Hola:
Bueno, y como cada año por estas fechas, y siguiendo la línea que me he trazado
una vez más
de relatos navideños como
LA VUELTA A CASA, POR NOCHEBUENA y
de Mariano, el solitario , aquí va éste que me ha salido un pelín más largo
de lo normal, deseándoos unas felices fiesta a todos.
And my heart couldn't hide what you knew all along
Cuando las luces de las calles de la ciudad se prenden anunciando la cercana víspera
de las fiestas navideñas y en la acera
de enfrente el zapatero adorna el escaparate con un belén, a la mente
de Martín acuden los recuerdos dolorosos, atroces, precisos como un reloj, y en su corazón bulle la sangre
de una herida que nunca se restañó y las ausencias
de la casa en la que vive se hacen más patentes que
de costumbre. Nada hay que llene el hueco, la sensación
de vacío, el abismo insondable que se abre, a partir
de ese momento, bajo sus pies. Nada mitiga su nostalgia. Mira alrededor buscando que en cualquier momento aparezca su mujer llamándolo para cenar, o que por la puerta entre su hijo para tener la conversación que nunca tuvo lugar. La idea
de que finalmente apareciesen sus fantasmas y acabara
de volverse loco le horrorizaba, y la otra idea
de abandonar este mundo que le había rondado los últimos años, tras las dos desgracias, cobra más fuerza éste con su jubilación (segunda actividad, lo llaman) forzada por el deterioro mental.
«No estás bien, Martín, admítelo, es mejor que te vayas ahora y te recordemos como la leyenda que eras a que esperes… Y que lo hagamos por lo que te has convertido». Ésas fueron las palabras
de Octavio, el jefe
de la Brigada, aquella mañana del mes
de octubre pasado. Su mirada es seria.
Una seriedad que Martín conoce muy bien, como su brevedad: siempre directo y seco para decir las cosas. Han sido muchos años juntos, casi desde el principio, desde que procedente
de la Escuela
de policía asomase por la Jefatura un día lejano. Martín asiente despacio, inclinando la cabeza. Sin rencores. Llegando a la misma conclusión a la que su jefe, mentor, y también su amigo, ha llegado. El jefe no habla por hablar. No lo ha querido admitir en los meses siguientes al fallecimiento
de su mujer, pero su cabeza ya no rige como solía. Y si no rige no sirve para llevar un arma al cinto; mucho menos para dirigir un grupo
de policías. Admite, al fin, que la desgracia lo ha dejado tocado para el servicio como un barco torpedeado en su casco, y atravesado
de parte a parte.
—Tú, viejo amigo, llegaste a Comisario. Yo no llegaré.
—Todos cambiamos con el tiempo. Tú cambiaste antes
de tiempo, eso es todo.
Había un tono
de nostalgia entre Octavio y Martín,
de viejos lobos
de mar que saben, por la experiencia y el trato, exactamente lo que piensa el uno del otro.
A los pocos días, firmando el papeleo del cese en secretaría, le escuchó decir a la joven inspectora que le sucedía en el cargo: No sé como dinosaurios como éste,
de gatillo fácil, estaban aún en la policía. Aquella joven estaba en el despacho contiguo, su —hasta hacía días— despacho. La secretaria también lo oyó, se quedó paralizada mirando como
una efigie. Martín terminó
de firmar y, con gesto adusto, dice adiós a la secretaria y susurrando que qué atrevida es la ignorancia del novato, se dirige a la puerta
de su antiguo despacho para decirle cuatro verdades a la «niña» recién llegada y subida a los altares, pone la mano en el pomo, lo gira, entreabre la puerta y se detiene. Se contiene al verla. No dijo nada, se reconoció a sí mismo veintitantos años atrás. Igual
de estirado y
de gilipollas, con la cabeza llena
de proyectos y
de sueños, en el tiempo virginal en que aún creía en la justicia y no en
una justicia. Da media vuelta y se fue. No volvió. No volvieron a verlo.
Puede decirse que a Martín nunca le había gustado la Navidad,
de hecho, la odiaba, a su padre, a quien apenas conoció, lo habían asesinado
de un tiro en la sien los del maquis un 25
de diciembre, cuando asaltaron el puesto del que era comandante; y a su madre se la llevó a los pocos años la tuberculosis, un día
de reyes. Algo que aceptó a regañadientes como
una consecuencia del sino y
de la ley
de la vida que se impone y doblega como el hierro colado a golpe del martillo forjador; lo
de su mujer y su hijo en cambio no, nunca lo llevó. No lo aceptó. Maldecía más que nunca estas fiestas en que todos pretendían ser felices imbuidos
de un sentimiento adulterado, y que a él tan ingratas le resultaban.
— ¡Eh, usted!, ¡acérquese aquí, por favor!
El sudamericano se vuelve y mira para el policía que ha hablado desde el coche policial situado a su espalda. Se señala con el dedo índice el corazón en señal
de ¿es a mí? y mueve los labios como si pronunciara la pregunta.
— ¡Sí, usted!, ¡venga aquí!... Por favor.
