a la estación.

Aún continuaba respirando con dificultad, pero creyó que podría caminar lo que le faltaba y así poder escapar de una vez de aquella oscuridad que le rodeaba. Levantó el maletín, y casi tropezó a causa del desacostumbrado peso, cuando se acordó de que en su interior conservaba el revólver.

Resultaba más extraño en él que en cualquier otra persona el llevar consigo un revólver. Aunque se tratara de uno descargado y envuelto en papel, y con la caja de los cartuchos que le correspondían envuelta en otro papel distinto y colocada también en distinto compartimento de la maleta. Sin embargo, mister Murgatroyd, el cliente a quien había venido a visitar para tratar de un asunto perfectamente legal, le había pedido como favor personal que se llevase consigo el revólver hasta Milwaukee para entregárselo a su hermano, el hermano de mister Murgatroyd naturalmente, al que se lo había prometido.

- Es una cosa francamente difícil de mandar por cualquier medio de transporte - le había explicado mister Murgatroyd -. No sabría cómo enviarlo: si por paquete postal, o como muestra sin valor, o cómo. Incluso quizás sea ilegal el enviarlo por correo; no lo sé.

- No debe serlo - se apresuró a decir mister Bellefontaine -, pues bien los mandan por correo para venderlos contra reembolso. Aunque quizás los envíen por un correo especial.

- Bueno - continuó Murgatroyd -, usted va directamente a Milwaukee de todas formas, por lo que no le resultará demasiado molesto. Además tampoco tendrá que llevárselo, ni nada parecido. Con sólo llamarle a la oficina, él irá hasta la suya para recogerlo. Ahora mismo le escribiré anunciándole que le he pedido que se lo llevara consigo. ¡Hecho!

Así que no tuvo más remedio que cargar con él para no ofender al cliente, y mister Bellefontaine se veía ahora con la pistola en el interior del maletín, cosa que no le producía ningún bienestar.

«¡Maldito asma! - pensó mientras abría la puerta de la pequeña sala de espera de la estación y entraba en su interior -. Y maldita farmacia de esta pequeña ciudad, que ni siquiera tiene efedrina. La próxima vez me traeré unas pocas cápsulas conmigo...»

Parpadeó hasta acostumbrar su vista a la luz y miró a su alrededor.

Sólo había un hombre en la sala. Era un hombre alto, delgado, vestido pobremente, y con ojos inyectados en sangre. Había estado sentado con la cabeza apoyada entre las manos hasta que él entró, pero entonces levantó la vista y le dijo:

- Hola.

- Hola - contestó sucintamente mister Bellefontaine -. Hace frío fuera, ¿eh?

El reloj que pendía sobre la ventanilla de los billetes marcaba las siete y diez. Cuarenta y cinco minutos de espera. A través de la ventanilla pudo ver al canoso jefe de estación escribiendo algo en una vieja máquina de escribir, sobre una mesa que se apoyaba contra la pared más alejada de la estancia. Mister Bellefontaine no tuvo necesidad de ir hasta la ventanilla. Ya tenía consigo su billete de vuelta.

El hombre alto permanecía sentado a un lado de la estufa de carbón de forma acampanada, y cerca de la pared extrema. Allí se veía un confortable sillón, al otro lado de la estufa, pero mister Bellefontaine no quiso atravesar toda la habitación para sentarse precisamente entonces.

Aún respiraba con dificultad por efecto de la caminata sobre su asma y antes quería recuperar todo el aire que le faltaba. Probablemente se vería obligado a hablar en cuanto tomase asiento en aquel sillón, y de tener que hacerlo con frases entrecortadas, se vería en la necesidad de explicar detalles sobre su molesta dolencia.

Por lo tanto, para excusar el que permaneciese de pie, se volvió para mirar a través de la puerta acristalada, como si estuviera esperando algo.

Sin embargo pudo ver su imagen reflejada en el vidrio. Vio un hombrecillo regordete, de cara sonrosada y con calva incipiente, aunque realmente eso último no se adivinaba ya que llevaba el sombrero puesto. En cambio, sus gafas con montura de concha le daban un aspecto serio que encajaba muy bien con su carácter, ya que mister Bellefontaine se tomaba a si mismo muy en serio. Tenía ahora cuarenta años, y cuando llegase a los cincuenta habría llegado a ser ya un importante abogado de empresa.

La sirena volvió a gemir.

Mister Bellefontaine sintió un ligero escalofrío al oírla, y luego se acercó hasta la estufa y se sentó en el sillón. Su pequeño maletín pareció hundirse pesadamente al apoyarlo en el suelo.

- ¿Espera el de las siete cincuenta y cinco? - se interesó el hombre alto.

Mister Bellefontaine asintió.

