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Camino de la caseta, un saco al hombro, va pensando Fernandón en la conversación que días atrás mantuvo con el sargento, comandante del puesto de la guardia civil del valle.
— ¿Pero por qué diantre no quieres ser somatén, Fernando? Nos vendría de perillas, estando como está la cosa con el maquis acorralado en el monte sin víveres, uno en el pueblo para evitar que los traidores y simpatizantes les auxilien y conseguir, de una vez, capturarlos. Coño. Que ya hace que terminó esta guerra y estos cabrones ahí siguen, jodiendo la marrana. Robando cuando no les dan. Matando.
Fernandón mira un segundo al suelo antes de encarar de nuevo al sargento, como tomando impulso para lo que va a decir.
—Mi tiempo pasó ya. Lo único que quiero hacer en lo que me queda es vivir en paz.
El sargento Martínez se ha echado atrás en el respaldo de la silla del despacho en el que están, y mira a Fernandón con autoridad.
—Pero fuiste un veterano de guerra, coño, condecorado, aquí delante tengo tú ingreso en la orden, y guardia en Madrid, en los años jodidos; tú, además, eres alguien respetado que conoce a todo el mundo, y en esta España nueva necesitamos de gente así como tú eres, a la que respeten y que se haga respetar, que sepa imponer el orden en este valle pero sin pasarse de la raya.
—Va a ser que no. Soy minero, es lo que he sido toda la vida.
—Pero mira que eres terco. ¿A qué le tienes miedo?
Miedo, se dice, más miedo que pasé en El Rif ya no voy a pasar jamás. Y juré que no habría más armas. Para Fernandón la idea de un día perfecto es terminar en el tajo sin haberse manchado mucho de hollín y, a ser posible, sin sobresaltos de derrumbes, acodarse después, camino de casa, un par de horas en una taberna y trasegar vino de Toro, cuanto más recio mejor, y que al llegar a casa haya qué comer, da igual lo que sea mientras sea en abundancia. Cogió alergia a las armas hace tiempo, y le disgusta la sola idea de ponerse en situación, por el hecho de ir armado, de estar en el punto de mira de un contrario que te pique el billete a mitad de camino. Ni miedo ni hostias, lo que quiero es vivir en paz sin tener que dar explicaciones. Sin deber nada a nadie. Mirarme cada mañana al espejo sin tener que renegar del tío reflejado, de no pensar que es otro que no decide por sí y que tiene que rendir cuentas de un juramento. No quiero saber nada de obediencia debida, deber cumplido ni demás historias. Todo eso está mascullando pero finalmente no lo suelta, pues es de los que no entra sino sabe bien cómo salir.
—Tiene usted a sus guardias, y yo cinco hijos a los que mantener.
—No, coño, con los que tengo apenas puedo cubrir todo el valle, necesito tu ayuda. Además, ¿has pensado en todo lo que conlleva el cargo?
Dice eso y mira al interesado con transparente mezcla de sentimientos: algo de rabia y un resquemor suspicaz. En su mundo de vencedores, cualquier individuo que se niega a tomar un cargo así resulta sospechoso.
—…El poder, la autoridad que vas a representar, —prosigue, el sargento—. Hay muchos interesados, sobre todo camisas viejas, pero no me fio de ellos, son, como decirlo, muy revanchistas, en cambio tú eres un tipo cabal. Cabal y decente.
Alza la mano abierta Fernandón, pidiendo cuartel. Un minuto más, tan sólo.
— Me hago viejo y no estoy para nada. Sintiéndolo mucho, mi sargento, no estoy interesado. Gracias.
Y dicho esto se ha ido hacia la puerta.
— ¿Y hay algo que te interese, joder?
Desde el umbral y con una sonrisa irónica.
—Sí, una cosa tan sólo. Tengo ganas de un reloj con leontina, ¿sabe usted? Para saber siempre la hora que es. Supongo que de aquí a unos años habré ahorrado para comprarme uno.
Dejémoslo por imposible, no le pego dos hostias porque el tío tiene hasta gracia, dice el gesto sin palabras del sargento.
—Adiós, si cambias de idea házmelo saber.