Ese «por favor» no evita que lo anterior suene a imperativo, imperativo legal.
De la pareja, el más veterano es quien habla. El otro, el joven policía, observa, atento.
—Permítame la documentación.
—Sí, cómo no, patrón.
El veterano sale fuera del vehículo, coge la documentación y se la pasa al joven, que permanece dentro.
—Pásalo a ver si le figura algo pendiente —parece ordenarle a su compañero.
Luego enciende un cigarro y, sosteniendo la mirada, le espeta al sudamericano que tiene delante con cara
de preguntarse qué coño pasa: ¿nos conocemos usted y yo?
—No tengo el gusto, agente.
—Pues yo si te conozco…
De referencia.
—Y que le han referido, si puede saberse.
—Poca cosa, que regentas un garito en el casco viejo, donde hay mujeres que quizá no estén allí por propia voluntad, que se puede estar traficando con algo que te comprometa y que, a lo mejor, andas ajustándole por ahí las tuercas a alguien.
—No haga caso, patrón, son rumores. Uno se busca la vida, simplemente, pero no hace nada malo.
El joven policía sale del vehículo con la documentación diciendo: nada. El veterano hace
una vaga señal con el dedo interpretable como que se le entregue y que se vaya. Y el sudamericano aliviado, da media vuelta y sigue su camino. A los pocos pasos se gira y dice: «Tengan ustedes un buen día
de Navidad, agentes». Llevaba todo el rato apurado pensando en si le cachearan o no, temiendo descubran el hierro que oculta en el tobillo.
Este chulo lleva diez kilos
de oro encima, pensó el veterano. Resultaba apuesto, tez morena, con buenos hombros y aspecto deportivo; es
de la clase
de chulos que llegado el caso matarían por la espalda, concluyó, y que prostituirían a su madre con tal
de seguir llevando el mismo tren
de vida.
—
Una última cosa.
— ¿Qué cosa?
—El día menos pensado me planto en tu garito y te hago
una inspección ¡El que avisa no es traidor!
—Venga cuando quiera, patrón, les brindaré unas copas o lo que gusten
de entre lo que tengo.
Sonríe hasta darse la vuelta. ¡Coñomadres, ya los tengo detrás!, ¿quién será el hijo e´.... que les habrá ido con el cuento
de que traigo mujeres del Este y
de que se la tengo jurada al colombiano? Me libro por esta vez, igual a la siguiente no tengo tanta suerte, dice el sudamericano entre dientes.
Se extingue la última luz de la tarde, dilatándose su luz anaranjada sobre la violácea negrura que, a esta hora meridiana, se ha ido adueñando
de las fachadas y el asfalto
de la vieja ciudad. Un viento helado barre las calles ante la actitud indiferente
de los transeúntes. Su aliento trae consigo el probable anuncio
de las primeras nieves. Por el hueco
de una alcantarilla humea vapor. Así, dentro
de un hoyo oscuro estará también ella, piensa el viejo policía contemplando desde su ventana el ocaso
de aquella tarde
de Nochebuena.
El cuarto aniversario
de la desgracia.
En el ambiente suena
una canción triste —un blues— que se acompasa con el amargo sentimiento
de melancolía que le invade en este momento. Es como si las notas se materializaran sobre el suelo y las paredes. Martín se aparta
de la ventana y se sienta en su escritorio, sobre él están el periódico, un libro y varias cuartillas emborronadas. Hoy ha intentado escribir, en vano. Nostalgia. Esa es la palabra que le resuena en la calcárea memoria, nostalgia. Hace mucho que no escribe, piensa, años. Lo ha intentado pero no ha podido. Hubo un tiempo en que eso le resultaba tan fácil como el respirar. Y más cuando lo hacía llevado por la efervescencia
de un sentimiento. Que estaba alegre por
una operación que salía bien: un soneto, que era el cumpleaños
de un compañero: un ripio, que ganaba el madrí, ¡Lo que fuera!
— Sin embargo a ti no te gustaban —dice con voz suave y en tono
de reproche, como si desde algún lugar lejano ella pudiera oírle.
Sonríe ligeramente a la mujer del retrato mientras con las yemas
de los dedos acaricia el marco
de metal. Más que
una sonrisa es
una mueca
de abatimiento. Su mirada es lánguida, errática, con el brillo contenido
de unas lágrimas que no acaban
de salir. Mira como un ciervo disecado mientras su cabeza pelea y se resiste contra el acto
de quitarse la vida que todos estos años pugna por ganar la partida.
—Cuando improvisaba uno me mandabas callar o me cambiabas
de tema. Y si te lo escribía lo guardabas y no me decías nada. Sólo sonreías.
Martín, el Martín feliz que era leyenda
de la policía, el
de los cinco enfrentamientos armados, el
de las dos medallas al mérito, escribía sobre cualquier cosa y en cualquier sitio:
una servilleta, un envoltorio, un periódico. Luego solía dárselo al interesado para que lo leyera ante el resto, que unas veces eran los amigotes y otras los compañeros
de trabajo. Poemas muy celebrados por todos. A ella parecían no gustarle. No. Ella era así. Le violentaba cuando le improvisaba uno, y, turbada, le interrumpía diciendo que lo dejase. Y si se los escribía no los leía y los guardaba con las cartas
de juventud, junto con el ajuar que nunca se estrenó. O eso le daba a entender.