- Hasta Milwaukee.

- Yo sólo llego hasta Madison - dijo el hombre alto -. Sin embargo, viajaremos juntos a lo largo de un par de cientos de millas; más vale pues que nos presentemos. Mi nombre es Jones. Contable de la «Saxe Paint Company».

Mister Bellefontaine se presentó a su vez y luego añadió:

- ¿La «Saxe Paint»? Creía que estaba en Chicago.

- Es la sucursal de Madison.

- Oh - dijo mister Bellefontaine.

Ahora le tocaba a él decir algo, pero no se le ocurría nada en absoluto. Quebrando el silencio volvió a escucharse la sirena. Esta vez se oyó más fuerte, y él tembló.

- Este aparato me pone malo - pudo decir.

El hombre alto recogió el atizador y abrió la portezuela de la estufa.

- Hace frío aquí dentro - dijo mientras atizaba el fuego -. Diga, ¿qué es esta sirena?

- El asilo para locos homicidas - le contestó -. Se ha escapado uno de ellos.

Inconscientemente disminuyó el tono de su voz.

- Probablemente algún maníaco criminal. Éste es el tipo de locos que guardan allí.

- Oh - contestó el hombre alto, fuertemente impresionado.

Atizó con más fuerza el fuego, cerró de golpe la puertecilla y se reclinó en su silla, aún con el atizador en la mano.

Se trataba de un atizador demasiado grande para una estufa tan pequeña. Con las piernas separadas, el hombre alto lo balanceaba meditabundo entre sus rodillas. En vez de mirar hacia mister Bellefontaine su mirada se concentraba sobre el atizador.

- ¿Se conoce la descripción? ¿Se sabe qué facha tiene el loco? - preguntó repentinamente.

- Pueees... no - contestó mister Bellefontaine.

Sus ojos parecían ahora como hipnotizados por el balanceo del atizador.

«¿Y si...? - pensó de pronto -. No, era absurdo. ¿O quizá no? Había algo que...?»

De repente se dio cuenta de qué era lo que le preocupaba. Se le había ocurrido pensar que aquel hombre alto que tenía enfrente, vestía en forma muy extraña; ahora mister Bellefontaine se daba cuenta de que no se trataba de que el otro vistiera pobremente. La tela era de buena calidad, o por lo menos no era mala. Lo que realmente ocurría era que sus prendas no eran de su talla.

Aquel vestido había sido confeccionado para una persona de talla media, y lo mismo ocurría con el abrigo. La giras de los pantalones habían sido dobladas hacia abajo a pesar de que el planchado demostraba que no habían sido confeccionados con esta idea, pues aún se podía ver el doblez original. Ésa era la razón por la que colgaba en forma tan rara sobre sus tobillos. A pesar de ello, aún le venían unos dos o tres centímetros cortos; y lo mismo ocurría con las mangas del abrigo y de la chaqueta.

Mister Bellefontaine se quedó muy quieto en su silla haciendo como que no miraba pero continuando con el rabillo del ojo su inspección furtiva. La camisa del hombre alto tenía un cuello demasiado grande para él. Había sido confeccionada para una persona con un cuello mucho más grueso. El delgado pescuezo de Jones bailaba en su interior.

¿Y sus ojos ariscos e inyectados en sangre?

«Habrá dirigido sus pasos hacia el ferrocarril - pensó mister Bellefontaine -. Hacia una pequeña estación como ésta, alejada del manicomio. Por el camino habrá entrado a robar en alguna casa para cambiar su traje de uniforme por ropas normales, O quizás haya incluso asesinado a un hombre para conseguirlas. Y, naturalmente, esas ropas no eran de su medida.»

Mister Bellefontaine se había quedado rígido, y podía notar cómo el frío subía por sus mejillas a medida que éstas mudaban de color. Desde luego, podía estar equivocado, pero...

«Jones - pensó -; el nombre que cualquiera elegiría en una ocasión corno ésta, de no haberlo meditado con anterioridad. La Compañía Saxe Paint, una de las más importantes del país, extensamente anunciada y de la clase que a cualquiera le viene en seguida a la memoria.»

Y tuvo un resbalón al decir que trabajaba en Madison, pero supo apañarlo alegando que se trataba de una sucursal.

Y no parecía que llevase consigo ninguna maleta. Solamente los vestidos que tenía puestos, e incluso éstos no le pertenecían. Ropas robadas y ¡quizás había matado para conseguirlas! Había asesinado a un hombre hacía sólo una o dos horas. A un hombre bajo y grueso y con un cuello macizo...

El atizador continuaba describiendo lentamente aquel arco hipnotizante. Y también lentamente, los sanguinolentos ojos del hombre alto fueron subiendo desde el atizador hasta el rostro de mister Bellefontaine.