Camina lento por la nieve procurando pisar sobre las mismas huellas, sin formar nuevas que le delaten. Va pensando:
Soy un minero que fue a la guerra por casualidad, por no saber leer y no haber echado unos papeles a tiempo. Qué cosas. Un guardia accidental que, renegado, siguió calzándose años el uniforme por compromiso, por no parecer cobarde o traidor, porque los juramentos son para siempre, o eso creo, o así debe ser al menos, hasta que con la disculpa del cambio de bandera, yo y otros descontentos, pudimos salirnos sin deshonor. La entrevista le ha hecho pensar en todos esos años en que bajó a la boca del infierno y pudo contarlo, y que ha olvidado enterrándolos en la memoria. Hace el esfuerzo de recordar pero el recuerdo se le muestra indeciso y vago como una piedra que brilla y tiembla en el fondo del agua sin concretarse su forma. Sombras apenas, que van y vienen, de compañeros avanzando en formación ante el enemigo, a los que en la niebla oscura de la pólvora no veía, pero que se movían estrechamente con él, notando sus hombros pegarse al oírse los fogonazos de los disparos; «adelante muchachos, vamos allá»; que gritaban por lo bajo lo que se alegraban de no ser tocados, y, viendo las proximidad del enemigo, aullaban «vamos a por ellos, cagüentodo, rediós y la Virgen santa». Y ruido de disparos. Y tropezar con cuerpos de caballos y de hombres, unos inmóviles y otros agitándose y el empezar a clavar la bayoneta en todo cuanto se pone delante que no hablase cristiano. Tenía presente, sí, el olor a sangre y pólvora de después de la batalla, y la sensación de sentirse vivo. Vivo y entero el pellejo.
Trata de ponerle caras y nombres a esos compañeros que venían de sitios de España que ignoraba, y empiezan a dibujársele imágenes. Antonio, el sevillano que cantaba por soleares rasgando una guitarra, tumbado en las rocas con un agujero en toda la frente y los ojos abiertos en protesta al poco de levantarse y haber asomado fuera de la trinchera para gritar a los cabileños del otro lado: «moros de mierda, no tenéis puntería». Pepe, el de Soria, un tipo que nunca reía y que el día que lo mataron quedó, el pobre, sonriente de contraída que se le fue quedando la cara en las dos horas que estuvo agonizando desde que un moro sin dientes y sin media hostia, le apuñalara en el estómago estando tendido en el suelo, herido de bala en el hombro, sin poder defenderse. Juan, su paisano de Cistierna, al que los rifeños capturaron en una retirada desordenada por quedarse rezagado y que fríamente degollaron para que todos los españoles lo vieran, sin que ninguno osase volver grupas para impedirlo, sin hacer otra cosa más que presenciar la escena cagándose, a coro, en los muertos de todos ellos. La lista seguía pero la dejó ahí. Sintió, ahora, reflejos de pesadillas en los que, maniatado como un cerdo por San Martín, era degollado, que se repitieron con insistencia a partir de esa fecha; la angustia de despertarse en el catre y tocarse el cuello para ver si aún estaba. Se trataba de un augurio funesto semejante al que tuvo, siendo más joven, de morir enterrado en la mina. Por eso cuando fue capturado en su puesto y arrastrado al desierto por los cabileños, supo lo que tenía que hacer. Y lo hizo. Aprovechó la noche y le abrió la cabeza de un trancazo al centinela cuando vio de reojo que éste doblaba la cabeza y se quedaba traspuesto al calor de la hoguera. ¡Zaca! ¡A dormir el sueño eterno! Y después, con el alfanje que le quitó, uno a uno, fue atravesando el gaznate de los otros cuatro captores que dormían, tapándoles previamente la boca para que no gritaran. Cuatro crujidos y cuatro estertores. Cinco cadáveres. No hubo ensañamiento. Ni cargo de conciencia tampoco, había sido como un día de matanza cualquiera en el pueblo. Y una vez hecho lo olvidó, y, salvo a sus superiores, nunca habló más de ello con nadie. Eso no lo ponía en la orden al mérito. Que no hubo en ese episodio más mérito que las ganas de salir vivo de aquello, la cuestión práctica de o ellos o él. Ni que trató de desertar yendo hacia la costa, montado en dos caballos moros, pero en esas, cerca de Melilla, se topó de frente con todo un batallón de infantería, y no le quedó más remedio que recular. Le mintió a aquel comandante, de bigotes grandes y mirada inquisitoria, sobre el final de la historia. Y el comandante se la creyó e informó al Coronel del regimiento, de modo castrense: « […] que habiendo sido hecho prisionero en campaña por el enemigo, y en la primera ocasión, ha matado a sus captores fugándose en los caballos aprehendidos, y tratando de reincorporarse a su regimiento, la fatiga por el calor y la deshidratación ocasionaron que se desorientara y perdiese en el desierto hasta ser encontrado por esta fuerza expedicionaria, etcétera». Lo cual le supuso una medalla y el seguir «guerreando» hasta licenciarse. Bien mirado, mejor era eso que un pelotón al alba. Miró con escepticismo muchas veces aquel trozo de plata que únicamente sirvió para que su capitán, los últimos meses, lo rebajase y destinara a cocinas, y a seguro, entre fogones y sartenes que crepitaban, entre humos de guisos y no de pólvora, contara, con tranquilidad los días que le faltaban. Se había librado, había bajado a la boca del infierno y regresado, como en la mina tantas veces. «Baraka» lo llamaban los moros.