Ahora piensa en por qué ella era así, tan diferente a las demás. En por qué si a todo el mundo, incluida la amante que tuvo, gustaban a ella no. ¿Se trataba
de un punto
de indiferencia o
de compleja timidez hacia lo que,
de tan simple, para ella era un mundo inaccesible? No lo sabré nunca ya. Y esa duda suscita
una especial congoja que trata
de eludir reflotando un recuerdo bonito. Recuerda al instante el del día que la conoció. No puede decirse que fuera mucho: La magia que envolvía sus ojos negros y vivaces y su aire tímido cuando la estrechó entre sus brazos aquella tarde
de invierno, en su temblor inicial antes
de besarla. Pero sobre todo en que al irse se giró y descubrió que ella lo había estado observando alejarse. Eso fue lo que más le gustó y lo que tuvo presente en los siguientes treinta años. Incluidos los días en que despertó en otro lecho. Él era fiel a su modo. Y a su modo también buscaba el complemento a su felicidad.
Ahora la memoria reflota el recuerdo
de la amante. Se llamaba Alba, tenía veinticinco años y era profesora
de literatura en el instituto. La había conocido durante
una cena. Él había acudido con los hombres
de la Brigada y ella con sus compañeros profesores, en el restaurante colocaron a cada grupo en dos mesas largas, en paralelo: juntos pero no revueltos. Martín pronto recaló en la rubia platino, media melena cortada simétrica a la altura
de su nuca, que tenía sentada justo detrás, juzgo su cuello fino y desnudo, su espalda y su cintura, y la calificó
de prometedora. Entonces hizo
de todo hasta conseguir llamar su atención y que se girara para ver la otra parte: la oculta. Excelente, calificó, cuando ésta, oyendo su voz ronca llamando al brindis, se volvió y, durante un instante, se detuvo a estudiar a aquel hombre
de treinta y dos, con sus ojos azules
de acero pavonado y
una sonrisa que parecía contener todo el hielo
de la bebida que sostenía en las manos, intuyendo
una atracción en el fondo
de esa voz y en los rasgos duros, marcadamente masculinos, del hombre que había tenido sentado a su espalda y que parecía estar leyendo su pensamiento.
Antes
de que retirase el rostro Martín habló. Hola, dijo, lo vuestro es
una despedida ¿no? Lo hizo con aquella espontánea timidez que era su modo natural
de dirigirse a desconocidas, encogiendo los hombros con sencillez y acompañando sus palabras
de la sonrisa que, aunque él no lo sabía, le aclaraba el rostro y atenuaba su rudeza.
—Sí, ¿y lo vuestro?, ¿Qué celebráis?
—Lo nuestro es porque hemos salido bien
de una operación.
— ¿Alguna enfermedad
de alguien
de ustedes?
—No,
una operación
de narcotráfico.
Y ella rió la ocurrencia. A Martín le gustó justo en ese momento.
A los postres, uno
de los profesores se levantó e improvisó un discurso para la mujer que se jubilaba. Aplausos. Entonces Octavio, el jefe, recogiendo el guante improvisó otro, hondo y emocionado, en el que les habló a todos
de la vocación, débil coraza que acompaña siempre a los policías, el valor que no sabe
de dónde viene ni si se mostrará en el momento preciso, y el Cerebro bien usado, útil herramienta, también
de ciertos códigos por los que aún se mueven los artesanos
de este antiquísimo oficio. Los aplausos fueron a rabiar. Alguien
de la otra mesa decidió contraatacar y se arrancó con un poema. Más rabiosos aplausos aún.
Finalmente Martín, coreado por sus hombres, se atrevió a levantarse y recogiendo esta vez él el guante, recitó: Que yo me la llevé al huerto.
Al llegar a la parte
de «Ni nardos ni caracolas/tienen el cutis tan fino, /ni los cristales con luna/ relumbran con ese brillo», posó sus ojos con un punto
de insolencia en Alba, asaeteándola; haciéndole destinataria
de lo que decía. Y cuando llegó a la otra
de «Aquella noche corrí/ el mejor
de los caminos, / montado en potra
de nácar/ sin bridas y sin estribos», masticó cada palabra con toda la alevosía
de que fue capaz mientras la miraba directamente.
Tronaron los aplausos y los vivas se oyeron en la calle. Resultado final: policías dos, profesores cero.
Lorca era el favorito
de Alba. Su debilidad. Fue en ese instante cuando le gustó Martín. Y, en un arranque basado en
una ley aún por formular que desde hace milenios lleva a las mujeres a hacer locuras y arrastrar consigo,
de manera cómplice, a los hombres, decidió invitarlo a tomar
una copa, en otro lugar. No llegaron a tomarla, la pasión se les desató en plena calle.