- ¿Cree usted...? - dijo. Pero entonces cambió el tono de su voz -. ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

Mister Bellefontaine tragó saliva y contestó como pudo:

- Na... nada.

Aquellos ojos cargados de sangre continuaron observándole fijamente y luego se dirigieron de nuevo hacia el atizador. El hombre alto no continuó preguntando lo que había comenzado.

«Lo sabe - pensó oscuramente mister Bellefontaine -. Yo mismo me he traicionado con mi expresión. Sabe que sé quién es. Y si ahora intento huir de aquí, comprenderá que voy a llamar a la policía. Y puede acabar conmigo golpeándome con el atizador antes de que yo haya intentado alcanzar la puerta.

Ni siquiera tendría necesidad de emplear el atizador. Podría estrangularme con facilidad. Pero no, estoy seguro de que emplearía el atizador. Por la forma en que lo mira mientras lo balancea, es seguro que piensa utilizarlo como arma.

Pero ¿me atacará de todas formas, incluso si no hago ningún movimiento? Podría ser; está loco. Y los locos no necesitan razones.»

Tenía el interior de la boca completamente seco. Sus labios parecían pegados con cola, por lo que mister Bellefontaine se vio obligado a pasar por ellos la lengua para conseguir entreabrir la boca y hablar. Tenía que decir algo... algo sin importancia, para volver a dar confianza al loco. Con todo cuidado fue pronunciando cada palabra, una por una, para asegurarse de que no se volvería a traicionar con algún ligero tartamudeo o tropiezo.

- Hace frío fuera - dijo. Y sólo cuando ya lo había dicho recordó que era la segunda vez que pronunciaba aquellas palabras. En fin, la gente repite las cosas con frecuencia.

El hombre alto lo miró y luego volvió su atención al atizador.

- Sí - contestó secamente.

Ni una sola inflexión, nada que demostrase qué era lo que estaba pensando.

Entonces, repentinamente, mister Bellefontaine se acordó del revólver. Si al menos éste estuviera cargado y en su bolsillo, en vez de encontrarse descargado y envuelto en el interior de la maleta. ¿Cómo podría él...?

Su mirada, recorriendo el local en forma desesperada, cayó sobre un letrero que indica «Hombres». ¿Podría? ¿Le detendría el asesino si se levantaba y se dirigía hacia aquella puerta?

Gruesas gotas de sudor perlaban su frente al levantarse lentamente recogiendo de paso el maletín. Le llegó un pequeño ramalazo de valor y se atrevió a decir con voz casi indiferente:

- ¿Me excusará un momento?

Y rodeando la estufa y la silla que ocupaba el loco, se encaminó hacia la puerta del lavabo.

Por el rabillo del ojo pudo comprobar que el hombre alto se volvía para mirarle. ¡Pero no se levantaba!

Rápidamente, mister Bellefontaine atrancó la puerta y buscó el pestillo a lo largo de la misma. Pero no había; ni tampoco cerradura. Sus manos temblaban mientras abría el maletín.

Miró por todos lados pero no vio nada que le pudiera ser de utilidad. Ni siquiera una ventana por la que... solamente una, pequeñita, casi tocando al techo e imposible de alcanzar. Tampoco había nada con lo que poder montar una barricada ante la puerta. Únicamente un ligero pestillo en la puerta del retrete, pero un hombre podría echarlo abajo con sólo una mano.

No, allí no estaba seguro. Todo lo más que podía hacer era cargar el revólver y guardárselo en el bolsillo para tenerlo a punto cuando volviera a salir. Y además tampoco podía permanecer allí encerrado demasiado rato. Debía apresurarse... correr...

Mister Jones estuvo mirando durante un rato con curiosidad hacia la puerta cerrada del lavabo, y luego, encogiéndose de hombros, volvió a prestar atención a su atizador.

Vaya tipo más extraño su acompañante. Definitivamente, había perdido la chaveta, esto estaba claro. Había esperado tener a alguien con quien poder charlar durante el viaje, pero si ésa era la mejor compañía de que podía disponer, más valía que le diesen morcilla. En fin, ya intentaría dormir en el tren.

Estaba seguro de que podría dormir, después de la noche pasada. Nadie se hubiera esperado una fiesta tan brutal, aquí en medio del campo. Pero Madge, su hermana, se había empeñado en celebrarlo, y lo mismo Hank, su cuñado. El licor había sido mediocre, pero fuertecillo. Se había celebrado un aniversario, de acuerdo. Pero ¡vaya trompa la que habían agarrado los vecinos, los Wilkinses!