Los malos recuerdos, al regresar a Pelchas, se guardaron junto con la medalla en el cajón del olvido. Y allí se quedaron. Hoy, por vez primera, por la conversación sostenida con el sargento y su mención de la medalla, los ha reflotado con vaga tibieza. El aire frío y el repicar de las campanas de Pelchas llamando a misa, le devuelven a la realidad. Ya está frente a la caseta. Advierte, antes de abrir, que el fuego se ha apagado pues no ve la línea de luz colándose por las rendijas de la puerta.
—Buenas noches. Lo prometido deuda es. Hoy cenarás caliente. Son garbanzos ¿te gustan?
Avelino, que acaba de incorporarse, lo mira con un gesto inexpresivo. ¿Se trata de una burla al condenado?, parece decir.
—A mí me encantan los garbanzos—Prosigue—. Son de los que sobraron en casa para comer. Yo muchas noches hasta los ceno. Ya se sabe, comiendo bien y fuerte te reirás de...
Su tono es de una amabilidad que, de no ser por las circunstancias, parecería sincera. Fernandón, de rodillas ante la chimenea, se afana en encender de nuevo el fuego. Ha dejado el refrán a medias pues no ha considerado oportuno mentar la palabra «muerte» ante alguien que acaba de escapar por los pelos de ella, pero al que le espera seguramente un pelotón. Pronto brotan llamas que iluminan cenitalmente la estancia. La cara del fugitivo parecía una máscara sombría a la luz sinuosa de la hoguera.
— ¿Es mi última cena?
Mira como sin comprender. Ahora pone la cazuela de garbanzos en una esquina para que el fuego, de soslayo, la vaya calentando.
—No, tranquilo, mañana también podré venir.
Ahora es Avelino el que mira sin comprender. Aquel hombretón actúa como si no lo conociera, pero es evidente que sí lo conoce. Y como si no fuera a vengarse.
— ¿Cómo te encuentras hoy?
—De cuerpo para arriba mejor, en cambio las piernas aún no me obedecen — responde con cara de preguntarse «adónde quiere ir a parar el artista».
—Pues eso, aún no te puedes ir, no estás para caminar. La nieve sigue ahí y en tu estado no llegarías muy lejos. Por estas fechas la nieve es muy tozuda, ha habido años en que se plantó a primeros de noviembre y ya no se fue hasta el mes de febrero. Y sería una pena librarte el sábado para el lunes volver a caer.
Ambos sonríen. La escena es curiosa. Avelino cree estar entendiendo que no serán, como con desolada resignación tenía creído, sus últimas horas, que aún verá un nuevo día; Fernandón, por su parte, que está perdiendo el tiempo pues aquel infeliz acabará o congelado o muerto por la ley de fugas.