Aquella misma noche,
una hora más tarde, mientras los profesores y los policías seguían
de celebración, suponía Martín, él, empapado en sudor, sintiendo el aire fresco
de la noche que entraba por
una ventana abierta a la calle en su espalda, cabalgaba aquella potra
de nácar y
de ojos claros que lo miraban con fijeza desde la penumbra
de aquel cuarto, traspasándolo como un rayo, mientras su boca emitía sonoros relinchos. Sin,
de momento, importarle que el hombre que tenía encima estuviera casado, como desde un principio le confesó.
La cosa duró varios meses en los cuales Martín pasó con ella cuanto tiempo libre tuvo, olvidándose muchas veces hasta
de volver a casa.
Pero al cabo
de ese tiempo, pasado el fragor inicial, Alba cambió.
De repente, un día, dejó
de ponerle ojos brillantes a Martín cuando éste, a horas intempestivas casi siempre, la visitaba. Y otro le recibió mustia, como aburrida, por lo que hubo
de emplearse a fondo. Te quiero solo para mí, pronunció al amanecer del día siguiente
de una noche, que sería la última, y en la que se había negado a darle lo que como
una dosis él venía buscando. No, eso no era lo pactado. Entonces él cerró la puerta y regresó a su vida
de siempre. Simplemente dejó
de ocurrir y el amor, o lo que fuera, resbaló estremecido por los contornos
de sus geometrías y fue a parar al mismo ignoto lugar
de donde había salido
No se volvieron a ver más hasta el día del funeral del hijo y la mujer
de Martín. Habían pasado años. Ambos habían cambiado.
Viéndolo libre, Alba, a esas alturas, ya ni siquiera le quería. Y Martín no era el mismo. Era otro. Era un perro sin dueño,
una sombra, un fantasma.
Ahora sonríe distraído, como si estuviera en otro sitio. O camino
de él. El blues que suena dice, en inglés:¿Qué voy a hacer con el resto
de mi vida?
Tras reflexionar diez segundos, el veterano policía, leyenda que fue por cinco enfrentamientos armados del que únicamente en uno resultó herido, asiente ahora despacio, parece haber llegado a
una conclusión mucho tiempo demorada. Será hoy. Se acabó, dice con expresión tan segura como absorta.
Escribe
una carta al juez con sus últimas voluntades. Se enfunda el revólver, el mismo
de toda la vida, se calza los zapatos y se coloca su abrigo oscuro. Dirige
una última mirada a todo lo que rodeaba en aquel piso, como para contemplarlo por última vez, como para despedirse.
Dice adiós a su colección
de películas en blanco y negro. Adiós a los libros
de su biblioteca y a lo que inspiraron. Adiós a sus discos
de Jazz y al viejo tocadiscos que los hacía sonar con un chisporroteo
de fondo. Adiós a las dos novelas y a los cien poemas que escribió y que duermen el sueño del olvido, inéditos, en el cajón. Adiós retratos
de seres queridos que ya no están. «Adiós, fantasmas, que me acompañasteis en mi soledad», musita. Al cabo, cierra con cuidado la puerta, pasando la llave, como si pasado un tiempo hubiera
de volver, y sale a la calle.
Fue entonces cuando al salir comprobó que era
una noche perfecta,
de cielo oscuro, con todas las estrellas en su sitio, las fachadas amables, las calles iluminadas y llenas
de gente y el ambiente tan festivo como era
de esperar.
La luz de neón entra en la habitación de Irina a través
de la ventana
de rejas iluminando, en tonos rojizos, un cuadro sobre el suelo oscuro. A su izquierda hay un jergón y un taburete, a la derecha un bidé, frente a ella
una puerta cerrada por fuera y sobre el techo
una única bombilla roja que ahora se encuentra apagada. Hace unos minutos que ha conseguido liberarse
de sus ataduras. Ha roído con los dientes la cuerda hasta aflojarla, aterrorizada por si volvían antes
de que lo consiguiese. No quiere que la vuelvan a pegar. No quiere ceder a lo que le piden los que la trajeron a este país.
Sus ojos azules se abren cuando oye ruido
de pisadas que se dirigen hacia la puerta, lanza un grito ahogado cuando suena del otro lado
de la puerta la cerradura abrirse. Inconscientemente agarra el taburete y con todas sus fuerzas golpea con él a la sombra que entra. Suena un golpe seco y un gruñir sordo, ve cómo la silueta
de un hombre rasgada ahora por la luz
de neón, se desploma como un saco
de patatas entre lo que parecen partes del taburete que, roto por el batacazo, se desparraman a su alrededor. Acto seguido salta por encima del cuerpo y, traspasando la puerta que la ha mantenido encerrada más
de dos días, huye a todo lo que dan las piernas, cruzando por
una serie
de pasillos, siempre en dirección hacia la luz
de la calle que, como señalando donde estaba, cada vez era más y más luminosa, y que creció hasta hacerse por entero. El corazón le palpita como si fuera a salirse
de la caja.
Una vez en la calle respira el viento frío y mira el cielo estrellado sintiéndose perdida, confusa, pero inmensamente libre. Está empezando a nevar.