Sin embargo, tampoco él se había quedado atrás en cuestión de cogorzas, pensó con disgusto mister Jones, saliendo al granero en busca de un poco de aire fresco y cayéndose en el barro tan largo como era. ¡Dios mío! ¿Volvería a parecer el mismo aquel traje cuando se lo devolvieran? Y ahora se veía forzado a vestir un traje de Hank hasta que llegase a Madison.

Pasaría mucho tiempo hasta que volviese a beber tanto como la noche pasada. Resultaba divertido de momento, pero había que ver cómo se sentía uno al día siguiente, incluso por la noche. Menos mal que hoy no había tenido que regresar aún al trabajo, con los ojos en aquel estado. Los muchachos de la oficina le habrían hecho salir de sus casillas.

Mañana... ¡oh, maldita Saxe Paint y todas las tenedurías de libros! Mañana mismo lo dejaría si el viejo Man Rogers, el gerente de la sucursal, aún no le había dicho que al cabo de poco él ya estaría en disposición de salir a la calle. Vendiendo no se le daría tan mal. Y él entendía en pinturas, por lo que le valía la pena aguantar un par de meses más garabateando en los libros.

La puerta del lavabo se abrió y apareció aquel curioso tipejo. Mister Jones se volvió para mirar y sí, aún continuaba con su expresión de perturbado. Era una especie de mirada tensa, electrizada, como si llevase pegada una máscara sobre la cara.

Y caminaba en forma extraña mientras volvía, con el maletín en la mano izquierda y la derecha introducida hasta el fondo del bolsillo de su abrigo.

¿Y para qué se habría llevado consigo aquel maletín, puestos a pensar? Estaba claro que nadie se lo hubiera llevado en los pocos minutos que había pasado encerrado.

Siempre y cuando, naturalmente, no llevase algo de valor en su interior, joyas u otra cosa parecida. Pero no; era demasiado pesado para tratarse de joyas, por la forma en que lo había soltado la primera vez que lo dejó sobre el suelo. Solamente podía tratarse de muestras de ferretería, aunque los vendedores de este ramo tampoco llevaban sus muestras en maletines de cuero como aquél.

Observó con curiosidad al hombrecillo mientras éste se sentaba en la misma silla de antes, pero sin sacar la mano del bolsillo, y volvía a colocar el maletín frente a sí. Sin embargo, esta vez el maletín ya no pareció hundirse. Diríase que pesaba menos, como si ya no contuviera nada, o solamente papeles. Como si no hubiera nada en su interior que lo mantuviera en pie, el maletín se dobló cayendo al suelo, después de lo cual aquel individuo lo recogió apoyándolo seguidamente contra la pared para que no volviera a caer. Estaba vacío, o al menos había sido retirado de su interior algo pesado.

Cada vez con más curiosidad, mister Jones levantó su vista del misterioso maletín hasta el pálido y tenso rostro de su dueño.

¿Estaría loco aquel tipo? ¿Realmente loco?

Débilmente, en medio de aquel silencio, se oyó el gemido de la sirena. Y al oírla el hombrecillo puso los ojos en blanco; su rostro se contrajo de miedo, y comenzó a temblar de nuevo.

A mister Jones se le subió la mosca a la nariz. Haciendo como si no lo hubiera visto, dirigió rápidamente su mirada hacia el atizador que tenía en la mano. Los nudillos se apretaron sobre el mango al darse cuenta de que ésta era la única arma que podía emplear contra el maníaco homicida.

¡Por Dios! ¿Cómo no se le habría ocurrido antes?

Había llegado resollando y echando los pulmones por la boca; había estado corriendo. Se había vuelto para mirar por el cristal y así comprobar si le seguían.

Y luego había actuado conscientemente durante un tiempo. Los locos también lo hacen; tienen períodos en que no se les puede diferenciar de una persona normal.

Un maníaco homicida - pensó -. ¿Intentará asesinarme, será por eso por lo que reacciona de esta forma? ¿Volviéndose cada vez más rabioso y dándose ánimos a sí mismo antes de matar?

Sin embargo, no es más que un tipejo. Podría con él, aunque dicen que los perturbados tienen una fuerza terrible. Sin embargo, yo sé cómo defenderme. ¡Siempre y cuando no lleve un revólver consigo!

De pronto, y ya sin lugar a dudas, mister Jones supo qué era lo que había estado guardado en el maletín; se dio cuenta del porqué aquel loco había ido al lavabo..., para guardarse en el bolsillo la pistola que había tenido dentro del maletín hasta aquel momento. Y ahora estaría con su mano derecha apretada contra la culata y el dedo en el gatillo.