Ya está, dice, y le entrega la cazuela humeante. A continuación, sin venir a cuento le empieza a narrar historias del pueblo, anécdotas graciosas de hechos reales que, es evidente, exagera para hacerlas más amenas. Enlaza una tras otra, mientras Avelino cuchara de madera en mano, engulle ávido los garbanzos conciliatorios. Resulta gracioso de coj****. Cada vez más. Por varias veces le arrancan la risa y tiene que parar de comer. Hacía mucho tiempo que no reía, demasiado. Me da igual si me mata ahora, me ha alegrado el día y levantado el ánimo. La risa, piensa, es el único consuelo que tenemos los desgraciados.
Refiere luego una historia sobre el hambre que pasó de niño. Cambio de tercio.
—Mientras tenga manos, y me valga, ninguno de los míos pasará hambre. El hambre es una cosa mala.
Se produce una pausa.
—Y aquel invierno del 34 casi la paso, Avelino. Casi.
De repente se quedó callado, mirándolo. Era la primera vez, advirtió, que pronunciaba su nombre en todo este tiempo.
Sobreviene otro silencio.
—Aquel día cuando llegué a casa—comienza a decir—, la Aurelia, al principio no me lo quiso contar, ella era así, sabía el pronto que tenía y de las malas pulgas que me gastaba, y prefería callarse, dejar las cosas estar y no tener más jaleos, porque esto de la venganza se sabe cuándo empieza pero no cuándo y cómo acaba, lo único que se sabe es que una vez empieza no hay marcha atrás, pero al final no tuvo más remedio pues me di cuenta, había cosas rotas por todas partes y los críos tenían el miedo en su caras, tal que si hubieran visto al diablo, y cuando insistí, y la dije que si no me lo contaba ahora después sería peor, pues lo hizo. Monté en cólera. Me enteré bien de vuestros nombres, de los diez «valientes» que fuisteis a mi casa a buscarme y que al no encontrarme os propasasteis con mi mujer, en cinta, y mis hijos. Y con mi comida. No dejasteis nada. Pero nada. Ese día Juré que os buscaría y os daría vuestro merecido. El hambre es una cosa muy mala. Lo peor. Yo fui un muerto de hambre pero mis hijos no. Ellos no. Los meses siguientes tuve que trabajar más horas para tener dinero con que comprar lo que me robasteis. Pasé las de Caín, salimos de chiripa.
Avelino mira para el plato vacío. El hambre, efectivamente, junto con la falta de libertad, o el miedo a morir, es lo peor que le puede pasar a un hombre.
—Sabes quién soy. Lo has sabido en todo momento ¿Verdad?
—Sí, trabajabas en la segunda galería, debajo de la mía. Muy joven. Eras trabajador pero te juntaste a un vago como Venancio que te llevó a su vera como a un ternero su madre.
— ¿Vago?
— ¡Un vago empedernido! —asevera—. Hay dos clases de hombres: los vagos y los trabajadores. Venancio era un vago. Nunca quiso trabajar, no doblaba el lomo ni aunque le mataran. Por eso cuando empezó con la cantinela del sindicato le calé enseguida: este lo que quiere es no hincarla más y vivir del cuento.
—Y además de vago, cobarde.
A Avelino se le viene ahora el recuerdo de Venancio deshaciéndose de la espada.
—Le ofrecí un día un par de hostias y se calló como un putas. Era el año 32. Pretendía que le asignase el tajo de otros, como solía hacer a diario con los que por enfermedad o porque tenían un mal día no podían y no llegaban al mínimo. Tú no estás malo, le dije, a ti lo que te pasa es que eres un vago. No te añado nada que bien puedes. Trabaja. Entonces me amenazó con matarme, me llamó esbirro y se cagó en la leche que mamé. A mí. Se las ofrecí, claro. Allí mismo se las iba a dar, ya había cogido el cayado. Se cagó. Salió corriendo, el muy cobarde, galería arriba. «A ti te enderezó los nudos del cayado, mamón», le grité y prometí. No volvió más por mi galería, no —Que por mi madre que en gloria esté, que le hundía todos los nudos en el lomo—. Ni a pasarse junto a mí. No. Como tenía mano con lo del sindicato consiguió irse a la segunda. Y tampoco pió el día de la asamblea cuando juraba lo de que los obreros serían los amos y yo le dije: ¡Si todos somos jefes no sé quién coño va a querer trabajar! Iba a decir algo más por si no sabíais quién era Venancio, pero para qué: en el país de los ciegos el tuerto es el rey. Y me fui. Seguro que cuando no estaba me puso de vuelta y media.