Martín también contempla las estrellas en el trozo
de cielo que asoma entre las dos líneas rectas que forman las cornisas
de los edificios, desde la calle por la que deambula con el andar seguro y la mirada perdida. Son las calles del olvido y del adiós en dirección a la estación final, donde en breve, tendrá
una cita que ha ido postergando. Nota frío, piensa que es debido a que el final se aproxima y se sube los cuellos del abrigo. No parece prestar atención a los copos
de nieve que se le pegan en el rostro hasta que el manto blanco empieza a cubrirlo todo.
De pronto cae en la cuenta. La idea
de dirigirse a las afueras y
de que no encuentren su cuerpo en días debido a que esté cubierto por la nieve no le hace gracia, y resuelve, entonces, buscar mejor algún callejón en la parte antigua. Los callejones más tarde que temprano siempre los visita alguien: amantes fugaces, basureros, mendigos. ¡Hum!, no sé, no sé, no me gustaría que al registrar mi cadáver alguien indebido encontrase mi revólver y lo tomara prestado, recapacita para sus adentros. La calle por la que pasea ahora está iluminada con luces y decoraciones navideñas.
De vez en cuando al pasar junto a algún bar, entre tonos
de villancicos, se oye el rumor
de conversaciones
de gente que, muy alegres, apuran las últimas copas antes
de irse a cenar en familia, o donde sea.
La puerta
de la cafetería está abierta, a pesar
de la música llegan hasta él conversaciones. En voz alta
una mujer le pregunta a su novio que si no tenía padres y por qué demoraba la hora
de volver a casa. Preguntas, recordó. Y pensó en Octavio, el que fue su mentor.
De él aprendió el arte
de preguntar y que un buen policía lo es por su cabeza analítica y por lo que fuera capaz
de deducir
de las respuestas a unas, en apariencia, simples preguntas. Como en
una película se le apareció,
de repente, la primera conversación, aquel primer día, en aquella primera Brigada, que sería también la última, apenas salido
de la Academia, con veintiún años, la cabeza llena
de ilusiones,
una placa en la cartera y un revólver en el cinto.
— ¿Sabes disparar bien?
—Sí, fui el mejor
de mi promoción.
— ¿Sabes pelear?
—Sí, hice boxeo un tiempo —Respondió ingenuo y complacido, ignorante
de lo que se le avecinaba—.Y no se me daba nada mal—remató más complacido aún.
El sonrió, viendo su complacencia y disfrutando por lo que iba a decir.
—Entonces, muchacho, te vamos a sentar
una temporada a la máquina
de escribir a recoger denuncias. Todos ríen, menos Martín que se sumió en un silencio huraño.
Asimiló pronto: No era cuestión
de músculos sino
de cerebro. No eran guerreros temerarios lo que buscaban allí, no al menos hasta llegado el momento
de matar o morir en acto
de servicio, y sálvese quien pueda, sino sabuesos, gente deductiva, tipos que supieran hacer preguntas adecuadas a la gente idónea y tener la boca cerrada hasta sonsacar la respuesta, y resolver el caso.
— ¿Donde hiciste el bachillerato? —Le preguntó Octavio otra mañana, pasado un tiempo.
Para esas alturas ya sabía que ninguna pregunta
de aquellos veteranos era inocente y que al contestarle que en el Colegio
de Huérfanos, aparte
de desterrar otras opciones como que no fuera un hijo
de papá que estudió en colegio
de pago, o un ex novicio que abandonó un seminario (como era el caso
de Octavio) o alguien que salió del pueblo, con muchas lagunas formativas las cuales, en su caso, habría que pulir, y confirmaba
una cosa: La orfandad. Y la soledad. Y el desarraigo. Y la misantropía.
—Nadie te espera para la cena
de Nochebuena, ¿verdad, muchacho?
—No, nadie. No tengo ni padres. Estoy solo
de toda soledad.
—Hazme caso, búscate
una buena mujer y ten hijos. Haz familia. La soledad es mala. El soltero vive como un rey y muere como un perro: solo. El padre
de familia muere como un rey, acompañado, reconfortado, aunque haya vivido como un perro.
—Hoy cenarás con nosotros, en mi casa. A menos que tengas otro plan.
El único plan
de Martín consistía en ir corriendo a hacer
una parada en el bar más cercano y hablarle a la primera señorita que estuviera sentada a un extremo
de la barra.
—No, Octavio, ningún plan. Acepto.
Entonces, se decía, no entendía aquellas palabras ni lo que suponía la soledad en la fase final, el vivir o morir como un perro y todo eso. Pero ahora si.
En ese momento
de sus cavilaciones sonó
una sirena. Martín pestañeó como volviendo
de un lugar muy distante y reconoció, sonriente, dentro del coche patrulla que tenía parado justo a su lado y que no había visto hasta el sirenazo, a Pedro: Todo un veterano del 091, al que restan un par
de meses para recibir la espada
de madera del gladiador liberto.
—Buenas noches, jefe.
—Hola, Pedro.
— ¿Cómo van las cosas?
— Bien. Suceden sin más, eso es todo. Os ha tocado
de servicio esta tarde, ¿eh?