Fingiendo que seguía contemplando el atizador, mister Jones dirigió su vista por el rabillo del ojo hacia el bulto que escondía el bolsillo del abrigo. Una pistola, desde luego. Abultaba más de lo que hubiera hecho la mano y, además, se podía notar la línea que marcaba el cañón a lo largo del bolsillo. Un revólver, probablemente, con un cañón de unas cinco o seis pulgadas de longitud.

«Si se tratara de un loco escapado - intentó explicarse a sí mismo -, no me habría contado el significado de esta sirena. Sin embargo, he sido yo quien se lo ha preguntado. Debió pensar que yo ya lo sabía y que, si se lo preguntaba, era porque había sospechado al verle llegar resoplando. Así que se vio forzado a decirme la verdad, por si yo estaba ya enterado. Y ese extraordinario nombre que me ha dado, Bellefontaine, un nombre que parece haber sido sacado de un libro. La gente normal no tiene esos nombres.»

Pero eso no eran más que argumentaciones; la pistola, en cambio, era un hecho. Y no valen argumentos frente a una pistola encañonada hacia uno, y en manos de un loco homicida.

¿A qué esperaría?

A lo lejos se escuchó el distante silbido de un tren. Mister Jones se las arregló para, sin volver la cabeza, echar una rápida ojeada al reloj de la estación. Aún faltaban quince minutos para el tren de pasajeros de las siete cincuenta y cinco; debía tratarse de algún tren de carga que pasaba por allí, probablemente en dirección contraria.

Sí, ahora podía oírlo perfectamente, y sonaba como un tren de carga. Disminuía la marcha. Oyó cerrarse una puerta en la otra habitación de la estación, y adivinó de qué se trataba. Era el jefe de estación que salía hacia el andén. Sí, se escuchaban pasos a lo largo del andén hasta que el estruendo producido por el tren que se acercaba ya no los dejó oír.

En cuanto la locomotora estuviera justo enfrente de la estación..., naturalmente, eso era lo que estaba esperando. ¡Aquel sonido ensordecedor y rugiente que amortiguaría la explosión del disparo!

Mister Jones se puso en tensión apretando la mano alrededor del atizador hasta que los nudillos se volvieron mortalmente blancos, y adelantó el cuerpo. En cuanto comenzase a subir el cañón de aquella pistola que el bolsillo del loco marcaba, en forma indefinida... De un solo salto, mientras se abalanzaba sobre él con el atizador levantado en alto...

El rugido del tren se acercaba, cada vez más fuerte, más cercano.., un sonido que todo lo arrasaba con su crescendo... más fuerte, más fuerte...

Y a medida que mister Jones adelantaba su cuerpo, el cañón de la pistola se levantaba.

El hombre vestido de uniforme azul, con botones dorados, cerró la puerta con cuidado tras de sí y se volvió hacia las dos personas que estaban sentadas a los lados de la estufa. Resultaban graciosos, sentados en aquellas posturas tan forzadas y embarazosas; como inmovilizados por el terror.

¿Debía hacerlo? No; resultaba demasiado peligroso. Ahora ya había conseguido el uniforme, y sería ya muy fácil tomar el tren y escapar lejos de la zona de búsqueda. Sin embargo sería tan sencillo matar a aquel par de amigos, ahora que llevaba una pistola en el bolsillo..., una pistola que gracias al uniforme podía llevar colgada tranquilamente del cinto, sin temor a nada.

- Buenas noches - dijo, obteniendo sólo un murmullo como contestación de uno de ellos; el otro no dijo nada.

El alto, el que jugueteaba con el atizador le preguntó:

- ¿Han cogido ya al... loco?

Y con el rabillo del ojo indicó al tipo gordito que estaba frente a él, como si quisiera con ello indicarle algo.

Se echó a reír.

- No, aún no han logrado atraparlo - dijo -. No creo que lo logren.

Resultaba gracioso, extraordinariamente gracioso.

- Van a tener bastantes dificultades ahora para cazarlo - continuó -. Ha matado a un policía en Wayneville para quitarle la pistola y el uniforme. ¡Y aún no lo saben!

Volvió a reírse y aún seguía riéndose cuando su mano tocó la funda de su pistola.

Pero ésta nunca llegó a salir pues, cuando estaba a la mitad, un disparo, un tiro inesperado, pareció brotar desde el interior del bolsillo del hombre más bajo y rozó su oído, mientras el más alto de los dos saltaba hacia él con el atizador en alto. Aún no había levantado siquiera la pistola cuando un segundo disparo del arma que empuñaba el hombrecillo le hirió en el hombro, y el atizador cayó fulminante sobre su cabeza. Intentó esquivarlo y sólo logró evitar que no le alcanzase toda la fuerza dcl golpe...

El tren de carga silbaba ya a lo lejos cuando volvió en si. Alguien estaba telefoneando excitado a través del aparato de la estación, en la habitación contigua.