—Sí, te llamó esbirro y vendido.
—Avelino era un vago. Y un cobarde.
—Es cierto, no era buen trabajador: holgazaneaba todo el día. Y le tenía demasiado aprecio al pellejo, aunque no era mala persona.
Fernando sonrió, mirando al techo.
— ¿Buena persona? ¿Cuántas veces os dejó tirados durante la guerra?
Avelino piensa un segundo la respuesta.
—Vuelves a tener razón—lamenta reconocer— Tenía miedo. Mucho miedo. Ya en el 34, cuando se enteró de que venía el ejército por el valle arriba, salió huyendo al monte y no acertaba a decir palabra; recuerdo que me dije que con gente así poco futuro íbamos a tener. Los primeros meses de la guerra él mandaba una columna de milicianos y el alto mando lo destituyó por cobardía, por rehuir continuamente el enfrentamiento; el tío al empezar los disparos, sin esperar a ver cómo nos iba, mandaba siempre retirada. Y unos por otros, sin nadie que diera ejemplo ni mandase, terminábamos en desbandada. Venancio, corría que se las pelaba, nunca quedaba de los últimos. Vimos poco frente, nos pasamos toda la guerra escondidos en el monte, bloqueados por los nacionales. Y bloqueados seguimos terminada la guerra. Esperando sin fe a que cambiaran las cosas para nosotros. Fue entonces que Avelino y yo reñimos porque él seguía en sus trece con la dichosa causa, cuando ya no había causa ni nada y cada uno se las ingeniaba como mejor sabía, y no volvimos a hablarnos. Y nos separamos. Tengo miedo de que fuera él el que delatara nuestra posición, para salvar el pellejo. Ese día de la captura Avelino no sintió furia, ni amargura. Lo suyo, piensa ahora, fue la materialización de una certeza muchas veces intuida y olvidada sobre Venancio. Avelino se sentía ante la presencia de una buena persona, de un veterano. Ahora hablando de todo ello con un veterano, se sentía un poco soldado pese a no haberlo sido nunca. Bien considerado, la traición tenía un gusto singular para la víctima. Uno ahondaba en su herida, gozando de la propia agonía. Y como los celos, podía ser más intensamente saboreada por quien sufría las consecuencias que por el responsable del acto en sí.
—No sé cómo sería, nada puedo decir, pero muy capaz era de eso y de más. Vendería a su madre. Todos estos suelen ser así, ya sabes, quítate tú pa` ponerme yo.
— ¿Y por qué no te vengaste de nosotros?
—Mayormente porque no tuve ocasión. No sé, pasó el tiempo. Estabais todos, los diez, en prisión. Tuvisteis lo vuestro allí. Luego cuando salisteis no coincidieron las cosas: vino la guerra, os echasteis al monte. Supongo que se me fue curando la herida y pasando las ganas. Menos a Venancio al resto os perdoné. No sabíais lo que hacíais. A Venancio no. A Venancio ni entonces ni ahora se lo perdono, él tenía mala sangre y malas entrañas.
—Pero en el 36, dos de ellos, fueron a buscarte al camino.
—Lo sabía. Se lo habían dicho a la gente para que me lo dijeran. Iba avisado, por lo que no lo consideré una traición, y preparado. Fue una pelea limpia. Mira por dónde ahí di por zanjado el asunto y ya no os busqué más. Solté el veneno que llevaba y ellos a golpes de palo, la mejor de las medicinas, comprendieron que no me había chivado, ni que los delaté, entendieron, también, que era uno de vosotros: un minero más.
—Pudiste con dos hombres.
Fernando se mira sus manos grandes y ásperas. La expresión pierde fiereza y se torna tranquila.
—Con éstas he dado muchas hostias a los que se lo merecían. Y no me arrepiento. He matado en la guerra, y tampoco me arrepiento. La guerra es eso. Y algo peor. Y lo olvidé. Así que bien podía olvidar esto otro también. Ahora, si os llego a pillar al poco —y las cierra, apretando los puños—. Mi mujer tenía razón y acabé comprendiéndolo. Aquí paz y después gloria. El tiempo pone a la gente en su sitio. Dime, ¿qué fue de todos?