—Pues sí, pero ya a mí me quedan pocas navidades
de trabajar. A éste —y señalaza con la cabeza a su joven compañero—le quedan unas cuántas aún.
Martín mira el rostro del joven policía por encima del hombro
de Pedro. Le parece despierto, con ganas
de tomarle el pulso a la ciudad y conocer sus arcanos.
—El calendario manda. Y a todos, incluido él, nos llega el día del fin. Trabajar hoy tampoco es tan grave, aunque tarde, al menos cenareis en casa.
—Ya. No nos me quejamos. Y tú qué, Martín, ¿tienes
una cita para esta noche? ¿Vas a cenar con alguien o estás solo?
—Sí, tengo cita con alguien que me espera hace mucho.
Lo ha dicho con ironía. Con
una ironía que nadie más que él es capaz
de entender.
Se despiden ellos deseándole felices fiestas, que Martín responde con un buen servicio y cuidaos, pronunciado en un tono que sonó fatalista.
Después, dentro del vehículo, mientras patrullan la ciudad el joven le pregunta a Pedro.
— ¿Quien era?
—
Una leyenda. O su fantasma. Alguien que ganó dos medallas al mérito y que se jugó la vida cinco veces y que ahora no es nadie. Te hablo, hijo,
de otros tiempos en los que las reglas del juego entre policías y ladrones aún no habían cambiado y cada uno estaba donde debía, y asumía lo que le iba en lo mucho que arriesgaba. Ellos la cárcel, y nosotros un lugar en la lista
de la losa
de mármol, ya sabes: Caídos en el cumplimiento del deber. Martín acabó mal, la azotea no le funciona. Hace ahora justo cuatro años, alguien, alguno
de los muchos
de la lista
de jodidos por Martín, en venganza, se supone, asesinó a su mujer y a su hijo. El asunto no se esclareció. Nunca se supo quién fue ni por qué. Pero él, desde ese día, no volvió a ser el mismo. Y para variar la empresa le dio la espalda y se lo quitó
de enmedio como un trasto viejo.
Irina observa recelosa a su espalda continuamente mientras camina, errática, por las callejuelas oscuras del barrio
de una ciudad que le es tan extraña como el idioma, sin saber adónde dirigirse. Teme que sus captores la anden buscando. Un sentimiento
de horror le invade al pensar en lo que le harían si la descubren y la cogen
de nuevo. Mirando el escaparate
de una tienda vieja
de ultramarinos con apariencia
de estar llamada a desaparecer cualquier día, muy similar a las que hay en su pueblo, se acuerda
de su país, en la Europa del este, y
de su familia que ahora estará celebrando la Navidad metidos, como suelen, en la cocina entre vapores que emanan del guiso
de ternera, y brindando con aguardiente
de ciruela o cerveza Ursus, acaso brindando por ella, la hija que se fue a España en pos
de un porvenir mejor, como «artista
de varietés» según rezaba el anuncio y prometió un manager previo pago
de la comisión pertinente, preguntándose durante la cena dónde estará ella en este instante, felices en la creencia
de que la Nochebuena se la pasará, sin duda, mucho mejor que ellos, probablemente en un hotel no muy lujoso gastándose parte del buen sueldo que, dicen y aseguran todos, se cobra aquí y que allí no existe, ni existirá.
Un golpe eléctrico le recorre la espina dorsal cuando oye: ¡...., ya te encontramos!
De soslayo ha visto que se trataba
de tres hombres, y que uno
de ellos, al que reconoce por su voz gritando: ¡hija
de .... me las vas a pagar!, y hace gestos ordenando a los otros dos, como el mismo chulo que la recibió el primer día en el burdel, del que hace escasamente
una hora se escapó, descubriendo con acento del otro lado del atlántico, el engaño del que había sido objeto.
— ¿A bailar? No, niña, a lo que has venido a España es a joder. Joder mucho y cuando yo lo mande, que soy el jefe. Tienes que devolverme el dinero que te presté, ¿comprendes? Vas a ser
una ...., no
una bailarina, ¿o te creías que Papá Noel existía? Y, con ello, a hacerme rico.
Al decir esto ríe a carcajadas, como un salvaje. Su dentadura es blanca y su piel oscura. Irina no dice nada, mira el suelo.
— ¡Ah!, y me vas a devolver hasta la última peseta
de la inversión.
Su voz ha sonado a sentencia, mientras se guardaba el pasaporte
de ella en el bolsillo
de la chaqueta. Luego ha dado dos toquecitos en el bolsillo y ha repetido: Hasta la última peseta.
Eso supone acostarse muchas veces, calcula. Años. Y sintió un estremecimiento.
Si aquel día le dio miedo no era ni la décima parte del miedo que siente ahora al escuchar su voz amenazante en medio
de aquella calle desierta. Corre. Huye despavorida. Pide socorro pero nadie
de los que están asomados a la ventana parece querer entrometerse en lo que debe ser allí
una escena cotidiana. Oye
de nuevo los latidos
de su corazón hasta que las pisadas
de los dos chacales que la persiguen y que ya se acercan dándole caza, apagan su sonido. Al poco, siente un violento golpe en su espalda que la hace tambalear, que la calle gira a su alrededor y seguidamente que está en el suelo y que uno
de los dos la coge por el pelo mostrando su dentadura chacal, echando violentamente su cabeza para atrás.