Estaba atado de pies y manos. Intentó desatarse, un instante sólo, pero en seguida desistió y echando un suspiro levantó la cara para ver a los dos hombres que estaban de pie a su lado. Intentó recordar.

¡Vaya, le estaban esperando y se encontraban preparados cuando él entró!

El pequeño debía de tener ya la mano sobre la pistola, y el alto agarraba, preparado ya, el atizador. Normalmente, la gente tiene que pensarlo un poco antes de lanzarse a un ataque repentino, pero aquel par de tipos habían saltado sobre él como una explosión de dinamita.

Por Dios, si andaban muchos tipos tan peligrosos como estos dos, sueltos por esos mundos, más le valía volver a la seguridad del asilo, donde estaba seguro de que le cuidarían. ¡Pero si habían estado a punto de matarlo! ¡Debían de estar locos!
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Re: Historias y cuentos de policías.

Notapor Juanete » Mié Ago 06, 2008 3:08 pm


Gritos en el silencio

Era ese viejo argumento tantas veces repetido. Si un árbol cae en el interior de un bosque, allí donde no existe ningún oído que pueda oírlo, ¿es esa caída silenciosa? ¿Existe sonido allí donde no hay un oído para escucharlo? He oído discutir esa cuestión a profesores de universidad y a barrenderos.

En esta ocasión la discusión estaba a cargo del jefe de estación de un pequeño pueblo y de un robusto hombre en mangas de camisa. Era un cálido anochecer de una tarde de verano, y la ventana de la oficina del jefe de estación estaba abierta; éste se encontraba con los codos apoyados sobre el alféizar de la misma. El hombre robusto se apoyaba contra los rojos ladrillos del edificio. La discusión giraba en círculos como un moscardón.

Yo me había sentado en uno de los bancos del andén, a una distancia aproximada de unos diez pies. En aquel pueblo era un extraño que esperaba un tren que llegaba con retraso. También había allí otro hombre; estaba sentado en otro banco, entre la ventana y yo. Era alto, pesado, con cara inexpresiva y unas inmensas y callosas manos. Parecía un labriego con su traje de ciudad.

No parecía interesado ni en la discusión, ni en los que discutían. Yo no hacía más que preguntarme cuánto tardaría en llegar aquel condenado tren.

No tenía mi reloj; lo había llevado a reparar en la ciudad. Y desde donde estaba sentado no podía ver el reloj de la estación. El hombre alto que se sentaba a mi lado llevaba un reloj en la muñeca y le pregunté por la hora. No obtuve ninguna respuesta.

¿Se han dado cuenta de la situación? Éramos cuatro; tres en el andén y el ferroviario apoyado en la ventana. La discusión entre el jefe de estación y el hombre robusto. Sentados en los bancos, el hombre silencioso y yo.

Me levanté de mi asiento y miré hacia el interior de la estación. Eran las ocho menos diez; el tren ya llevaba doce minutos de retraso. Suspiré y encendí un cigarrillo. Decidí meter baza en la conversación. No tenía por qué hacerlo, pero conocía la respuesta y ellos no.

- Perdonen que me meta en lo que no me importa - dije -, pero ustedes no están discutiendo sobre el sonido; lo que ustedes discuten afecta a la semántica.

Esperaba que alguno de ellos me preguntase qué era la semántica, pero el jefe de estación me chasqueó.

- Eso es el estudio de las palabras, ¿no es cierto? En cierto modo tiene usted razón - dijo.

- De todos modos - insistí -, si usted mira la palabra «sonido» en el diccionario, hallará dos significados de la misma. El primero de ellos es «la vibración de un medio, generalmente aire, dentro de un cierto margen», y la otra es «el efecto de tales vibraciones sobre el oído». Éstas no son las palabras exactas, pero sí el significado. Ahora bien, con una de estas definiciones, el sonido o la vibración existe tanto si hay quien lo escuche, como si no. Con la otra, las vibraciones dejan de ser sonido mientras no haya oído que las escuche. Por lo tanto, ustedes dos estaban en lo cierto; todo es cuestión del significado que se le aplique a la palabra «sonido».

- Parece que usted está ducho en esto - dijo el hombre corpulento. Miró hacia el jefe de estación y le dijo -: Digamos que es un empate, Joe. Me voy a casa, pues. Hasta luego.

Salió del andén rodeando la estación.

- ¿Alguna noticia sobre el tren? - pregunté al jefe.

- Ninguna - contestó. Sacó un poco más la cabeza de la ventana y miró hacia la derecha, donde pude ver un reloj en la punta de un campanario cuya presencia me había pasado inadvertida anteriormente -. Sin embargo, no creo que tarde ya. - Me sonrió -. Experto en sonido, ¿no es verdad?