—Por lo que sé únicamente sobreviví yo. Los demás murieron en la guerra o fusilados o en la cárcel de tuberculosis.
— ¿Venancio también?
—Nadie sabe a punto fijo que fue de él. Es seguro que no se entregó porque lo habrían fusilado y se sabría, y que nunca lo capturaron porque su nombre no apareció en ninguna lista. Unos dijeron que pudo haber escapado al cerco y haberse pasado a Francia, otros que logró embarcar a América en la Coruña.
—O sea, que aún puedo tener la esperanza de darle las dos hostias que no le di en su día.
Ambos hombres ríen, y el eco se propaga fuera de la caseta.
— ¿Cuando me reconociste?
—Desde el principio, justo cuando te subí al caballo. Tu cara no se me había olvidado.
— ¿Por qué me ayudaste? Podías haberme dejado en la nieve, a mi suerte.
—He sido un tío con «baraka». Ni el frío, ni la gripe, ni el hambre me mataron de niño. Me libré en Marruecos, de los moros y, en Madrid, de los anarquistas, de que me pusieran en la «lista de los caídos». También me libré aquella tarde del 34 por no haber estado en casa de ir a «pasear». Me he ido librando porque tal era mi suerte. Barrunto que tú también tienes «baraka», que escapaste a los disparos de todas las ocasiones en que te pusiste a tiro. Me gusta pensar que, de alguna manera, tu suerte, tu baraka, fue que yo estuviera ahí para que te libraras del frío y del hambre. Tú de joven, yo de niño.
—Sabes, Fernando, joder, todo este tiempo he creído que me ibas a degollar.que no lo contaba.
Ha sentido desprenderse de una carga pesada. Ve como los operarios desmontan el cadalso y siente el alivio de un indulto por segunda vez.
— ¡Ganas me están entrando! No vuelvas a dejar que se apague el fuego, cuesta mucho encenderlo, ¡haragán!
Más risas.
Al amanecer del cuarto día, Avelino se levantó comprobando que se encontraba repuesto: movía las piernas. No obstante encontrarse débil la mejora era evidente, lo cual le anima. Mira por la ventana: La nieve no se había ido pero hacía un bonito día soleado y de cielo azul.
Hace frío, el fuego hace horas que se apagó. Recuerda, entonces, las quejas de Fernando y sonríe. «Soy un haragán, capaz de arrecirse por no molestarse en atizar la lumbre». En cuclillas y con un gancho remueve las cenizas con la esperanza de ver aparecer una llama. De repente, suenan pisadas y voces fuera y, presuroso, se dispone a mirar por el ventanuco. Para su estupefacción, se trataba de una pareja de guardiaciviles que caminan, uno al lado del otro, mosquetones al hombro, en su dirección. Los observó un par de segundos para decidir qué hacer. Salir por patas no era aconsejable, pensó, pues no llegaría muy lejos, además, la puerta estaba cerrada por fuera.
Los dos guardias han salido esta mañana temprano de ronda, el viento helado les ha enrojecido la cara. Alejados de las zonas pobladas con la orden de buscar de un fugitivo, hace rato que, aburridos, han empezado a hablarse contraviniendo un poco las ordenanzas. Uno es veterano y ha hecho la guerra, luce mostacho. El otro, muy joven, imberbe, apenas hace un año que ha ingresado. Vistos a distancia y a través de un ventanuco esa diferencia de edad no se aprecia. De lejos son, únicamente, dos tricornios y dos capotes atravesando con pasos lentos y cansinos un mar de nieve. Una amenaza que se cierne.
Al llegar a la caseta detienen la marcha.
—Y ésta caseta, ¿de quién es?
— ¡Ah!, es de Fernandón. No hay problema, él no es un rojo, precisamente —Responde el veterano.
El joven da varios empellones a la puerta.
—Está cerrada con llave.
—Normal, tiene ahí los aperos de labranza.