—Esta patada por el sillazo que me diste, hija e’lagranputa.
Nota ahora un fuerte dolor en muchas partes
de su cuerpo, no puede verse porque la tiran del pelo, pero presiente que tendrá el cuerpo lleno
de magulladuras varias, y es sólo el principio, sospecha. El flequillo se le viene a los ojos, como el jefe a su cara. A un metro
de ella, por entre los pelos rubios, puede ver como éste saca
una navaja que, al abrirse, reluce en brillos azulados en el claroscuro
de la noche. Parece regodearse en el momento como dejando entrever que no hay prisas y que la venganza, o lo que sea que haya
de hacerle, se la tomará con calma. Con mucha calma.
O mejor no, medita Martín. Lo mejor sería meterme en algún lío y que algún ****contraviene las normas del foro **** malnacido
de los que sobran en este mundo, se me quitase
de medio. Eso arrojaría un poco
de gloria a mi currículo y sentido a mi muerte. Justicia poética.
De la que me gusta. Entonces, alumbrado por esa nueva idea se dirige al casco viejo, lugar esquinado donde la ciudad ha relegado lo peor
de sí misma, donde están las casas
de juego, los bares mugrientos y los burdeles, y en cuyas calles no hay más que chulos, prostitutas y clientes, no existe más sonido que el
de las broncas entre ellos y no reluce otra cosa más que las navajas en las reyertas.
Y, con las manos dentro
de los bolsillos del abrigo oscuro, se adentra en el suburbio. Las fachadas no son amables, las luces son rojas o azules, no suenan villancicos y sólo
de vez en cuando borrachos en busca del siguiente tugurio y prostitutas
de ronda en espera
de dinero fresco antes
de que todos se vayan a cenar, pasean por las aceras mugrientas y húmedas. Apenas faltan unos minutos para que den las diez.
— ¡Suéltala ahora mismo o te pego un tiro!
De los tres hombres que están
de pie junto a la muchacha rubia
de ojos azules, el que la tiene asida por los cabellos obedece y la suelta al instante, dando un paso atrás.
— ¡Apartaos!, ¡vamos!
El que tiene
una navaja abierta la echa a un lado, sosteniéndola ligeramente en vez
de empuñarla, y abre los brazos mostrando el pecho como un gato cazado. El último no hace ni dice nada, mira con gesto
de no comprender, sonriendo como el estúpido que es. Todos observan fijamente, primero para el tipo que ha hablado y segundo para el cañón del revólver que empuña.
— ¡He dicho que os apartéis!, ¡vamos!—repite aún más amenazante.
Había algo
de indescriptible amenaza en su voz. Los tres hombres obedecen, recelosos, y se alejan un metro
de la joven que está
de rodillas, parpadeando sin dar crédito a su suerte. No saben muy bien
de quién se trata pero no es chulo rival queriendo apropiarse
de la mercancía, ni tampoco alguien enviado para ajustar cuentas. El jefe enseguida comprende. Un policía, sólo un policía puede ser tan tonto como para aventurarse por allí y meter sus hocicos en lo que a nadie importa. Pero no es un pringado, sabe lo que se hace, no es
de los que parezca que se meta sin saber cómo salir.
—Muy bien, patrón, usted manda. No pasa nada, todos amigos. Quédesela.
El hombre permanece quieto, en silencio, como estudiando la situación: El jefe y los dos sicarios, enumera. Y ella debe
de ser
una infeliz a la que aún no han conseguido «convencer». Los sicarios no parecen, a simple vista, duros
de pelar; unos pollos sin duda acostumbrados a golpear y a meterse nada más que con prostitutas indefensas,
de los que no son tan valientes cuando alguien les hace frente. Uno
de ellos sonríe
de manera estúpida, hoy, si todo va bien, se la borraremos. Sin embargo, el jefe parece más bregado en estas lides. Ojo con él. Parece peligroso. Apuesto a que se ha cargado a alguien en su país. Y a que ahora está calculando
de qué forma darme matarile: Si
de frente o por detrás.
—Así, ¿tan fácil? ¿Por las buenas? ¿Sin ofrecer resistencia? —dice mirándolos fijamente.
Su tono es claramente
una provocación, un llamamiento a atravesarlo
de tres puñaladas traperas. Los tres hombres están
de acuerdo en ese punto.
— ¡Tú, ven aquí detrás
de mí! —señalando a la joven.
La joven acata
de mil amores y se sitúa detrás, puede ver ahora con más detenimiento a su salvador: Alto, delgado y moreno. Unos cincuenta años.