- Bueno - dije -, yo no diría tanto. Sólo que me tomé la molestia de mirarlo en el diccionario. Conozco el significado de las palabras.

- Ya veo. Bueno, tomemos pues la segunda definición y digamos que sólo existe sonido allí donde hay oído para escucharlo. Un árbol se derrumba en pleno bosque y sólo hay por allí un hombre sordo. ¿Existe sonido?

- Creo que no - dije -. No, si usted considera el sonido en forma subjetiva. No, si es necesario que sea oído.

Se me ocurrió mirar a mi derecha, hacia el hombre alto que dejó sin respuesta mi pregunta sobre la hora. Continuaba mirando fijamente hacia delante. Bajando un poco la voz le pregunté al jefe de estación:

- ¿Es sordo ese hombre?

- ¿Quién? ¿Bill Meyers? - Echó un silbido y noté algo extraño en ese silbido -. Caballero, nadie lo sabe. Eso era lo que iba a preguntarle a usted. Si ese árbol se derrumba y hay un hombre allí, un hombre del que nadie sabe si es sordo o no, ¿existe sonido en ese caso?

Su tono de voz había ido subiendo de volumen. Lo miré asombrado preguntándome si estaría un poco loco, o si sólo estaría intentando continuar la discusión a base de tonterías.

- En este caso, sí nadie sabe si es sordo o no, nadie sabrá contestar si hubo o no sonido - contesté.

- Está usted equivocado, señor - dijo -. Este hombre sabría si lo había oído o no. Quizá incluso el árbol lo sabría contestar. Y quizás también otras personas lo sabrían hacer.

- No entiendo su punto de vista - le dije -. ¿Qué es lo que usted intenta demostrar?

- Un asesinato, señor. Usted acaba de estar sentado al lado de un asesino.

Volví a mirarlo nuevamente, pero tengo que confesar que no parecía loco. A lo lejos se oyó el silbato de un tren.

- Francamente, no le comprendo - le dije.

- El tipo que está sentado en el banco - insistió -. Bill Meyers. Él asesinó a su mujer. A ella y a su mozo.

Su tono de voz era cada vez más fuerte. Me sentí incómodo; deseaba que aquel lejano tren estuviera ya más cerca. No sabía lo que iba a ocurrir pero deseaba que el tren ya hubiese llegado. Por el rabillo del ojo miré al hombre alto de cara de granito y manos enormes. Continuaba mirando más allá de las vías. Ni un solo músculo de su cara se habla contraído.

- Se lo voy a contar, señor - dijo el jefe de estación -. Me gusta contárselo a la gente. Su mujer era prima mía; una chica estupenda. Mandy Eppert, ése era su nombre, antes de casarse con ese sinvergüenza. Fue ruin con ella, un tipo despreciable. ¿Sabe usted lo despreciable que puede ser un hombre con una mujer que se encuentra indefensa? Ella tenía diecisiete años cuando cometió la insensatez de casarse con él. De eso hace ya siete años. Tenía veinticuatro cuando murió, la primavera pasada. Había trabajado más de lo que una mujer normal trabaja en toda su vida, allí en la granja de su marido. Él la explotaba como a un caballo y la trataba como a una esclava. Y su religión no le permitía divorciarse de él, ni siquiera apartarse de su lado. ¿Comprende la situación, señor?

Aclaré mi garganta, pues no parecía que hubiese nada para decir. Pero él no necesitaba ningún comentario. Continuó:

- Así, ¿cómo puede usted echarle en cara el que se enamorase de un hombre decente y limpio, de un chico joven de su misma edad, cuando éste se enamoró de ella? Simplemente, se enamoró. Eso es todo. Me jugaría la vida en esto pues yo conocía a Mandy. Oh, hablaban y se miraban a los ojos, y no juraría que no hubiera algún beso furtivo que otro. Pero nada que justificara el matarlos.

Cada vez me sentía más incómodo; deseaba que el tren llegase de una vez y así poder zafarme de todo aquello. Tenía que contestarle algo, pensé; el jefe de estación estaba esperándolo.

- Y aunque lo hubiera habido, aún no se ha escrito la ley que lo permita - dije.

- Estoy de acuerdo, señor. - Por lo visto había dado en el clavo -. ¿Pero sabe usted lo que hizo este bastardo que está sentado ahí? Se volvió sordo.

- ¿Cómo? - dije.

- Se volvió sordo. Bajó a la ciudad para ver al médico y le dijo que había tenido muchos dolores de oído y que ya no oía en absoluto. Temía haberse vuelto sordo. El médico le recetó alguna medicina para que la probase y ¿sabe usted adónde se dirigió desde la casa del médico?

