Curso Acceso Guardia Civil |
Inicio curso: septiembre 2019 |
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1. Cereales: Estar en contra del consumo de cereales es una de las cosas más políticamente incorrectas en nutrición, pues a juzgar por las recomendaciones oficiales son poco menos que maná caído del cielo. Sin embargo, desde que apareció el homo sapiens –hace unos 160.000 años aproximadamente– hasta la revolución neolítica –hace unos 10.000 años– no nos alimentábamos de cereales. El ser humano desarrolló su mapa genético como cazador-recolector, no como agricultor. Al contrario de lo que se cree, los cereales no son alimentos con un contenido en vitaminas y minerales muy significativo (piensa por qué los cereales de desayuno están fortificados con vitaminas añadidas). Además, los cereales contienen fitatos que impiden la absorción del hierro, el calcio, el zinc o el magnesio. Y los cereales integrales contienen más fitatos que los refinados. Es lamentable ver cómo millones de pobres en el Tercer Mundo se alimentan a base de cereales (algo que a los occidentales nos debe parecer fantástico para ellos), lo que pronuncia sus carencias nutricionales. El gluten de los cereales es otro importante problema, y no hace falta ser celíaco. Algunos investigadores creen que un tercio de la población es sensible al gluten, una proteína que en muchos casos desencadena respuestas inflamatorias. Y los cereales también contienen lectinas, otras proteínas que pueden actuar como toxinas, que no podemos digerir y que son capaces de alcanzar la corriente sanguínea.
2. Azúcar: El azúcar fue uno de los primeros alimentos que configuró la corriente científica que hablaba de las enfermedades de la civilización. Hasta mediados del siglo XIX, el azúcar era un lujo. Los procesos industriales y la eliminación de tarifas aduaneras sobre el azúcar en algunos países disparó su consumo desde entonces. El nutricionista escocés Robert McCarrison elaboró el caso contra el azúcar y otros carbohidratos refinados en la primera mitad del siglo XX a lo largo de sus estancias en India. Sin embargo, la hipótesis de y contra las grasas y el colesterol comenzó a ser tan fuerte (a pesar de su debilidad científica) desde los años 50 y 60 que incluso en 1986 la FDA de EEUU exoneraba al azúcar de ser un alimento perjudicial. Pero es innegable que la espiral de enfermedades crónicas en los países desarrollados ha ido de la mano de un aumento constante en el último siglo y medio del consumo de azúcar. El azúcar dietético o de mesa es sacarosa, que se compone de glucosa y fructosa. La glucosa es la responsable de que tengamos una respuesta insulínica elevada, algo que es esencial evitar en una dieta antiinflamatoria.
3. Fructosa: Es, como he dicho, la otra parte que conforma el azúcar de mesa junto con la glucosa. Comúnmente la fructosa se conoce como ‘el azúcar de las frutas’ y cualquiera puede conseguir fructosa como endulzante en supermercados. Por desgracia, la fructosa se ha ganado con el tiempo la fama de un endulzante saludable, básicamente porque tiene un índice glucémico reducido. Y digo por desgracia porque la fructosa es un alimento nada saludable, e incluso es peor que el azúcar en muchos sentidos. Su impacto sobre la glucosa en sangre es reducido porque la fructosa no va directamente a la corriente sanguínea sino que precisa ser metabolizada por el hígado, lo que explicaría que la fructosa acabe desencadenando síndrome de hígado graso. Desde 1916 gracias a Harold Higgins se sabe que la fructosa tiene un poder incomparable para aumentar los triglicéridos (un factor cardiovascular mucho más relevante que el colesterol total o incluso el LDL). Por si fuera poco, la fructosa es mucho más glicante que el azúcar; la glicación es un proceso por el cual las proteínas de los tejidos se entrecruzan generando arrugas, envejecimiento de los órganos...
4. Grasas vegetales y grasas trans: Desde enero de 2008, cocinar en restaurantes con grasas trans está prohibido en California. A la industria alimentaria le encantan estas grasas porque duran meses y meses sin enranciarse en productos industriales como bollería, margarinas o galletas. Éstas son un tipo de grasas artificiales, asociadas de modo consistente con diabetes, cáncer o enfermedad cardiovascular. Hasta tal punto se ha reconocido su nocividad que hoy en día prácticamente existe un consenso absoluto entre los científicos sobre las mismas. Si lees en una etiqueta ‘grasas hidrogenadas’ o ‘grasas parcialmente hidrogenadas’, huye de ese producto. Otra cuestión son las grasas vegetales altas en Omega 6, ya que lamentablemente no existe una conciencia semejante sobre su impacto negativo. En esencia me refiero al aceite de girasol, maíz y soja. Su alto contenido en Omega 6 del tipo ácido linoleico explica en gran parte la actual epidemia de inflamación silenciosa, que puede combatirse reduciendo su consumo y aumentando el del antiinflamatorio Omega 3 del pescado.
5. Edulcorantes: Múltiples estudios en los años 70 asociaron la sacarina con el cáncer, lo que se tradujo en que la FDA prohibió en 1977 su consumo, aunque finalmente diversos grupos de presión hicieron que el Congreso de EEUU derogara tal prohibición. El aspartamo es uno de los edulcorantes más usados en la actualidad, y puede encontrarse en miles de productos que no tienen azúcar, desde refrescos hasta yogures. El aspartamo se descompone en metanol, y éste a su vez podría convertirse en formaldehído, que causa daños en el sistema nervioso e inmunitario. El acesulfamo K es otro edulcorante ampliamente presente hoy. El Center for Science in the Public Interest urgió en 1987 a la FDA a denegar la aprobación de este compuesto para uso alimentario, pero tal petición fue desoída. Incluso la propia FDA sabe por sus ensayos que este edulcorante causa cáncer en animales.