El joven, entonces, se asoma por el ventanuco y mira el interior. Aperos de labranza, repite. Veamos: La horca, la guadaña, el trillo apoyado en la pared, el yugo, el rastrillo... Ya va a retirar la cara cuando algo reclama su atención y, dándose de bruces con el cristal, con las dos manos cubriendo las cejas para que la claridad no haga reflejos, vuelve a mirar.
— ¡Hay un jergón en el suelo!
— ¿Y qué?
—Pues que ¿para qué coño dejan un jergón en una caseta donde guardan lo de la labranza?
— ¡Anda, tú!, qué ocurrencia. Para qué va a ser, pues para echarse la siesta después de la siega.
Avelino Buendía, oculto debajo del jergón no mueve ni un músculo. Oye la conversación de los guardias y reza al Dios en el que no cree para que no entren.
El veterano se descuelga el Máuser que deja apoyado en la caseta y lía un cigarro. El joven también se descuelga el Máuser, tocándose dolorido el hombro. Lleva varios días haciendo ronda y las cinchas le han hecho rozadura. Los pies los tiene desollados también, y siente deseos de sentarse pero no se atreve si su veterano no se lo dice o no lo hace él.
—Mira que si el fugitivo ese estuviera escondido aquí, dentro de la caseta…
—No seas atontao, ¿Cómo iba a estar dentro si la puerta está cerrada por fuera? La cerradura está intacta, no se ha forzado nada. Además, él no es de Pelchas, es de Grandoso, por aquí no tiene a nadie ni se le ha perdido nada, ¿para qué se iba a aventurar?
—Llevas razón, además no hay sitio. Lo hubiera visto desde el ventanuco.
Acabado el cigarrillo, hace una señal al joven, se cuelgan de nuevo los mosquetones y prosiguen su ronda, caminando uno a cada lado del sendero que no se ve de cubierto por la nieve que está. Al cabo, las dos figuras hechas de capote y tricornio, desaparecen al doblar un recodo.
Es ya de noche cuando Fernandón baja por la calle Real, camino de las eras donde se encuentra su caseta de aperos y el Avelino al que lleva la cena. No esquiva a ningún vecino y no se desvía ni da rodeos. Camina según su costumbre, saludando a los que se encuentra y pasando junto a las horneras, le gusta oler los chorizos curarse dentro. Las campanas tocan llamando a misa de seis. De unas de las casas, perfectamente audible, suena en la radio: «La sangre de los que cayeron por la patria no consiente el olvido, la esterilidad ni la traición ¡Españoles alerta! ¡España sigue en guerra contra el enemigo!». Se trata de la casa de don Teófilo, él siempre escucha la radio, quizá para que todos sepan que posee una y le envidien.
—Pues no señor, terminada la guerra terminado todo —suelta en voz alta como respondiendo al locutor.
Han sido unos años atroces, de pesadilla, en los que se han sucedido muchas denuncias anónimas. El miedo a los ajustes de cuentas se ha instalado en las conciencias de las gentes, como el hambre en sus estómagos. Una parte trata de significarse mientras que la otra intenta pasar inadvertida. Fernando tan solo quiere vivir en paz, en paz con todos y en especial consigo mismo. Y es que, el ser humano también es un superviviente natural. Necesita vivir tranquilo, olvidar, dejar de arrastrar la culpa con el tormento del recuerdo, no volver la vista hacia ciertas zonas oscuras de sí mismo. Que incluso perdonen a sus verdugos, o sean capaces de convivir con ellos sin recurrir al viejo expediente del ojo por ojo. Al inmenso alivio de la venganza.
Toca el pan y el lomo adobado que lleva consigo. Es lo único que a estas alturas cuenta para él.
—Este es buen año. Las cosechas han dado y hay buenas matanzas —Piensa triunfalista—. Se acabaron las penurias.
—Te estás arriesgando mucho por mí, es hora de que me vaya. No quiero arruinarte la vida.
Avelino, acuclillado en el suelo junto a la lumbre, le acaba de referir a Fernando la visita de la pareja de esta mañana.
—Pero, ¿tú ya te encuentra bien? ¿En condiciones? ¿Puedes caminar?
—Sí.
— ¿Cuándo tienes decidido irte?
—Mañana temprano. Así tendré horas de sol.