No intenté adivinarlo siquiera.

- A la oficina del sheriff - dijo -. Le contó al sheriff que deseaba dar parte de la desaparición de su mujer y de su mozo. ¿Comprende? Muy inteligente por su parte, ¿no es verdad? Hizo su denuncia y dijo que la mantendría cuando los encontrasen. Pero le fue muy difícil comprender las preguntas que le dirigió el sheriff. Éste se cansó al fin de gritar y acabó por escribírselas en un papel. Inteligente. ¿Entiende lo que quiero decir?

- No del todo - dije -. ¿No se había escapado su mujer?

- Él la había asesinado. Y al otro también. O al menos, casi asesinado. Lo estaba haciendo en aquellos momentos. Supongo que tardaría un par de semanas, aproximadamente. Los encontraron un mes más tarde.

Su rostro se inflamó de ira.

- En un edificio para ahumar carnes - dijo -. Una construcción hecha de hormigón y que ya no se empleaba últimamente. Con una cerradura por el lado externo de la puerta. Él andaba por el campo aproximadamente un mes después, eso contó cuando se encontraron sus cuerpos, y se dio cuenta de que el candado no estaba echado y que colgaba a un lado de la anilla sin atravesar la aldaba. ¿Comprende? Para evitar que pudieran abrir la puerta de nuevo colocó el pasador a través de la aldaba y lo dobló a golpes.

- ¡Dios mío! - dije -. ¿Y ellos estaban dentro? ¿Murieron allí de hambre?

- La sed te mata antes, si no se tiene ni agua ni comida. ¡Oh, ellos intentaron salir de allí, desde luego! Arañaron la puerta con un trozo de hormigón que habían soltado de la obra. Pero es una puerta muy gruesa. Supongo que debieron golpear la puerta durante mucho tiempo. ¿Hubo sonido allí, con sólo un hombre sordo viviendo cerca, pasando por allí veinte veces al día? - De nuevo solté un silbido -. Su tren no tardará en llegar. Era ése, el que usted oyó pitar. Se para cerca de la torre para cargar de agua la locomotora. Estará aquí dentro de diez minutos. - Y sin cambiar el tono de voz, exceptuando que cada vez hablaba más alto, continuó diciendo -: Fue una mala manera de morir. Aunque él hubiera tenido motivos para matarlos, únicamente un hijo de perra con el corazón negro como el carbón habría sido capaz de hacerlo así. ¿No cree usted lo mismo?

- ¿Pero está seguro de que él no está...?

- ¿Sordo? Desde luego que lo está. ¿Puede usted imaginárselo frente a la puerta cerrada, escuchando con sus sordos oídos el martilleo que venía del interior? ¿Y los gritos? Sí, él está sordo. Ésta es la razón por la que yo puedo contarle a usted todo esto, gritándolo a su lado. Si me equivoco, él no podrá oírme. Pero él me oye. Él siempre viene aquí para oírme.

- ¿Por qué? - me vi obligado a preguntar -. ¿Por qué tendría que venir..., si usted tuviera razón?

- Yo lo estoy ayudando. Ésta es la razón. Yo lo estoy ayudando a decidirse a colgar una cuerda del techo, en la habitación donde ellos murieron, y ahorcarse con ella. No tiene suficientes agallas para ello, sin embargo. Así, pues, cada vez que viene al pueblo, se sienta un rato en el andén para descansar un rato. Y yo le digo lo muy hijo de perra y asesino que es. - Escupió sobre las vías -. Sólo algunos de nosotros lo sabemos. No así el sheriff; no nos creería, diría que es difícil de demostrar.

El roce de unos pies tras de mi hizo que me volviera. El hombre alto de enormes manos y rostro de granito se había levantado. No miró hacia nosotros. Comenzó a caminar.

- Acabará colgándose - dijo el jefe de estación -. Y no tardará mucho en hacerlo. No vendría a sentarse aquí de esta forma por ninguna otra razón, ¿no cree?

- Siempre y cuando - dije - él no sea sordo.

- Desde luego. Podría ser que lo fuese. ¿Comprende? Si un árbol se derrumba y solamente hay allí un hombre que no se sabe si es o no sordo ¿es esa caída silenciosa? Bueno, voy a preparar el correo.

Me volví para mirar cómo se alejaba el hombre alto. Caminaba despacio y sus hombros, grandes como eran, parecían un poco encorvados.

El reloj del campanario comenzó a tocar las siete.

El hombre alto levantó la muñeca para mirar la hora.

Temblé ligeramente. Podía haber sido una coincidencia, desde luego, pero sin embargo sentí como un ligero hormigueo que bajaba por mi espalda.

Entré el tren en la estación y me subí a él.
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