Martín sintió que llegaba el momento. Y como en las otras cinco veces, sintió un hormigueo en el estómago mientras reía sorprendido para sus adentros. A veces, se dijo, la vida resulta previsible
de puro imprevisible
Los tres matones notan que se despierta en ellos un instinto asesino pero recelan ante el «hierro». Por sus cabezas pasa la pregunta
de si, llegado el caso, el hombre se atreverá a disparar. El jefe les hace la señal convenida: se atusa el pelo engominado. Un pelo negro y brillante, un pelo
de chulo. Es la señal
de que distraigan al enemigo el tiempo suficiente para que pueda sacar el arma que lleva en el tobillo.
Uno, el que hace un minuto agarraba por los pelos a la chica, avanza sobre Martín despacio sacándose
una navaja. Martín sonríe y arquea
una ceja.
—No vas a dispararme, ¿verdad?
Martín baja ligeramente el arma. Dice: no, nunca a un hombre indefenso. Este, al oírlo, convencido, seguro
de que es la ocasión, y
de que nada le pasará, y que el jefe estará muy orgulloso, salta sobre él echando la navaja hacia atrás y cuando ya cree estar a punto
de clavársela, su cara se encuentra con un puño, nota como cruje su mandíbula y ve como se hace la oscuridad y aparecen, por millares, las estrellas.
—Buenas noches, ¡capullo!
Antes
de que los otros dos acaben
de asimilar qué ha pasado Martín vuelve a levantar el arma.
Un poco tarde, el segundo, el sonriente, ya ha saltado sobre él y le ha agarrado el brazo que sostiene el revólver. Hay un zarandeo. Martín se gira bruscamente y, con el brazo libre, le propina un codazo al sicario, cuyo eco suena en toda la calle, ya cuando este pierde la verticalidad y cae como un tronco, le remata con un rodillazo en la nariz que borra,
de momento, quizá para siempre, la estúpida sonrisa que ha puesto todo el tiempo.
Suena un disparo y un resplandor ilumina la calle. Martín entumecido por un dolor y un frío repentinos, piensa: «Tocado. ¡Claro! Por detrás. Este es
de los
de disparar por detrás». Instintivamente, se gira
de nuevo, recortando silueta, y abre fuego. Efectúa dos disparos, dos resplandores vuelven a iluminar la escena. Objetivo abatido, mierda. No le he dado ocasión.
Indiferente ante la contemplación del cadáver y las dos bellas durmientes, el viejo policía se palpa la pierna y mira su mano que ha retirado ensangrentada: el líquido caliente y pegajoso le sale a borbotones. La pernera del pantalón se ha tornado
de color rojo. Vaya, se dice, es peor que la otra vez en que me dieron en el hombro. Me estoy desangrando. Nota que las fuerzas se le van mientras piensa: Es curioso, ocurre así
de sencillo. Y se desploma en el suelo observando como la chica que ha estado todo el tiempo expectante
de pie, con su falda azul
de algodón oscuro y el abrigo negro y zapatos
de tacón alto; el pelo rubio platino húmedo por la nieve, goteando sobre los hombros sus puntas simétricas; los ojos azul cobalto abiertos por todo lo que acaba
de ocurrir, se le acerca y, en un idioma incompresible, musita algo parecido a unas gracias.
—Mult'umesc foarte mult—solloza Irina.
El hombre permanece en silencio, apagándose, y ella estudia
de nuevo sus facciones: debió ser un hombre guapo
de joven; los años han surcado
de arrugas su rostro y, lo que parece un sufrimiento o un pesar indefinibles, ha ido pegando la piel
de la cara a los huesos
de los pómulos, y apagando el brillo
de una ojos oscuros que aún traspasan cuando miran.
Este hombre se la ha jugado esta noche por mí sin conocerme
de nada, piensa conmovida, mientras con las manos trata
de presionar sobre el orificio donde mana la sangre para evitar el desangrado. Y ahora está aquí tirado en el suelo sin casi entender lo que me dice.
El hombre la mira, y piensa, ¡Dios santo, cómo se parece a Alba! Tiene gracia, ahora,
de no ser porque es el fin,
de buena gana me iría a tomar algo contigo a la barra del bar más próximo a curar nuestra soledad en ginebra azul y a regalarte un poema que hablara
de corporales geometrías, belleza serena y ojos azules, aunque maldita sea si ibas a entender algo. Pero Martín no dijo nada, ni siquiera le advirtió a la chica
de que taponase el otro orificio, el
de entrada.
La sirena policial sonaba más cerca, y un centelleo azul asomó al extremo
de la callejuela. Adivinó, por cómo descendía del coche y miraba el lugar comprendiendo lo ocurrido, que se trataba
de su viejo conocido, Pedro, el mismo que había visto unas horas atrás; y que después
de todo iban a llegar tarde a cenar aquel día. Vuelve el rostro hacia el lugar donde aún están los tres sudamericanos. Y sonríe. Ya no te ríes ¿eh, imbécil?
Luego suspira, cuenta cinco latidos y trata
de incorporarse para que la chica le oiga.
— ¿Donde estudiaste el bachillerato, rubia?
Irina mira sin comprender lo que el hombre dice.
De hablar el idioma tampoco lo hubiera comprendido. Maldita ironía.
Nieva cadenciosamente. En el reloj
de la vieja catedral suenan las once.