—No se te ocurra pasar por la casa de tu madre en Grandoso, han puesto una pareja de vigilancia. Y si no es eso, cualquier vecino podría delatarte.
Los ojos de Avelino se entristecen.
—Lo comprenderá. Te prometo que cuando todo se calme iré a verla y se lo contaré.
—Dile, por favor, que no la olvido, que la quiero mucho, que me perdone por todo lo que la he hecho sufrir. Y que la escribiré.
—Así lo haré. Descuida.
Fernandón se quita la pelliza y se la entrega. En su cara no se dibuja ninguna expresión.
—Es vieja, no la necesito ya.
Gracias, dijo complacido entendiendo el último gesto generoso. Después Avelino se abrazó a él y se lo quedó mirando un momento, con dolorida impotencia. «Si salgo vivo te escribiré». Fernandón no dijo nada y abrió la puerta embozándose en la bufanda.
—Dime una cosa —seguía acuclillado, mirándolo—. Dime sólo una cosa.
— ¿El qué?
—Aquella tarde, cuando fuimos a buscarte a casa… ¿Dónde estabas?
Fernandon se queda inmóvil en el umbral, con la mano apoyada en el quicio, pensativo.
—Llevé al patrón al monte para ponerlo a salvo de vosotros.
— ¿Al patrón?—su cara es de desconcierto.
—Supe de vuestros planes de matarlo. Salvarlo era algo que le debía. Una vieja deuda.
Se produce, entonces, un silencio. La imagen del patrón, montado en caballo, soltando un duro de plata a un niño huérfano, descalzo y hambriento, pasa veloz. Y su voz diciendo «desde mañana vas a la mina a trabajar», suena en su cabeza como en la radio de don Teófilo.
—…Es de bien nacidos ser agradecidos. Eso es todo.
—No me preguntaste si me arrepentía de haber ido a tu casa aquella tarde.
—No me ha hecho falta oírtelo. Lo sé.
De nuevo el silencio.
— ¡Me arrepiento no sabes cuánto!
Fernandón hizo un gesto de despedida con la mano, cerró la puerta y se perdió con sus pensamientos de prosperidad alimentaria en el frío de la noche. No le gustaban las despedidas.
Era la última vez que se verían.
Cuatro años después, Cipriano el cartero, cosa novedosa, tocó a la puerta de la casa de Fernandón y le entregó una carta. Desconcertado, pues recibía poca o ninguna correspondencia, se la entregó a su hijo, el seminarista, para que se le la leyera. Leer es algo que hace con dificultad por falta de instrucción, y desde que le falla la vista más. Su hijo, el quinto, el menor de todos, que está de vacaciones de semana santa, la abre y lee.
Estimado Fernando:
Buenos Aires, a 13 de mayo de 1950
Lo prometido es deuda. Sirvan esas líneas para agradecerle nuevamente su generosidad y la ayuda que tan desinteresadamente me proporcionó y que por muchos que sean los años que viva, jamás olvidaré y tendré presente.
Informarle de que finalmente conseguí embarcarme para la Argentina y establecerme acá. Las cosas, tras mucho esfuerzo, me han empezado a ir bien. Soy otro hombre y hasta estoy pensado en formar una familia.
Ya ve usted qué cosas me tenían deparado el destino. Quién lo iba a decir viéndome en las circunstancias de aquellos días.
Espero que al recibo de la presente goce de excelente salud.
Un saludo cordial
(Firma)
Fernando ha escuchado con atención la lectura, sin inmutarse. Dice, en bajo, algo así como que «lo consiguió después de todo».
Se queda un rato pensando.
— ¿Dónde está Buenos Aires, hijo?
—En América.
—Y eso, ¿cae muy lejos?
—La distancia exacta, padre, no la sé, pero debe de ser mucha porque hay que cruzar todo el océano Atlántico.
Fernandón desconoce qué lugar es América, donde oye que tantos mozos emigran, pero sí sabe lo que es el Atlántico porque se lo contó un marinero: eran las aguas que estaban a estribor del barco que lo llevaba por el estrecho a Marruecos, y cuyo fin no veía.
— ¡Pues sí que se ha ido lejos el Avelino!
©Humberto, 2012
PD: Mis disculpas por la "longitud" de la anécdota.